Noemí Brenta*
🧨”Los tenedores de bonos de la deuda argentina 🇦🇷 deben prepararse para una quita muy importante 💸” Joseph Stiglitz— Artemio López (@Lupo55) January 22, 2020
A solo días de asumido el nuevo gobierno, la rapidez de la administración Fernández para dar vuelta la página mendaz e impía de la macrieconomía, ya definió su rumbo inicial y también asoman sus primeros escollos.
El slogan de campaña "poner a la Argentina de pie", repetido en actos y dicursos oficiales, apunta el índice a levantar al país de la postración provocada por los cuatro años de Cambiemos: la producción y el empleo en larga caída, la tercera inflación más alta del mundo (detrás de Zimbabwe y Venezuela), una deuda pública gigante en virtual default, grave compromiso de las cuentas fiscales, tasas de interés astronómicas, tarifas de energía predatorias, pocas reservas en el Banco Central, una fuga colosal de divisas, un aumento acelerado de la pobreza y la desigualdad. Esta lista no agota el desaguisado.
Las designaciones de ministros, secretarios y primeras líneas del Banco Central, la AFIP, bancos públicos y demás organismos ratifican el horizonte anunciado, de priorizar la reactivación y atender las heridas sociales más urgentes. Convergen en este camino las medidas tomadas desde el inicio, como el plan Argentina contra el hambre; la suspensión del pacto fiscal que privaba de recursos a las provincias en plena recesión; el acuerdo con las cámaras farmacéuticas que rebajó un 8% el precio de los medicamentos; y la Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva en el Marco de la Emergencia Pública aprobada por el Congreso en la madrugada del 21 de diciembre. Los medios amañados la llaman "emergencia económica", expresión inexistente en la norma; así, por un lado, evitan mencionar la solidaridad, palabra de innegable valoración positiva, negando ese poroto a Fernández; por el otro, disimulan el desastre social del gobierno anterior, al que apañaron; y, también tratan de asimilar, de mala fe, la administración Fernández a la de Menem, quien antes de asumir la presidencia obtuvo la sanción de la ley de emergencia económica que abrió paso a las reformas neoliberales, causantes de la terrible crisis de 2001.
Pero los objetivos son bien distintos. Ahora se trata, en el corto plazo, de reactivar la economía a través de un empujón del consumo, de "poner plata en el bolsillo de la gente", empezando por los que seguro la gastarán dentro del país, que son los sectores de menores ingresos y más necesidades insatisfechas. Es la conocida receta del multiplicador del gasto en rondas sucesivas, que permite aumentar la producción cuando hay capacidad ociosa, como ocurre hoy, con solo el 60% de la industria en marcha. Por ejemplo, el beneficiario de bolsillo aumentado consume más alimentos, el vendedor de alimentos compra más a su proveedor, que a su vez aumenta su producción, y sigue la cadena en un círculo virtuoso de reactivación.
Pero no son todas rosas. Esta etapa del plan económico fernandino es neokeynesiana, esto significa una intervención moderada del estado en la economía, con búsqueda de equilibrio en el presupuesto público y las cuentas externas. Es la famosa "consistencia macroeconómica" que mencionó el ministro Martín Guzmán, en su primera conferencia de prensa, del 11 de diciembre, que los mercados saludaron con una baja del riesgo país. Pero el discípulo dilecto de Stiglitz puntualizó que “Argentina tiene que converger a una situación de equilibrio fiscal en la cual se alcance superávit primario. Es necesario para la sostenibilidad de la deuda. El problema es que no se puede hacer de golpe. El 2020 no es un año en que se pueda hacer un ajuste fiscal porque profundizaría la recesión y la agravaría. El tema es tener el aire para no tener que hacer esa contracción fiscal”. Ese aire provendría de dos fuentes: prorrogar los pagos de la deuda y aumentar los impuestos a los sectores de mayor capacidad contributiva.
La prórroga de los pagos de la deuda con el sector privado aun no se ha definido, el ministro ha mencionado un plazo de dos a tres años, otros proponen estirarla hasta el 31 de diciembre de 2023. Hoy los intereses y cargos de la deuda se llevan cada año unos 3 puntos del PIB, y representan alrededor de un quinto del gasto público. Y como alrededor de la mitad de esos pagos va al extranjero, ni siquiera se gasta o ahorra en el país. Para dar una idea de lo que significa esta filtración de recursos, un estudio reciente del FMI[1] encontró que por cada 1% de inversión pública en las provincias argentinas, el producto crece hasta 1,7%. Por ejemplo, si en lugar de pagar 10 mil millones de dólares de intereses en 2020, que es el monto presupuestado por la deuda en moneda extranjera, el estado construye infraestructura y viviendas por ese monto, la producción y los ingresos aumentarían en 17 mil millones de dólares, equivalente a 4,25% del PIB. Este cálculo rápido del multiplicador del gasto solo pretende ilustrar el proceso, para explicar por qué es tan vital tener un respiro de los pagos de la deuda para recuperar el crecimiento y, también, la capacidad de atenderla.
En este sentido, el 19 de diciembre el ministro de economía invitó a los tenedores de deuda pública a iniciar conversaciones para adecuar la deuda a los objetivos de sostenibilidad, basado en los principios de formar parte de un programa integral para recuperar un sendero de crecimiento sostenido como condición necesaria para restaurar la capacidad de pago, y sentar las condiciones para el desarrollo de un mercado de capitales doméstico; el ministro también manifestó la genuina voluntad de pago de la República, expresión apreciada en el mundillo financiero. Al día siguiente, en el marco de la ley de solidaridad social, se creó Unidad de Gestión de la Sostenibilidad de la Deuda Externa (UGS), con rango de subsecretaría, en la Secretaría de Finanzas, para trabajar en la renegociación de la deuda pública externa de Argentina, iniciando un proceso de consultas y un canal de diálogo con los distintos participantes y agentes del mercado, como las instituciones financieras y asesores financieros; y habilitó una dirección de correo electrónico (ugs-agentesfina@mecon.gob.ar) para recibir información relevante y dinamizar la comunicación con las instituciones interesadas.
De hecho, esta Unidad transparenta y ordena las conversaciones que el gobierno ya venía teniendo con bancos, fondos y otros tenedores de bonos, que incluso habrían presentado ofertas. Dos ex secretarios de finanzas y negociadores de la deuda externa argentina, Daniel Marx y Adrián Cosentino, fueron incorporados como asesores en la UGS, por su experiencia y contactos, pero al parecer sería el ministro Guzmán, experto en temas de reestructuración de deudas soberanas, quien conduciría las negociaciones, que ya vendrían encaminadas y con la anuencia del FMI.
El crecimiento de la economía -sin nuevo endeudamiento significativo- restablecería una relación más tolerable entre la deuda y el pib -que hoy ronda el 95%, y permitiría atenderla, de alcanzar un perfil de vencimientos razonable, muy distinto al heredado del macrismo, que concentra pagos por 200 mil millones de dólares entre 2020 y 2023, los cuatro años de la gestión de les Fernández. Medio producto bruto -o más, según el tipo de cambio que se tome para el cálculo- debería destinarse a la deuda, un absurdo. Aun suponiendo que parte del capital se renueve, lo que no es conveniente para todos los tipos de acreedores, en especial para los más condicionantes, ni para la deuda en moneda extranjera, por las restricciones que representa la jurisdicción extranjera para orientar la política económica y estratégica del país en función de los propios intereses nacionales.
A su vez, el crecimiento económico permitiría aumentar la recaudación tributaria, que depende del nivel de actividad, y contribuir a generar un superávit primario, junto con los aumentos recaudatorios provenientes de las nuevas alícuotas de algunos impuestos. Y este es el segundo aire de la sostenibilidad de la deuda y de la consistencia del programa económico que menciona Guzmán, que merece algunas reflexiones.
No pagar por un tiempo los intereses y cargos de la deuda reducirá el déficit fiscal, ya que bajaría el gasto corriente, suponiendo que solo una parte de esos montos se destinará a la reactivación. Pero, dentro de la lógica de consistencia de las cuentas públicas es necesario algo más para lograr el resultado fiscal que demuestre la voluntad de pago y al mismo tiempo no contraiga la producción y el empleo, o al menos esa contracción sea sobrecompensada por la expansión multiplicadora de las transferencias para consumo de los sectores postergados y del gasto público en infraestructura, vivienda y otros rubros indispensables.
La ley de solidaridad social busca mejorar el resultado fiscal a través de aumentar las alícuotas de los aportes previsionales patronales, y también de algunos impuestos, como los que gravan la riqueza (bienes personales), los impuestos internos a vehículos de alto precio; la tasa de estadísticas de las importaciones; y en el caso de los derechos de exportación convierte en proporcional una suma fija que se fue desvalorizando con la inflación y las devaluaciones, pero faculta la segmentación y estímulo para los pequeños productores que les reintegra lo pagado por estos derechos. Es claro que algunos de estos impuestos, los que gravan manifestaciones de la riqueza, que incluso fueron eliminados o reducidos por el gobierno anterior en su política de redistribución regresiva del ingreso, recaen sobre contribuyentes que no modificarán sus niveles de gasto por pagar este tributo, a diferencia de lo que ocurre cuando el estado baja el ingreso disponible de los sectores populares, como ocurrió en los últimos cuatro años, y en la mayor parte de los gobiernos neoliberales, en los que rápidamente la actividad económica se desploma, llevando a ajustar sobre el ajuste en un espiral descendente de pobreza y depresión. Sin embargo, aumentar la carga tributaria es antipático y despierta resistencia, especialmente en los sectores que no votaron a les Fernández, y pone a prueba la muñeca negociadora del nuevo presidente.
También en honor a la consistencia macroeconómica, en este caso no solo fiscal sino también de las cuentas externas, la ley de solidaridad social crea un nuevo impuesto del 30% por la compra de divisas y otras operaciones en moneda extranjera, que tiene un doble propósito. Además de recaudatorio, busca reducir la salida de dólares por todo concepto, principalmente atesoramiento, compras en el exterior y turismo.
Por un lado, esto refleja la necesidad de racionar un recurso tan escaso como las divisas, en momentos de gran endeudamiento exerno; por el otro, de limitar el aumento de la demanda de dólares para importar insumos industriales, bienes de capital y de consumo, que sobrevendrá con la recuperación económica, y anticiparse a gestionar la famosa restricción externa que ha frenado el crecimiento económico de Argentina, sumada a la restricción financiera ya presente a través del sobreendeudamiento de los últimos cuatro años. A esta altura, ya nadie habla de eliminar el control cambiario que impuso Macri por DNU a principios de septiembre, ni de aumentar el máximo de 200 dólares mensuales, objetivo que quedará para épocas de vacas muertas gordas o soja cara.
*Economista UBA y UTN FRGP
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