Brasil vive una crisis orgánica, que se inicia en el segundo mandato Dilma Rousseff y se desata con el golpe para destituirla. En esta nota, Gabriel Merino analiza en profundidad la delicada situación por la que atraviesa Brasil y las disputas de poder en el “establishment".
Por: Gabriel Merino
Con más de 10.000 muertos por covid-19, una situación sanitaria desbordada en algunas ciudades como Manaos y en otras al borde del colapso, Brasil presenta el peor cuadro de situación de la pandemia en la región. Mientras, su presidente Jair Mesías Bolsonaro llama a “enfrentar el virus como hombres” y abrir la economía, lo cual es cada vez más desoído por la mayoría de los gobernadores y alcaldes, incluso los más afines. Y en los barrios de clases medias que votaron mayoritariamente por el diputado de Río de Janeiro, se escuchan con mucha frecuencia y cada vez más volumen las cacerolas que rechazan la posición del gobierno federal.
Puede resultar increíble la posibilidad de que el presidente de que Bolsonaro enfrente a la brevedad una situación de impeachment, a poco más de un año de su asunción y luego de obtener en primera vuelta el 46% de los votos y en segunda vuelta el 55%. Sin embargo, como ya advertimos en un artículo que analizaba los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2018 (“Qué y quiénes ganaron en Brasil. Crisis política y perspectivas”), cualquiera que fuese el resultado de la elección, no iba a superarse la crisis política de Brasil. Hoy lo vemos con total claridad.
Como sucedió a escala planetaria, la pandemia aceleró un conjunto de tendencias que forman parte de la crisis orgánica que atraviesa Brasil y se traducen en pujas de poder. En este marco deben interpretarse la renuncia del ex juez Sergio Moro (24/4) o la aparición desde el seno del gobierno y justo en el mismo día (22/4) de dos programas económicos contradictorios para enfrentar la crisis económica y social que el covid-19 profundizó.
El arrinconamiento del “olavismo” y la renuncia de Moro
La renuncia de Sergio Moro no hizo más que azuzar una crisis política evidente. Con la dimisión de la figura central del Lava Jato –quien encarceló al ex presidente Lula Da Silva en una condena basada en una suerte de “convicción moral” ante la falta de pruebasi— es el octavo ministro que se va 16 meses. Ello no sólo refleja las evidentes incapacidades para la conducción de “o Mito” (como llaman a Bolsonaro sus seguidores) sino también de la guerra de poder en el establishment brasileño.
Lo primero a considerar para observar la trama política de la renuncia es que el ex juez Moro y su hombre en la Policía Federal, el comisario Mauricio Valeixo, tenían contra las cuerdas a Bolsonaro a través distintas investigaciones que apuntaban a su círculo íntimo. Eso motivó la destitución de Valeixo por parte de Bolsonaro, a partir de lo cual renunció Moro el 24 de abril. Lo cierto es que la rama “olavista” del gobierno (seguidores del gurú reaccionario y paleoconservador Olavo de Carvalho, que vive desde hace años en Estados Unidos, donde podría ser ubicado como parte de la corriente alt-right) viene retrocediendo mucho y las investigaciones en su contra no hacían más que debilitarlos.
Este sector, que impuso la impronta ideológica del gobierno, es la del propio Bolsonaro y la de sus hijos. También tiene como otro referente al canciller Ernesto Araújo, quien cultiva la imagen de cruzado del siglo XXI y es autor de un texto académico titulado “Trump e o ocidente” en donde afirma que la elección del mandatario estadounidense fue, tal vez, la más extraordinaria de la historia americana (sic) y considera, sobre el final, que sólo él puede salvar a Occidente (sic), dentro del cual, por supuesto, ubica a Brasil.
Además de imponer la impronta ideológica ultraconservadora, antiliberal y antiglobalista en lo cultural, este sector posee un importante apoyo popular y hasta incita a sus sectores más radicalizados a construir milicias civiles armadas para combatir al “enemigo interno”, definido vagamente como “comunistas”, “marxistas culturales” y “globalistas”. Categorías en la que incluyen a casi todo el espectro opositor de derecha a izquierda y desde lo nacional-popular al globalismo.
Por su parte, Moro, de la “república” de Curitiba, resulta más afín a los grupos dominantes tradicionales, y junto con el gigante mediático Globo y los partidos conservadores-liberales clásicos se oponen al “olavismo” radicalizado. Tanto que cuando Bolsonaro intentó detener la embestida en su contra por parte de Moro corriendo a Valeixo, este renunció, produciendo un tremendo golpe político y posicionándose como su sucesor. Su candidatura se alimenta además en el hecho de que posee un 50% de aprobación popular, mientras Bolsonaro obtenía hace unas semanas un 33% y está en caída, sobre todo a partir del lamentable manejo de la pandemia del coronavirus –aunque tiene un núcleo duro del 25% que no es poco.
La crisis política evidencia que parte de los grupos de poder tradicionales se están cansando del “mito” y además se esperanzan en un sustituto más afín como Moro o Joao Doria, el gobernador de San Pablo. Estos grupos necesitaron a Bolsonaro para ganarle al Partido de los Trabajadores bajo apariencias “republicanas”, ante la falta de candidatos propios con algún grado de apoyo popular, y poder continuar el programa neoliberal periférico y de subordinación a Washington aplicado a partir de la destitución a Dilma Rousseff. Podríamos decir que ahora lo necesita menos y/o que se está volviendo cada vez más problemático.
Por otro lado, la afirmación del vicepresidente y general retirado, Hamilton Mourao, de que no era buena la salida de Moro y que venía haciendo un buen trabajo, muestra también la tensión existente con el núcleo militar. Este núcleo lo conforman Augusto Heleno, ministro jefe del Gabinete de Seguridad Institucional; Luiz Eduardo Ramos, ministro jefe de la Secretaría General; y Walter Braga Netto, ministro jefe de la Casa Civil. Junto a Mourao, buscaron evitar la destitución de Valeixo y la renuncia de Moro, y analizan que el alejamiento del ministro sería un golpe mortal para el gobierno.
De hecho, luego de lo sucedido se dispararon las declaraciones públicas de distintos referentes para que Bolsonaro renuncie, incluyendo al ex presidente y líder histórico de PSDB, Fernando Henrique Cardozo. También avanzaron los pedidos de impeachment en el Congreso (donde los números son muy desfavorables para Bolsonaro) aunque por ahora el proceso está contenido ya que muchos consideran que en pleno desastre sanitario es inconveniente avanzar con un juicio político. Además, el sector de los militares, que en buena medida “inventaron” a Bolsonaro, todavía no le sueltan la mano.
El núcleo militar y la disputa de proyectos
Ya hacía unos meses que el núcleo militar había corrido a Bolsonaro de buena parte del poder real, lo que se agudizó con el desastre de la pandemia. Este núcleo, si bien comparte pilares ideológicos con el “olavismo” debido a las ideas irradiadas por el General Avellar Coutinho (también inspirado en el paleoconservadurismo), tiene visiones más pragmáticas y su adhesión al programa neoliberal es menos radical y menos proclive a la periferialización absoluta de Brasil. También comparten el alineamiento a Estados Unidos y la pertenencia al Occidente geopolítico, pero tiene una visión más multilateral y pragmática y prefieren conservar el Mercosur (ligado a cierto desarrollo industrial y a influencia regional), aunque flexibilizado. Utilizando la categorización que hace Juan Carlos Puig, entre el “bolsonarismo” y el núcleo militar (y parte de los grupos dominantes) podemos ver la diferencia entre un proyecto de dependencia paracolonial (“relaciones carnales”, alineamiento automático, etc.) y una dependencia racionalizada, donde las elites dependientes poseen un proyecto propio y administran cierto margen de decisión.
El núcleo militar procura actuar de representantes del partido del “orden”, aunando a los grupos de poder dominantes y a las fracciones del gran capital hoy en disputa, ejerciendo la representación del establishment en su versión conservadora (ante la crisis de los partidos políticos afines) y expresando con cierta solidez el bloque de poder articulado a partir del golpe de 2016. Pretenden evitar la posibilidad de retorno del Lulismo y del proyecto nacional popular neodesarrollista.
En este sentido reivindican –aunque con más cautela que Bolsonaro— el golpe de 1964 y por ello algunas de sus figuras amenazaron en su momento con una intervención militar si el Supremo Tribunal Federal permitía a Lula competir en las elecciones de 2018, donde era claro favorito, muy por encima de “o Mito”.
En la práctica, esta caracterización del núcleo militar del gobierno se observa en la cantidad de veces que le “marcaron la cancha” a Bolsonaro.
En primer lugar, podemos mencionar que no le permitieron desarmar el Mercosur, como pretendía la rama “olavista” en sintonía con Washington, junto al poder financiero expresado por el ministro de economía, Paulo Guedes, y los intereses de los agronegocios de ministra Tereza Cristina. Frente a ellos, el vice-presidente Hamilton Mourão y los militares en el gobierno defendieron el Mercosur y los intereses de la burguesía industrial representados en la Confederación Nacional de la Industria (CNI).
Esta entidad reaccionó inmediatamente cuando Paulo Guedes, el ministro de Economía, afirmó que el "Mercosur no es prioridad", a través de un firme comunicado en contra de dichas declaraciones. La región no sólo es donde Brasil puede colocar productos industriales con mayor valor agregado, sino también donde tiene un mayor saldo comercial positivo visto en términos globales y más allá del corto plazo. Veámoslo en números: entre enero de 1997 y octubre de 2018, Brasil acumuló un saldo comercial de 489.000 millones de dólares. América del Sur explicó 34%, China en su conjunto 25%, la Unión Europea 14% y Estados Unidos sólo el 1%. Brasil tuvo un saldo comercial favorable de 80,5 mil millones de dólares en esos 21 años con el Mercosur y de 168 mil millones de dólares en América del Sur. Esta materialidad genera obstáculos estructurales al aventurerismo geopolítico y su proyección geoestratégica.
En segundo lugar, el núcleo militar del gobierno tampoco permitió la política anti-China, teniendo en cuenta que el gigante asiático es el principal comprador de las exportaciones de Brasil. Después de una gira de Bolsonaro en los Estados Unidos, en donde dominaron las declaraciones contra Beijing, en sintonía con la administración Trump y su ala alt right representada por Steve Bannon, Mourão visitó China para reforzar acuerdos estratégicos y tuvo los honores propios de un jefe de estado. También afirmó hace pocos días que “Brasil y China tienen un matrimonio inevitable”. Y en su momento desacreditó al hijo de Bolsonaro, Eduardo (diputado federal), diciendo que no representaba al gobierno de Brasil cuando este acusó a “dictadura” china de haber ocultado información sobre el covid-19, en un total alineamiento con el discurso de Trump.
También los militares descartaron un posible acompañamiento a los “halcones” neoconservadores del gobierno de Trump (Mike Pence, Mike Pompeo y el despedido John Bolton) para la intervención directa/invasión en Venezuela, bajo la doctrina de cambio de régimen. Además, frenaron el intento de Bolsonaro de trasladar la embajada de Brasil en Israel a Jerusalén en sintonía con Washington. También podemos agregar que, aunque afines a ideas más bien liberales en lo económico y alejados del desarrollismo oligárquico de antaño, el sector del núcleo militar impidió la venta de la división militar de la fábrica de aviones y joya de la ingeniería brasileña Embraer a Boeing (EE.UU.), no así su parte civil (aunque ahora en plena crisis se cayó todo el acuerdo).
No resulta casual, obviamente, que fuese Mourão quien asista a la asunción de Alberto Fernández en Argentina. Ello se enfrenta a los deseos del “bolsonarismo” de retomar la geopolítica conservadora pre-Mercosur, de neutralización de la Cuenca del Plata y asociación estratégica con Chile. Visión que forma parte del empequeñecimiento geopolítico de Brasil y la disminución de su influencia regional que propone Bolsonaro, funcional a los intereses estadounidenses. Dicha concepción, ya de por sí pensada desde la aceptación de la dependencia, supone una paridad con Argentina que desde hace décadas no es tal, especialmente desde que la dictadura argentina (1976-1983) destruyó un conjunto de capacidades nacionales, degradó profundamente la matriz productiva y produjo un caso excepcional de declive periférico acelerado.
La asunción de Braga Netto y los dos “planes” económicos frente a la crisis
Con la asunción del general Braga Netto en la Jefatura de Gabinete de la presidencia el 18 de febrero, Bolsonaro vio su poder más recortado. A partir de abril y frente al desastre sanitario, político y social ante pandemia –lo que incluyó una fuerte disputa del presidente con el ministro de salud, finalmente expulsado— “o Mito” se fue volviendo cada vez más incómodo para algunos sectores de poder que lo sostienen.
Donde se vislumbró claramente la profunda fractura que existe en el gobierno de Brasil fue el 22 de abril, cuando se presentaron dos programas de política económica frente a la crisis. Por un lado, el plan del ministro de economía Paulo Guedes, un neoliberal monetarista de la escuela de Chicago, que representa al poder financiero local y transnacional. En su plan, bautizado “La reconstrucción del Estado”, no hizo más que reafirmar que había que acelerar las privatizaciones y la desinversión del Estado, a la vez que insistir con las “reformas estructurales” neoliberales, para afrontar el aumento de la deuda pública por la pandemia. Muy oportuno el plan, especialmente teniendo en cuenta los precios de remate de los activos por la crisis –toda una propuesta de descapitalización nacional.
Por otro lado, y en una poco disimulada contraposición al plan de Guedes, Braga Netto presentó el esbozo de propuesta denominada “Pró-Brasil”, que finalmente estaría terminado como proyecto integral hacia octubre de este año (por alguna razón lo presentaron seis meses antes). Bajo los objetivos de recuperación y retomada del crecimiento, totalmente diferente al objetivo “estabilizador” y achicamiento estatal de Guedes, y con la intención de ir hacia un crecimiento acelerado entre 2023-2030, Braga Netto propone un plan integral de inversión en infraestructura, logística, minería, energía y desarrollo regional, estableciendo asociaciones público privadas (las cuales resultan muy similares a las que en su momento lanzó Dilma Rousseff).
Frente a esto, el empresario Salim Mattar, hombre de Guedes y actual Secretario Especial de Desestatización, Desinversión y Mercados de Brasil, afirmó descolocado que el plan Pró-Brasil “es un poco diferente a los planes del ministerio de Economía”. Por su parte, el 26 de abril, en declaraciones luego de una reunión con Bolsonaro para rehacer sus debilitadas figuras, Paulo Guedes señaló que “lo que no queremos hacer son precisamente los Planes Nacionales de Desarrollo, como solían (hacerse), porque nuestra dirección es diferente”. Justamente, lo que sí quiere hace el núcleo militar.
La crisis orgánica de Brasil
La crisis aceleró la disputa de poder en Brasil y agudizó la crisis política, como parte de una crisis orgánica que se inicia en el segundo mandato Dilma Rousseff y se desata con el golpe para destituirla, a partir de lo cual vemos que Brasil inicia un importante declive: pasó de ser unos de los países del mundo con más reconocimiento por la reducción de la pobreza y el crecimiento, una destacada presencia internacional como potencia emergente y liderar procesos integración regional, a la depresión económica, ejemplo de un desastre sanitario y la creciente irrelevancia geopolítica.
“O mito” quedó al borde del impeachment. Hasta los empresarios que fueron sus patrocinadores dijeron estar desilusionados luego de la renuncia del ex juez Moro. Además, una parte de los grupos dominantes tradicionales, que conservan las formas liberales y sueñan con retomar el proyecto de capitalismo asociado y dependiente, ven el ciclo cumplido después de utilizar sus servicios. Sin embargo, Bolsonaro todavía tiene el apoyo de la Casa Blanca y un núcleo fuerte de seguidores.
Las peleas del Palacio tienen causas muy profundas y expresan tensiones estructurales. La presente crisis del orden mundial y transición histórico-espacial que vivimos genera profundos dilemas para los países semiperiféricos –países de ingresos medios que combinan procesos y características de periferia y de centro. Estos se encuentran tensionados entre la “involución” periférica o la constitución de alianzas para transformar el orden mundial y democratizar tanto el poder como la riqueza. Las contradicciones entre fuerzas unipolares y fuerzas multipolares y entre el Norte Global y el Sur Global necesariamente atraviesan estos territorios y los tensionan profundamente.
En este sentido, las presiones de Brasil fueron muy fuertes para que abandonase su estrategia de construir un polo de poder regional en América de Sur autonomizado de Washington. Como mencionamos en algunos trabajos académicos, ya en el Informe de Amenazas para la Seguridad Nacional del Senado de los Estados Unidos de febrero de 2011, se señalaba que “los esfuerzos regionales que reducen la influencia de EE.UU. están ganando algo de tracción”, y “el éxito económico de Brasil y la estabilidad política lo han puesto en la senda del liderazgo regional. Brasilia es probable que continúe usando esa influencia para enfatizar UNASUR como el primer nivel de seguridad y mecanismo de resolución de conflictos en la región, a expensas de la OEA y de la cooperación bilateral con los Estados Unidos. También se encargará de aprovechar la organización para presentar un frente común contra Washington en asuntos políticos y de seguridad regionales.”
Sobre las presiones geopolíticas, en un mundo que desde 2014 transita una guerra mundial híbrida –guerra de información, guerra financiera a través de sanciones, guerra comercial, multiplicación de las guerras civiles con la intervención de las principales potencias que combinan formas convencionales y no convencionales de la guerra, golpes blandos, etc.—, se articula el hecho que desde 2015 el país carioca se encuentra entre la recesión y el estancamiento. Y la pandemia agudiza esta situación.
Su PBI marcó un pico en 2011 de 2,6 billones de dólares a precios actuales y ocho años después, en 2019, es de 1,9 billones, de acuerdo a datos del Banco Mundial. Un retroceso fenomenal, que guarda relación con problemas estructurales como la caída del precio de las materias primas y la famosa restricción externa ante la falta de divisas. Sumado a que el Lava Jato –como se conocieron los escándalos de corrupción— significó un golpe económico muy fuerte al detener y desguazar a algunas de las empresas más importantes de Brasil, que eran parte de la política de “campeones nacionales” de los gobiernos petistas.
Pero la depresión económica también fue inducida por las políticas de ajuste aplicadas para restaurar mayores márgenes de ganancias del gran capital concentrado en detrimento de los trabajadores y restaurar las condiciones normales de la dependencia. El ingreso real de los trabajadores ocupados y el salario mínimo crecieron 10% y 12% respectivamente entre 2011 y 2014. Como contracara a dicho fenómeno, si comparamos los períodos 2007-10 y 2011-14, observamos que las tasas de rentabilidad media anual sobre los patrimonios líquidos de las 500 mayores empresas (no bancarias) cayeron de 10,1% a 5,3%. En este sentido, el programa neoliberal periférico que se puso en marcha a partir del giro de 2015-2016 vendría a “resolver” el problema de la acumulación mediante la baja del precio de la fuerza de trabajo, y el disciplinamiento de la clases trabajadoras y sectores populares en general. A la vez, dicho programa buscó desarticular aquellas políticas e instituciones mediante las cuales se establecía un control y acumulación nacional del excedente, para transferir dicha riqueza hacia el gran capital, especialmente financiero, que organiza su extraversión. Ello dio lugar a un proceso de descapitalización, caída de la demanda agregada y estancamiento. Un pantano difícil de superar, aunque sea para recuperar lo perdido, en plena crisis mundial.
Por otro lado, la crisis orgánica se expresa políticamente en la crisis de los partidos políticos principales, sobre todos aquellos vinculados a los grupos y clases dominantes tradicionales, denominados difusamente como de “centro” y “centro-derecha”. A lo que se le agrega un total nivel de fragmentación en el sistema político: en las últimas elecciones, en la cámara de diputados pasaron de 25 a 30 los partidos con bancas y en el Senado de 15 a 21.
Sobre esta crisis es que emergió Bolsonaro, ante la falta de candidatos del establishment que impidiera el regreso del Partido de los Trabajadores (PT) al gobierno, manteniendo cierta legitimidad popular. De hecho, a partir de los últimos resultados electorales, en la Cámara el MDB (el partido al que pertenece Michel Temer) pasó de 51 a 33 congresistas y el tradicional PSDB pasó 49 representantes a 34. El PSL, partido con el que participó Bolsonaro, subió su representación de 4 a 52 diputados. Por su parte, el PT pasó de 61 a 56 representantes, sobre un total de 513.
Es decir, el “bolsonarismo” creció en detrimento del PSDB y el MDB, como fenómeno emergente de la contradicción entre el programa de neoliberalismo periférico y las formas fundamentales del republicanismo liberal. Esta contradicción, que deviene antagónica, es un elemento fundamental para entender el movimiento reaccionario en la región, de inspiración “paleo-conservadora”, con rasgos antiliberales y antirrepublicanos. Allí se articulan discursos racistas, machistas y “clasistas”, pero con una importante inserción popular, especialmente en ciertas capas medias, junto a una cosmovisión cristiana ultraconservadora y un occidentalismo pre-iluminista. Por otro lado, esta fractura en los grupos de poder dominantes se relaciona, con rasgos propios y bajo las condiciones de la periferia, con los quiebres que atraviesa al establishment estadounidense entre globalistas y americanistas.
También hay una profunda crisis de legitimidad política, alimentada tanto por los escándalos de corrupción como por la crisis económica y el discurso “anti-política”, como también por el creciente enfrentamiento entre cosmovisiones antagónicas. El desastre de la pandemia llevó esta crisis a un nuevo nivel. Además, el sistema político tiene cada vez más dificultades para suturar y procesar dentro de sus límites la polarización existente en la lucha por definir el rumbo del mayor país de América Latina, en torno a distintos proyectos políticos estratégicos en pugna. Y, a ello se le agrega, una profunda lucha interna a bloque de poder que se articuló a partir del golpe a Dilma Rousseff, con divisiones cada vez más profundas en el llamado establishment y en los grupos de poder dominantes, que en apenas algo más de un año puede hacer caer al “mito”.
Resta analizar el papel de las clases populares y de fuerzas políticas nacional-populares, también llamadas de “izquierda” y “progresistas”. La pregunta es si podrán rearticularse y fortalecerse en este “caos sistémico” y ofrecer otra salida a la crisis. Como decía Hipólito Yrigoyen, todo taller de forja parece un mundo que se derrumba.
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