por Camila Vollenweider
La inmediatez es un rasgo común a los análisis y a la propia
dinámica política de Brasil por estos días. No es sorprendente si atendemos a
la velocidad con la que se entreteje la crisis en curso, desatada casi al mismo
momento de comenzar el segundo mandato de Dilma Rousseff. Diversos movimientos
se combinan en una feroz lucha por el poder perdido por la derecha en 2003:
estridentes denuncias y causas judiciales sesgadas partidariamente e
inquisitoriales, jugadas parlamentarias que rozan la ilegalidad, una cobertura
informativa de la realidad monopolizada por el interés de las grandes
corporaciones, transfuguismo de aliados, y un alarmante fascismo diseminado,
sobre todo, en las clases privilegiadas. Este cóctel que ha puesto en cuestión
la capacidad de gobierno de Rousseff y la fortaleza de las instituciones democráticas
merece, además del análisis cotidiano -que tiene, y mucho, con qué nutrirse- de
miradas más estructurales que ayuden a explicar cómo es posible que la
situación política del Brasil haya llegado a este punto.
I
El domingo 17 de abril la Cámara de los Diputados votará
sobre el impeachment de la Presidenta. No hay ninguna certeza respecto de su
desenlace. Lo que sí es un hecho es que Rousseff continúe su mandato o quede
apartada del cargo hasta finalizar la investigación -en cuyo caso gobernaría el
impopular y opositor vicepresidente Michel Temer (PMDB)-, o se convoquen nuevas
elecciones, como pide parte de la oposición -mientras queda al mando temporario
el Presidente de la Cámara el «multi imputado» Eduardo Cunha (PMDB)-, los
cimientos de la política brasileña permanecerán intactos1. Buena parte de la
inestabilidad política y la extendida corrupción que salpica a la mayoría de
los partidos son fruto de un diseño institucional que favorece a los partidos
mayoritarios, el financiamiento ilegal y «en negro» de las costosísimas
campañas electorales2 -que facilita la representación política de los poderes
concentrados-, la coaligación de fuerzas sin ninguna afinidad programática ni
ideológica y un «presidencialismo de coalición» que determina la fortaleza del
Ejecutivo según la capacidad de negociar cargos y otros privilegios con las fuerzas
aliadas en el Parlamento.
II
La necesidad de una Reforma Política se reveló con fuerza
desde las manifestaciones populares de 2013, que comenzaron con un reclamo por
mejoras en el sistema de transporte y luego fueron diversificando sus demandas.
Reformar el sistema político se instaló en la agenda de varios partidos de cara
a la campaña presidencial de 2014 y en buena parte de los movimientos sociales
y sindicales. Pero, pasadas las elecciones, el impulso de la Reforma se licuó
en pocos meses.
Con un Parlamento de los más conservadores y fragmentados
que se han visto en Brasil desde el regreso de la democracia, la gran mayoría
de proyectos tendientes a contrapesar la capacidad de representación política
de los grandes grupos de poder a favor de los partidos pequeños y de las
demandas populares quedaron descartados o fueron modificados radicalmente hasta
perder toda capacidad de transformación. Los proyectos que fueron cursados y
aprobados -en los 6 meses posteriores a la asunción de Rousseff y que ocuparon
la atención de la prensa hasta el tema impeachment- provenían de legisladores
que poco interés tenían en que algo cambie. Allí quedó estancada la gran
oportunidad del Partido de los Trabajadores (PT) para concretar sus promesas de
campaña y, en definitiva, para evitar la brutal ofensiva de la derecha.
El único logro significativo al respecto -que no fue mérito
precisamente del Parlamento- fue que se consiguió prohibir el financiamiento
empresarial de las campañas políticas. La Orden de los Abogados de Brasil (OAB)
presentó, oportunamente, al Supremo Trbunal Federal (STF) una consulta sobre la
constitucionalidad del financiamiento empresarial. Uno de sus Ministros, el opositor
Gilmar Mendes, se tomó más de un año para evaluar la solicitud y, al llegar el
momento de la votación, se opuso a la misma. Sin embargo, ésta logró ser
aprobada. Durante ese «cajoneo», el Congreso -a instancias de Cunha- impulsó lo
contrario: una ley que mantuviera el financiamiento empresarial. Los detalles
de esas legalmente cuestionables sesiones3 son dignos de conocer, como también
el hecho de que la Presidenta Rousseff vetó lo aprobado en el Legislativo, en
consonancia con el fallo del STF.
III
El sistema político hoy es prácticamente el mismo después de
meses de discusiones sobre su posible reforma en el candelero parlamentario y
mediático. Los puntos más salientes de las discusiones relativas a las reformas
pueden ser resumidos en reclamos populares como la creación de un fondo
democrático partidario para financiamiento exclusivo y equitativo de campañas;
el acceso igualitario de los partidos a espacios de TV y radio; el
establecimiento de reglas electorales que promuevan la votación sobre programas
partidarios y no sobre candidatos; el aumento de la frecuencia de plebiscitos y
referéndums sobre los temas de gran interés ciudadano; revocabilidad de los
mandatos; mecanismos de control social sobre presupuestos de los Ejecutivos
federal, estatal y municipal; regulación social del monto salarial y reducción
de otros privilegios de los funcionarios públicos de alto rango, y
fortalecimiento del control popular sobre el financiamiento de las campañas. La
declaración de la inconstitucionalidad del financiamiento empresarial ha sido
un gran logro político de quienes verdaderamente buscan terminar con la
corrupción y con un diseño institucional que promueve que los intereses de los
grandes grupos de poder se impongan a los del común. Sin embargo, este aspecto
es sólo una pieza del gran engranaje político electoral que estructura y jaquea
al mismo tiempo la dinámica democrática.
Si Dilma Rousseff sale victoriosa de este embate tiene la
oportunidad de reposicionar la necesidad de la reforma política como una
prioridad de gobierno. No será el único desafío en una coyuntura signada por
una importante crisis económica y un deterioro político-cultural con escasos
precedentes: también una reforma fiscal más progresiva, políticas económicas de
crecimiento sin ajuste, nuevas alianzas productivas que acaben con el mito del
pacto en el que «todos ganan», regulación del sistema de medios de modo que se
democratice la producción y el acceso a la información, y el fin de la
vergonzosa Ley de Amnistía que rige desde la transición.
No le será fácil. La correlación de fuerzas políticas no
está a su favor. Su salida del gobierno, anticipada o no, debe hacerle honra a
los años de lucha política y sindical de su partido, y marcar una agenda en
consonancia con las expectativas de los cientos de miles de personas que desde
hace semanas están en la calle apoyando a la democracia. Muchas de ellas son
críticas, y hasta opositoras a su gestión. Pero saben que si el golpe prospera,
el Brasil será gobernado por los grupos de poder más reaccionarios. Y los
cimientos de la democracia no tendrán chance alguna de fortalecerse.
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