4/18/2016

el macrismo y la objetividad informativa: otra discusión decimonónica

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El macrismo ha reactualizado una antigua teología de la comunicación que se revela en el supuesto de informar sin opinar. En este artículo Oscar Steimbreg reflexiona sobre el derrotero de esa proposición revisando los casos de los diarios La Prensa, La Nación y La Razón. La instalación de esas promesas conservadoras se sustenta en el mito de una absoluta transparencia informativa, y son repuestas por el actual gobierno que no cede ni otorga la palabra, como tampoco purifica el espacio comunicacional.

Por Oscar Steimberg*
(para La Tecl@ Eñe)

El macrismo no es utópico. Finge un realismo permanente, que no promete cambios sino retornos: la promesa conservadora fue siempre la de una vuelta a la paz de un tiempo de previsibilidad y acumulación. Pero hay un cierto quantum de esperanza referida a los efectos de un construir del que pueden postularse también antecedentes diversos. Las nuevas autoridades de TV Pública Noticias, por ejemplo, dijeron su palabra en relación con el modo de informar elegido para el ejercicio de la función periodística del canal del Estado. La descripción fue clara: se trataría de informar antes que de opinar, siempre, o casi siempre. Porque el error se cometería cuando “uno llena siete u ocho minutos con un tipo hablando sobre determinado tema en vez de poner cuatro notas de minuto y medio cada una, que te da más información”. 

La definición formó parte de las respuestas del nuevo gerente de noticias de la tv pública, Nestor Sclauzero, a un reportaje de Página 12. Le observan ante su apreciación que sin embargo se había informado que habría columnistas de Deporte y de Espectáculos, a lo que el entrevistado responde: “no son columnistas, son presentadores”. Y más adelante remite al esquema de la “pirámide invertida”, mediante el que clásicamente se ordenó la presentación de la información en las agencias noticiosas: lo más importante primero, en lo posible resumido en la primera frase, y lo demás en orden decreciente de importancia después.

La cuestión estaría en si se puede acordar que hay noticieros sin opinión. En el periodismo argentino de la segunda parte del siglo XIX y comienzos del XX, la cuestión se desplegó con propuestas y debates que la emplazaban en el centro de lo que se consideraba la propuesta de un diario. Lo que se dice de los modos de procesar la noticia –o lo que se implica, con la claridad que puede dar la repetición cotidiana- formó siempre parte obligada de la propuesta con que cada diario –después, con los cambios de la tecnología, cada medio o soporte de la noticia- formulaba su promesa al lector. Y esto fue siempre importante en la constitución de ese vínculo, aunque ningún medio mantuviera su promesa –ni pudiera mantenerla- a partir de su formulación. 

Se conocen los ejemplos en el recorrido de las promesas fundacionales de los grandes soportes de la información: en 1869, La Prensa prometía informar sin opinar, hasta el punto de comprometerse a impedir que la opinión de los que hacían el diario (dueños, directivos o periodistas en general) acompañara o interpretara la noticia; para eso estaba, según criterio de los fundadores, la opinión pública autorizada. 

La Nación, en cambio, un año después se presentaba como diario político, avisando que en las circunstancias en que sus opiniones entraran en conflicto con las de su público, continuaría formulándolas. Y unas décadas después, ya en el nuevo siglo, aparecería la opción explícita por una nueva posibilidad: La Razón se autodefine a partir de dos propiedades negativas, que encuentra de alta positividad: el diario no opinará, pero tampoco trasladará esa función en sus páginas a otra fuente, “autorizada” o no. 

El mito de una absoluta transparencia informativa tenía allí explícitamente su lugar. Y se completaría así una tríada de proposiciones que en ningún caso pueden referir cabalmente a verdades pero sí a asunciones discursivas políticas y estilísticas. Como si tres enunciadores generales del periodismo informativo hubieran sucesivamente dicho: “ofreceré mi tribuna”, “diré mi palabra”, y, finalmente “reflejaré la realidad”. Por supuesto, La Prensa opinaba, además de reproducir la opinión de otros; opinión de la que puede pensarse que era elegida con ideológica precisión; y La Nación, que sí aceptaba opinar, no debía desatender tan permanentemente como afirmaba la opinión de su público. 

Y La Razón no suprimía en sus noticias el componente de opinión. De hecho, los direccionamientos de la opinión de cada diario formaron parte de la historia política del país en tanto tales: así se recuerda el enfrentamiento del yrigoyenismo y después del peronismo tanto por parte de La Prensa como de La Nación, y se recuerdan menos los de La Razón (después de todo, era sólo un vespertino...) que no dejan de tener interés en su singularidad: por ejemplo, la que se expresara en su opción por el Eje nazifascista en la segunda guerra mundial.

Esos fueron solo tres de los diarios no partidarios que ocuparon los quioscos del país a lo largo del tiempo; pero puede afirmarse en general, más allá de esos casos, que nunca se cumplieron con alguna continuidad las consignas de sus inicios; sencillamente, porque no se puede informar sin opinar, y además no se quiere.

Tener columnistas en un noticiero no es, en definitiva, opinar más que si las noticias se presentan siempre como información y no como interpretación. La sola diferencia es que se lo reconoce, atendiendo, bien o mal, a la instancia del procesamiento del lado de la lectura.


Buenos Aires, 17 de abril de 2016

*Semiólogo y poeta

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