4/11/2022

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En el último tiempo, el Ministro del Interior de la Nación, Wado de Pedro, pasó del armado subterráneo a ganar reconocimiento público y mediático.






Por Manuela Bares Peralta | Foto portada: Ezequiel Morales

En el último tiempo, el Ministro del Interior de la Nación, Wado de Pedro, pasó del armado subterráneo a ganar reconocimiento público y mediático. Un recorrido signado no sólo por las necesidades propias del proceso histórico sino también por las urgencias que impuso el contexto. Esa Argentina del 2001, cercada por crisis institucionales y económicas, lo empujó definitivamente a participar en política partidaria y fue, también, sobre ese terreno repleto de emergencias que nació una nueva identidad: el kirchnerismo. Y, con ella la oportunidad de sostener y ensanchar no sólo los límites y horizontes del Estado sino de toda la política argentina. Wado De Pedro es hijo de esa gesta.

“Soy parte de la generación que peleó contra una década que nos sacó mucho”

2001, fue el epicentro del “que se vayan todos”. La época del conflicto social sin arbitraje y de la política a punto de despedazarse. Una democracia en emergencia y un Estado sin músculo. La única columna vertebral de organización que quedaba en esa temporada de ollas, despidos y piquetes era en base al enojo y al hartazgo.

En esa Argentina delimitada por el desborde del menemismo y el fracaso de la alianza, Wado De Pedro fue golpeado, detenido y torturado por la Policía Federal cuando se dirigía a la Plaza de Mayo a defender a las Madres tras decretarse el Estado de Sitio. Su historia personal volvía a entrelazarse con la de su país cómo lo había hecho hacía más de 20 años: en 1978 una patota del Ejército, la Gendarmería, el Servicio Penitenciario y la Federal entraban en su casa y, con apenas 2 años, lo llevaban al centro clandestino de detención “El Olimpo”.

La crisis social que llegó a su punto de mayor ebullición en diciembre de 2001 y que sobrevivió al 2002, requería de gestión quirúrgica y cintura política. Un año después, esa época convulsionada parecía ordenarse detrás de la figura de Néstor Kirchner. Al estallido social sobrevino la calma. Una calma inusitada para una Argentina acostumbrada a los incendios. En esa coyuntura fértil que se desplegaba, la política argentina articulaba su nuevo pacto social que tenía a ese kirchnerismo que recién se empezaba construir como gran gestor. Fue sobre ese terreno de posibilidades y frente a la posibilidad de “barajar y dar de nuevo”, que se reordenó la coyuntura de nuestro territorio.

Después de mucho tiempo, la realidad argentina era propietaria de una tranquilidad relativa que se constituyó como clímax y columna vertebral de una época a la que Cristina bautizó como “década ganada”. Un momento histórico ensanchado por las oportunidades y los márgenes de lo posible donde el recambio y el crecimiento ya no eran epopeyas narrativas sino un presente tangible para millones de argentinas y argentinos. Pero, también, fue una coyuntura empujada por su propio relato, con una vocación (que en su última etapa) insistió en perderle el ritmo al termómetro social para cederle paso a las convocatorias populares. El kirchnerismo se movilizaba coreográficamente, pero había perdido su poder de interlocución en varios sectores del territorio. Esos errores propios y también ajenos fueron parte del engranaje que hizo que Mauricio Macri triunfará en las elecciones de 2015.

En ese nuevo clima de época que comenzaba a gestarse en Argentina, pero también en Brasil y Chile (por nombrar algunos ejemplos), la política experimentó una nueva fractura, dejando atrás esa tranquilidad relativa de la última década. Pero para una Argentina que le había perdido el pulso a la incertidumbre, la realidad pasada se convirtió en bandera. Cimentar sobre esa memoria emotiva una trinchera de resistencia para esa generación que, como dice Wado, "son hijas e hijos del kirchnerismo" fue parte del mandato que atravesó el movimiento al comienzo de esta nueva era. También lo fue la supervivencia del imaginario de "una época donde se podía crecer, tener una casa y, donde sus viejos tenían trabajo y las empresas volvían a producir en Argentina" y el desafío de hacer política para una generación en la que esa tranquilidad relativa no era una suma de esfuerzos sino una condición sine qua non de gobernabilidad para cualquier partido.

Al kirchnerismo sobretodo le tocaba atravesar una coyuntura urgente y accidentada, también un “barajar y dar de nuevo” tanto para adentro como para afuera. Repensarse al calor de un electorado y una dirigencia que creció con el 2001 a cuestas y que hizo de esa “década ganada” su escudo y su bandera.



“Hay que sentir que uno puede cambiar las cosas”

Tras la derrota electoral del 2015, los movimientos sociales, las organizaciones y los dirigentes acostumbrados a hacer política durante el kirchnerismo se enfrentaban a una realidad muy diferente. No sólo ellos, sino también su sujeto político y su base social. A la confusión de los primeros meses le siguió un proceso de reconstrucción y supervivencia. La generación que pogeaba y festejaba el bicentenario estaba frente a su primer recambio electoral: dejar de ser oficialismo para convertirse en oposición.

El ciclo que inauguraba Mauricio Macri y la nueva coalición de gobierno, generó desorden en una práctica ordenada, como lo era la política durante los mandatos de Cristina, y apuró una salida prematura a las calles. Esa territorialidad que había sido una de las características ganadas por el kirchnerismo volvía a ponerse en disputa por una coalición de gobierno dispuesta a hacer sus propias concesiones. Organizar el descontento, fue una misión compleja para una época y un contexto donde cualquier acción parecía demasiado precipitada. Defender lo conquistado, pero ensayando la autocrítica permanente, no dejaba de ser difícil para un movimiento que siempre había crecido al calor de la mística. “Volver mejores” pero sin quebrarse, una condición indiscutible para la supervivencia. A esa coyuntura repleta de mandatos, pero con poco horizonte, fue tildada por muchos analistas y futurólogos como el fin de una identidad y de una época. Pero, contrario a los pronósticos que esbozaban los principales canales de noticias, había una expresión política destinada a quedarse a fuerza de sacrificios propios y trabajo. El kirchnerismo como movimiento, al igual que sus dirigentes, estaba, nuevamente, frente al proceso que lo vio nacer. “Barajar y dar de nuevo”, no era sólo un slogan sino una obligación.

A la par que los dispositivos territoriales debían ajustarse a una nueva realidad que golpeaba directamente al corazón de su electorado, el kirchnerismo ponía en funcionamiento el trabajo subterráneo de la reconstrucción. Rearmar lo que se rompió, fue la tarea que, al igual que Máximo Kirchner, Andrés “Cuervo” Larroque junto a otras y otros dirigentes, Wado De Pedro se puso al hombro.

El proceso que vivó “La Cámpora” y el kirchnerismo en su conjunto por esos años fue la decantación del propio proceso político argentino: la política (con sus aciertos, pero también con sus dificultades) había llegado para quedarse, pero requería actualizarse en sus gestos y formas. La democracia que sufrió la crisis del 2001 no era la misma que vio sobre sus plazas desplegarse las manifestaciones en contra de los tarifazos y la reforma previsional. Tampoco lo era la dirigencia política encargada de articularla. Aquel kirchnerismo impenetrable parecía decidido a convertirse en un actor central en la etapa que llegaba: la unificación del Partido Justicialista.

Fragmentado tras la derrota electoral de 2015 pero con un proceso de desgaste que tiene sus primeras fisuras después del conflicto con el campo, el PJ empezaba a desabroquelarse. Wado De Pedro fue uno de los encargados de tender puentes de diálogo entre el peronismo más tradicional y federal con el kirchnerismo. Un proceso de maduración política que permitió devolverle al peronismo la centralidad perdida y que hizo de la política del diálogo y del consenso, que irrumpió en 2003 de la mano de Néstor Kircher, un patrimonio de esta etapa.

Detrás de ese armado nacional, se volvían a abrir los canales de dialogo con el sindicalismo y el massismo. Recuperar la territorialidad del aparato para volver a habitar las estructuras, fue condición para recuperar el voto y comenzar a gestar la vuelta. La moderación y el diálogo, atributos históricamente esquivos a la retórica kirchnerista, se transformaron en cualidades y características de esa maduración que tenía, entre ellos a Wado, como protagonista. La construcción de equilibrios fue una de las bases del compromiso electoral de consenso, de la que Alberto no era el gestor sino el resultado.



“La llama sagrada de la militancia”

Con el triunfo del Frente de Todos y la institucionalización de la coalición de gobierno, el territorio de Wado se extendió a lo largo de las 24 provincias. Escucha permanente con una Argentina que, durante los últimos 4 años, se había gestionado por fuera de la geografía del kirchnerismo. Esos gestos fueron gestas para un gobierno enfrentado con la emergencia: económica, social y sanitaria. Pero, también, fueron las premisas sobre las cuáles, De Pedro, edificó su gestión frente al Ministerio del Interior. La demanda de esa Argentina Federal para hacer frente a la crisis, necesitó de rapidez para construir consensos y de equilibrio para caminar ese territorio extenso. Fue una de las caras visibles de la política de cooperación entre el Ejecutivo y los gobiernos provinciales que incluyó a Gerardo Morales y a Horacio Rodríguez Larreta. Pero, también logró conjugar un espíritu crítico sobre la distribución de recursos, más allá de la cooperación inicial entre el Gobierno Nacional y el territorio porteño durante la etapa más compleja de la pandemia. Logró capitalizar el debate por la transferencia de la coparticipación de la Ciudad a la Provincia llenándolo de contenido. En este año, de la rosca interna, fue uno de los pocos dirigentes y ministros que puso en agenda una crítica a la gestión porteña. Una crítica que no sólo se sustenta en números y porcentajes, sino que ataca el corazón de la narrativa construida por el oficialismo: atender una realidad demasiado ajena a la del resto del país.

Participó activamente de la gestión de la pandemia, pero puso su renuncia a disposición tras la mala performance de la coalición de gobierno en las primarias. Volvió a ponerse al hombro el dialogo con las provincias, una vez que la crisis interna se apaciguó y siguió haciéndolo cuando se amplificó después. Pese a evitar la mediatización durante gran parte de su carrera política, se consolidó como interlocutor de temas espinosos para la coalición de gobierno como fue el acuerdo con el FMI o las fisuras entre Alberto y Cristina. Sin esquivar las emergencias y las demandas, Wado respondió con pragmatismo y gestión. Demostró que el kirchnerismo podía construir sus anchas avenidas del medio sin tercerizar en un externo su poder de negociación. Ese movimiento que vio nacer, podía expandirse, sólo dependía de la maduración de sus dirigentes. Sin burocratizarse ni perder el termómetro social, permitiendo que la diversidad amplié en vez de achicar. Esa conducta, es parte de una práctica aprendida, es una llama sagrada llamada militancia.

"En busca de un sueño van generaciones"


La firma de Wado, uno de los pibes que fundó la agrupación H.I.J.O.S, se imprime en cada nuevo documento de identidad. En su propia trayectoria de lucha hay un germen colectivo: “la esperanza de que Argentina puede funcionar bien”. Parte de una generación consciente de que aquella mística que lo empujó a hacer política tras la crisis del 2001, es difícil de reproducir en esta coyuntura, ensayó otra forma menos grandilocuente y más medida, pero profundamente arraigada en la política. Porque para esa generación que volvió a creer, la política nunca puede ser de espaldas a la realidad que la apura y en contra de las grandes mayorías, debe ser siempre el reaseguro de la construcción de un presente y un futuro más feliz. Y esa es la búsqueda imposible para Wado y toda una generación. Esa es la gran gesta del kirchnerismo en esta época, permanecer.

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