4/28/2022

observé cómo casi toda mi familia pasó de un voto comunista a un voto al frente nacional, en menos de diez años.

 ¿Qué pasó con el «pueblo de izquierda» francés?


Entrevista a Didier Eribon



Mathieu Dejean


Poco después de la primera vuelta de las elecciones francesas, el sociólogo Didier Eribon esbozó un balance de esos comicios. A partir de una lectura de mediano plazo, explica la estabilización del voto de trabajadores por la extrema derecha, la crisis de la izquierda tradicional y las posibilidades de recomposición de una política transformadora. Anticipa la derrota de Le Pen y justifica su propio posicionamiento ante la segunda vuelta electoral.




En Retour a Reims [Regreso a Reims] (2009), recientemente adaptado al cine por Jean-Gabriel Périot, el filósofo y sociólogo Didier Eribon analiza, a través del relato íntimo de su familia, el desplazamiento del voto de la clase obrera del comunismo al Frente Nacional (FN), y luego rebautizado Reagrupamiento Nacional (RN). El resultado de la primera vuelta de la elección presidencial, el 10 de abril [que se verificaría luego en el balotaje], confirma a su entender la inscripción en el tiempo de un «voto de clase» favorable a la extrema derecha.

Parte de las causas de este viraje deben buscarse en la conversión del Partido Socialista (PS) al neoliberalismo, que «generó enojo, abstención y finalmente el voto» (a la extrema derecha) de las clases populares a las que debía representar para oponérsele -este fue el objeto de su ensayo D’une révolution conservatrice et de ses effets sur la gauche française [Sobre una revolución conservadora y sus efectos en la izquierda francesa] (Léo Scheer, 2007). El penoso resultado del PS en estas elecciones (1,75%) marca al respecto «la culminación de un proceso iniciado a comienzos de los años 1980», y que condujo a la elección de Emmanuel Macron en 2017, explica. Considera, sin embargo, que la dinámica del candidato de izquierda Jean-Luc Mélenchon (a quien apoyó públicamente), plebiscitado en los barrios populares, podría modificar un rumbo que parecía encaminado a la destrucción «programada» de la izquierda.

La primera enseñanza de esta primera vuelta de la elección presidencial es que la extrema derecha obtuvo más de 30% de los votos, y que se instala por segunda vez consecutiva en la segunda vuelta de esta elección. ¿Cómo interpreta este fenómeno estructurante de la vida política francesa?


Creo que, lamentablemente, el voto a la extrema derecha está muy instalado. Esto se produjo progresivamente desde mediados de la década de 1980. Al comienzo, fue en gran medida un voto de protesta. Cuando le pregunté a mi madre por qué había votado a [Marine] Le Pen la primera vez, me dijo: «Para hacer un llamado de atención». La segunda vez, fue sin duda para hacer un segundo llamado de atención. Y la tercera vez, se convirtió en el voto natural que reemplazó al voto de antaño a la izquierda.

Esto significa que lo que está cambiando es toda la percepción del mundo. Las conversaciones cotidianas, la relación con los demás, con los partidos políticos, con las propias aspiraciones personales. El voto no es solamente un acto electoral. Es también una suerte de cultura en el sentido muy amplio del término. Tal como decía en Regreso a Reims, en mi familia no solo se votaba por el Partido Comunista Francés (PCF): era toda una cultura la que iba de la mano. Se hablaba el lenguaje del Partido Comunista. Había una cultura comunista que se desmoronó y dejó a sus adherentes en estado de abandono político-ideológico.

Por supuesto, esto está ligado a la transformación del mundo del trabajo. Cuando mi madre era obrera, en la década de 1970 y 1980, en la fábrica de vidrio Verreries Mécaniques Champenoises había 1.700 obreros, de los cuales 500 eran miembros de la Confederación General del Trabajo (CGT). Era una fuerza movilizable, y a menudo movilizada; una fuerza colectiva considerable.

La fábrica cerró en la década de 1980. Los hijos y nietos de esos obreros no encontraron trabajo en este tipo de fábricas, que cerraban unas tras otras.

Actualmente, si no están desocupados, o recibiendo el ingreso de solidaridad activa (RSA), u ocupando empleos temporarios, suelen trabajar en logística, en los depósitos de Amazon. Ahora bien, si uno es repartidor, si uno trabaja en un depósito, donde la sindicalización es difícil y riesgosa, es evidente que ya no tiene el mismo vínculo con la política. Alguien que era parte de una fuerza colectiva se convirtió entonces en un individuo aislado.

La gente privada de esta cultura política, y del modo de expresión que le confiere, construyó individual y colectivamente otra cultura y otro medio de expresión: el voto al FN, y luego a RN. Para ellos, es una manera de construirse colectivamente como sujeto político. Es así como Marine Le Pen logra resultados impresionantes en Aisne, Paso de Calais, Norte, Mosela, Meurthe y Mosela, etc., es decir, los antiguos bastiones obreros, mineros, que habían sido cuna del movimiento obrero francés y que actualmente están desindustrializados, precarizados, desesperanzados.

Si se trata de otra forma de voto obrero, de voto de los sectores populares, puede entonces decirse que es un voto de clase. Lo que es preocupante es que ese voto de clase se inscribió de manera duradera en el paisaje político. Es preciso entonces tratar de comprender por qué. Y no se puede comprender lo que sucede si no se hace historia en el largo plazo, remontándonos a fines de la década de 1970.




En su libro Sobre una revolución conservadora y sus efectos en la izquierda francesa, publicado en 2007, ubica el origen de lo que estamos viviendo en el giro ideológico efectuado por el Partido Socialista (PS) en los años 80. ¿Cree que con el resultado obtenido por el PS en esta elección, 1,75%, hemos llegado al final de esta secuencia política?

Asistimos a la culminación de un proceso iniciado a comienzos de la década de 1980. El desarrollo crítico, político e intelectual se retrajo desde luego por efectos estructurales tras la efervescencia de los años 60 y 70. Pero existió también una voluntad intelectual impulsada por think tanks cuyo objetivo explícito era deshacer todo aquello que hacía que la izquierda fuese la izquierda, desmantelando el pensamiento de izquierda, el pensamiento crítico: Foucault, Bourdieu, Derrida eran -¡ya entonces!- los principales blancos. Surgieron cenáculos, como la Fundación Saint-Simon, creada por François Furet, con académicos, industriales y banqueros como Roger Fauroux, Jean Peyrelevade, periodistas, etc.

Organizaron activamente el viraje hacia la derecha del campo político-intelectual combatiendo al pensamiento de izquierda -François Furet no ocultaba sus adscripciones ideológicas, ya que su referencia era Raymond Aron. El Partido Socialista (PS) fue uno de los actores y vectores de este desplazamiento organizado hacia la derecha. Si uno reemplaza la noción de clase social, la idea de movilización social y la idea elemental de que un partido de izquierda debe basarse en esas realidades y en esos procesos, y debe representar a los obreros, a los trabajadores precarizados, a los desocupados, y llevar su voz al espacio público, y si todo eso es ignorado, rechazado y combatido ideológicamente, ¿quién va a reconocerse en esos partidos de izquierda?

A mediados de la década de 1990, Pierre Bourdieu me había dicho: «Este auténtico producto de la ENA [Escuela Nacional de Administración] que es François Hollande, al ser elegido en Tulle, significa el FN con 20% dentro de diez años». Que tecnócratas elegidos bajo la etiqueta del PS en regiones obreras desarrollen políticas neoliberales destructivas para la vida de la gente que los ha elegido, crea rabia, abstención y finalmente el voto contra ellos.

Si los partidos de izquierda ya no representan, ni defienden, ni son los portavoces de los obreros y los trabajadores precarios en la esfera pública, entonces aquellos que son abandonados de esta manera ya no votan a la izquierda, se abstienen o votan al FN.

Observé cómo casi toda mi familia pasó de un voto comunista a un voto al FN, en menos de diez años. Escribiendo Regreso a Reims, me di cuenta, por ejemplo, de que se había vuelto tan natural para uno de mis hermanos votar al FN como para mis padres votar al PCF en otros tiempos. No hubo una transmisión de herencia política, salvo una herencia de revuelta, de rechazoante la situación que atraviesan los subalternos, y del voto como medio colectivo de protesta. El contenido del voto cambió, pero el gesto es el mismo.

Si la izquierda hubiera estado del lado de Bourdieu en el momento de la gran huelga de diciembre de 1995, y no del lado de los cenáculos que la denunciaban y que insultaban a los huelguistas y los intelectuales que la defendían; si hubiera apoyado y representado a los movimientos sociales en lugar de combatirlos, no estaríamos acá.

Los periodistas también tienen parte de responsabilidad. Libération empleaba contra Bourdieu vocablos que ese diario no utilizaba ni siquiera contra Le Pen. En The Class Ceiling: Why It Pays to Be Privileged [El techo de clase. Por qué recompensa ser privilegiado], de Sam Friedman y Daniel Laurison, hay un cuadro que muestra que las profesiones cuyo acceso está reservado en mayor medida a las clases superiores, son la medicina y luego el periodismo. Esta homogeneidad no puede no tener consecuencias. Lo que explica evidentemente el apoyo de la prensa a Emmanuel Macron en 2017: la afinidad de los habitus se impone sobre las diferencias superficiales.

Finalmente, ¿podríamos haber vivido en Francia un escenario a la italiana, es decir, una desaparición de la izquierda?

En efecto, estaba programado. El PS renunció desde hace mucho tiempo a mantener vivo el pensamiento de izquierda. Al publicarse mi libro sobre la revolución conservadora, [el diputado socialista] Christian Paul me dijo que quería crear talleres para reinventar este pensamiento. El primer invitado sería Alain Finkielkraut y el segundo Marcel Gauchet. ¡Reinventar la izquierda con ideólogos tan reaccionarios! Ya ve dónde estábamos.

Es evidente que algo estaba en juego en ese momento. El PS se desvinculó cada vez más de las clases populares, por un lado, y de los intelectuales de izquierda, por el otro. Se convirtió en un partido de enarcos [egresados de la ENA] cuyos referentes intelectuales se sitúan muy, muy, muy a la derecha. Esto comenzó con Lionel Jospin, y el resultado de todos estos procesos fue la presidencia de Hollande, quien se impuso contra Nicolas Sarkozy. Su secretario general adjunto era Emmanuel Macron, que se convirtió en su ministro de economía.

Retrospectivamente, podemos pensar: si el ministro de economía de un gobierno que se decía de izquierda en ese momento era Emmanuel Macron, ¿cómo habría sido posible que las clases populares se reconocieran en el PS? El divorcio, que ya estaba muy avanzado, se convertiría en abismo. Era evidente. Hollande ni siquiera pudo volver a presentarse [para buscar su reelección].

Luego la derecha apoyó a Macron, junto a todos los jerarcas socialistas, preocupados por sus puestos: se los vio a Olivier Véran y a Muriel Pénicaud gobernar con Bruno Le Maire y Gérald Darmanin. Si pueden convivir en un mismo gobierno es porque simplemente piensan lo mismo. Son lo mismo: representantes de las clases superiores que miran el mundo social desde arriba e imponen sus decisiones. Todo eso provocó entre los electores de izquierda un sentimiento profundo de revuelta, incluso de ira...

El desmoronamiento del PS es el resultado de esta derechización. Y el resultado lógico de esta secuencia es Macron, el hijo ideológico de François Hollande y de la tecnocracia neoliberal con la que selló su matrimonio al dictar la Ley de Empleo y otras medidas similares.

Macron es la encarnación de esta secuencia histórica. No tiene un talento particular: es un efecto, un producto de estos procesos históricos. Ya no se necesita un PS neoliberal, oxímoron que se encuentra condensado en su persona. La verdadera derecha y la falsa izquierda reunidas en su programa común.

Ése era el proyecto de la Fundación Saint-Simon en la década de 1980. Reunir derecha e izquierda en el «centro», lo que quiere en verdad significa en la derecha. En el fondo, François Furet y Pierre Rosanvallon eran los predecesores de Jean-Michel Blanquer y Frédérique Vidal [ministros de educación y universidades, respectivamente], con su embestida contra el pensamiento crítico, que representaba a sus ojos una amenaza para la «cohesión social», el «pacto social», la «racionalidad gubernamental», la «modernidad económica» y todas esas nociones ligadas a una percepción burguesa, conservadora y autoritaria de la vida política. Bourdieu era su principal objetivo. Hoy se observa el bello resultado de sus maniobras nocivas.

¿Logró Jean-Luc Mélenchon desbaratar en forma duradera ese escenario a la italiana programado desde la década de 1980? ¿Es capaz de aflojar la tenaza que nos aprisiona en la alternativa entre la extrema derecha y el extremo liberalismo de Macron?

Ese es el otro fenómeno más sorprendente de esta elección de 2022: la dinámica que supo crear Jean-Luc Mélenchon movilizando las energías existentes en la izquierda, con un programa elaborado. Este éxito es insuficiente, pero de todos modos increíble. Cabe preguntarse sobre lo que eso puede significar para las posibilidades futuras de recrear una dinámica de izquierda.

Sartre decía, en una entrevista, que había una poderosa fuerza colectiva de transformación social en Mayo de 1968, que se desmoronó cuando cada quien se encontró en el cuarto oscuro el 30 de junio [de 1969]. El régimen gaullista se salvó gracias a los votos de los millones de trabajadores cuyas huelgas lo habían hecho tambalear tan brutalmente. En el fondo, el PS de los años 1980, 1990, 2000 soñaba, como la derecha, con un 30 de junio permanente, es decir, con el fin de la protesta social y la sumisión de los gobernados a las decisiones de los gobernantes. A lo que es urgente y necesario oponer un «Mayo del 68» permanente o, en todo caso, un «espíritu del 68».

Pienso que los movimientos sociales de estos últimos años reinventaron una dimensión colectiva de la autopercepción individual. La violencia de la represión sufrida por estos movimientos acentuó esta dimensión colectiva. Y, esta vez, Mélenchon supo transmitir la idea de que una dinámica de izquierda era aún posible en las manifestaciones, pero también a través del voto, pensándolo como un acto de reagrupamiento, de reconstitución de una fuerza que puede importante y tener peso. Ya no somos los objetos de la decisión política, volvemos a ser sujetos.

Olivier Masclet escribió un libro importante sobre el hecho de que la izquierda no se interesara por las energías en los barrios populares [La gauche et les cités. Enquête sur un rendez-vous manqué, 2006]. La izquierda despreció, olvidó a los habitantes de esos barrios. Ya no van a votar. Mélenchon supo respetarlos, defenderlos, apoyarlos y hacerles ver que podían hacerse oír en el espacio público a través de su voto.

Vemos lo que pasó en Marsella, en Roubaix o en Seine-Saint-Denis: una buena parte del voto de los barrios populares fue para la izquierda. Movilizó a un electorado que ya no votaba. Mélenchon, a pesar de todas las críticas que puedo hacerle, logró recrear una dinámica de izquierda.

Pero, ¿es algo duradero? Mélenchon obtuvo importantes resultados en el antiguo cinturón rojo de los suburbios de París, donde el PCF ya no existe. Pero Francia Insumisa (LFI) no tiene las estructuras partidarias del PCF de la época dorada...


Mélenchon rodeado de un equipo de gente muy talentosa, cuyo trabajo y compromiso admiro. Ahora bien, es verdad que no tienen muchas alcaldías, ni implantación en estructuras estables como el PCF o el PS tenía en otros tiempos en las regiones obreras del Norte. Imagino que los Insumisos están preocupados por ello.

Cuando el mitín, la manifestación, la elección se detienen, hay que hacer que perdure la movilización en el plano «práctico-inerte», según el concepto de Sartre, recordado por Geoffroy de Lagasnerie en Sortir de notre impuissance politique [Salir de nuestra impotencia política]: es decir, en la vida cotidiana, en los lugares de trabajo, en los barrios, etc. No es sencillo. Y no voy a dar lecciones a nadie. Sé que eso no puede lograrse por decreto. Es necesario también que la gente quiera y pueda hacerlo, cuando tiene preocupaciones cotidianas más urgentes. Además, el voto obrero (blanco y no diplomado) del Norte y del Este fue en general en mayor medida para Marine Le Pen, mientras que el de los jóvenes urbanos de las ciudades universitarias (Nantes, Grenoble...) fue para Mélenchon.

En ambos casos, son bloques importantes; la cuestión para la izquierda es saber cómo acercarlos, reconciliarlos.

Esta composición de su electorado ¿no le da finalmente la razón al informe de Terra Nova publicado en 2011 («Gauche: quelle majorité électorale pour 2012»), en el que se leía: «La clase obrera ya no es el corazón del voto de izquierda, ya no se corresponde con el conjunto de sus valores». El electorado de Mélenchon, urbano, joven, profesional, ¿no confirma este informe, a su pesar?


Para mí, eso no le da en absoluto la razón a Terra Nova, dado que su informe concluía que ya no es necesario ocuparse de las clases populares, que estarían definitivamente perdidas. Si nos ocupamos solamente del feminismo, la ecología o el movimiento LGBT (y no hace falta que precise hasta qué punto estos movimientos son importantes para mí), abandonando las cuestiones sociales, dejaremos a sectores enteros de la sociedad en situación de orfandad política, sin un marco para pensarse, y terminarán votando al FN, o seguirán haciéndolo...

Ese informe fue una señal más de que la burguesía socialista buscaba justificar su alejamiento de las cuestiones obreras. David Gaborieau, un sociólogo que trabaja sobre temas ligados a la logística y los depósitos de Amazon, muestra claramente que existe una nueva clase obrera, que no se parece a la de las décadas de 1950 o 1960.

Basta ver la película de Ken Loach, Sorry We Missed You [en español: Lazos de familia, 2019], para entenderlo. La clase obrera son hoy, en buena medida, los repartidores de Amazon y trabajos de asistencia y cuidados. Pero sin la gran fábrica, ¿cómo movilizarse? Ya no hay lugar donde pueda constituir la solidaridad de clase. En lugar de borrar [a estos trabajadores] del paisaje intelectual y organizacional de la izquierda, hay que integrarlos a él, multiplicando y fortaleciendo las organizaciones sindicales y políticas que ofrecen a esta nueva clase obrera las formas de pensarse como sujeto político colectivo.

¿Usted aboga por el regreso de un discurso de clase?

La clase obrera es una realidad económica y objetiva. Pero es también una producción discursiva performativa. Existen clases sociales, porque Marx dijo que había clases, y la teoría, al proponer una percepción del mundo, moldea la realidad y especialmente la de las luchas. Es necesario repensar, trabajar nuevamente estos marcos teóricos que nunca pueden considerarse como adquiridos y definitivos. La realidad cambia. La teoría debe cambiar. La gran tarea de La Francia Insumisa es elaborar un marco teórico que ofrezca un marco político para pensarse a sí misma como una fuerza colectiva de izquierda.

Cuando el PCF obtenía sus mejores resultados (más de 20% de los votos), aproximadamente entre 30% y 40% de quienes lo votaban eran obreros, y los demás eran docentes, empleados, el mundo de la cultura, etc. Sin embargo, ese partido se presentaba como el partido de la clase obrera y, de alguna manera, efectivamente lo era. Lo era para mis padres, mi familia, millones de personas, aun cuando muchos obreros votaran a la derecha.

El marco discursivo produce performativamente el crisol, el hogar político, en el cual puede incorporarse un «bloque», al decir de Antonio Gramsci, constituido de categorías diferentes.

No pienso que el concepto central pueda ser la noción de «pueblo». No adhiero a la idea de un «populismo de izquierda», incluso en la versión eminentemente sofisticada y seductora que propone mi amiga Chantal Mouffe.

La idea de «pueblo» no puede reemplazar la idea de clase, aun cuando se trate de articular las «equivalencias» entre diferentes movimientos -clase, género, raza, ecología…-. La noción de «pueblo» puede parecer que llena los vacíos de la noción de clase, pero equivale a decir que un reclamo social solo se vuelve político cuando apela a una noción común de «pueblo» y se trasciende a sí mismo en esta noción.

Me parece que es necesario en cambio pensar la multiplicidad, la especificidad y la autonomía de los movimientos, cada uno con sus tradiciones, sus reivindicaciones, sus formas de organización, sus diferencias internas... Digamos que eso sería desarrollar una actividad crítica generalizada, tanto teórica como práctica, para deshacer las diferentes formas instituidas de poder y de dominación. La noción de «pueblo» construye la política en referencia a una identidad ficticia, mientras que, para mí, es necesario anclar la política en las experiencias y las identidades vividas, las opresiones concretas... Y les corresponde a las organizaciones políticas como La Francia Insumisa tratar de «trabajar con» todos estos movimientos para proponer salidas políticas efectivas. Eso se llama izquierda. Un enfoque de izquierda.

Con respecto a la campaña de Mélenchon en 2022, ¿puede decirse que el «momento populista» de 2017 ha terminado?


No lo sé. Puede adquirir otras formas. O resurgir más tarde o en otro lado. Y eso puede tener siempre efectos movilizadores. Pero lo esencial para mí no está ahí. Creo que oponer el «pueblo» a la «casta» o a la «oligarquía» no es una estrategia pertinente ni viable a largo plazo.

Vemos lo que eso produjo en España, donde los fascistas de Vox representan 18% [del electorado] pretenden defender al «pueblo», y Podemos [que apeló al populismo de izquierda] está en un 10% o un 11%. La manipulación de la idea de pueblo es peligrosa. Marine Le Pen puede perfectamente también oponer el «pueblo» a la «oligarquía». Si «pueblo» es un «significante vacío», tal como dicen Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, podemos lamentablemente incluir allí lo que queramos, y ello no coincide siempre con los buenos deseos de estos dos autores.

Para la extrema derecha es más difícil reivindicar una idea de «clase obrera» organizada, de movilizaciones sociales ancladas en una perspectiva de justicia social, solidaridad colectiva, protección social, igualdad, ampliación de los derechos sociales...

Uno de los desafíos de La Francia Insumisa es construir un marco que pueda dar cuenta de las transformaciones de la clase obrera: la precarización, el desempleo... ¿Cómo dirigirse al padre o a la madre [retratados por el escritor] Édouard Louis, que reciben el ingreso de solidaridad activa y a los que se amenaza con quitárselo si no consiguen trabajo, cuando tienen la espalda quebrada, las articulaciones gastadas y votaron con frecuencia al FN? Hay que darles justamente un medio para expresarse que no pase por el voto a Le Pen. Un programa social como el de La Francia Insumisa puede contribuir a ese cambio.

Me sorprende cuando dicen que Mélenchon forma parte de la izquierda radical. Mélenchon tiene un proyecto socialdemócrata clásico. En L’Esprit de 45 [El espíritu del 45, 2013], Ken Loach muestra claramente cuál era el proyecto de los laboristas británicos después de la Segunda Guerra Mundial: creación de servicios públicos en todos los sectores, nacionalizaciones... Fue ese proyecto, en gran medida realizado, que la derecha se empeñó en destruir después con el thatcherismo, y que hoy se consideraría extremista, casi soviético. Mélenchon no podría ni siquiera considerar ir tan lejos. El que tiene un programa extremista es Macron; está del lado del thatcherismo, de la violencia social del neoliberalismo.

El electorado de Mélenchon está dividido respecto de qué hacer en la segunda vuelta. Dio instrucciones de no darle un solo voto a la extrema derecha, pero esto tal vez no sea suficiente...

Todos mis amigos votaron por Mélenchon y, evidentemente, ninguno piensa, ni siquiera por un segundo, en votar a Marine Le Pen. Va de suyo. Algunos se resignarán a votar a Macron, a pesar de la desagrada aversión que les genera...

Pero no somos representativos del electorado de Mélenchon, y es posible que el enojo contra Macron sea tan fuerte que algunos en otros sectores sociales estén dispuestos a hacer cualquier cosa para hacérselo saber. Varios de mis amigos van a abstenerse. Y es también lo que yo voy a hacer. Me es difícil votar por alguien que, en cada oportunidad que quise expresar mi opinión, me mandó a la policía más violentamente represiva, me asfixió con nubes de gases lacrimógenos, aterrorizó a la gente para que dejara de manifestarse. Según el Observatoire des Street-médics, entre fines de 2018 y comienzos de 2020, hubo 28.000 heridos en las manifestaciones. El saldo del macronismo es espantoso.

Además, no hay que invertir las responsabilidades. Apoyé las huelgas de 1995, me manifesté contra la Ley de Empleo, contra las reformas de las jubilaciones, apoyé al hospital público, advertí que la destrucción de los servicios públicos y el empobrecimiento y la precarización de los más pobres harían crecer a la extrema derecha. Desde hace 30 años, «me opongo». Antes de la primera vuelta de 2017, escribí que votar a Macron tendría como resultado ineluctable el crecimiento de Le Pen. Tenía razón. Quienes nos han combatido, insultado, reprimido son los responsables de la situación actual. ¡Los responsables son aquellos que instalaron el macronismo, que apoyaron esta política! ¡No yo!

Además, aquellos que querían oponerse a Marine Le Pen tenían una forma muy sencilla: votar a Mélenchon en la primera vuelta. Le faltó un punto [ara pasar al balotaje]. Y no me olvido de que aquellos que hoy vienen a dar lecciones llegaron a decir que, en caso de segunda vuelta entre Mélenchon y Le Pen, se abstendrían, o incluso que estarían dispuestos a votar a Le Pen. ¡No estoy inventando nada! ¿Y ahora vienen a decirnos que abstenerse es ser cómplice de Le Pen, cuando estaban dispuestos a votarla, hace apenas unos días? Es increíble.

La posible victoria de Marine Le Pen, cuando se sabe lo que haría si llegara al poder, ¿no lo obliga justamente a oponerse a pesar de todo?

Pienso realmente que hay muy pocas posibilidades de que Le Pen pueda ganar esta elección. El riesgo es muy bajo, casi inexistente. Tratan de meternos miedo para aumentar el resultado de Macron con el fin de que pueda luego afirmar que su proyecto fue apoyado por un gran número de electores.

Y no bien sea electo, retomará su política de demolición, y recibirá a todos aquellos que quieran protestar con represión policial, gases lacrimógenos, «balas de goma», provocando nuevamente heridas y mutilaciones.

No es solamente pues que no quiero votar a Macron, es que no puedo. La política de clase que encarna me repugna. Se opone a los movimientos sociales, a los reclamos sindicales, a las demandas sociales. Se opuso a las libertades públicas, a la democracia. Nos dice que va a cambiar, que va a escuchar, pero se trata evidentemente de una broma obscena. ¿Cómo podría cambiar? No, salvo en el caso totalmente improbable de que las encuestas indicaran que existe un peligro real, no votaré por él.

Nota:
esta entrevista fue publicada, originalmente en francés, en el la revista digital Médiapart, con el título « Mélenchon a mobilisé un électorat qui ne votait plus ». Puede leerse la versión original aquí. Traducción: Gustavo Recalde. Foto de Eribon: Sébastien Calvet (Mediapart).

1 comentario:

Diego dijo...

Buen análisis, pero parece no darse cuenta del daño que Foucault o Derrida (no Bordieu) le hacieron a la izquierda. La izquierda se ufanó por mucho tiempo de su racionalidad, cosa que en el caso de los posmodernos y postestructuralistas franceses se fue al carajo.