Javier Auyero
Sofía Servián
Casi en simultáneo con el historiador británico E.P. Thompson, el cientista político norteamericano James Scott introdujo en el léxico de las ciencias sociales la noción de "economía moral". En su brillante libro publicado en 1976 La economía moral del campesinado, Scott describía la "ética de la subsistencia" que predominaba entre los campesinos del sudeste asiático. Al campesino pobre, por sobre todas las cosas, le interesaba la seguridad alimentaria. Ese principio de "seguridad primero" daba forma a las relaciones que el campesinado establecía con las instituciones y a sus nociones de justicia y equidad.
Los dueños de la tierra y los agentes del Estado les exigían rentas e impuestos; los campesinos consideraban estos reclamos desmesurados e injustos solo cuando amenazaban su subsistencia. En épocas de buenas cosechas, los impuestos y las rentas podían subir, pero el Estado y los terratenientes no podían - a riesgo de una rebelión- atentar contra esa ética campesina. "Para quienes están en el margen -escribía Scott-, una pobreza insegura es mucho más dolorosa y explosiva que una pobreza lisa y llana". La economía moral del campesinado era un conjunto de entendimientos compartidos que privilegiaba la subsistencia material y entendía el nivel de explotación por parte del Estado y los poderosos desde esa (in)seguridad.
Durante los últimos seis meses hemos estado conversando con ciudadanos de las zonas más pobres del sur del conurbano bonaerense. Ellos poco se parecen a los campesinos del sudeste asiático que tan sagazmente analizó James Scott. Sin embargo, esas conversaciones nos alertaron sobre la existencia de otra "economía moral" -un conjunto de ideas, más o menos articuladas, sobre lo que es justo y lo que es desmesurado pedirles- análoga a la descripta en aquel ya clásico libro.
Los pobres ciudadanos, para usar la expresión que acuñó el sociólogo Denis Merklen, nos detallaron cambios drásticos en sus dietas, aumentos exorbitantes de los precios de artículos de primera necesidad, incrementos en servicios básicos que forzaron a que dejaran de pagarlos, subas en el costo del transporte, bajas en la cantidad y calidad de la comida que comen en los comedores comunitarios. Nos contaron también que los planes sociales que reciben alcanzan "cada día para menos" (contra lo que piensa buena parte de quienes no reciben asignaciones familiares u otros subsidios del Gobierno, la asistencia estatal nunca cubrió más de una tercera parte del presupuesto mensual de una familia promedio -los pobres viven con planes, nunca de planes-). Nos describieron, en otras palabras, las muchas amenazas a su nivel de subsistencia material básica, los urgentes problemas que ponían en peligro su básica sobrevivencia.
Nuestros entrevistados nunca han estado por sobre la línea de pobreza, han vivido siempre en los márgenes urbanos. Han crecido en barrios pobres, barrios con escasas calles pavimentadas, malos servicios, alta inseguridad. Casi siempre han trabajado en el llamado sector informal o, cuando pudieron acceder a algún puesto de trabajo formal, han recibido sueldos que no les permitieron "salir de pobres". Durante las muchas horas en las que conversamos implícitamente nos hablaron de su tolerancia -o su aceptación- de la privación material que ha caracterizado sus vidas y las de sus padres -y la que probablemente definirá la de sus hijos-. Las esperanzas de movilidad social ascendente o la ilusión de movilidad social necesaria para la existencia, como la entendía el antropólogo Ernest Gellner, que por muchas generaciones caracterizaron a los sectores subalternos han allí prácticamente desaparecido: "Yo quizá no llegue a ver el sufrimiento de mis nietos".
Pero nuestros entrevistados también remarcaban su intolerancia frente a la ruptura de algo que ellos entendían como dado: el Estado, creen, los ha dejado de cuidar, permitiendo la suba desenfrenada de precios que les impide comprar alimentos básicos, la devaluación de los subsidios que los ayudaban a enfrentar las carencias, el aumento del transporte, la desaparición del trabajo, etc. Desprotegidos, así es como nuestros entrevistados, habitantes de lo más bajo de la estructura social y simbólica, nos dicen que se sienten. Sin nombrar a Scott ni a Gellner -pero tratando de que entendamos los motivos de su comportamiento político-, nos presentaron puntillosamente la inseguridad reciente de su pobreza.
Así como registramos esta coexistencia de tolerancia frente a la pobreza e intolerancia frente a la desprotección, registramos -para nuestra sorpresa, confesamos- cierta esperanza urgente en la política; esperanza un tanto pesimista, si se quiere, porque nadie se ilusiona demasiado con que su situación vaya a cambiar radicalmente, pero esperanza al fin en el sentido de una necesidad de creer en que algo vaya a cambiar en su vida cotidiana producto de las elecciones recientes.
Expresaron esperanzas (acotadas) de poder cubrir sus necesidades básicas, esperanza de poder volver a vivir con lo justo y lo necesario como lo hicieron siempre. Nuestros entrevistados no buscan tener salario digno para comprar dólares o irse de vacaciones, sino, como nos dijo otra vecina que desde hace años almuerza en un comedor barrial: "Ojalá podamos volver a comer milanesas más seguido". Añoran poder volver a llenar un changuito de mercadería y no tener que acudir a los comedores o mandar a sus hijos a hijas con un tupper bajo el brazo a pedir la comida que ellos dolorosamente no les pueden dar. Con su voto buscaron ponerle un límite a su situación de inseguridad actual porque, como nos dijo otra vecina: "No sé cuánto más se puede resistir".
Además de seguir desgranando encuestas, escudriñando expresiones de los focus groups o aventurando hipótesis sobre la supuesta durabilidad de las orientaciones populistas de los sectores más marginalizados, quizá sea bueno analizar con profundidad y sistematicidad la economía moral del votante pobre. Ese conjunto más o menos articulado de nociones y creencias sobre la justicia, la protección y la tolerancia nos permitirá comprender mejor su comportamiento electoral.
Auyero es profesor de Sociología y director del Laboratorio de Etnografía Urbana (Universidad de Texas); Servián, estudiante de Antropología (Universidad de Buenos Aires)
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