Experiencia del desastre y vindicación de la política – Por Claudio Véliz
El neofascismo neoliberal del siglo XXI vino a demostrar, una vez más, que la copa de los ricos nunca derrama, que el capital siempre prefiere fugar, evadir, huir hacia las guaridas fiscales antes que asumir cualquier riesgo innecesario. Frente a ello, habremos de persistir en nuestras inquebrantables memorias históricas y reservas simbólicas, en los saberes plebeyos, en las construcciones colectivas y, sobre todo, en los abrazos reparadores que aún nos esperan.
Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
El neofascismo neoliberal o el eterno retorno de lo siniestro
A la breve, aunque intensa, “primavera popular” que tuvo lugar en Nuestra América, le sucedió una nueva guerra (de ¿baja? intensidad) contra los pueblos de la región, instrumentada por el capital financiero, las corporaciones mediáticas y las mafias judiciales. Nos permitimos designar a esta “tercera oleada” como: neofascismo neoliberal, en virtud de su muy particular combinación entre: a) las herramientas de la ortodoxia económica, b) los dispositivos tecno-digitales que colonizan las subjetividades y promueven comportamientos meritocráticos, emprendedores y auto-responsables, y c) los sistemáticos rituales comunicacionales obstinados en resucitar/actualizar odios, temores y “pulsiones de muerte” que laten en los sujetos culpables y endeudados. El neofascismo neoliberal del siglo XXI vino a demostrar, una vez más (como si hiciera falta), que la copa de los ricos nunca derrama, que el capital siempre preferirá fugar, evadir, huir hacia las guaridas fiscales o volcarse a la timba financiera antes que asumir cualquier riesgo innecesario. En tanto, sus dispositivos nos sumergen en la exigencia del sacrificio y el rendimiento inagotables (aunque signados por una paradojal “sensación de libertad”); en la adhesión consciente a fórmulas sencillas, eslóganes auspiciosos o expresiones vacías cuya contracara es la firme negación a conocer la arquitectura de un saqueo que la artillería mediática “produce como invisible”; y también en la obsesiva construcción (sádica) de un otro demoníaco cuya indeseada presencia habilitaba su persecución/destrucción.
Las pequeñas revoluciones contra el mal radical
Una vez declarada la pandemia del coronavirus, se produjo un quiebre en las disposiciones subjetivas, en las modalidades de la percepción colectiva y en el circuito de los afectos que hubo conquistado cuerpos y psiquis con pretensiones (ya no hegemónicas sino) totalitarias. Los mismos que otrora clamaban enardecidos por sus dólares o por sus fallidos viajes a Miami; aquellos que exhibían sus rostros desfigurados por el odio cuando debían compartir sus estadías con los “negritos” recién ascendidos en la escala social; los que renegaban a viva voz de la política, de lo público y de todo lo que trasuntara el hedor de lo popular… son los mismos que ahora exigen, con idéntica excitación, que el Estado los cuide, que los alicaídos y desfinanciados servicios sanitarios y sus precarizados trabajadores atiendan y alberguen a los infectados; que la aerolínea de bandera vaciada por el gobierno macrista regrese a los varados en cualquier punto del planeta; que las fuerzas de seguridad, recientemente entrenadas para matar, se ocupen ahora de colaborar con las tareas de amparo y protección; o que el Estado intervenga con decisión sobre la “libertad” de los formadores de precios. Bienvenidos al bando de los más vulnerables.
Alguien dirá, seguramente, que estamos ante una situación de emergencia y que, una vez superada la amenaza, volverá la “normalidad” de la obsesión mercadocéntrica, del ajuste merecido (una culpa que debemos expiar por los tiempos en que fuimos felices), de la tilinguería fascista clasemediera, de los temores y los odios renovados contra el negrerío plebeyo, de la fobia antiestatalista, de la furia contra la política y el mundo sindical. Bastó un solo gesto contra un empresario multimillonario para que volviéramos a escuchar algunas cacerolas siempre dispuestas a priorizar el interés privado por sobre la solidaridad comunitaria. El Estado es una conflictiva instancia de disputa, un escenario de múltiples tensiones que puede devenir maquinaria terrorista (como en los 70), una agencia facilitadora de los negocios del gran capital (como durante el menemato y el macrismo), o bien una gestión movilizadora y dedicada a reparar, a “levantar” a los caídos, a cuidar la salud de la población, a redistribuir la riqueza, a desarrollar la ciencia y la tecnología, a promover la igualdad (tal como ocurrió durante los gobiernos kirchneristas). Por cierto, cada vez que el Estado y la política se dignen a controlar o evitar la piratería por parte de las elites financieras y empresariales, oiremos el rechinar de cacerolas siempre listas para demonizar aquella odiada prepotencia contra la armoniosa libertad de los capitales.
No ponemos en duda que ciertos mandatarios se aprovecharán de la pandemia para decretar el estado de excepción y convertir la política en “campo” (tal como sugiere Agamben); pero también puede ocurrir que otros gobiernos (acaso, el argentino) apuesten por una biopolítica del cuidado (basada en el “hacer vivir y evitar morir”) volcando recursos, infraestructura y saberes a la prevención, sanación y aprovisionamiento de la población (sin que ello signifique un golpe mortal “a la Zizek” contra el capitalismo). En nuestro país, la pandemia sorprendió a una población devastada por cada una de las decisiones que adoptó, con absoluta coherencia, el gobierno de los Ceos. Quizá nos hayamos topado, por fin, con la carnadura insustancial (valga la paradoja) de nuestra existencia vacía, de nuestra vulnerabilidad ontológica, de esa Soledad radical constitutiva del sujeto en su conjunción/disyunción con la posibilidad (Común) de “hacer algo con los otros” para suspender la brecha, para conjurar el vacío estructural. Y entonces, el arte, la amistad, el amor, la política como marcas testarudas de dicha imposibilidad.[1] El desamparo –dice Vladimir Safatle– es el afecto político que nos permite trascender la mera obediencia a esa fuerza soberana que emerge como la constitución fantasmática de una servidumbre fundada en el miedo. En las antípodas de una aceptación resignada, el desamparo es la condición para la afirmación de un coraje capaz de transformar la violencia en la novedad radical de lo imposible.[2]
En cualquier caso, conviene advertir(nos) que no será sencillo vencer esta sólida coraza cultural del semiocapitalismo: el sentido común cristalizado, el entramado semiótico (posverdadero) de la repetición, el vértigo y el frenesí. Frente a ello, habremos de persistir en las sabias decisiones estatales, en las dignidades y pasiones políticas, en las pequeñas revoluciones (esas que suelen ocurrir, con frecuencia, en lo profundo de los barrios “bajos”), en nuestras inquebrantables memorias históricas y reservas simbólicas, en los saberes plebeyos, en las construcciones colectivas, en las movilizaciones populares y, sobre todo, en los abrazos reparadores que aún nos esperan.
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Referencias:
[1] Ver: Alemán, J (2012): Soledad. Común. Políticas en Lacan, Capital Intelectual, Bs. As.
[2] Ver: Safatle, V (2016): O circuito dos afetos. Corpos políticos, desamparo e o fim do indivíduo, edit. Autêntica, São Paulo.
*Sociólogo, docente
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