12/28/2011

que hay de nuevo viejo?

Sobre la reciente polémica entre corrientes histriográficas leemos la mirada de Ezequiel Meler hoy en Clarin:

En los años treinta, en el marco de una restauración oligárquica, diversos autores nacionalistas cuestionaron la elaboración de una historia oficial que, a su criterio, relegaba a las provincias, denostaba a los caudillos federales, y exaltaba las condiciones bajo las cuales se había logrado la organización nacional.

Estos autores, que se llamaron a sí mismos revisionistas, inauguraron una larga tradición intelectual que tuvo, como todas, sus luces y sombras.

En estos días, un grupo de intelectuales oficialistas, reunidos al amparo de un decreto presidencial, intenta reinstaurar el revisionismo como doctrina histórica nacional. Para ello, ese grupo ha emprendido una campaña centrada en el ataque a la historiografía que se produce en nuestras universidades nacionales, a la que considera deudora de la tradición liberal mitrista.

Sorprende un poco, más de medio siglo después, observar que los discursos y temáticas de quienes reivindican esta tradición se encuentren aún en estado puro.

En principio, el tiempo transcurrido y los éxitos de ventas de varios de sus títulos sugieren que el público ya debiera saber de qué se trata: ¿cómo puede, en efecto, seguir estando oculta una historia que no han parado de sacar a la palestra? En todo caso, la acusación neorrevisionista no puede resultar más errónea.

La historia social consiste, en verdad, en un conjunto de tradiciones que implicaron un cambio de eje fundamental en el estudio del pasado. El compromiso de pensar a la historia en diálogo con las ciencias sociales, la voluntad de atender a los procesos económicos y culturales, el estudio de los sectores populares como actores autónomos, son algunos de los elementos de una disciplina que, en las últimas tres décadas, se ha puesto a tono con los desarrollos internacionales.

Como resultado, la Nación Argentina aparece en las aulas como un resultado de circunstancias políticas fortuitas, y los caudillos no son juzgados como factores retardatarios de la organización del Estado, sino como agentes de estados provinciales autónomos que negociaban libremente su asociación en una entidad mayor.

Asimismo, la historiografía argentina ha sumado a su agenda un amplio abanico de temas, que incluye el estudio de las migraciones ultramarinas, de las clases obreras, de los movimientos políticos y de las representaciones culturales, todo ello en la convicción de que los años del Primer Centenario constituyen un momento central para entender los desencuentros de nuestra historia reciente.

El neorrevisionismo entiende que la historia es indisoluble de la política. Pero flaco favor realiza a ambas al negar la autonomía de cada una. Frente a un panteón liberal propuesto como enemigo de los pueblos y de la unidad americana, los neorrevisionistas vuelven a proponernos un panteón “nacional y popular”, medido sobre la base de una heroicidad individual.

No se detienen a considerar que, tal vez, el ejercicio necesario reside en abandonar ese apolillado mundo de estatuas y bustos, y contemplar con atención la historia de todos los sectores que componen nuestra sociedad.

3 comentarios:

Ricardo dijo...

Muy bien por Meler.

daniel rico dijo...

El razonamiento parte de premisas falsas. Ejemplo:
"Frente a un panteón liberal propuesto como enemigo de los pueblos y de la unidad americana, los neorrevisionistas vuelven a proponernos un panteón “nacional y popular”

Por tanto la conclusión sera igualmente falsa.

Lo primero cuando uno se va a agarrar a trompadas con un tipo, es que sea el tipo correcto, sino ya empieza perdiendo.

Horacio Pérez dijo...

En el principio la historia era una: objetiva, individualista, tomaba hechos materiales, sucesos, batallas, gobiernos y personajes que habían quedado documentados, porque no admitía “otra cosa en qué basarse”. Esa mirada ignoraba su determinación por las fuerzas que habían producido que esas y no otras fueran las circunstancias que se documentaron en el pasado. Ya que esas fuerzas no aparecían como materiales, no quedaban en ningún papel ni ánfora ni canción. En ella había quienes no aparecían –y por ende, no habían existido.

Y aquéllos que, por algún motivo, tuvieron oportunidad o interés por recoger las escasas y fragmentadas piezas que demostraban esa existencia, hilos sueltos, huellas sin significado, que a ningún sitio relevante conducían, según dictaminara la autoridad académica, comenzaron a creer que habían sido engañados, que un complot había sido tramado entre personas, también unas, también identificables, palpables, pero que tenían un avieso, casi inexplicable, interés por enmascarar lo real. Creyeron encontrar así una verdad otra, pero más. Pero auténtica. Y creyeron haber arribado al conocimiento de algo distinto.

¡Qué mayor diferencia puede hallarse que entre hombres, hechos, guerras, reinados que, contra lo proclamado, no han sido bienhechores sino malvados, no santos sino corruptos! ¡Ni invisibles, ni insignificantes, sino víctimas y mártires!

El descubrimiento fue fructífero. Por su causa algunos quisieron indagar por qué tanta maldad. ¿No habría otras explicaciones? ¿No habría realidades, actores, fuerzas menos perceptibles, igualmente intensos, pero que no son líderes, triunfos, tratados, pergaminos, cerámica, canción?

¿No habría fenómenos que no se pueden advertir mirando sólo un papel, sólo un minuto o un día, sólo una persona, un ideal, un país? ¿No sería mejor recurrir al telescopio que a la lupa? ¿O usar ambos, y muchos, y buscar una relación entre todo lo que revelaran al apuntarlos en todas las direcciones? O muchas relaciones. Muchas verdades. Conflicto. En lo vivido y en lo mirado.

¿Pero cómo? ¿Quién creería esas “fantasías”, si cualquiera pudiera inventar cualquier cosa y atribuirle participación, causalidad, determinación o imperio sobre lo ocurrido? Y lo por ocurrir. Como los dioses. O los platos voladores.

La respuesta fue que había que declarar previamente en que consistía el método, cómo se valoraría lo hallado, por qué se descartarían indicios, “evidencias”. Y qué principios regirían las conclusiones. Las afirmaciones. Y una vez hecho eso, ser libres. Aceptar los propios gustos, los propios –a veces inextricables- intereses, la propia ignorancia. Y las temibles respuestas.

Nada cercano a la seguridad, ni a la verdad verdadera, ni al bronce. Ni siquiera a “otro” bronce. Todos seríamos lo “otro”. ¿Pero quién ganaría entonces?

La pregunta es pertinente, pero ya no se refiere exactamente al campo del saber. Más bien, del querer. Y tan legítimo. Aun sabiendo que éste no estaría ausente nunca, nos esforzaríamos en organizarlo, secuenciarlo, separar sus momentos. Para no mentirnos a nosotros mismos. Para no guiarnos sólo por el querer ahora, cuando buscamos saber qué fue antes. Y para no arriesgar el naufragio de nuestros propios deseos de hoy, apoyandolos chapuceramente en arquitecturas –ortopedias– que resisten sólo los vientos de una módica ambición. Como apostar a la lotería conociendo el número ganador. Una nueva falsedad, aterrorizada ante el menor soplido. Y sabemos a qué lleva el terror …

¿Pero, una vez más, quien ganaría? Nos animamos a decir: el que sea más creído por los demás. ¿Eso tiene algo que ver con el conocimiento? ¿El conocimiento del pasado? No, porque los “enemigos” están en el presente, y no lo son por lo que piensan o creen saber. Sino por otros motivos. Ganar no tiene que ver con saber. Y para eso sirven los institutos.

Horacio Pérez