De ciclos históricos agotados, de mutaciones en la subjetividad y de resentimientos varios por Ricardo Forster
Las cacerolas que hoy vuelven a sonar lo hacen para atacar a un gobierno que se enfrenta a una crisis inédita que conjuga, al mismo tiempo, desastre económico heredado por cuatro años de furioso neoliberalismo y una pandemia global que no se sabe cuándo ni cómo terminará. Esas cacerolas son empuñadas por una clase media asustada, azuzada por los medios de comunicación que trabajan para darle fortaleza a un sentido común desprovisto de autonomía y que ha abandonado todo argumento para refugiarse en el más puro resentimiento.Por Ricardo Forster*
(para La Tecl@ Eñe)
Se ha discutido mucho, hasta alcanzar niveles abrumadores, si las consecuencias de la pandemia acabarán por exacerbar el ciclo histórico del liberalismo –entendido en el sentido de la prioridad del individuo, su libertad y su patrimonio como célula básica de la sociedad–; si esa exacerbación irá paradójicamente en detrimento del propio individuo allí donde avanzan los mecanismos de control y vigilancia magnificados por las tecnologías de la información o si, por el contrario, el aislamiento social obligatorio lo que favorece es el repliegue monádico hacia uno mismo reforzando el individualismo y haciendo que los reclamos libertarios –en el sentido de los anarcoliberales estadounidenses– se profundicen. En una entrevista reciente, Enzo Traverso responde a la pregunta: “¿En esta “sociedad sin contacto” que está en vías de desarrollarse, será más difícil desarrollar la acción colectiva?” “Sí; si nos distanciamos un poco de la contingencia actual para pensar esa crisis desde una perspectiva más amplia, tratando de detectar las tendencias históricas, esta pandemia corre el riesgo de llegar a los límites extremos del liberalismo: la sociedad modelada y transformada por la pandemia hace de nosotros mónadas aisladas. El modelo de sociedad que emerge de la misma no se basa en una vida en común, sino en la interacción entre individuos aislados con la idea de que el bien común no será sino el resultado final de esas interacciones; es decir, la culminación final de los egoísmos individuales. Es la idea de libertad que defiende alguien como Hayek. En la post-crisis, se puede anticipar que se desarrollará la enseñanza a distancia, al igual que el trabajo a distancia y esto tendrá considerables implicaciones, tanto sobre nuestra sociabilidad como sobre nuestra percepción del tiempo. La articulación del biopoder y el liberalismo autoritario abre un escenario aterrador.”[1] Claramente Traverso se coloca fuera del optimismo zizekeano que ve en el Covid-19 una oportunidad para construir una “salida comunista”, pero tampoco imagina un retorno a la democracia políticamente correcta de países que atravesaron todos estos años ofreciendo un aparente rostro de multiculturalismo junto con ampliación de derechos civiles y políticas de género progresistas mientras aceleraban la precarización de los trabajadores y de las clases medias junto con la financiarización de la economía. El historiador de las ideas italiano más que ver un corrimiento hacia el neofascismo o hacia una alternativa neokeynesiana democrática, lo que cree más posible es un reforzamiento neoliberal de los controles pero todo eso sostenido por la fantasía hayekiana que ve en el “egoísmo individual” la matriz de la sociedad libre de mercado. Un fuerte pesimismo recorre la entrevista ya que Traverso no ve señales que estén indicando que de la pandemia se puede salir poniendo en cuestión el orden neoliberal. Si bien los análisis parten de realidades algo diferentes –Traverso reflexiona sobre la pandemia y sus consecuencias, mientras que Wolfgang Streeck lo hace unos años atrás cuando se preguntaba por el modo como terminaría el capitalismo[2]–, los dos comparten un agudo pesimismo. Para el italiano el neoliberalismo saldrá reforzado en su capacidad de control; para el sociólogo alemán el problema del final del capitalismo es que no se sabe qué tipo de sociedad o sociedades lo reemplazarán siendo que una de las peores consecuencias de las políticas de los últimos 40 años ha sido la desocialización de la sociedad, es decir, la fragmentación y la ruptura de los vínculos de solidaridad en las clases populares junto con la pulverización de lo común y de lo público. Streeck piensa que ha sido tan brutal ese proceso que muy difícilmente se pueda imaginar un sujeto social a la altura del desafío allí donde no parece emerger un núcleo sólido y compacto en medio de la fragmentación de la clase trabajadora y el híper individualismo dominante[3]. No diría que Traverso y Streeck se equivocan, es probable que sus anticipaciones se parezcan más a lo que va a suceder, que las de Zizek; lo que sí creo es que la experiencia del Covid-19, inédita y mundial, nos pone delante de una realidad para nada lineal ni predeterminada en la que la propia hegemonía del capitalismo en su forma neoliberal está puesta en duda. ¿Se reseteará como en otras oportunidades y hará de la crisis virtud o, por el contrario, estamos viviendo su tiempo crepuscular en el que, en el mejor de los casos, vegetará un poco más pero sin salir del modo zombi? Preguntas que deberían eludir el pesimismo definitivo o el entusiasmo naíf.
En todo caso, lo que parece expresar lo común de estas posibilidades es que se sigue concibiendo la vida social desde la perspectiva única de la primera persona del singular –núcleo del relato liberal en medio de un sistema que ha masificado exponencialmente las conductas y los imaginarios sociales tanto alrededor del consumo material como virtual–. El Yo domina los relatos desde los tiempos clásicos de la modernidad manteniendo, sin embargo, la tensión con los distintos nombres que buscaron dar cuenta de su opuesto: irracionalismo, inconsciente, Ello, noche del mundo, “la bestia que todos llevamos dentro”, lo pulsional, lo instintivo, lo romántico. Pero, de un modo o de otro eso dice y piensa el discurso dominante, ese conflicto que nos sigue y nos constituye ha sido, en gran parte, sorteado por el sujeto moderno gracias a su potencia consciente y creadora que se ha mostrado capaz de superar los escollos surgidos de su propio mundo onírico e irracional sometiendo tanto a la naturaleza externa como a la interna. En la fantasía, muy presente durante esta pandemia, de la ciencia y la tecnología como los depositarios de nuestras esperanzas de “salvación”, se pone de manifiesto la continuidad de ese ideal ilustrado que sigue irradiando sobre una parte significativa del sentido común bajo aquello que Adorno y Horkheimer tematizaron como la nueva mitología de los tiempos burgueses. La fortaleza del Yo hace demasiado tiempo que ha sido tomada por asalto y sus supuestos defensores han huido del campo de batalla sin mirar hacia atrás[4].
Una parte de la estrategia del neoliberalismo es solidificar, en lo íntimo de los individuos, la auto percepción del carácter único y decisivo de su libertad. Sabiendo como lo sabe que el Covid-19 ha desvelado como pocas veces en la historia del capitalismo, sus debilidades y sus responsabilidades en la propagación del virus y sus efectos amplificados por los ajustes permanentes del Estado –en especial de su sistema de salud en casi todo el planeta–. Señalando los peligros que surgen de aquellos discursos y dispositivos políticos que se centran en la crítica del capitalismo y promueven un estatalismo generalizado como alternativa a la crisis pandémica que abarca la salud pero también la economía. Como juego especular de esta posición libertarista y patrimonialista vemos multiplicarse a esas otras derechas que sostienen todo lo contrario: prioridad de la comunidad sobre lo individual, del etnoestatalismo sobre los flujos abstractos de dinero, mercancías y trabajadores desterritorializados, la fortificación de las fronteras nacionales frente a la globalización, la reivindicación de las costumbres, la idiosincrasia y la cultura nacional ante la industria cultural pasteurizada y extranjerizante, el apego al suelo y a los orígenes por encima de la categoría abstracta e iluminista de “humanidad”. Esas derechas extremas, y el capítulo dedicado a Alain de Benoist apuntaba a descifrar sus lógicas –que no todas piensan y actúan del mismo modo–, hoy buscan confrontar, al mismo tiempo, con un neoliberalismo descompuesto en su potencia legitimadora pero que quiere seguir determinando el rumbo pospandemia como si nada hubiera pasado, y un neoestatalismo democrático que moviéndose en la confluencia de distintas tradiciones –socialistas, nacional populares, keynesianas, social-liberales, ambientalistas, feministas e igualitaristas– busca salir de la matriz de un capitalismo que funciona como un zombi y que, bajo la lógica de la financiarización y del extractivismo ciego, ha conducido al desastre. Las derechas extremas están más preocupadas y ocupadas en impedir que se salga de la crisis “por izquierda” (pero no piensan en izquierdas radicales, trotskistas, etc. sino en experiencias que se sitúan en lo que algunos definirían como reformistas o populistas de izquierda y que hoy constituyen, en el imaginario neofascista, el enemigo a combatir). Ellas pueden y van a negociar con los poderes económicos como lo hicieron en las décadas de 1920 y 1930 (¿o a caso olvidamos la relación del nacionalsocialismo y la gran burguesía alemana?). Pero buscarán que esas negociaciones tengan como resultado desplazar el exceso de “liberalismo” –entendido como derechos individuales y sociales, abortismo, relajamiento moral y políticas de género inaceptables junto con una “pandemia” de extranjerización de la vida y la cultura propios de una globalización que tiene que ser redefinida bajo la perspectiva del Estado nacional y el neocomunitarismo–. Esa liberalización de las últimas décadas, esa alianza estratégica entre el gran capital y la democracia de mercado globalizadora es lo que las extremas derechas quieren suspender privilegiando un nuevo autoritarismo neoestatalista y atrincherado en las fronteras nacionales que se corresponda con las necesidades expansivas de ese capitalismo que tiene que buscar otras formas de organización política de la sociedad. El olor a pólvora es lo único que puede salir de esta alquimia.
En su último libro –El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución–, Maurizio Lazzarato tiende a simplificar las opciones que se abren en la actualidad para reducirla, en el caso del capital, a una suerte de maridaje entre neoliberalismo y neofascismo. La tesis del pensador italiano es que a partir de la derrota histórica de la izquierda en la década de 1970 –años del crepúsculo de la revolución–, el capitalismo impuso a rajatablas su dominio y lo hizo sin necesidad de tener que abandonar, al menos en los países centrales –aunque no en los periféricos– la vía democrática. Sin embargo nos dice que el primer laboratorio para desplegar las políticas neoliberales no se construyó en esos países donde todavía persistía el Estado de bienestar sino en medio de una dictadura: la de Augusto Pinochet en Chile que, como ya señalé páginas más arriba, a partir de 1975, y después de su encuentro con Milton Friedman y de la visita de Hayek, se comprometió a que la economía del país trasandino se rigiera por el modelo teórico diseñado en la universidad de Chicago. Chile se convirtió, a lo largo de las últimas cuatro décadas en el alumno ejemplar hasta los estallidos de finales de 2019 en los que una masa compacta del pueblo salió a las calles a expresar su rechazo a ese modelo que había sabido también apropiarse de la democracia. Todo fue privatizado y financiarizado: la educación –en primer lugar y convirtiéndose en una pieza clave del negocio financiero construido a partir del endeudamiento de las familias para que los niños y los jóvenes pudieran estudiar–, la salud, el sistema jubilatorio –otra pieza importante en la mecánica neoliberal de ir despedazando, con precisión quirúrgica, el Estado social–, el agua, hasta llegar al último de los intersticios de una sociedad que quedó completamente atrapada en la lógica de la economización de todas las esferas de la vida y por completo endeudada. Poco tiempo después sería otra dictadura, la de Videla en Argentina, la que implementaría un proyecto económico destinado a desbaratar el Estado de bienestar creado durante el primer peronismo.
Lazzarato, que se detiene en estos antecedentes, muestra que hay una relación directa entre neoliberalismo, lucha de clases, derrota de la revolución e implementación de un sistema llamado a imponerse en las últimas décadas bajo la forma del revanchismo social (ya a partir de los años 1980 el proceso de reconversión que vivirían las sociedades occidentales, incluyendo las más ricas, llevarían el sello de la precarización de las clases medias y populares). Con este rápido recorrido histórico lo que busca es establecer las filiaciones entre el capital y la violencia represiva, primero nazi-fascista durante las décadas del 20 y 30 y, luego, terrorista de Estado bajo las dictaduras sudamericanas de la década del 70 (en realidad la pinochetista se prolongó casi hasta finales de la década siguiente y logró condicionar toda la transición democrática imponiendo la continuidad del modelo implementado por los Chicago boys hasta el día de hoy). Lazzarato señala que no “hay ninguna incompatibilidad entre las dictaduras y el neoliberalismo. Los neoliberales no tienen ninguna duda acerca de esto. El libertario Ludwig von Mises declaró que el fascismo y las dictaduras salvaron la ‘civilización europea’ (entendida como la propiedad privada), mérito que, según él, quedaría grabado en la historia para siempre. En cuanto al inefable Hayek, prefería una ‘dictadura liberal’ a una ‘democracia sin liberalismo’, en nombre de una propiedad privada sinónimo de libertad. Pinochet la garantizaba; con Allende no estaba tan seguro.”[5] Para el filósofo italiano queda claro que no hay una incompatibilidad entre la economía de mercado y el fascismo, del mismo modo que no la habría con las dictaduras. A lo largo de varias páginas muestra la complicidad de los regímenes fascistas con los dueños del gran capital. En su rápida recorrida histórica llegará a reducir las experiencias de los gobiernos “reformistas” (el de Lula en Brasil, por ejemplo) como indirectos cómplices de la financiarización de los trabajadores y el pueblo pobre que, vía los créditos para el consumo, quedaron atrapados en la simbólica del neoliberalismo. No deja de llamar la atención, aunque no es tema de estos apuntes, la velocidad con la que Lazzarato pasa por encima de los 15 años de gobiernos populares en Sudamérica vaciándolos de todo contenido rebelde y antineoliberal. Su hipótesis, y a eso se dedica sin ningún grado de incertidumbre o duda, es demostrar las relaciones matrimoniales entre neofascismo y neoliberalismo como la única alternativa que planea el capital. Lo que para mí es uno de los peligros evidentes de la actual crisis del sistema de la economía-mundo, para Lazzarato es lo propio del largo periplo del capitalismo. Derrotada la revolución, y atravesando una crisis muy compleja y de final incierto, nuevamente el capital busca aceitar sus vínculos con los neofascistas. El subtítulo del libro –fascismo o revolución– reduce todo a esa imaginaria confrontación augurando, si lo segundo no fuera posible, el afianzamiento de la alternativa autoritaria. Se puede acompañar en tramos del viaje al autor, pero resulta imposible ir con él todo el recorrido porque eso supondría, hacia atrás y hacia delante, estrechar la complejidad histórica a una linealidad asfixiante.
Resulta difícil intentar sustraerse al impacto que el Covid-19 ha producido en cada uno de nosotros. Aunque la rutina va lenta y pausadamente envolviendo con su niebla repetitiva el día a día de la cuarentena eso no significa que nuestra imagen del mundo –parafraseando un famoso texto heideggeriano– no esté francamente fuera de foco, descentrada hasta el punto de que no sabemos muy bien lo que estamos viendo cuando intentamos observar el carácter de los acontecimientos que tienen la cualidad de dejarnos entre confundidos y absortos en pensamientos que se deslizan por territorios en los que las certezas no nos sirven para orientarnos. Es por eso, pienso, que la lectura del libro de Lazzarato, la magnitud de la seguridad con la que expresa su visión del mundo me deja algo impávido. Temor y temblor cuando las preguntas son más importantes que las respuestas; cuando alrededor nuestro se pone de manifiesto que la sociedad no se cura ni siquiera descubriendo que tiene en frente un mal que no ha sido causado por un virus cuya invisibilidad lo hace más insidioso.
Por esas paradojas de la vida extraña que estamos llevando mientras escribo sobre Lazzarato y sobre las certezas que no nos dejan indagar más allá de sus predicciones incontrastables, los vecinos de mi barrio, no todos pero sí unos cuantos, de esos con los que uno se cruza en el almacén o en la panadería y con quienes intercambia algunos saludos amables, salen a cacerolear para expresar su patológico resentimiento que nubla su capacidad de reflexionar por cuenta propia. Nunca más actuales las palabras del viejo Kant cuando dijo aquello de que la mayoría de las personas prefieren que otro piense por ellos, que su minoría de edad se evidencia en que por pereza y cobardía dejan que sus vidas sean guiadas no por su entendimiento sino por el cura, el médico o el padre. Cacerolas, símbolo que nació en las protestas de los ricos chilenos contra Salvador Allende en el lejano 1973, y que hoy vuelven a sonar para atacar a un gobierno que se enfrenta a una crisis inédita que conjuga, al mismo tiempo, desastre económico heredado por cuatro años de furioso neoliberalismo y una pandemia global que no se sabe cuándo ni cómo terminará y dónde estaremos nosotros cuando eso ocurra, si es que estaremos. Lo hacen azuzados por los medios de comunicación que trabajan, como siempre lo han hecho, para darle fortaleza a un sentido común desprovisto de autonomía y que ha abandonado todo argumento para refugiarse en el más puro resentimiento. El motivo: acusar al gobierno de favorecer la liberación de presos convictos de los peores crímenes. No les importa que en una república no es el poder ejecutivo el que decide quien va preso o quien puede ser liberado ni siquiera en medio de una pandemia y para cuidar aunque sea al personal que trabaja en las cárceles y que puede convertirse en vector del virus en sus hogares, en los medios de transporte y en sus barrios, nada de eso les interesa ni tampoco una mínima compasión hacia esos presos –que son muchos– que están ahí por ser pobres, hacinados y expuestos al contagio. Desean que el Covid-19 se convierta en la pena de muerte que tanto reclaman pero que nunca logran imponer. Es el poder judicial, los jueces quienes deciden de acuerdo a una serie de criterios que los tribunales de casación determinan (se otorga detención domiciliaria a quienes hayan cometido delitos no violentos; quedan afuera de esa posibilidad violadores, feminicidas y abusadores de menores, crímenes de lesa humanidad, secuestros, delitos a mano armada y todo tipo de asesinatos) aquellos que recibirán el permiso para seguir detenidos en sus domicilios disminuyendo el número excesivo de presos que se hacinan en cárceles infrahumanas. No hay piedad en sus gritos, sólo el rugido de la venganza y el oscuro resentimiento. Y sin embargo, aunque se les explique pausadamente cuál es la función de los jueces y a quienes se sacará de las prisiones, no les interesa ni la verdad ni los hechos, porque la primera es manipulable y los segundos ni siquiera tienen importancia porque no los quieren ver. Es parte de la fabricación neoliberal de subjetividad cuya premisa básica es el abandono de cualquier atisbo de reflexión crítica o de argumento pensante. Algo del resentimiento del rebaño del que hablaba Nietzsche se manifiesta de manera contundente en quienes golpean las cacerolas pidiendo más muerte en nombre, graciosa y paradójicamente, de las buenas costumbres, la moral cristiana y el cuidado del prójimo. Cuando pensaba que la vivencia de esta cuarentena podía hacernos mejores, descubro que no hay posibilidad de que algunos hagan experiencia de aquello que ya no los convoca porque han perdido la posibilidad misma de aprender de los dolores y los sufrimientos de la vida. La alquimia de odio y resentimiento sólo puede llevar a que el ruido ensordecedor acalle cualquier intento de argumentar sin agredir. Simplemente el otro se desvanece sin que les llame la atención. La peste de la autorreferencialidad les impide mirar más allá de sus narices haciendo gala del más crudo de los individualismos.
¿Se los puede llamar fascistas? La oscura mezcla de racismo y resentimiento propio del pequeño burgués asustado, de ese hombre tan extraordinariamente retratado por Dostoievski en Memorias del subsuelo y caricaturizado por Arturo Jauretche en El medio pelo y en sus zonzeras. El racismo le permite imaginar que puede ejercer el desprecio y el poder sobre aquel que está por debajo de él. Lo vuelve alguien. Le hace hinchar el pecho y sentir que es parte de los elegidos, él es la patria y, aunque tenga poco y nada, puede ver cumplida la promesa que le hizo el liberalismo de ser un propietario. Jean-Paul Sartre –recuerda Lazzarato– escribió palabras memorables para retratar al antisemita y que pueden ser extendidas a todos los racistas. Los antisemitas “pertenecen a la pequeña burguesía urbana [que] nada posee. Pero es precisamente irguiéndose contra el judío como adquiere de súbito conciencia de ser propietarios: al representarse al israelita como ladrón, se colocan en la envidiable posición de las personas que podrían ser robadas; puesto que el judío quiere sustraerles Francia, es que Francia les pertenece. Por eso han escogido el antisemitismo como un medio de realizar su calidad de propietarios.”[6] El objeto de odio y resentimiento, sostiene el filósofo italiano, cambió, ya no es propiamente el judío, ahora es el musulmán, el negro, el inmigrante, los refugiados, los “cabecita negras” surgidos de la noche oscura del maldito peronismo entre nosotros, los trabajadores polacos o turcos para ingleses y alemanes, los latinos para los blancos pobres estadounidenses, los palestinos para los israelíes y la lista podría extenderse a medida que hacemos la cartografía del racismo. Hasta escuchamos, en estos días pandémicos en Buenos Aires, decir que “los presos liberados van a salir a violar”, viejo miedo de aquellos racistas históricos que imaginaban orgías de negros o judíos con sus mujeres. Sigue Sartre: “Es un hombre que tiene miedo. No de los judíos, por cierto: de sí mismo, de su conciencia, de su libertad, de sus instintos, de sus responsabilidades, de la soledad, del cambio, de la sociedad y del mundo; de todo, menos de los judíos”[7]. Difícil agregar algo más a la contundencia sartreana. Triste comprender que no hemos avanzado en el camino del reconocimiento del otro, de la solidaridad y de la hospitalidad. La peste, una vez más, nos pone a prueba y ofrece nuestros distintos rostros.
A veces pienso que los viejos reaccionarios al menos elaboraban un discurso que los justificaba. Los actuales resentidos no hablan, las palabras callan cuando suenan las cacerolas. Son otros los que hablan por ellos y escriben los guiones de sus comportamientos y de sus vacías opiniones. ¿El huevo de la serpiente o apenas una farsa que no puede siquiera llegar al estatus de la tragedia? Parafraseando el título del libro de Maurizio Lazzarato diría que “la clase media, una parte considerable de ella, odia a todos los que son pobres, migrantes, distintos”, mientras que los ricos, ese mundo admirado y soñado al que aspiran ilusoriamente alcanzar, los utiliza astutamente para seguir precarizando sus vidas mientras enriquecen las suyas. Lo admirable, como diría Etienne de La Boétie, es que la fascinación que sienten por quienes los mancillan les oculte su imbecilidad.
Referencias:
[1] Entrevista a Enzo Traverso, “El estado de emergencia sanitaria corre el riesgo de ejercer un control total sobre nuestras vidas”, Lobo suelto!, 12/04/2020
[2] Wolfgang Streeck escribió un libro valioso y crítico –¿Cómo terminará el capitalismo? Ensayos sobre un sistema endecadencia, Madrid, traficantes de sueños, 2017– en el que describía la crisis, para él, anunciadora de un final próximo que estaba a la vuelta de la esquina y como agudización de todas las variables negativas que se habían generado durante la crisis del 2008 que no hizo más que acelerar la concentración, la desigualdad y la especulación financiera.
[3] El escepticismo de W. Streeck está muy condicionado por lo que él ve de Alemania y, en general de los países ricos, casi como si fuera un calco del pesimismo de Byung-Chul Han que parece sólo tener como escenografía social al fragmento desarrollado del planeta y a las clases medias tecnologizadas y consumistas. Les falta, me parece, una sensibilidad y una comprensión para lo que ocurre en el resto del mundo, en particular en Latinoamérica donde hemos sido testigos de extraordinarias movilizaciones anti neoliberales (el caso chileno es emblemático pero no el único). En sociedades brutalmente saqueadas por un capitalismo depredador, con niveles de pobreza en crecimiento constante, sin embargo amplios sectores populares se han movilizado como para devolvernos cierta esperanza en que la desocialización neoliberal no ha llegado al hueso dejándonos completamente vacíos. Es un problema cuando se mira la realidad con catalejos que sólo enfocan una parte de ella. Esa sería una crítica a lo que, por otra parte, es un notable trabajo analítico y de investigación del sociólogo alemán que, algunos años atrás, se atrevió a preguntarse por el modo como terminará, a corto plazo, el capitalismo. Hoy, en medio de la pandemia, nuestra visión de la crisis del capitalismo se acerca mucho más a lo que Giovanni Arrighi llamaba crisis final sin que atinemos a vislumbrar qué lo reemplazará a nivel global o si asistiremos al estallido del sistema-mundo que gobernó nuestras vidas y que hoy hace agua por todos lados sin que la salida pueda ser identificada desde una perspectiva emancipatoria e igualitarista. Todo tipo de sombras acechan loverkrafianamente desde el umbral que nos espera.
[4] Remo Bodei trató con erudición e inteligencia crítica la cuestión del Yo y sus derivas desde finales del siglo XIX hasta comienzos del siglo XXI en su Destinos personales. La era de la colonización de las conciencias, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2006. El capítulo 10, “El misterio doloroso y gozoso de la obediencia”, es altamente recomendable para intentar descifrar los problemas que estamos atravesando. Tomo un fragmento que, reflexionando sobre la cuestión de la técnica y de la biotecnología, llega a preguntas inquietantes que nos interpelan en medio de la pandemia: “La actual evolución de las biotecnologías y de las técnicas médicas y farmacéuticas es la prueba de cómo las sociedades contemporáneas pueden no sólo sufrir la prepotente violencia de la ‘técnica’, sino también lograr en principio forzar trabajosamente su curso, enderezándolo hacia una ampliación de las chances del yo, de la identidad personal, del individuo y de la libertad (este es el costado “liberal” de Bodei, la busca, en todo el libro, de una suerte de recomposición del yo ante el avance de la masificación en detrimento de la libertad. En todo caso, el capitalismo –en su fase neoliberal– ha llevado al extremo el vaciamiento del yo y la transformación de la libertad en patrimonialidad y mercado como para seguir apostando a ese discurso que opone el yo al nosotros, dejándole la primera persona del plural a los totalitarismos). Precisamente porque no se aplican a la materia inerte sino al cuerpo vivo (o, a través de los psicofármacos, al ‘alma’, con el riesgo político del posible control de las emociones y del comportamiento) éstos transforman la naturaleza de la subjetividad poniéndola ante situaciones inéditas y, justamente, no carentes de peligros. En cuanto constituyen los principales instrumentos y, a la vez, la puesta en juego actualmente más alta de los biopoderes, su papel es ambiguo: a diferencia de los regímenes totalitarios que querían plasmar a los individuos con la violencia, la disciplina y la ideología, las biotecnologías hoy pueden efectivamente crear –con medios no políticos y acaso con fines filantrópicos (¡sic!)– al ‘hombre nuevo’ desnaturalizado: seleccionado genéticamente, conservado en vida en circunstancias en las que de otra manera moriría, dotado, en perspectiva, de múltiples prótesis, resultado de procesos combinados fisiológicos y de bio-ingenieria. La construcción del hombre nuevo es hoy virtualmente posible, sea en dirección de su manipulación heterodirigida (…), sea en la de su emancipación.” (p. 472) Si bien no comulgo con el equilibrio que plantea Bodei, creo que su descripción sigue estando a la orden del día sobre todo ahí donde el Covid-19 ha disparado todo tipo de proyectos ligados a las biotecnologías, al biopoder y a las prácticas de control y vigilancia que ponen en más que seria duda el lado emancipatorio de todas estas experimentaciones en torno al yo y a la vida.
[5] Maurizio Lazzarato, El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución, Buenos Aires, eterna cadencia, 2020, p. 41.
[6] Jean-Paul Sartre, Reflexiones sobre la cuestión judía, Buenos Aires, Sur, 1948, p. 23. La lectura del capítulo sobre el racismo contemporáneo del libro de M. Lazzarato me permitió regresar sobre el texto de Sartre y establecer, bajo el paradigma del antisemitismo la lógica del resentimiento de una parte de esa clase media que habita la literatura dostoievskiana y el medio pelo jauretcheano.
[7] Ibíd. , p. 48.
Buenos Aires, de mayo de 2020
*Filósofo, profesor y ensayista argentino. Es doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Forma parte del equipo de académicos e intelectuales que fue nombrado por el Gobierno nacional como asesores del presidente Alberto Fernández.
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