Los acontecimientos ocurridos en Mayo de 1810 fueron llamados una "revolución", palabra esta de fuerte impacto, de elevada pretensión transformadora y resonancias cuanto menos inquietantes tras las ocurrencias francesas que la habían elevado simultáneamente a una dignidad esperanzada, con una carga de incertidumbre y aprehensión.
Hubo quienes vieron en ella una aurora social, un mundo redimiéndose de indignidades y oprobios, y quienes la vivieron como emisaria de oscuros presagios, de una civilización que se desintegra en el caos.
Las tierras virreinales que devinieron las Provincias Unidas del Río de la Plata se revelaron menos unidas de lo que su nombre anunciaba, excluyente de los enormes "interiores" donde las viejas oligarquías provincianas parecían menos impacientes en sacudir la dependencia colonial, y aún menos propicias a las mudanzas radicales, que se dejaban oír desde Buenos Aires.
La autoridad colonial fue expulsada. No sucedió lo mismo, no obstante, con la sociedad colonial, vetusto engendro de prohibiciones grotescas y dogmas caducos.
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