4/23/2022

la vida duele, pero la belleza te rescata


El narciso neoliberal y la oligarquía de la soledad – Por José Luis Lanao


En la sociedad de la hiperconexión hemos sustituido la solidaridad por el narcisismo. Desde una engañosa empatía, esa conectividad ha generado una especie de sociedad de la interpretación, el engaño y la impostura.


Por José Luis Lanao*

(para La Tecl@ Eñe)


Estamos solos. Solos de solemnidad. Hiperconectados y solos. Hiperconsumiendo y solos. Solos, delante del espejo, esperando a Godot junto al árbol del camino. Refugiados en esa obsesión por uno mismo, en esa traicionera pérdida de tiempo. En vivir más fuera que dentro. En el desgarro de vernos socialmente obligados a ser dichosos. Con el hambre de “ser” para ser visto, y ser visto para seguir siendo. Esa hambre que nunca se termina de quitar del todo. Estamos solos, y no lo sabemos.

No hay nada que ciegue más que nuestro yo pegajoso e hipervalorado. Ese gran narciso envuelto en sueños de ginebra.

Que inocencia la nuestra creyendo estar al mando de nuestras vidas. Hace tiempo que dejamos de ser, para ser otros. Vidas corrientes convertidas en frenéticos narcisos neoliberales, de lealtad alambicada, casi feudal, de admirable habilidad para consumir servicios inútiles y productos vacíos que no necesitamos pero creemos necesitar. Nos hemos instalado en el reino del hedonismo neoliberal, en un imparable “vanitas vanitatum”, donde resultamos estar dócilmente amaestrados, impelidos por un deseo imposible de calmar: la sobreexposición a las pantallas y a la sobreabundancia de información. Una mutación monstruosa de masa mayoritariamente plana, nivelada y sorda, incapacitada para cualquier acto de resistencia.

Hemos dejado de “pensar” y de leer para mirar. Para mirar sin ver. Sin horarios, sin párpados. Un mundo-pantalla donde se vuelve muy difícil cerrar los ojos, y ante la saturación y disponibilidad de “ver todo el tiempo” se complica observar lo mirado, detener la imagen y profundizar en ella, abordando el espesor más allá de lo epidérmico. La sumisión de un mundo sin párpados debilita las formas éticas, de solidaridad y ciudadanía, pero también de pensamiento propio que requiere sujetos con párpados, con reflexión, con racionalidad y vida íntima. Una zozobra extrema ante una concepción postmoderna de la existencia que diluye los contornos de la realidad y la identidad.

Nos gusta creer en un yo que decide, pero tu vida del “hacer” ya no existe. Ya ha sido programada. Diseñada por la “oligarquía de la soledad”, con sus dopantes multinacionales de liberalismo neo-feudal, que te inducen a ser uno y otro al mismo tiempo. Esa ignorancia voluntaria de la realidad donde se viven dos vidas paralelas: la real y la que hay que enseñar en la sociedad virtual. Así llegamos a la estupidez oscura de la que hablaba Musil. Un catálogo de pulgares que se deslizan por un lugar ya normalizado, donde las emociones se ordenan en etiquetas de códigos y “links” entre contactos que determinan la deriva de estímulos a seguir. Tu celular ya no es solo el centro del mundo, es también su dueño. El algoritmo lo rige todo. Se genera la ilusión de olvido bajo la contingencia y el exceso, pero todo se archiva de forma indefinida, para ser utilizado ahora o cuando seamos otros. Una sugestión de individualidad en un tiempo de subjetividades ensimismadas y reblandecidas de tanto contemplarnos a nosotros mismos. El mercado te necesita, como producto y como consumidor. Te necesita: solo, conectado, y consumiendo; sin salir de la habitación, como recomendaba Pascal. Que nadie te pise la desesperanza, es tuya, te la has ganado.

Hemos entrado en modo hobbesiano. Y, como suele ocurrir cuando vuelve Hobbes, Kant se eclipsa. El apremio civilizador de los grandes principios que declarábamos con carácter universal cede ante los datos de la realidad. Ese Kant indomable que todos llevamos dentro ha desaparecido.

La sociedad líquida que pronosticó Bauman ha mutado ya de estado y empieza a ser gaseosa, cáustica y hasta pomposa, más fluida que sustancial, más disuelta que diluida. Hemos sustituido la solidaridad por el narcisismo, nos hemos sumido en la barbarie de la uniformidad, en la corrosiva zona gris de la indiferencia. Desde una engañosa empatía, esa conectividad ubicua gobernada por calculados diseños de pantalla, ha generado esta especie de sociedad de la interpretación, del disimulo, del engaño, de la impostura.

En “La Odisea” por primera vez en nuestra cultura un humano habla no con sus semejantes o con los dioses, sino consigo mismo. Ulises, derrotado, dice: “Corazón, se paciente, en otras ocasiones ya sufriste reveses”. El diálogo íntimo nació así, con una llamada a la calma y al sosiego. Todavía es posible concebir una utopía del espíritu, a pesar de que hoy, Ulises, seguramente, hubiera enviado un “tuit”.

Hay una vida ahí afuera que supura. Un espacio sencillo, humano, con las puertas y las voluntades abiertas. Sal de la habitación. Sal de ti mismo. Sintoniza con la gente, con el movimiento de las ramas, con la llegada repentina de la lluvia, con el sol cancelando la tarde sobre esa pareja que yace sobre la hierba, con las manos entrelazadas, esperando el rocío de la madrugada. Eso es la belleza. Tan solo eso. Y nada menos que eso. La vida duele, pero la belleza te rescata. Esa belleza de la olorosa vida corta, que es todo lo que tenemos.

*Periodista. Colabora en Página 12, Revista Haroldo y El Litoral de Santa Fe. Ex periodista de “El Correo”, Grupo Vocento y Cadena Cope en España. Jugador de Vélez Sarfield, clubs de España, y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979.

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