Juan Elman:
Ayer Emmanuel Macron fue reelegido como presidente de Francia con el 58% de los votos, un resultado categórico, mejor al pronosticado por las encuestas, pero más estrecho que el de 2017, cuando se había impuesto por 30 puntos frente a Le Pen. La ultraderechista no tuvo una buena noche, pero sumó 2,7 millones de votos respecto a la elección anterior; es la mejor performance de esa fuerza en la historia de la Quinta República. Las elecciones profundizaron la crisis del sistema político francés. En la primera vuelta, el 60% del electorado votó por opciones anti-establishment. Y ayer la abstención llegó al 28%, la cifra más alta desde 1969. Macron, que aprovechó esta fractura para llegar al poder hace cinco años, ahora deberá enfrentarla en una gestión que se proyecta muy difícil, para decirlo rápido.
Hasta acá la coyuntura. En los próximos días vamos a sacar algo con Facu Cruz para que puedas leer en la web de Cenital. Hoy me quiero centrar en una de las claves de la elección: la abrumadora distancia entre cómo votaron las grandes ciudades, que favorecieron a Macron, y cómo lo hicieron las ciudades pequeñas y las localidades rurales, que se doblegaron ante Le Pen. Ese clivaje fue central en 2017 y se repitió este año. Creo que no solo ayuda a entender el ascenso y la permanencia de Le Pen en Francia sino que se transformó en una de las tendencias más importantes de la política contemporánea.
Vamos.
No es una idea nueva. Con la victoria de Trump y el Brexit en 2016, la atención sobre la división territorial, especialmente entre lo urbano y rural, creció a la hora de explicar los fenómenos. En el caso de Estados Unidos la brecha fue clarísima: Hillary Clinton se impuso en todas las grandes ciudades con amplio margen, lo cual ayudó a que ganara el voto popular (sacó casi 3 millones de votos más). Pero la abrumadora ventaja que obtuvo Trump en zonas rurales terminó siendo más importante para ganar en estados pendulares, principalmente en el midwest, lo que le terminó dando la victoria en el colegio electoral.
Esa brecha creció en las elecciones del 2020. La diferencia, y la clave de la victoria de Biden, fue que su mejor performance en grandes ciudades y suburbios en estados competitivos inclinó otra vez la balanza a favor de los demócratas. Eso le permitió triunfar en estados tradicionalmente republicanos, como Georgia. Trump, por otro lado, cosechó aún más votos en zonas rurales o alejadas de grandes centros urbanos, lo que ayuda a explicar su crecimiento en el voto popular respecto a 2016.
Un fenómeno similar sucedió con el Brexit, donde las grandes ciudades se inclinaron mayoritariamente por el Remain mientras que las comunidades rurales, en el interior de Reino Unido, fueron más propensas a la salida de la UE. Un año después, la tendencia fue protagonista en la primera vuelta electoral en Francia, que confirmó el ascenso de Marine Le Pen, que llegó al ballotage a pesar de obtener solo el 5% de los votos en París. La brecha fue otra vez protagonista en 2022.
Propongo que nos quedemos en Francia, a vivir o lo que vos quieras. ¿Qué pasó entre las dos elecciones? La llegada de los chalecos amarillos, un movimiento autoconvocado cuyo detonante fue un impuesto al combustible –una de las piezas de la agenda verde de Macron– que rápidamente se constituyó como un colectivo de protesta acerca de las condiciones de vida en el interior del país. Fue la irrupción de lo que el geógrafo Christophe Guilluy llamó la Francia periférica. Esta idea es central. El término alude a la población que reside en zonas que se sienten olvidadas y marginadas por las élites de las grandes urbes, donde la desprotección estatal se vive de manera más descarnada y los jóvenes huyen. Esto no es una suposición: el demógrafo Hervé Le Bras superpuso el mapa de la movilización –que surgió en el interior– con el de las regiones que pierden población y más lejos de servicios públicos viven. Y coinciden.
El marco de Guilluy es interesante, en primer lugar, porque refiere también a pequeñas ciudades y hasta capitales provinciales. La periferia incluye a las zonas rurales pero las desborda. Es un clivaje más sofisticado que el de urbano-rural, y con mayor capacidad explicativa para el fenómeno Le Pen, que triunfa también en pequeñas urbes. La periferia se define por esa distancia de los grandes centros, donde la oferta de servicios sociales es mayor y mejor (otro datito medio boludo pero que está bueno: cuanto más lejos viven los franceses de una estación de ferrocarril, más chances tienen de votar a Le Pen). Pero esa oferta no es solo económica sino también cultural. Son zonas que se han quedado con menos postales de correo, trenes y bancos, pero también sin cines y teatros. La sensación de abandono también es distinta, más compleja y profunda. No es solo que el Estado se haya olvidado de ellos a la hora de pensar políticas económicas y sociales. Es que los ha relegado culturalmente. Son poblaciones que se sienten cada vez menos identificadas con el relato nacional que se escribe y difunde en los grandes centros urbanos.
Para Guilluy, tanto la protesta de los chalecos amarillos como el ascenso de Trump o el Brexit revelan el malestar de estos sectores, que están lejos de ser manipulados. Por el contrario. Lo explica así:
La primera reivindicación no era social. Era existencial, cultural. No es un azar que escogieran como símbolo el chaleco amarillo precisamente que se emplea en la carretera. Era como decir: “Existimos”. Y era el mismo caso en Gran Bretaña. Los británicos de clase trabajadora que votan por el Brexit no votan contra Europa, votan contra la élite, dicen: “Existimos. Queremos formar parte de la economía”.
Por eso es muy importante pensar en este movimiento como un movimiento existencial de la clase trabajadora. Y creo que nos equivocamos cuando pensamos que los populistas manipulan a la clase trabajadora. Más bien, la clase trabajadora utiliza a Trump como una marioneta. La clase trabajadora tiene ganas de existir culturalmente.
Guillermo Fernández es profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid y autor del libro Qué hacer con la extrema derecha en Europa: el caso del Frente Nacional. O sea que sabe algo de esto.
“El lenguaje de Le Pen encuentra más eco en estas zonas rurales y periurbanas, que se identifican con su mensaje acerca de la decadencia del país”, me dijo. “Parte del éxito de Le Pen tiene que ver con cómo ha cambiado su discurso sobre los servicios públicos, sobre todo en estas regiones”. Este discurso estatista contrasta con el que tenía su padre, Jean Marie, el fundador del partido y candidato en 2002, que era más de corte neoliberal. “El padre se definía como reaganiano. Ella, en cambio, reivindica el Estado de Bienestar, aunque de manera chauvinista, es decir, un Estado de Bienestar solo para los franceses. Esta narrativa, sumada a una crítica hacia el neoliberalismo y la Unión Europea conecta con esa Francia que siente, sobre todo después de la crisis del 2008, que hace dos o tres décadas le iba mejor. Y algo más importante: que el futuro va a ser peor”.
La fractura, antes que cultural, es económica. Con la llegada de la globalización y los cambios abruptos del capitalismo en las últimas décadas, la promesa de bienestar y progreso solo se verificó en las grandes ciudades, que concentran las mejores ofertas de trabajo, desarrollo y calidad de vida, a la vez que atraen a masas de trabajadores cualificados (por eso este clivaje dialoga también con otro, bien importante: el educativo). El clivaje urbano-rural no nació con Trump: es protagonista de la democracia moderna por lo menos desde la Revolución Industrial. Pero con la globalización y sus efectos primero económicos –entre ellos, la estampida de fábricas– y luego políticos, con Trump y derivados como síntoma, su relevancia en la política contemporánea creció y adquirió otra forma.
Las periferias, por tanto, además de sentir que no cuentan culturalmente, cargan con otra falta, que por supuesto está vinculada: importan cada vez menos económicamente.
Esto se ve de manera muy clara en Estados Unidos. Es un dato que habla solo: los distritos donde ganó Biden en 2020 equivalen al 70% del PBI del país. La potencia económica norteamericana hoy depende de sectores intensivos en conocimiento, localizados mayormente en las costas, con Silicon Valley como máximo exponente. Es un cambio abrupto respecto al anterior modelo predominante, basado en la explotación de combustibles fósiles (por eso está discusión es también climática). Estoy simplificando el argumento, pero es algo así: en el país conviven dos economías separadas geográficamente; una, de carbono, insostenible en materia climática, representa a trabajadores industriales, agricultores y del área menos cualificada –y por ende peor paga– de los servicios, como repositores de supermercados; la otra, la post-carbono, incluye a los de servicios digitales y de alta gama, programadores y trabajadores vinculados al sector financiero. Los primeros votan a Trump; los segundos a Biden. El argumento es de Thomas Oatley y Mark Blyth y ayuda a entender porqué esta separación es más estructural de lo que pensamos.
Líderes como Trump y Le Pen apelan a los trabajadores de estas periferias. Los famosos “perdedores de la globalización”.
Otras manifestaciones
Este marco nos sirve para pensar más escenarios, donde la irrupción de las periferias obedece a otros códigos. En España, el equivalente al concepto de Guilluy es la España vacía, lo acuñó un tipo que se llama Sergio del Molino y se volvió una etiqueta conocida en el debate público, especialmente tras el desembarco de Vox, la ultraderecha.
Con un mensaje distinto al de Le Pen, Santiago Abascal, líder del partido, también aspira a representar ese mundo rural. Vox levantó la bandera de la tauromaquia, el mundo de las corridas de toros, y pide por ejemplo fomentar el turismo a los lugares donde se sigue practicando. La ultraderecha apela a politizar la tauromaquia como una batalla que sintetiza la disputa entre un mundo rural que lucha para conservar sus honradas tradiciones y las elites urbanas y cosmopolitas que lo desdeña. Una caricatura protagonizada por familias y gente trabajadora contra hipsters con barba, veganos para colmo, que llaman asesinos a los que siguen comiendo carne.
“Vox también aspira a movilizar este clivaje urbano-rural, pero no a través de la apelación a los servicios públicos como Reagrupación Nacional (el partido de Le Pen) sino a través de la narrativa de las tradiciones. Se trata del mismo fenómeno, pero con otra propuesta”, apunta Fernández.
Veamos el caso de las elecciones de Castilla y León de febrero pasado, de las que Facu escribió acá. Vox obtuvo el 17% de los votos, una buena performance que lo catapulta, por primera vez, a la gestión del gobierno, que va a comandar el PP. Pero la cita también marcó el ascenso de formaciones regionalistas y provinciales. A la que mejor le fue se llama Soria ¡Ya!, un partido que, según reza su página web, busca pelear contra “el olvido al que someten a la provincia de Soria”. También participó un frente de partidos similares llamado España Vaciada. Es que el caso de Castilla y León es literal: en los últimos 50 años, la región perdió el 10% de sus habitantes y cerca del 60% de los menores de 20 años.
Hay, entonces, una matriz compartida por estas periferias: la sensación de abandono en detrimento de los grandes centros urbanos. Este reclamo, como vimos, se vincula con cambios estructurales en la economía global, pero las demandas no son solo económicas sino también, y principalmente, culturales. Guardan relación con los relatos nacionales, la identidad, el sentido de pertenencia. La polarización con las grandes urbes, por otro lado, excede a las preferencias electorales: las diferencias son también de cosmovisión (el dispar mapa de la vacunación contra el Covid en EEUU o las opiniones respecto al aborto en otros países también se pueden explicar con este clivaje). Quiero decir algo más, pero todo queda chico al lado de la cita de Guilluy: existir culturalmente. Sientan el peso de las palabras, la densidad del verbo. Gente que quiere existir culturalmente.
Igual voy a decir algo más, dos cosas chiquitas. Lo primero: hoy es la ultraderecha la que se destaca en la politización de estas periferias, pero no es –ni tiene por qué ser– la única opción. Guillermo me contó, por ejemplo, que cuando el movimiento de chalecos amarillos –que es bien heterogéneo e incluye una alta cantidad de abstencionistas– difundió un petitorio con demandas, estas estaban más cerca de un programa socialdemócrata. “Cuando pones a esa gente hablar, en asambleas periódicas, lo que surge de ese contacto, esa microcomunidad, son proclamas fácilmente asumibles por la izquierda”.
Para eso, sugiere Guillermo, la izquierda y el progresismo debe tener un mensaje y presencia en esos territorios, algo de lo que hoy carece. Guilluy levanta una bandera similar cuando critica a la izquierda por estar “encerrada en su sociología y en las grandes ciudades”.
Lo segundo es que este fenómeno no está confinado a Europa y Estados Unidos. En América Latina, con lógicas dispares y por ahora de manera incipiente, también aparecen movimientos en contra de las grandes ciudades. Las tres elecciones que tuvo Sudamérica el año pasado muestran perfiles de esto. El caso más claro fue el de Pedro Castillo en Perú, que llegó a la presidencia bajo un discurso que reivindicaba el mundo rural y acusaba a las élites limeñas de haberse olvidado del interior del país. Si bien no es la primera vez que sucede un fenómeno así en Perú –la campaña de Ollanta Humala en 2011 compartía alguno de estos rasgos– la conexión de la narrativa de Castillo con ese mundo fue rotunda y se le debe prestar atención.
En Ecuador, el ascenso de Yaku Pérez y su penetración en las sierras y el mundo indigena fue protagonista en las elecciones presidenciales. Con otra bandera –el ecologismo– y auspiciado por los roces entre el correísmo y el movimiento indigena, la irrupción de Yaku, que sacó casi 20 puntos y estuvo a punto de pasar al ballotage, fue una sorpresa para Quito y Guayaquil, dos grandes urbes que concentraron los votos de los otros dos candidatos –Araúz y Lasso–. Los votos de la sierra fueron vitales, por otro lado, para que el ex banquero llegara a la presidencia en la segunda vuelta.
Chile muestra todavía más. Las elecciones repitieron un patrón conocido: en la primera vuelta Kast se impuso de manera cómoda en municipios pequeños mientras Boric triunfó en los más poblados. El ultraderechista apeló al mundo rural chileno de manera muy similar a cómo lo hace Vox. El equivalente a las corridas de toros fueron los rodeos, a los que Kast defendió y acusó a la izquierda de querer borrarlos. El analista Daniel Matamala lo escribió clarito: la zanja cultural y geográfica que se ve en el resto de Occidente llegó a Chile. Pero las mismas elecciones mostraron otro caso, quizás más fuerte: Franco Parisi dio la nota promediando 30 puntos en el norte del país, con un mensaje anticasta que acusaba a la élite de Santiago de olvidarse de esa región, desbordada por la inmigración y con malos servicios públicos. Esta bronca está reforzada por el hecho de que la región concentra buena parte de la actividad minera. La idea de que el norte es “el sueldo de Chile” y sin embargo se encuentra postergada es potente y excede al fenómeno Parisi, que opera como síntoma.
Patricio Talavera, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires y especialista en política latinoamericana, me sugirió que todavía es pronto para hablar de la irrupción del clivaje geográfico como sucede en otros lugares del mundo, pero se le debe prestar atención. “Estamos en un momento de fundación de nuevos patrones, bajo una severa crisis de representación. Ante el colapso de partidos tradicionales, hay una mudanza a partidos más chicos, que apelan a consignas ruidosas. Ahí es donde se puede poner en juego la cuestión identitaria y geográfica. La politización de las periferias puede ser una posible salida en esta crisis”.
Habrá que ponerle el ojo.
Hasta acá la coyuntura. En los próximos días vamos a sacar algo con Facu Cruz para que puedas leer en la web de Cenital. Hoy me quiero centrar en una de las claves de la elección: la abrumadora distancia entre cómo votaron las grandes ciudades, que favorecieron a Macron, y cómo lo hicieron las ciudades pequeñas y las localidades rurales, que se doblegaron ante Le Pen. Ese clivaje fue central en 2017 y se repitió este año. Creo que no solo ayuda a entender el ascenso y la permanencia de Le Pen en Francia sino que se transformó en una de las tendencias más importantes de la política contemporánea.
Vamos.
2016, detrás del shock
No es una idea nueva. Con la victoria de Trump y el Brexit en 2016, la atención sobre la división territorial, especialmente entre lo urbano y rural, creció a la hora de explicar los fenómenos. En el caso de Estados Unidos la brecha fue clarísima: Hillary Clinton se impuso en todas las grandes ciudades con amplio margen, lo cual ayudó a que ganara el voto popular (sacó casi 3 millones de votos más). Pero la abrumadora ventaja que obtuvo Trump en zonas rurales terminó siendo más importante para ganar en estados pendulares, principalmente en el midwest, lo que le terminó dando la victoria en el colegio electoral.
Esa brecha creció en las elecciones del 2020. La diferencia, y la clave de la victoria de Biden, fue que su mejor performance en grandes ciudades y suburbios en estados competitivos inclinó otra vez la balanza a favor de los demócratas. Eso le permitió triunfar en estados tradicionalmente republicanos, como Georgia. Trump, por otro lado, cosechó aún más votos en zonas rurales o alejadas de grandes centros urbanos, lo que ayuda a explicar su crecimiento en el voto popular respecto a 2016.
Un fenómeno similar sucedió con el Brexit, donde las grandes ciudades se inclinaron mayoritariamente por el Remain mientras que las comunidades rurales, en el interior de Reino Unido, fueron más propensas a la salida de la UE. Un año después, la tendencia fue protagonista en la primera vuelta electoral en Francia, que confirmó el ascenso de Marine Le Pen, que llegó al ballotage a pesar de obtener solo el 5% de los votos en París. La brecha fue otra vez protagonista en 2022.
Propongo que nos quedemos en Francia, a vivir o lo que vos quieras. ¿Qué pasó entre las dos elecciones? La llegada de los chalecos amarillos, un movimiento autoconvocado cuyo detonante fue un impuesto al combustible –una de las piezas de la agenda verde de Macron– que rápidamente se constituyó como un colectivo de protesta acerca de las condiciones de vida en el interior del país. Fue la irrupción de lo que el geógrafo Christophe Guilluy llamó la Francia periférica. Esta idea es central. El término alude a la población que reside en zonas que se sienten olvidadas y marginadas por las élites de las grandes urbes, donde la desprotección estatal se vive de manera más descarnada y los jóvenes huyen. Esto no es una suposición: el demógrafo Hervé Le Bras superpuso el mapa de la movilización –que surgió en el interior– con el de las regiones que pierden población y más lejos de servicios públicos viven. Y coinciden.
El marco de Guilluy es interesante, en primer lugar, porque refiere también a pequeñas ciudades y hasta capitales provinciales. La periferia incluye a las zonas rurales pero las desborda. Es un clivaje más sofisticado que el de urbano-rural, y con mayor capacidad explicativa para el fenómeno Le Pen, que triunfa también en pequeñas urbes. La periferia se define por esa distancia de los grandes centros, donde la oferta de servicios sociales es mayor y mejor (otro datito medio boludo pero que está bueno: cuanto más lejos viven los franceses de una estación de ferrocarril, más chances tienen de votar a Le Pen). Pero esa oferta no es solo económica sino también cultural. Son zonas que se han quedado con menos postales de correo, trenes y bancos, pero también sin cines y teatros. La sensación de abandono también es distinta, más compleja y profunda. No es solo que el Estado se haya olvidado de ellos a la hora de pensar políticas económicas y sociales. Es que los ha relegado culturalmente. Son poblaciones que se sienten cada vez menos identificadas con el relato nacional que se escribe y difunde en los grandes centros urbanos.
Para Guilluy, tanto la protesta de los chalecos amarillos como el ascenso de Trump o el Brexit revelan el malestar de estos sectores, que están lejos de ser manipulados. Por el contrario. Lo explica así:
La primera reivindicación no era social. Era existencial, cultural. No es un azar que escogieran como símbolo el chaleco amarillo precisamente que se emplea en la carretera. Era como decir: “Existimos”. Y era el mismo caso en Gran Bretaña. Los británicos de clase trabajadora que votan por el Brexit no votan contra Europa, votan contra la élite, dicen: “Existimos. Queremos formar parte de la economía”.
Por eso es muy importante pensar en este movimiento como un movimiento existencial de la clase trabajadora. Y creo que nos equivocamos cuando pensamos que los populistas manipulan a la clase trabajadora. Más bien, la clase trabajadora utiliza a Trump como una marioneta. La clase trabajadora tiene ganas de existir culturalmente.
Guillermo Fernández es profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid y autor del libro Qué hacer con la extrema derecha en Europa: el caso del Frente Nacional. O sea que sabe algo de esto.
“El lenguaje de Le Pen encuentra más eco en estas zonas rurales y periurbanas, que se identifican con su mensaje acerca de la decadencia del país”, me dijo. “Parte del éxito de Le Pen tiene que ver con cómo ha cambiado su discurso sobre los servicios públicos, sobre todo en estas regiones”. Este discurso estatista contrasta con el que tenía su padre, Jean Marie, el fundador del partido y candidato en 2002, que era más de corte neoliberal. “El padre se definía como reaganiano. Ella, en cambio, reivindica el Estado de Bienestar, aunque de manera chauvinista, es decir, un Estado de Bienestar solo para los franceses. Esta narrativa, sumada a una crítica hacia el neoliberalismo y la Unión Europea conecta con esa Francia que siente, sobre todo después de la crisis del 2008, que hace dos o tres décadas le iba mejor. Y algo más importante: que el futuro va a ser peor”.
La fractura, antes que cultural, es económica. Con la llegada de la globalización y los cambios abruptos del capitalismo en las últimas décadas, la promesa de bienestar y progreso solo se verificó en las grandes ciudades, que concentran las mejores ofertas de trabajo, desarrollo y calidad de vida, a la vez que atraen a masas de trabajadores cualificados (por eso este clivaje dialoga también con otro, bien importante: el educativo). El clivaje urbano-rural no nació con Trump: es protagonista de la democracia moderna por lo menos desde la Revolución Industrial. Pero con la globalización y sus efectos primero económicos –entre ellos, la estampida de fábricas– y luego políticos, con Trump y derivados como síntoma, su relevancia en la política contemporánea creció y adquirió otra forma.
Las periferias, por tanto, además de sentir que no cuentan culturalmente, cargan con otra falta, que por supuesto está vinculada: importan cada vez menos económicamente.
Esto se ve de manera muy clara en Estados Unidos. Es un dato que habla solo: los distritos donde ganó Biden en 2020 equivalen al 70% del PBI del país. La potencia económica norteamericana hoy depende de sectores intensivos en conocimiento, localizados mayormente en las costas, con Silicon Valley como máximo exponente. Es un cambio abrupto respecto al anterior modelo predominante, basado en la explotación de combustibles fósiles (por eso está discusión es también climática). Estoy simplificando el argumento, pero es algo así: en el país conviven dos economías separadas geográficamente; una, de carbono, insostenible en materia climática, representa a trabajadores industriales, agricultores y del área menos cualificada –y por ende peor paga– de los servicios, como repositores de supermercados; la otra, la post-carbono, incluye a los de servicios digitales y de alta gama, programadores y trabajadores vinculados al sector financiero. Los primeros votan a Trump; los segundos a Biden. El argumento es de Thomas Oatley y Mark Blyth y ayuda a entender porqué esta separación es más estructural de lo que pensamos.
Líderes como Trump y Le Pen apelan a los trabajadores de estas periferias. Los famosos “perdedores de la globalización”.
Otras manifestaciones
Este marco nos sirve para pensar más escenarios, donde la irrupción de las periferias obedece a otros códigos. En España, el equivalente al concepto de Guilluy es la España vacía, lo acuñó un tipo que se llama Sergio del Molino y se volvió una etiqueta conocida en el debate público, especialmente tras el desembarco de Vox, la ultraderecha.
Con un mensaje distinto al de Le Pen, Santiago Abascal, líder del partido, también aspira a representar ese mundo rural. Vox levantó la bandera de la tauromaquia, el mundo de las corridas de toros, y pide por ejemplo fomentar el turismo a los lugares donde se sigue practicando. La ultraderecha apela a politizar la tauromaquia como una batalla que sintetiza la disputa entre un mundo rural que lucha para conservar sus honradas tradiciones y las elites urbanas y cosmopolitas que lo desdeña. Una caricatura protagonizada por familias y gente trabajadora contra hipsters con barba, veganos para colmo, que llaman asesinos a los que siguen comiendo carne.
“Vox también aspira a movilizar este clivaje urbano-rural, pero no a través de la apelación a los servicios públicos como Reagrupación Nacional (el partido de Le Pen) sino a través de la narrativa de las tradiciones. Se trata del mismo fenómeno, pero con otra propuesta”, apunta Fernández.
Veamos el caso de las elecciones de Castilla y León de febrero pasado, de las que Facu escribió acá. Vox obtuvo el 17% de los votos, una buena performance que lo catapulta, por primera vez, a la gestión del gobierno, que va a comandar el PP. Pero la cita también marcó el ascenso de formaciones regionalistas y provinciales. A la que mejor le fue se llama Soria ¡Ya!, un partido que, según reza su página web, busca pelear contra “el olvido al que someten a la provincia de Soria”. También participó un frente de partidos similares llamado España Vaciada. Es que el caso de Castilla y León es literal: en los últimos 50 años, la región perdió el 10% de sus habitantes y cerca del 60% de los menores de 20 años.
Hay, entonces, una matriz compartida por estas periferias: la sensación de abandono en detrimento de los grandes centros urbanos. Este reclamo, como vimos, se vincula con cambios estructurales en la economía global, pero las demandas no son solo económicas sino también, y principalmente, culturales. Guardan relación con los relatos nacionales, la identidad, el sentido de pertenencia. La polarización con las grandes urbes, por otro lado, excede a las preferencias electorales: las diferencias son también de cosmovisión (el dispar mapa de la vacunación contra el Covid en EEUU o las opiniones respecto al aborto en otros países también se pueden explicar con este clivaje). Quiero decir algo más, pero todo queda chico al lado de la cita de Guilluy: existir culturalmente. Sientan el peso de las palabras, la densidad del verbo. Gente que quiere existir culturalmente.
Igual voy a decir algo más, dos cosas chiquitas. Lo primero: hoy es la ultraderecha la que se destaca en la politización de estas periferias, pero no es –ni tiene por qué ser– la única opción. Guillermo me contó, por ejemplo, que cuando el movimiento de chalecos amarillos –que es bien heterogéneo e incluye una alta cantidad de abstencionistas– difundió un petitorio con demandas, estas estaban más cerca de un programa socialdemócrata. “Cuando pones a esa gente hablar, en asambleas periódicas, lo que surge de ese contacto, esa microcomunidad, son proclamas fácilmente asumibles por la izquierda”.
Para eso, sugiere Guillermo, la izquierda y el progresismo debe tener un mensaje y presencia en esos territorios, algo de lo que hoy carece. Guilluy levanta una bandera similar cuando critica a la izquierda por estar “encerrada en su sociología y en las grandes ciudades”.
Lo segundo es que este fenómeno no está confinado a Europa y Estados Unidos. En América Latina, con lógicas dispares y por ahora de manera incipiente, también aparecen movimientos en contra de las grandes ciudades. Las tres elecciones que tuvo Sudamérica el año pasado muestran perfiles de esto. El caso más claro fue el de Pedro Castillo en Perú, que llegó a la presidencia bajo un discurso que reivindicaba el mundo rural y acusaba a las élites limeñas de haberse olvidado del interior del país. Si bien no es la primera vez que sucede un fenómeno así en Perú –la campaña de Ollanta Humala en 2011 compartía alguno de estos rasgos– la conexión de la narrativa de Castillo con ese mundo fue rotunda y se le debe prestar atención.
En Ecuador, el ascenso de Yaku Pérez y su penetración en las sierras y el mundo indigena fue protagonista en las elecciones presidenciales. Con otra bandera –el ecologismo– y auspiciado por los roces entre el correísmo y el movimiento indigena, la irrupción de Yaku, que sacó casi 20 puntos y estuvo a punto de pasar al ballotage, fue una sorpresa para Quito y Guayaquil, dos grandes urbes que concentraron los votos de los otros dos candidatos –Araúz y Lasso–. Los votos de la sierra fueron vitales, por otro lado, para que el ex banquero llegara a la presidencia en la segunda vuelta.
Chile muestra todavía más. Las elecciones repitieron un patrón conocido: en la primera vuelta Kast se impuso de manera cómoda en municipios pequeños mientras Boric triunfó en los más poblados. El ultraderechista apeló al mundo rural chileno de manera muy similar a cómo lo hace Vox. El equivalente a las corridas de toros fueron los rodeos, a los que Kast defendió y acusó a la izquierda de querer borrarlos. El analista Daniel Matamala lo escribió clarito: la zanja cultural y geográfica que se ve en el resto de Occidente llegó a Chile. Pero las mismas elecciones mostraron otro caso, quizás más fuerte: Franco Parisi dio la nota promediando 30 puntos en el norte del país, con un mensaje anticasta que acusaba a la élite de Santiago de olvidarse de esa región, desbordada por la inmigración y con malos servicios públicos. Esta bronca está reforzada por el hecho de que la región concentra buena parte de la actividad minera. La idea de que el norte es “el sueldo de Chile” y sin embargo se encuentra postergada es potente y excede al fenómeno Parisi, que opera como síntoma.
Patricio Talavera, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires y especialista en política latinoamericana, me sugirió que todavía es pronto para hablar de la irrupción del clivaje geográfico como sucede en otros lugares del mundo, pero se le debe prestar atención. “Estamos en un momento de fundación de nuevos patrones, bajo una severa crisis de representación. Ante el colapso de partidos tradicionales, hay una mudanza a partidos más chicos, que apelan a consignas ruidosas. Ahí es donde se puede poner en juego la cuestión identitaria y geográfica. La politización de las periferias puede ser una posible salida en esta crisis”.
Habrá que ponerle el ojo.
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