La vicepresidenta armó un frente donde antes había un vacío. Sostiene al gobierno mientras cuestiona el manejo de la economía y ve que en el terreno de la justicia no se avanza lo necesario. Un momento en el que el peronismo debe recuperar su capacidad para manejar las crisis.
Con el año nuevo, llegó también el rebote más fuerte de la economía, la mejora en la recaudación y el tiempo del superávit primario. El impuesto a la riqueza sirvió para recaudar con una contribución de los sectores más pudientes pero también para descomprimir la brecha por la venta de dólares de quienes tuvieron que cambiar pesos para pagar lo que no querían. Sin embargo, la recuperación se dio sobre un terreno social dinamitado. La desocupación volvió a ser tema de preocupación como no lo era desde hacía más de quince años, la pobreza se expandió hasta niveles difíciles de precisar y el poder adquisitivo quedó derruido por subas de precios que la ayuda estatal no alcanzó a compensar.
En el arranque de 2021, la consigna de que los salarios le van a ganar a la inflación en el año electoral luce difícil de cumplir. El operativo que ensaya Guzmán con el objetivo de tranquilizar la macroeconomía sugiere que los asalariados pelearán un empate con la inflación y no lograrán ni de cerca revertir de manera sustancial el ciclo de pérdidas abultadas que lleva por lo menos tres años. Guiado por el temor a la inestabilidad que podría derivar en una nueva devaluación y un nuevo salto inflacionario, el criterio de Guzmán de ceder muy poco a los que viven de un ingreso en pesos no solo es cuestionable desde el punto de vista de los intereses de la población que votó al Frente de Todos: también marca un techo para la recuperación económica, como lo señaló Emmanuel Álvarez Agis, el ex viceministro de Kicillof hoy considerado market friendly.
Aliado imprevisto de Cristina durante la negociación con los fondos de inversión, Guzmán es una rara avis en su sillón porque no trabaja para ninguna facción de poder ni responde a intereses externos, pero su visión de mediano plazo lo lleva a ser muchas veces inflexible ante las demandas de los sectores más vulnerables. El ministro de Economía recibió en sus primeros meses elogios de Roberto Lavagna y de sectores de la heterodoxia. Sin embargo, su posicionamiento teórico le genera cortocircuitos dentro de la alianza de gobierno. Está claro para casi todos que el equilibrio que persigue Guzmán es más que complicado en un contexto en el cual no parece fácil hallar una salida virtuosa. El discípulo de Stiglitz rechaza la austeridad en la crisis pero su defensa de la reducción del déficit fiscal en un escenario de recesión económica es, más que una novedad, una característica impensada en el libreto del cristinismo original. Por eso, en el mismo mercado que quiso expulsarlo de su cargo en más de una oportunidad, hay tótems del neoliberalismo como Guillermo Calvo, Domingo Cavallo y hasta Miguel Ángel Broda que lo consideran el dique de contención de un populismo sin culpa. El apoyo de Calvo, gurú que predijo el efecto tequila, es sintomático porque fue el entusiasta que afirmó en la campaña de 2019 que el peronismo estaba en condiciones de hacer el ajuste que a Macri le había resultado inviable. En privado, sin embargo, Guzmán buscaba saldar el debate y se presentaba a sí mismo como un economista “heterodoxo con restricciones fiscales”, una definición que iría cambiando con el tiempo.En la entrevista que le hicimos con Alejandro Rebossio, en di ciembre de 2020, para elDiarioAR, Guzmán planteaba parte de su filosofía. Rechazaba que la eliminación del IFE y el ATP pudiera ser catalogada como parte de un recorte ortodoxo y decía: “Para transitar el camino de la estabilidad, sí que necesitamos converger al equilibrio fiscal, las cuentas en orden. No querer hacerlo en ningún momento sería no entender que hay restricciones que respetar”. Tres meses más tarde, el 8 de marzo de 2021, durante una visita en Catamarca, fue bastante más allá:
Hay una tendencia a asociar la reducción del déficit con la derecha, eso está mal. Lo que la derecha pide es un Estado chico, con bajos impuestos y que gaste poco, y con poca presencia en la economía, menor a la que muchos consideramos que debe tener para cuestiones clave del desarrollo. […] Hablar de sostenibilidad fiscal no es un concepto de derecha. Por el contrario, consideramos que el Estado tiene un rol importante para resolver cuestiones que el mercado no resuelve. Para tener esa capacidad, el Estado debe ser fuerte, esto quiere decir tener una moneda robusta y capacidad de crédito. Un Estado que vive pidiendo prestado y que tiene una moneda débil porque emite cantidades que el sistema no puede absorber es un Estado débil.
Esa pretensión, la de tener un Estado potente en el futuro, venía atada a las restricciones en el presente de urgencias. Todo era parte de un esfuerzo sostenido del ministro para poner en marcha un experimento inédito: reeducar a los votantes del peronismo en una pedagogía del ajuste como mal menor. Guzmán se desvivía por demostrar que esa era la única alternativa para impedir que la crisis cíclica se reeditara una vez más y sostenía que lo peor que podía pasarle a la economía era una devaluación que forzara el aumento de la inflación y de la pobreza.
Sin embargo, esa prédica chocaba con el tándem Cristina-Kicillof y venía de rebotar con la vicepresidenta en dos rubros esenciales. Primero, en el terreno previsional –donde el bloque de Senadores del Frente de Todos dio de baja el artículo 6 de la Ley de Movilidad Jubilatoria y dispuso una actualización trimestral de los aumentos–, y después en el debate sobre tarifas, donde las críticas más duras a la visión “fiscalista” de Guzmán venían de los representantes de Cristina en la materia. El ex interventor del Ente Nacional Regulador de la Electricidad y subsecretario de Energía Eléctrica, Federico Basualdo, y el titular del Ente Nacional Regulador del Gas, Federico Bernal, llamados “los Fedes” en la cocina del oficialismo, cuestionaban el recorte de subsidios y rechazaban también por lo bajo la segmentación que proponían los funcionarios de Fernández para cobrarles más a los sectores de mayores recursos. La masa de subsidios destinada a impedir que una nueva suba de tarifas afectara todavía más el poder adquisitivo de los asalariados era un tema.
de una complejidad indudable que había provocado la crisis del último cristinismo tras el fracaso de la sintonía fina anunciada por Cristina. Según los números de la consultora Energía y Economía, dirigida por Nicolás Arceo –designado por Kicillof en YPF en 2012–, entre 2013 y 2016 se destinaron entre 14 000 y 16 000 millones de dólares a esa partida, un agujero monumental que se pagó con pérdida de reservas y fue incluso una de las causas de la devaluación de 2014. Guzmán quería evitar ese escenario. En la Casa Rosada eran partidarios de ordenar un incremento a los sectores de mayores recursos y cuestionaban que pagara lo mismo un vecino de un barrio humilde que el que vive en Puerto Madero o el que climatiza la pileta en Nordelta. Pero los técnicos identificados con CFK afirmaban que segmentar no era posible.
A Guzmán le preocupaba y mucho algo que la polarización presentaba como inalcanzable: lograr un consenso interno entre los distintos actores del poder, tanto del oficialismo como del empresariado y la oposición. Por supuesto, el debate no se restringía a la escena doméstica ni a las distintas alas del Frente de Todos. Incluía también al Fondo Monetario Internacional, que se había instalado una vez más como actor fundamental de la política argentina a partir del pedido de socorro de Macri y del blindaje descomunal de 44 000 millones de dólares que Cambiemos había tomado entre 2018 y 2019.
El rol del organismo de crédito presidido por Kristalina Georgieva era ambiguo y hasta podía generar sorpresa en los desprevenidos que se hubieran perdido los detalles de su reciente cambio de piel. El reemplazo de Christine Lagarde por la economista búlgara que tenía una larga relación con el papa Francisco había reseteado la clásica información sobre el Fondo y lo había convertido en un aliado del gobierno argentino en la reestructuración de la deuda con los grandes fondos de inversión. El propio Fernández había llegado a hablar de un “nuevo Fondo”. Por supuesto, ese apoyo no era gratis y dejaba al peronismo de Cristina en una situación incómoda. Guzmán decía que lo peor que le había pasado a la Argentina era el préstamo demencial que el organismo le había dado al gobiernode Macri. Pero confiaba en su relación con Georgieva y apostaba a lograr un acuerdo beneficioso para las dos partes, sin reparar en la historia traumática del país con el organismo. Forzado por el endeudamiento de Macri, el ministro de Economía había decidido avanzar con un programa de facilidades extendidas, un esquema que en 2019 –cuando todavía no tenía garantizado el ministerio– él mismo rechazaba con el argumento de que exigía reformas estructurales. Sorprendente en un colaborador de Stiglitz, Guzmán se declaraba partidario de varias de las medidas que recomendaba el organismo de crédito. Veía la reducción de subsidios como un punto de partida necesario para evitar la devaluación, y consideraba la reforma previsional con achatamiento de la pirámide de jubilaciones–algo que había provocado una lluvia de juicios entre 2002 y 2006–como una salida virtuosa.
En el año en que el Frente de Todos se jugaba mucho en las elecciones, Guzmán repetía que quería evitar la austeridad en la crisis y promovía un aumento de salarios por encima de la inflación, pero hasta entrado el mes de abril sus señales parecían dirigirse en otra dirección. En privado, decía que el Fondo no lo condicionaba en lo más mínimo y que, si el organismo intentaba imponer algo parecido a un programa, el resultado iba a ser una ruptura de relaciones.
“Los dos estamos en problemas. Ellos nos prestan a cambio de que no les hagamos default ”, aseguraba. Gran parte del ajuste, de todas formas, ya estaba hecho y se asentaba en la debacle del salario real que había beneficiado a grandes empresas que, después de haber soportado la pandemia con cuarentena, iban camino a la recuperación montadas sobre una gran reducción de sus costos. La reestructuración de la deuda con los tenedores privados, la suba astronómica de la soja, el rebote de la economía y la decisión de erradicar el gasto covid le habían permitido al ministro reducir el déficit fiscal y ordenar las cuentas. En ese plano, la segunda ola asomaba como la amenaza que podía hacer olar por los aires las proyecciones de Guzmán.
La obsesión del lawfare
La cuestión económica, grandísima preocupación de la mayor parte de la sociedad, no era lo único que afectaba al oficialismo. Para Cristina y su grupo de colaboradores más estrechos, el lawfare y los condicionamientos del Poder Judicial a la política figuraban como la prioridad número uno, si se tenía en cuenta la cantidad de horas que le dedicaban en el debate público, desde las redes sociales y los medios de comunicación identificados con el gobierno. El poder que conservaban los actores de Comodoro Py y la Corte Suprema que habían activado el encarcelamiento de la plana mayor del cristinismo, en un proceso de revanchismo sin precedentes que vulneró todas las garantías, nublaba la visión política de la vicepresidenta y la mantenía en el banquillo de los acusados. Si como jefa de un movimiento mayoritario y socia principal de la alianza de gobierno no lograba mejorar su situación personal y la de su círculo más estrecho, el futuro asomaba colmado de obstáculos. La falta de resultados en la materia y las distintas visiones en la estrategia a adoptar se convirtieron en uno de los motivos principales de los cortocircuitos de Cristina con Alberto durante todo el primer año de gobierno del Frente de Todos. La carrera contra el tiempo era desigual y para CFK la posibilidad de una derrota electoral presagiaba lo peor: volver una vez más a un escenario de fragilidad y encierro político. Eso explicaba la energía que el cristinismo ponía en señalar a los jueces que actuaban desde el anonimato y sin rendir cuentas a casi nadie, como la propia Cristina dijo en su alegato de marzo de 2021 en la causa del dólar futuro.
Junto con la pandemia, la situación económica y la deuda, la cuestión judicial era el tema de agenda obligado, pero era el más lejano para la mayor parte de la población que vivía pendiente de otras urgencias. La vicepresidenta hizo un esfuerzo descomunal para ligar la realidad de las mayorías con el accionar de un Poder Judicial que condicionaba los procesos electorales en toda América Latina. Sin embargo, Cristina sabía mejor que nadie que tanto sus votantes como el electorado zigzagueante –que iba y venía en medio de la polarización en busca de una salida para sus problemas– la juzgarían por los resultados económicos a la hora de ir a votar. Todo parece parte de un empate envenenado. Así como Ricardo Lorenzetti y la familia de Comodoro Py no pudieron suplir con escuchas televisadas, pedidos de desafuero y un festival de prisiones preventivas los votos que no tenían sus socios en el PRO y el PJ no kirchnerista, CFK encontró en el gobierno su propio límite para disolver ese poder que, según dice, la extorsionó. Peor que eso, abroqueló a jueces que se aborrecen entre sí y representan distintos intereses.
El malentendido con Fernández a la hora del reparto de roles, laescasa disposición de la renunciada Marcela Losardo y de Gustavo Beliz para resolver los problemas de la vice y la incapacidad de los funcionarios cristinistas para cumplir con la misión encomendada depositaron a Cristina durante gran parte de 2020 en la esfera de la denuncia, más cerca de la queja que de la posibilidad concreta de iniciar juicio político a los supremos o ampliar el número de jueces de la Corte. Eso explicó el regreso a las filas del oficialismo del auditor Javier Fernández, el todopoderoso operador de la escuadra Stiuso que hasta unos meses antes era considerado poco más que un espectro.
Aquella temporada de soledad y aislamiento, cuando sus ex funcionarios iban a la cárcel y ella organizaba las horas del día con sus abogados, no puede considerarse parte del pasado porque la política no encuentra forma de diluir el poder perpetuo de un estamento que, desde hace un tiempo, funciona como el más agresivo dispositivo para lastimar a la dirigencia política en un juego a tres bandas del que participan los servicios de inteligencia y los medios de comunicación. Por supuesto, si ese poder funciona es porque tiene margen para avanzar desde el punto de vista social y porque encuentra elementos que sirven a una narrativa eficaz. Sin aliados en Comodoro Py, algunos funcionarios emblemáticos del cristinismo no tuvieron nunca dificultades judiciales.
Si Cristina reaccionó como lo hizo hasta que Martín Soria reemplazó a Losardo fue porque consideraba que la táctica de Alberto no era garantía suficiente y temía verse, ante una derrota, en la misma fila que Amado Boudou, Julio de Vido y tantos que masticaron bronca por la indiferencia de su jefa máxima en el momento en el que la doctrina Irurzun arrasaba con todo.
El poder
En el inicio del segundo año de gobierno de la coalición panperonista, el Poder Judicial aparecía como el contrincante a vencer por el cristinismo. No solo por la amenaza de la cárcel y la persecución sino también por el diseño económico que esbozaba desde la precariedad el peronismo de la escasez. Lo dejó ver la propia CFK en la carta que escribió a un año de la asunción de Fernández, cuando alertó sobre futuros “fallos de neto corte económico para condicionar o extorsionar” al gobierno, lo que en la Corte advirtieron como una alusión a la eventual respuesta de los supremos ante las demandas de los jubilados contra la política previsional, la piedra angular de la reducción del déficit ejecutada por Guzmán.
Entre tantas misiones que el presidente no pudo cumplir, estuvo también una que vivió con enojo y frustración en lo más íntimo: la relación con el Grupo Clarín. Después de haber sido durante larguísimos años un interlocutor frecuente de los directivos del holding y de los columnistas principales del diario, el presidente y el multimedios de Magnetto se desconocieron en la nueva etapa y se acusaron mutuamente por la falta de lealtad a los principios básicos de un matrimonio que se revelaba como un malentendido. Mientras el profesor de Derecho Penal esperaba un trato entre amigable y neutro, el cuarto piso de la calle Tacuarí apostaba al juego temerario de una ruptura más o menos explícita entre Alberto y Cristina. Un colaborador de extrema confianza de Fernández, de esos que vivieron pegados al presidente durante todo su primer año de gobierno, me lo dijo un día con fastidio: “Él fue con la bandera blanca y se la agujerearon a tiros”. Así se vivía en la residencia de Olivos la disposición de Clarín, que ya no podía –ni quería– acompañar como lo había hecho en el amanecer del primer kirchnerismo, cuando el entonces jefe de Gabinete oficiaba de celestino, el país era otro y las fuerzas en pugna también. Por lo demás, urgido, contradictorio y sin el beneficio de la duda por parte de la militancia agrocambiemita, el peronismo del Frente de Todos intentó ensayar una salida distinta con otro actor fundamental con el que se había enemistado mal durante el primer mandato de Cristina. La articulación que se inició vía el canciller y ex secretario de Agricultura Felipe Solá con el Consejo Agroindustrial Argentino fue una de las grandes novedades de 2020 que contó con el aval explícito tanto del presidente como de su vice –que se reunieron y fotografiaron con sus líderes–, aunque no se tradujo en grandes transformaciones y se le restó toda trascendencia desde los diarios del agronegocio. Si bien es cierto que no rinde en el show de la polarización, la organización que nuclea a más de cincuenta entidades del campo es a todas luces más representativa que la vieja dirigencia de la Mesa de Enlace y sintoniza con un camino de acercamiento que había iniciado Julián Domínguez con el sector que genera la mayor parte de los dólares que precisa el gobierno. Actor embrionario, el Consejo Agroindustrial Argentino está liderado por los pulpos sojeros y encarna con un movimiento que se viene dando a nivel de la dirigencia empresaria desde hace tiempo. Entre sus primeros impulsores están el ex Monsanto Gustavo Idígoras, titular de Ciara-CEC, y José Martins, el presidente de la Bolsa de Cereales de Buenos Aires que llegó con el impulso de las cerealeras y fue durante cuarenta y tres años un hombre de Cargill. Ciara-CEC es una entidad que nuclea a gigantes como Bunge, Cargill, Louis-Dreyfus, Molinos Agro, Aceitera General Deheza, Cofco International, Glencore y la defaulteada Vicentin. Junto con Martins, juegan fuerte para consolidarse como el sector que lidera el establishment local.
El antecedente está en la UIA, cuyo titular, Miguel Acevedo, proviene de la agroindustria, es cuñado del magnate cordobés Roberto Urquía y representa a Aceitera General Deheza. Como parte de los intentos de alianzas del peronismo con sectores de un poder indudable podría incluirse también el ya mencionado acuerdo con las petroleras que entraron al Plan Gas. Sin embargo, en la crónica cotidiana, la coalición panperonista aparecía siempre enemistada con el establishment, gracias al lobby de otros foros como la AEA y el Foro de Convergencia Empresarial, donde Clarín y Techint pesan de manera especial.
Casi sin que pudiera advertirse, la escasez, el prolongado ciclo recesivo, la bomba de tiempo de la deuda que había incubado Macri en tiempo récord, la presión del Fondo, la pandemia y la falta de vacunas configuraron un escenario nuevo, tal vez inédito, que parece sufrir el poder más que disfrutar su ejercicio. La cara del presidente, el desempeño de algunos de sus ministros y las dificultades para imponer una agenda propia mostraron a un peronismo que no lo goza, y que choca con fuertes impedimentos para lograr una mejora en la vida de las mayorías. Como si el nuevo ensayo del peronismo viniera a contradecir una de las máximas de su historia y gobernar la crisis hoy fuera apenas amortiguar la caída sin perspectiva de salida. Unido pese a sus discrepancias detrás del arco amplio del Frente de Todos, el peronismo se juega en 2021 bastante más que un resultado electoral y debe revalidarse como el único actor del sistema político capaz de gobernar la crisis. Pero en un contexto excepcional, en el que todo lo que funcionó en ciclos anteriores incluso haber transformado a la fuerza que, según siempre se dijo, hoy resulta insuficiente.
Este texto forma parte del libro El peronismo de Cristina, publicado por Siglo XXI Editores.
1 comentario:
Vergüenza debería darle a la vicepresidenta estar socavando al gobierno que ella misma es parte , porque ahora ella hace figurar como si todos los aciertos fueran de ella y todas las burradas fueran del gobierno de Alberto Fernández
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