Pequeñas delicias de la servidumbre libertaria – Por Claudio Véliz
Claudio Véliz propone analizar en esta nota la original y paradójica noción de libertad que el neoliberalismo inauguró desde su irrupción. Véliz afirma que desde fines de los años 30, los ideólogos del neoliberalismo vienen dando una batalla cultural, ideológica y política para que la noción de libertad se imponga como la antítesis de la justicia social populista o de una política redistributiva en tanto imperdonable distorsión del libre fluir.
Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
Una extraña polisemia
Para los griegos, libre era el hombre no esclavizado, pero también el que poseía libertad de espíritu, es decir, liberalidad. Por su parte, el adjetivo latino liber derivaba de liberto y se aplicaba a aquellos que mantenían activo su espíritu de procreación. Precisamente por ello, en la mitología romana, Liber era el dios de la fertilidad y del vino cuyo culto se asoció con el de Baco. En líneas generales, podríamos decir que desde la antigüedad “occidental” hasta la actualidad, no dudamos en asociar la libertad con un estado de no-sumisión, con la capacidad de autodeterminación y/o con una espiritualidad sin límites. En su Diccionario de filosofía, José Ferrater Mora define tres modos básicos de entender la libertad: 1) como natural en tanto posibilidad de sustraerse a cualquier orden cósmico predeterminado, invariable o delineado por el Destino; 2) como social o política, en alusión a la autonomía de una comunidad respecto de la interferencia de coacciones externas; 3) como individual o personal frente a la “arbitrariedad” del Estado o las normas comunitarias. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el neoliberalismo inauguró una tan original como paradójica concepción de la libertad que intentaremos abordar en estas páginas.
Las más prominentes plumas de la modernidad europea hubieron utilizado todos los medios simbólicos a su alcance para conectar la idea de libertad con la creciente expansión del capitalismo. Un “progreso” cuya condición ineludible (valga el contrasentido) era la violencia (“el barro y la sangre” de los que hablaba Marx), la ocupación de tierras comunales, la explotación de los trabajadores, la exigencia de un “ejército de reserva”, y la condena a la marginalidad de los millones de excluidos de las tierras arrasadas (1). Todas estas prácticas debían ser sutilmente disimuladas bajo la figura de un “contrato” consentido libremente por trabajadores igualmente libres. Desde entonces, las usinas ideológicas del capital se las ingeniaron para traducir dichas calamidades como una obra maestra de la libertad (un ardid al que el autor de los Grundrisse consideraba la operación ideológica por excelencia: presentar los intereses de un grupo reducido como la panacea de las multitudes). Ciertamente, algunos contemporáneos de estos espíritus libres, eligieron derroteros extraños a las atrocidades del capital. Podríamos citar, al respecto, la defensa rousseauniana de la tradición igualitarista, los devaneos kantianos sobre una ética comunitaria o los planteos spinozianos sobre la política de las pasiones. No obstante, la locomotora indetenible del capitalismo industrial que no cesaba de arrojar escombros a cada paso, terminó imponiendo una mirada reduccionista e interesada de la libertad que la instauraba, exitosamente, como la ausencia de obstáculos para realizar transacciones, emplear mano de obra, agilizar la circulación de las mercancías, evadir cargas impositivas o, simplemente, para “hacer negocios”.
De todos modos, resulta innegable que el estandarte de la libertad pudo ser enarbolado de muy diversos modos en virtud de los más disímiles propósitos. Así, los revolucionarios de las guerras de independencia que lucharon para liberar a nuestros pueblos del yugo colonial, siguen siendo recordados como “libertadores de América”. Los libertinos del siglo XVII se atrevieron a desafiar los dogmas y sentidos comunes establecidos por la religión y la ciencia de su época. Los revolucionarios franceses del siglo XVIII enarbolaron una consigna (que trascendió ampliamente dicho contexto espacio-temporal) encabezada por la noción de Libertad. Los anarquistas de los siglos XIX y XX no cesaron de batallar contra la explotación, la burocracia estatal y el patriarcado, y justamente por ello fueron reconocidos como libertarios. En sus antípodas, el golpe de Estado de 1955 contra el gobierno democrático de Juan D. Perón, cuya metodología operativa consistió en bombardeos, fusilamientos, represión, persecuciones e incluso en la explícita prohibición de determinados símbolos y significantes, se autodenominó “Revolución libertadora”. En tanto, las organizaciones político-sociales de Nuestra América que enfrentaron a las dictaduras locales, a las intervenciones extranjeras y a sus “títeres” regionales, en los años 60 y 70 del pasado siglo, fueron consagradas como “Movimientos de liberación nacional”. Poco tiempo después, los partidarios del denominado pensamiento descolonial, exhibieron su preferencia por el concepto de liberación respecto de la idea de emancipación considerada más acorde al criticismo europeo que a nuestros pueblos sojuzgados. Para esa misma época, aunque en el ángulo opuesto del espectro ideológico, los economistas e intelectuales más ortodoxos y hostiles a cualquier atisbo de cooperación colectivista, decidieron asumirse como libertarios y llegaron a crear un partido político en EEUU.
No deja de resultar curioso que millones de personas de “buena voluntad” hayan adherido a una tradición de pensamiento liberal cuyos “padres fundadores” y figuras más representativas no solo supieron defender orgullosamente los “beneficios” de la esclavitud, sino que, además, habían sido propietarios de esclavos: es el caso del filósofo inglés John Locke, de George Washington (uno de los fundadores de la nación norteamericana), de James Madison (autor de la Declaración de la Independencia de los EEUU); de Thomas Jefferson (ideólogo de la constitución federal de 1787), entre tantos otros liber-esclavistas. Y más extraña todavía se nos presenta dicha adhesión, en tiempos en que sus discípulos (neo)liberales del siglo XX explicitaban su preferencia por las crisis demoledoras e incluso por las dictaduras terroristas como condición necesaria para que sus recetas económicas fueran aceptadas con temor y resignación. Pero más dramáticas y alocadas aún se tornan tales simpatías, cuando en la actualidad, sus impulsores celebran los niveles extremos de pobreza y desigualdad, justifican la expulsión de las mayorías “fuera del sistema” condenándolos a sufrir una diversidad de violencias (eso que Raúl Zaffaroni designa como “genocidio por goteo”) y promueven el consecuente desprecio militante por cualquier modalidad del colectivismo o del comunitarismo (2).
La libertad como servidumbre voluntaria
Las nuevas tecnologías de dominio han alcanzado tal grado de invisibilidad, sutileza y eficacia que su triunfo se ha tornado contundente: los sujetos no solo se someten voluntariamente a dicha maquinaria (entregando sus datos, consumiendo lo que el mercado decide, endeudándose, entreteniéndose con los productos de la industria cultural, eligiendo aquello que los medios los incitan a elegir, etc.), sino que también asumen/viven dicha servidumbre como libertad. La libertad que el sujeto moderno percibía como la ausencia de imposiciones exteriores, se transformó en una opresiva coacción interior urgida por las exigencias del goce y el rendimiento ilimitados. Estos dispositivos postdisciplinarios operan sobre las percepciones y las voluntades direccionándolas, generando emociones “positivas”, explotando la necesidad de alivio mediante la promesa de felicidad, adecuando los impulsos psíquicos a un circuito afectivo articulado en torno del miedo y el odio. Muy lejos de negar la libertad, la explotan en su favor: le ofrecen a los consumidores un menú de ofertas a elección y lo presentan como la “libre decisión” de los individuos. Por consiguiente, “servimos” a ese poder cuando entregamos alegremente nuestras coordenadas, cuando consumimos, cuando nos (in)comunicamos, cuando “hacemos clic en el botón me gusta”. El neoliberalismo –como dice Byung-Chul Han– es el capitalismo del “me gusta” (3). Las tecnologías neoliberales procuran subsumir, modular, potenciar, orientar e incluso capturar el núcleo más profundo de nuestra existencia subjetiva. No se contentan con intervenir en aquellos modos en que nos constituimos como sujetos (eso que Michel Foucault denominaba “tecnologías del yo” aunque las pensara, a la inversa, como un mecanismo de de-sujeción) sino que procuran alterar la constitución ontológica misma del sujeto. Un sujeto del rendimiento y empresario de sí mismo que se (auto)explota en forma voluntaria y apasionada no hace más que reproducir en y por sí mismo (mediante sus conductas, preferencias y emociones) un entramado de dominación que, en virtud de su invisibilidad, excita la sensación de libertad. Así, la libertad del neoliberalismo, además de erigirse como libertad de consumir, comprar, circular, competir o emprender, coincide a la perfección con la auto-explotación, la auto-responsabilización y la auto-culpabilización de los individuos por sus fracasos y por los del colectivo que integra (al que suele aborrecer por idénticas razones). Ciertamente, la trama algorítmica del Big data podría contribuir a la prevención y/o salvación de muchas vidas; pero también puede constituirse en un instrumento de dominio psicopolítico que inaugura el fin (y no el apogeo) de la decisión libre y del sujeto autónomo (en caso de que tales disposiciones subjetivas hayan tenido alguna vez una carnadura más allá de la promesa). Los sujetos de la era digital se han vuelto controlables, previsibles, cuantificables y predecibles, y sin embargo –he aquí el triunfo más contundente de los dispositivos tecno-mediáticos–, asumen su emprendimiento, su rendimiento, su culpa y su entrega, como ejercicios de libertad.
Desde fines de los años 30 –en que nadie podía imaginar, ni siquiera como ficción distópica (4), el refinamiento de sus dispositivos–, los ideólogos del neoliberalismo vienen dando una batalla (cultural, ideológica y política) para que la noción de libertad se imponga como la contracara de cualquier estatismo o colectivismo, como la antítesis del igualitarismo confiscatorio, de la justicia social populista o de una política redistributiva en tanto imperdonable distorsión del libre fluir. Tras aniquilar la promesa autonomista, crítica y fraternal del sujeto moderno, el neoliberalismo reduce la libertad a la brega economicista de su prédica ortodoxa, al mismo tiempo que instituye a su principal enemigo como un temible Leviatán, una ineficiente máquina burocrática, una asfixiante institución elefantiásica, un “Ogro filantrópico” (5) que subsidia a los más vulnerables gracias al injusto “sacrificio” impositivo de una minoría emprendedora.
Los combates por el sentido
No es nuestra intención reducir la riqueza polisémica (y contradictoria) del concepto de libertad a una dualidad sin matices; sin embargo, no podemos subestimar que los antagonismos culturales e ideológicos del siglo XXI se han organizado en torno de dos posicionamientos muy definidos respecto de dicha noción (al menos en estas castigadas geografías del sur). Una buena parte de nuestros compatriotas no dudan en defender, obstinadamente, la libertad de circular frente a cualquier protesta social, la libertad de empresa frente a la democratización de la comunicación, la libertad de erigir muros, rejas y alambradas electrificadas frente a la amenaza del pobrerío, la libertad de acceder a las divisas en tiempos de restricción externa y sabotaje buitre, la libertad de “andar armado” con la excusa de la seguridad y la autodefensa, o la libertad de “pasear por la calle” ante las restricciones y los cuidados sanitarios que exige la pandemia. En todos estos casos, se trata de una muy particular y sesgada interpretación de las “libertades personales” que de ningún modo debiéramos confundir con las libertades negativas del liberalismo clásico (tendientes a proteger a los individuos de las coacciones y arbitrariedades del mundo externo). Las nuevas libertades del neoliberalismo se fundan en una matriz securitaria-consumista-sádica que alienta la competencia, la desconfianza y la hostilidad hacia todo otro (competidor, vago, peligroso). Dicho entramado significativo viene a confirmar el estallido del “individuo” moderno ensalzado por las tradiciones liberales y republicanas, una entidad cuyos fragmentos dispersos se desentienden ahora por el destino colectivo de la sociedad, por la suerte y la vida de los otros, por la institución misma de lo social.
Pero si algo nos ha permitido visibilizar la pandemia del coronavirus es el combate más paciente y menos estridente de todxs aquellxs que, en las antípodas de las almas monádicas adictas a la cacerola, vienen poniendo en práctica una idea colectiva de la libertad que nos sitúa como protagonistas de la “cosa pública”; una libertad (ya no contra sino) para participar en los asuntos del común, para reparar los daños y las heridas infligidas por el saqueo “republicano” de los gerentes. Una idea de libertad que parte de una convicción inapelable: “nadie puede ser libre en un país sometido a los designios del capital concentrado”; una libertad que instituye al pueblo (no ya a los mercados ni a la gente, ni a los distinguidos vecinos) como el sujeto colectivo de una democracia popular, que lo asume como la “parte maldita” (la plebe) de los que no tienen parte. El antagonismo entre “los grandes” y el pueblo es la instancia de la cual emerge –según Maquiavelo– la savia vital de una república (6), el entramado afectivo de la comunidad organizada que lejos de barrer los conflictos bajo la alfombra de una armonía hipócrita (dilatando su retorno irremediable), los lanza al espacio de lo público en el que tendrán lugar las batallas por el sentido, la heteroglosia (7). Más allá de las re-configuraciones que ensayará el capitalismo en la pospandemia (imposibles de predecir en este momento crítico de ensayos, errores y retrocesos), es muy probable que el futuro de nuestra región dependa, en gran parte, de los vaivenes de esta contienda por el significado de la libertad.
Referencias:
(1) Para entender este proceso resulta imprescindible la lectura del capítulo XXIV: “La llamada acumulación originaria”, en cualquiera de las muchas ediciones de El Capital.
(2) No desconocemos la existencia de una rica tradición del liberalismo político representada por pensadores y pensadoras como Hannah Arendt, Isaiah Berlin, John Rawls o Jürgen Habermas entre muchos otros (el listado es arbitrario, desde ya), pero tampoco subestimamos el hecho de que el derrotero anárquico del capital terminó poniendo en primerísimo plano el sesgo economicista del liberalismo. Nos permitimos incluso sugerir que la prédica y el accionar de la ortodoxia económica ultraliberal resultó absolutamente incompatible con cualquier tradición republicana, con toda reivindicación de derechos ciudadanos y/o civiles y con el más mínimo atisbo de libertad política (muy especialmente, con las libertades de reunión, movilización, protesta o sindicalización).
(3) Byung-Chul Han (2014): Psicopolítica, Herder, Bs. As.
(4) Podríamos considerar Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley como una notable excepción, al menos en su prefiguración del mundo posthumano.
(5) Así reza un reciente manifiesto dado a conocer por la “Fundación Internacional para la Libertad”, firmado, entre otros, por Mario Vargas Llosa, José María Aznar, Álvaro Uribe, Ernesto Zedillo, Patricia Bullrich y Mauricio Macri (https://libertad.org.ar/web/wp-content/uploads/2020/04/FIL-Manifiesto-Mario-Vargas-Llosa.pdf).
(6) En estos últimos años, Eduardo Rinesi ha insistido en subrayar esa adecuada combinación entre el jacobinismo popular y el republicanismo democrático que caracterizó a los populismos de Nuestra América, aunque muy especialmente, al kirchnerismo.
(7) Con este neologismo caracterizaba el semiólogo ruso Valentín Voloshinov a dichas lides por el significado.
*Sociólogo, docente.
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