¿Golpe o fraude?: 2019 sigue polarizando a Bolivia
Fernando Molina
Los acontecimientos de 2019 siguen dividiendo a los bolivianos, aunque no en partes iguales. El gobierno de Luis Arce busca sellar la lectura del derrocamiento de Evo Morales como producto de un golpe de Estado y mantener en prisión a la ex-presidenta interina Jeanine Áñez. La oposición, que niega que haya habido golpe, se expresa sobre todo en los medios y redes sociales, pero su fuerza social se encuentra disminuida.
Bolivia está inmersa en un «debate letrado» del tipo de los que han acompañado varios momentos críticos de su historia. A principios de este siglo, por ejemplo, corrieron ríos de tinta sobre la situación de la industria del gas y la población se dividió entre quienes querían la nacionalización y quienes la rechazaban. Pero después de que el presidente Evo Morales la promulgara el 1 de mayo de 2006, el apasionado debate sobre el futuro del gas quedó suspendido y no se reabrió más.
Hoy el asunto que divide al país es la interpretación de la ruptura violenta de noviembre de 2019. Para quienes participaron en ella, fue un alzamiento espontáneo contra una «dictadura» que pretendía perpetuarse por medio de un fraude electoral. Para el partido de gobierno, el Movimiento al Socialismo (MAS), fue un golpe de Estado «planificado con varios meses de antelación», digitado desde Estados Unidos y operado por el conjunto de la oposición a Morales. Desde hace meses que esta discrepancia interpretativa y sus ramificaciones ocupan las primeras páginas de los periódicos, los titulares de los noticiarios, las tertulias televisivas; son motivo de memes y han inspirado la publicación de libros de muchos cientos de páginas.
Los dos bandos no son del mismo tamaño y la relación entre ellos no es simétrica. Hace diez meses, el MAS ganó las elecciones con 55% de los votos y posee una sólida hegemonía dentro de los sectores subalternos de la población. Sin embargo, la oposición –es decir, quienes sostienen que no hubo ningún putch que pueda o deba ser sancionado– agrupa a la mayoría de los poderes fácticos del país: la elite económica, las iglesias, las universidades, los colegios profesionales, los medios de comunicación mainstream, etc. Por eso, quien siga la polémica por los principales periódicos tendrá la impresión de que el MAS y Evo Morales se hallan acorralados por sus incongruencias y de que los múltiples juicios que se están realizando o se quiere iniciar en contra de la ex-presidenta Jeanine Áñez y sus colaboradores se originan en el abuso de poder.
El mejor ejemplo del posicionamiento de los medios ha sido la recepción del informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI-Bolivia) que, por un acuerdo entre el Estado boliviano y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), investigó la violencia política que se produjo en octubre y noviembre de 2019. Este informe señala que se produjeron violaciones a los derechos humanos tanto en los últimos días del gobierno de Morales como en la parte inicial de la administración de su reemplazante, Jeanine Áñez. Considera las últimas más graves que las primeras, tanto por su dimensión como porque fueron ejecutadas directamente por las fuerzas de seguridad del Estado. En particular, el informe se refiere a la masacre de una veintena de manifestantes en el pueblo de Sacaba, cerca de Cochabamba, y en la zona Senkata de la ciudad de El Alto. Sin embargo, los periódicos cubrieron la noticia al revés, destacando los casos en los que los presuntos autores estuvieron relacionados con el MAS, como un tiroteo en la ciudad de Montero en el que murieron dos manifestantes de los comités cívicos y una emboscada a un convoy de buses con mineros opositores que viajaban a La Paz a contribuir al derrocamiento de Morales, los cuales fueron heridos por disparos de armas de largo alcance. El MAS se ha defendido a través de la red de comunicación estatal y los pocos medios privados oficialistas que quedan. Ha atribuido a la prensa un papel político opositor, lo que fue rechazado por las asociaciones de periodistas.
El debate no es puramente historiográfico, sino que fue activado y está referido a la investigación judicial de los hechos sucedidos durante el derrocamiento de Evo Morales. Su contenido se ha tornado muy complejo y difícil de seguir para los ciudadanos comunes. Se desglosa en varios enfrentamientos menores y se despliega en diferentes espacios institucionales. En la Asamblea Legislativa, el oficialismo quiere aprobar un «juicio de responsabilidades» contra Áñez por las decisiones que tomó como presidenta del país, entre ellas la represión de las protestas de Sacaba y Senkata. El obstáculo es que el MAS no cuenta con la mayoría necesaria de dos tercios del plenario. Le faltan 15 votos. Por su parte, la oposición afirma que podría aprobar un juicio sobre lo sucedido en 2019 siempre que este incluyese también a Evo Morales, lo que el MAS rechaza. Este impasse parece muy difícil de superar. Diputados de oposición denunciaron, sin mostrar pruebas, que se les ofreció sobornos para autorizar el juicio de responsabilidades. La bancada oficialista lo desmintió.
En el frente de la justicia ordinaria, el MAS inició un proceso contra Áñez porque supuestamente conspiró y usó métodos terroristas, antes de convertirse en presidenta, para hacer que Evo Morales saliera del poder. De este modo, el oficialismo pudo sortear el requisito constitucional de la autorización de dos tercios de los parlamentarios para enjuiciar a cualquier ex-mandatario, porque esos delitos habrían sido cometidos antes de ser presidenta.
Áñez está presa desde hace seis meses por esta causa, igual que dos de sus antiguos ministros y los jefes militares que pidieron la renuncia del presidente Morales. La implicación de la ex-presidenta en ese proceso es fuertemente objetada por la oposición y los medios. Se la considera una argucia para meterla en prisión –y quizá condenarla– que en realidad se funda en la falta de una mayoría calificada para procesarla por la vía parlamentaria por los delitos que pudiera cometer desde la presidencia.
En el medio año que se encuentra en prisión, Áñez ha sufrido un deterioro físico y anímico que el gobierno del presidente Luis Arce no ha querido paliar permitiéndole trasladarse a una clínica. En el pasado, este era el tratamiento que se dispensaba a personajes importantes que podían costearse una larga internación hospitalaria. Por otra parte, los jueces y fiscales –muy cuestionados por su tendencia a cumplir los deseos de los miembros del Poder Ejecutivo, sin importar cuál sea el signo político de este– rechazaron todos los recursos legales que planteó la defensa de Áñez. Aparentemente, esto fue lo que causó que la ex-presidenta se deprimiera y se autolesionara en la madrugada del 21 de agosto, pocas horas después de que el GIEI-Bolivia presentara su informe. Según su entorno, quiso quitarse la vida. Según las autoridades carcelarias y policiales, se hizo heridas de poca importancia en un brazo y una muñeca, está mental y físicamente estable (sufre de hipertensión arterial) y, aunque se halla deprimida, principalmente busca llamar la atención para lograr su detención domiciliaria, a la cual la fiscalía se opone argumentando que existe «riesgo de fuga».
Sin embargo, la fotografía de las vendas en su brazo, su pérdida de peso y sus dramáticos traslados a diferentes centros hospitalarios han generado una ola de compasión en las redes sociales, así como vigilias en la cárcel e incluso algunas marchas pidiendo la libertad de la detenida. En respuesta, la asociación de víctimas de Senkata también se movilizó, en este caso para evitar que sea liberada, y en una ocasión chocó contra los adherentes de Áñez.
La defensa de la ex-presidenta se ha convertido en una bandera de la derecha latinoamericana. En un último episodio, un abogado internacional relacionado con esta corriente ha solicitado que la CIDH disponga medidas cautelares que protejan a Áñez. El requerimiento se halla en trámite.
A fin de avanzar en la aprobación de un juicio de responsabilidades contra Áñez, la Asamblea Legislativa ha despachado, aceptándolas, viejas solicitudes aun pendientes de otros juicios contra ex-autoridades del Ejecutivo. Uno de ellos involucra al ex-presidente Carlos Mesa, quien salió segundo en las elecciones de octubre de 2020. El motivo esgrimido es haber nacionalizado incorrectamente la empresa minera chilena Quiborax durante su gobierno de 2003 a 2005, acción que posteriormente generaría la obligación de pagar una indemnización de 42,6 millones de dólares. Mesa no es el primer político opositor inmerso en un proceso de este tipo y se considera que este no llegará muy lejos, pero de todas formas contribuye a que ciertos sectores perciban que existe una persecución contra los dirigentes políticos, así como contra los militares y policías que dirigieron las fuerzas del orden durante el gobierno interino (hoy 13 ex-comandantes están presos) y los miembros de los grupos parapoliciales que formaron el ala radical del movimiento de las pititas, que fue el que protagonizó las protestas contra Morales (se lo llama así por su costumbre de bloquear calles tendiendo cordeles o pitas en las esquinas).
El gobierno de Arce repite que la reconciliación entre bolivianos debe asentarse sobre la justicia y no sobre la impunidad. Quien tiene un discurso más conciliador es el vicepresidente David Choquehuanca. Este referente aymara está distanciado de Evo Morales desde hace mucho tiempo y también en esta cuestión. Morales declaró que «la reconciliación es imposible» y que el MAS debe vencer al «fascismo y al imperialismo», a los que atribuye su caída en 2019. En otra ocasión dijo que «no va haber reconciliación con fascistas y racistas [en referencia a los movimientos cívicos], salvo que entiendan que nuestro programa y nuestra ideología están bien para Bolivia». El antagonismo entre Choquehuanca y Morales es el principal riesgo para la unidad del MAS, pero al parecer solamente se tornará un problema digno de consideración hacia el final de la gestión de Arce. Por ahora, ambos líderes conviven pacíficamente, si bien con algunos roces.
Los analistas discuten si la intensa polarización de las altas esferas de la sociedad refleja o no un fenómeno análogo en la población. Las encuestas indican que la mayoría de los bolivianos no tiene tiempo ni ganas para ocuparse de temas políticos, porque está concentrada en enfrentar la crisis económica y la pandemia. Este dato se presenta incluso en los sectores de altos ingresos y, de manera mucho más intensa, entre los jóvenes, que, luego del fracaso del movimiento de las pititas en el que muchos pusieron sus esperanzas, se inclinan por el apoliticismo y por la condena, en bloque, del conjunto de la clase política. Como se sabe por la experiencia latinoamericana y boliviana, este sentimiento resulta muy volátil y puede dar lugar a toda clase de sorpresas políticas.
Aunque durante el primer semestre de este año el crecimiento del PIB ha sido de 8%, y el desempleo abierto ha bajado del 11% que se registró a fines de 2020 a algo más de 6% ahora, la situación económica continúa siendo delicada. Se calcula que durante la cuarentena se destruyeron un millón de empleos. En lugar de estos se han creado otros, en menor cantidad y más inseguros e informales. Oficialmente, entre 2019 y 2020 la pobreza moderada solo ha aumentado de 37,1 a 39% y la extrema de 12,9% a 13,6%, pero muchos economistas consideran que este dato, obtenido por medio de una sola encuesta, no representa la verdadera dimensión del problema. Alrededor de 40% de la población pobre ha sufrido la disminución de la mitad o más de la mitad de sus ingresos en 2020. Millones de niños de escasos recursos no han podido estudiar por falta de conectividad y por la decisión de Áñez de clausurar el año escolar.
Arce, ex-ministro de Economía de Morales durante más de una década, llegó al poder porque la mayoría de la población confió en que tenía las condiciones necesarias para cumplir su promesa de salir de la crisis doble que habían causado la pandemia y el sacudón político de 2019. Como presidente, ha mostrado experiencia y serenidad en el manejo de la macroeconomía y en la administración burocrática del Estado, y ha logrado estabilizar y asentar la marcha del gobierno. Así, se ha diferenciado de Áñez, quien rápidamente perdió el control de los sucesos. Pero, al mismo tiempo, Arce luce un estilo de gestión opuesto al de Evo Morales cuando era presidente: casi no hace declaraciones a la prensa y cuando las hace son a menudo inadecuadas y torpes, deja que la oposición tome la iniciativa en el campo comunicacional, «aburre» con una política económica que repite los mismos conceptos que cuando era ministro, deja que las cosas sucedan a su propio ritmo; en definitiva, no parece apurado por lograr un objetivo o por seguir una ruta determinada, y esto, como es lógico, no inspira ni mueve a la gente. Por ejemplo, ha conseguido comprar suficientes vacunas para aplicarlas a todos los bolivianos mayores de edad, pero no logra acelerar la campaña de inoculación, por lo que Bolivia sigue en la cola del ranking de vacunación de Latinoamérica. Tampoco ha considerado la posibilidad de exigir el estar vacunado como requisito para realizar determinadas actividades. Probablemente esto se deba a que se ha registrado cierta resistencia de los sectores indígenas a este procedimiento médico. Y esos sectores constituyen la base segura del MAS.
En todo caso, si el siguiente año Arce logra la progresiva recuperación del país, si no pierde el control de los conflictos sociales, que han aumentado junto con la crisis económica, y si evita que la resolución judicial de los hechos de 2019 desprestigie demasiado a su gobierno, ahuyentará el peligro de que la polarización de las élites se convierta en polarización y «guerra» de la sociedad.
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