4/28/2022

descorchar champagne

¡Un carajo, democracia…! – Por Juan Chaneton


La democracia es lo que es y funciona a favor y en contra de los autodenominados “libertarios” y los republicanos demoliberales. No son los actores y sus personales modos de estar en el mundo lo que importa, sino el sistema político y cómo conservarlo o cómo superarlo, según sea el gusto de cada quién.


Por Juan Chaneton*

(para La Tecl@ Eñe)


«Lo que se inventó hace tres siglos en Occidente, en Europa, en Estados Unidos, como régimen de convivencia, supone que cada uno puede pensar lo que quiere, puede adherir al contenido que quiere, porque en algunas cuestiones, frías y formales, como son las reglas, nos hemos puesto de acuerdo…». De este modo, el periodismo que milita en la defensa activa del sistema político demoliberal occidental, resumía, con precisión y lenguaje que evocan a Torcuato Di Tella (h), el núcleo central de la ideología de lo que hoy, a secas, suele llamarse «democracia» (https://www.lanacion.com.ar/politica/un-pais-al-margen-de-la-ley-nid19042022/).

Este «invento» jugó un papel progresista en la historia de Occidente pues fue lo que permitió terminar con las hogueras que, plenas de unción cristiana y para combatir el «error», se encendían, aquí y allá, en la Europa de los siglos XIII al XVI. Pero hoy, tiempos en que la inteligencia artificial y el internet de las cosas aplicados a la producción están permitiendo vislumbrar una vía apta para terminar con la pobreza y mejorar las condiciones de vida mediante una productividad virtuosamente desbocada, sumada a la reducción de la jornada laboral y el aumento del tiempo libre y creador, aquel invento que muy bien pensaron Locke y Stuart Mill ha pasado, de logro histórico a rémora que clama por su superación. El futuro del mundo, si el mundo quiere seguir existiendo, es la planificación económica, a la que corresponderá otro sistema político, más democrático que el actual.

Recientemente, la señora Carrió ha dicho, criticando a Milei, que «… la libertad sin ley es puro «goce»…” (https://www.lanacion.com.ar/politica/elisa-carrio-la-foto-de-mauricio-macri-con-donald-trump-me-dio-verguenza-nid23042022/).

Más allá de la acostumbrada cripticidad de los enunciados de la señora, lo cierto es que hoy cabe inferir que libertad sin planificación es libertad sólo para una minoría en detrimento del conjunto de seres humanos que pueblan el mundo y que, como tales, tienen el derecho a buscar y la esperanza de encontrar nuevos y mejores modos de convivencia que los que, hasta hoy, ha posibilitado, en Occidente, la filosofía política liberal.




Pues la así llamada «democracia» es una falacia, por no decir un engaño interesado. Es la utopía de La ciudad del sol, de Campanella, o aquella, más famosa aún, de Tomás Moro. Pues el original de ese «contrato social» en virtud del cual hemos acordado respetar «las reglas», no se halla en ninguna escribanía. Es una abstracción fundacional que ha devenido narrativa y que, como discurso repetido con pertinacia por las clases políticas, sólo (y nada menos) va en pos de convencer a los perjudicados por tal sistema político de que sus cuitas, al fin y al cabo y aun siendo graves, podrían, sin embargo, ser peores, pues «en democracia» al menos podemos protestar por nuestra situación cotidiana y no nos va en esa protesta ni la seguridad personal ni, mucho menos, la vida, como sí ocurre en aquellos regímenes que, en malhadada hora, renunciaron a las felicidades de la libertad. Nada más adventicio que ese razonamiento, como lo son los sofismas.

Se trata de un argumento que era falso ayer y lo es con mucha mayor evidencia hoy. Ayer, porque se desentendía de una dinámica de funcionamiento social que arrojaba (arroja) al espacio público a actores con desigual influencia en la política y con diferente poder en el mercado. Y esta desigualdad actualiza lo que Trasímaco le decía a Sócrates: justicia es lo que dice el más fuerte que es justicia. Y extenderse sobre la heredad ajena es justo y bueno si el que lo hace tiene el poder para hacerlo y para lograr que los demás respeten su decisión. Esto también lo decía Trasímaco, que era un sofista, casualmente.

Pero el argumento de los demócratas burgueses (que eso son, en suma) también es falso hoy, por cuanto si cada cual dice y piensa lo que quiere, como dicen los «republicanos» que sucede en las democracias «sanas», ello conduciría pronto a disrupciones antisistémicas y, para evitarlo, el propio sistema político tiene que echar mano de un recurso que no necesitaba hace cien años pero sí necesita ahora, cual es el de entregar a la consideración pública un constructo de realidad a la que se presenta en sociedad como la realidad misma y se ordena, acto seguido, a quién hay que odiar y a quién hay que amar, como es el caso de la guerra en Ucrania que, a estas horas, va dejando en evidencia que la bochornosa ola de mentiras que los medios periodísticos han difundido a troche y moche no es más que eso, una ola de mentiras que no describe lo que, en realidad, está ocurriendo en la Rusia sudoriental a la cual pertenece culturalmente Ucrania desde el fondo de la tradición y de la historia eslavas. No hay «reglas» que valgan cuando unos conglomerados empresarios que invirtieron en el periodismo violan la esencia de la democracia y monopolizan la narración de lo que ocurre. Mutatis mutandi, es como poner a la Sociedad Rural a explicar lo que ocurrió en el Grito de Alcorta de 1912.

El diagnóstico es errado -por superficial- si se agota en que, como afirman capciosamente repúblicos de variado pelaje, la Argentina tiene dificultades para manejarse con lo que es la esencia de la democracia. Lo que pone en cuestión a la así llamada democracia ha sido, a lo largo del tiempo histórico de los argentinos, las resistencias sindicales y las protestas sociales. Las últimas se llevaron puestos a dos presidentes: De la Rúa en 2001 y Macri con el repudio combativo y violento en las calles de quienes eran agredidos por su política previsional. Pero esto no está expresando dificultades de los argentinos para convivir con felicidad y bonhomía en el marco de una sedicente «esencia de la democracia», sino la emergencia de un síntoma que señala precisamente las limitaciones de unos usos y costumbres que, en la pluma de los demócratas burgueses, son mentados como «la democracia». Las sociedades que aceptan calladamente o con menos turbulencias el recorte y/o la negación de derechos que implica esta democracia, están más lejos de la democracia que aquellas que ni aceptan ni se resignan, porque la historia de los asuntos humanos es una marcha larga en el tiempo hacia formas diferentes y cada vez más justas de organización social. Esta es la utopía eficaz, como creo que hay que llamarla. Nada es para siempre, y mucho menos «la democracia» y los privilegios e injusticias que implica y legitima.

La moraleja, si copiar cupiera al buen Esopo, podría enunciarse diciendo que a medida que aumenta la turbulencia social más cerca está la sociedad turbulenta de la democracia verdadera. Por lo menos, mucho más que aquella que no protesta o protesta menos. Y tanto es así, que ciertos intereses ad hoc ya financian y propagandizan, en América Latina, discursos y actividades violentamente «antipolíticas», pues están viendo que «la democracia», si así siguen las cosas, está jugando tiempo de descuento y va perdiendo el partido, por lo cual hay que empezar a poner de pie, de modo preventivo, el reaseguro sistémico que -siempre es así en la historia- viene en formato fascistoide y violento pero que, con la globalización en apuros, viene también con la innovación de que se trata de fascistas devotos del libre mercado, en eso consiste la «libertad» que proclaman. También Carrió se refirió a ellos diciendo que «… son grupos que están financiados desde Washington y hablan de la casta política para derribar las democracias». Y agregó: «Estoy hablando de grupos de ultraderecha, vinculados a sectores ortodoxos de iglesias…».



Lo cierto es que los libertarios de Milei vienen a proponer cómo hacerse cargo de los riesgos sistémicos que provoca -y de las insuficiencias que exhibe- la democracia de Carrió. Si se trata de «consensuar reglas» para vivir en democracia, nada mejor que reformar la Constitución. Esa, la Constitución, es la regla madre. Pero son pocos los que quieren, en este país, consensuar reglas si ese consenso implica, previamente, la reforma de la regla de reglas, la Constitución. Se podría, así, encontrar la solución eficaz para el problema del Consejo de la Magistratura que, si lo va a controlar la Corte Suprema, es lo mismo que nada, pues la Constituyente del ’94, en su letra y en su espíritu, lo concibió como un órgano independiente que debería servir para que la administración de justicia, las finanzas del poder judicial y el nombramiento y remoción de magistrados estén, tanto como sea posible, lo más alejados de las componendas políticas que se pueda y, sobre todo, que el poder judicial no pueda ser nunca más instrumentado para perseguir opositores, como hacía la banda Macri-Arribas-Majdalani-Stornelli-Bonadío-Pepín y jueces y juezas del fuero penal federal.

Dicho sea de paso, las razones que hacen urgente y necesaria una reforma constitucional en la Argentina -además de oportuna y conveniente- son de diverso tipo, pero hay una que el derecho comparado nos revela -como que consta en la Constitución brasileña- y que cobra súbita actualidad en la coyuntura global. Esa norma le prohíbe al Ejecutivo adherir a sanciones económicas o de otro tipo cuando esas sanciones no hayan sido dispuestas por la Organización de Naciones Unidas. Perfecto. Esto debería tener raigambre constitucional, qué duda cabe, pues hace a la salud del naciente multilateralismo. Basado en este artículo de la Constitución de su país, Paulo Guedes, el ultraliberal ministro de Economía, se opone a las sanciones a Rusia. Bien Guedes ahí. Una buena base para sentarse a «dialogar» con un neoliberal de capa y espada. Pues si hay algo a lo que no hay que negarse, es al diálogo. Los brasileños podrán ser de derecha, pero nunca son… tontos, para decirlo de un modo educado.

Por último, hay voceros del «antipopulismo» a los que les parecen insuficientes o espurios (eso no queda muy claro) los juicios del electorado y de la Historia, que son los que, muy atinadamente, suele mentar Cristina. Dicen esos voceros que tiene que haber, siempre, otro tribunal, diferente al pueblo e indiferente a lo que, en el futuro, pueda dictaminar la Historia. Y ese otro tribunal ha de contar, para que la libertad sea posible, con las notas de imparcialidad e independencia que le impidan al Ejecutivo ejercitar la arbitrariedad. Ese tribunal es el Poder Judicial en sus distintas instancias. Pero aquí, otra vez, entramos en el terreno de las utopías o de los engaños lisos y llanos. Pues desde la desopilante «Acordada» del 10/9/1930 que legalizó el golpe de Estado contra Yrigoyen, pasando por la Corte Suprema que legalizó el golpe siguiente (el del 4 de junio de 1943), hasta nuestro doloroso presente, ese poder “judicial «independiente» que -según los aludidos voceros- debería tener superior jerarquía axiológica que el voto popular o el tribunal de la Historia, sólo les ha servido a las élites dominantes de la Argentina para conservar su poder por la vía de la constante estabilización del sistema político. Digresión (o no tanto): los miembros de la Corte Suprema que emitieron la Acordada del 10 de septiembre de 1930 fueron José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto, Ricardo Guido Lavalle y Antonio Sagarna, en tanto que el procurador general fue Horacio Rodríguez Larreta, este último, no el que sufrió las penurias de un falcon verde en los años de Videla, sino su papá… y abuelito que buena mandarina nos legó.




Fuera de timing, impostada y afín a la vulgaridad, la reciente expresión del Presidente diciendo que en 2023 el gobierno gana porque sí, no por habernos sugerido el título de esta nota deja de preocuparnos. Nos preocupa tanto como la convicción que anida en las mentes de progresistas confundidos -o interesados- de que democracia es lo que la derecha dice que es la democracia.

Pues la democracia -esta democracia- es lo que es y funciona a favor y en contra de unos y otros. Alberto, Larreta, Massa: ese es el dramatis personae de la comedia de equívocos -y no tanto- que se exhibe, a estas horas, en el teatro de la política argentina. No son los hombres (ni las mujeres), no son los actores y sus personales modos de estar en el mundo, lo que importa, sino que lo que importa es el fondo del asunto y el fondo del asunto es el sistema político y cómo conservarlo o cómo superarlo, según sea el gusto de cada quién.

Una ruptura del Frente de Todos sería también un higiénico acto de sinceramiento aunque con consecuencias nefastas para los trabajadores y el pueblo que hoy sufre, y que es la mayoría. El FdT sirvió para ganar una elección pero, a todas luces, no parece servir para gobernar con eficacia. Pues gobernar, hoy, no es poblar sino optar. Y la opción se refiere al contencioso central que exhibe la realidad global: hegemonía de una potencia o democratización de las relaciones internacionales. Pero, a su vez, la política exterior de un país es expresión y continuidad de su política interior. Nadie es de izquierda en lo interno y de derecha en lo externo. El que es liberal puertas adentro lo será también hacia afuera. Y el que cultiva la ambigüedad en uno de esos ámbitos no puede ser cosa diferente en el otro ámbito.




Podrá argüirse que si el gobierno de Alberto Fernández logra domar la inflación sus posibilidades de reelegir son de buenas a mejores. Pero aquí caben dos objeciones. La primera: las posibilidades de que eso ocurra van de pocas a nulas. La segunda: si gana Alberto pierde Cristina, tal vez para siempre y, como lo acabamos de decir, esto importa no porque importen los actores individuales sino porque el triunfo de Alberto implicaría la actualización de un hecho como verdad pura y dura, a saber, que el kirchnerismo, en suma, que había sido una esperanza plausible para los pobres de este mundo, terminó sus días como un banal incidente de la historia.

Esta eventual defunción del kirchnerismo, que bien podría nominarse como el hecho triste y deplorable del país proletario y popular, tendría su correlato en el acontecimiento jubiloso que debería celebrar el país burgués: el sistema político, que gestiona con éxito siempre renovado los intereses de la estructura agraria agroexportadora, sigue reinventándose a sí mismo y construyendo unos escenarios de legitimación propia que lo ponen al abrigo de amenazas que siempre se insinúan pero que jamás devienen seria opción de poder político.

Si en 2023 el turno fuera para las opciones más radicales de la derecha, la ganancia, en el largo plazo, sería para las políticas y los ideales que hoy expresa Cristina. Y si Alberto y ad láteres estuvieran trabajando para dejarle la posta a Larreta, las élites de este país deberían descorchar champagne.



*Abogado, periodista y escritor.

jchaneton022@gmail.com

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