En el film No intenso agora, del realizador brasileño João Moreira Salles, nos hallamos frente a una estética de las revueltas humanas y una advertencia del precio que cobra en el futuro la felicidad de quienes se entregan a ella. Pero queda allí completamente ocluida la motivación crítica, la resistencia política a los poderes reales y el deseo de cambiar el mundo.
Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
No intenso agora (João Moreira Salles, 2017) es una interrogación sobre las imágenes y la vida de las imágenes, sobre lo que se ve y lo que no se ve, sobre la melancolía, sobre el tiempo, sobre las rebeliones, sobre el apetito de orden que alojan las sociedades, sobre el diezmo que el porvenir les cobra a quienes viven con “intensidad” el presente, la dificultad de sobrevivir a la intensidad y, en fin, sobre la felicidad. Una interrogación, sobre todo, acerca de la felicidad y su pérdida.
Y esa interrogación nace de una búsqueda de la madre, que acababa de morir. Una filmación casera descubierta al azar que su madre realizó en China durante la revolución cultural es el bajo continuo de un complejo trayecto visual, filosófico y político; Moreira Salles toma ese resto materno, unas imágenes “amadoras”, como por punto de partida para reflexionar sobre todo lo demás.
Algo de eso recuerda al Barthes de La cámara lúcida. En ese libro maravilloso Barthes buscaba explicar una fotografía de su madre que nunca llega a mostrar. Todo lo demás que pueda decirse sobre el estatuto de la fotografía proviene de allí; su estudio de la fotografía nace, sentido, de esas imágenes maternas sin ninguna significación que no sea personal: “…una tarde de noviembre, poco después de la muerte de mi madre, yo estaba ordenando fotos… Sabía perfectamente que, por esa fatalidad que constituye uno de los rasgos más atroces del duelo, por mucho que consultase las imágenes, no podría nunca más recordar sus rasgos…”.
Barthes confiesa una íntima imposibilidad de reconocer a su propia madre en la colección de fotografías familiares que recorre, hasta que finalmente da con una en la que sí puede hacerlo, a la que llama “la foto del Invernadero”. Se trata de una imagen de su madre con 5 años en cuya pose encuentra la esencia de la mujer mayor que él conoció. “Observé a la niña y encontré por fin a mi madre”. Una imagen sin ninguna significación, una foto “cualquiera”, que permite “la ciencia imposible del ser único” que Barthes se proponía encontrar[1].
Pero a diferencia de Barthes, Moreira no parte de una imagen de la madre, sino de imágenes tomadas por su madre. Procura ver y comprender lo que la madre ve y comprende. Las imágenes maternas no se conmueven por la eclosión de la historia: se detienen en las manos de los niños, en la simetría hospitalaria de las formas, en la alegría inmediata de las personas…, todo lo que podríamos llamar una felicidad extensa (una alegría de vivir que no nace de una intensidad disruptiva con el orden de las cosas sino con lo que él, en su enigmática lentitud, provee), contrapuesta a la felicidad intensa (o felicidad de ahora intenso) de la revuelta social y política que tuvo lugar en Francia durante el mes de mayo de 1968.
En una crítica publicada en Kilómetro 111, Javier Trímboli destaca el atrevimiento de Moreira: “Un asunto tan francés como es Mayo del ’68, o tan europeo como Praga en su primavera, explorado, recortado y vuelto a montar por un brasilero, en su lengua… desde un margen –desde el trópico– interpreta un acontecimiento mayor de Europa… ¿Es un nuevo brote de antropofagia, de canibalismo tupí, que engulle y transforma en otra cosa los materiales altos de la cultura, o es señal de la poderosa burguesía brasilera, una tardía noticia de los brics, que se anima a jugar con imágenes y con el pasado en la palestra global?”[2]. El relato en portugués que acompaña las imágenes en la voz del director se sucede envolvente, por momentos fascinante, interrogativo, especulativo, sin estridencias. Recupera un tono clásico que toma toda esa materia, pública e íntima a la vez, como objeto que motiva una indagación sobre el sentido de la vida.
El recorrido afectivo, geográfico y político que ese relato narra tiene tres estaciones principales: China 1966, Francia 1968, Checoeslovaquia 1968 (y secundaria pero constantemente, Brasil). El asombro, la felicidad intensa, el dolor conmovido que sucumbe a la adaptación y el acomodamiento.
De París 68 se enfatiza lo que nunca suele ser recordado cuando se hace mención de ese sintagma: la reproducción de sistemas sexistas y raciales de dominación (las mujeres y los negros siempre aparecen en el margen, detrás, sin protagonismo); el desencuentro entre obreros y estudiantes, la desconfianza de los primeros respecto de los últimos (“ustedes son nuestros futuros patrones”); el origen cuasi comercial de las consignas (“la playa bajo el asfalto” y tantas otras), que no tendrían su inspiración en la imaginación política liberada sino en el oportunismo publicitario; la ausencia de voluntad para producir algo que no sea la pura revuelta (los estudiantes pasan a metros del parlamento y el palacio presidencial sin ninguna iniciativa de toma del poder, que lo convierte todo en una simple travesura); la financiación del viaje a Alemania de Cohn-Bendit por la revista París Match durante el ápice del conflicto (el capitalismo y la sociedad del espectáculo que devoran el acontecimiento); los manifestantes protegidos de la represión y la violencia por ser hijos de la burguesía y de los ministros mismos que debían actuar la represión; el entreguismo sindical; la dimensión humana arrasada por la disputa política (nadie o casi nadie llora a los caídos, considerados símbolos históricos y motivación de combate más que seres de carne y hueso)…, pero sobre todo la intolerabilidad del estado de excepción en la vida de las sociedades, que no soportan demasiado tiempo lo imprevisible, el desorden y el vacío de poder. Moreira Salles -cuya idea documental reconoce una evidente inspiración estética y técnica del cineasta checo Harun Farocki- muestra el lado oscuro del Mayo Francés: la mayor manifestación pública no fue obrera, ni estudiantil, ni obrero-estudiantil, sino en apoyo a De Gaulle y en reclamo de la restitución del Orden (hacia fines de mayo, 500.000 personas abandonaron la pasividad espectadora y salieron a la calle a exigir la Ley tras escuchar por radio la voz del viejo general de la libération). Primavera de revuelta, verano de normalización.
En una reciente entrevista, Moreira Salles procura una clave: “A mí me interesa cómo se tiene la capacidad de ser feliz y cómo se pierde…”. La melancolía y la tristeza serán proporcionales a la felicidad perdida; resultan de la no aceptación del paso del tiempo y la no aceptación de un desvanecimiento del ahora intenso que marcó para siempre la experiencia de quienes lo vivieron. La caída en la normalidad arrastra consigo la incapacidad de hacer algo con lo sucedido, que no sea el retorno pasivo y la obturación del tiempo abierto por la persistente imaginación de un episodio que no existe más. Desacompasado del largo tiempo histórico donde los efectos de los hechos singulares adoptan derivas aletargadas, el corto tiempo biográfico queda capturado por un régimen de pasiones que devienen tristes, produciendo una melancólica captura en el pasado y una memoria impotente que no inspira nuevas rebeliones sino una fijación del orden del mito.
En tanto, otro es el significado de la Primavera de Praga y su final (que se investiga aquí con material de archivo de un extraordinario valor histórico) tras la invasión de las potencias integrantes del Pacto de Varsovia liderada por el ejército soviético y la destitución de Dubcek. La puesta en diálogo entre París 1968 y Praga 1968 produce un efecto de contrapunto, aunque también se trata allí del tránsito de una felicidad hacia su pérdida. En la experiencia checa se indaga un mecanismo social distinto -no tanto la irrupción libertaria y el subsiguiente apetito de orden-, a partir del acto por el cual el estudiante de Letras Jan Pallach se da muerte de manera pública: ese enigma es el de la adaptación de las personas, la integración, el acomodamiento que reniega de la vida y las ideas pasadas, el cálculo de conveniencia sin otro propósito que volverse parte de lo que se ha impuesto. Tras el despojo de la experiencia, entristecidas y pasivas, las personas continúan con su vida del mismo modo que lo hacían antes. Simplemente.
No intenso agora parece llegar a este resultado: la felicidad que no transmuta en su contrario -y por tanto la felicidad que persiste- es siempre penúltima, profana, cotidiana, no sublime. No una felicidad política –no esa felicidad con desconocidos en estado de comunión, acechada siempre por los riesgos que depara la intensidad y condenada al tributo de tristeza que exigirá el tiempo.
En un breve ensayo sobre un conjunto de fotografías durante los procesos de 1989 en Varsovia, Leipzig, Sofía, Riga, Budapest, Bratislava… John Berger reflexiona asimismo sobre la felicidad en una página que se inscribe en el mismo registro de problemas que los afrontados por el film del Moreira Salles, aunque en su caso refiere al fin del socialismo real, y con una resolución distinta. Escribe Berger: “…como todos los momentos de felicidad, los sucesos de 1989 en Europa oriental fueron impredecibles. Sin embargo, ¿es felicidad la palabra correcta para describir la emoción compartida por millones aquel invierno? ¿No estaba en juego algo más grave que la felicidad?… ¿Por qué hablar de felicidad? Los rostros de las fotos están tensos, demacrados, pensativos… Sin embargo, las sonrisas no son obligatorias en la felicidad. La felicidad se da cuando la gente puede entregarse por completo al momento que está viviendo, cuando ser y llegar a ser son la misma cosa”[3].
Si bien la plenitud de los rostros en las fotografías consideradas no trasunta alegría, se trata también aquí de la descripción de un “intenso ahora”. Pero Berger complementa esta apostilla sobre la felicidad con algo que motivó los alzamientos de 1968 y todos los que tuvieron lugar desde 1789: la lucha por “la justicia social contra la codicia de los ricos”. Es lo que falta, en mi opinión, en el film de Moreira Salles: en él, pareciéramos hallarnos frente a una estética de las revueltas humanas (ralentizadas, las imágenes de archivo que registran los cuerpos de quienes se enfrentan a la policía en las calles parecen ejecutar movimientos más propios de una danza que de un combate) y una advertencia del precio que cobra en el futuro la felicidad de quienes se entregan a ella, de quienes protagonizan sin mediaciones su intensidad. Pero queda allí completamente ocluida la motivación crítica, la resistencia política a los poderes reales, el deseo de cambiar el mundo.
¿Por qué alguien se rebela? La sublevación humana puede estudiarse desde el punto de vista de la naturaleza (los filósofos del siglo XVII tomaban las pasiones como punto de partida de este estudio) o comprenderse desde el punto de vista de la historia, que les confiere un sentido. Las rebeliones se producen siempre contra algo y contra alguien; reconocen en su origen motivaciones diversas (sería interesante superponer aquí No intenso agora con El acorazado Potemkin), pero no se cuenta entre ellas -al menos no inmediatamente- el anhelo de felicidad. La experiencia de felicidad sucede -o no- después. En efecto, Mayo de 1968 se afirmó en el “carácter repentino del encuentro feliz”[4], en una apertura irrestricta e ilimitada al otro desconocido y sin embargo compañero, como clave del vivir juntos, del estar juntos, del ser en común; como disposición a la alternancia con el que pasa por ahí, aceptación de la aleatoriedad de los encuentros e isegoría radical: toma de la palabra por pura manifestación elemental de la vida, solo por el placer de ejercer el lenguaje y aparecer de ese modo en el espacio común en tanto que hablantes.
Pero el origen de las rebeliones -también de esta- es sensible a algo que no es del orden de la felicidad ni del deseo de hablar, sino del orden de la historia. Theodor Adorno lo dice en una enigmática línea de Mínima Moralia: “La dimensión histórica de las cosas no es sino la expresión de los sufrimientos del pasado”; Benjamin a su vez presenta El origen del drama barroco alemán como un estudio “sobre la exposición barroca de la historia como historia del sufrimiento del mundo”, en tanto que Aby Warburg habló de su campo de estudios iconológicos como de un “tesoro de sufrimientos”[5]. En todos los casos la palabra alemana es Leiden. Hay un punto exacto, aunque imprevisible, en el que la historia y la naturaleza forman una encrucijada, la encrucijada de la que irrumpen las rebeliones humanas. Abatimiento y levantamiento establecen los términos del campo de tensiones en el que transcurre la historia, en la que se inscribe aún la pregunta por el dolor y la felicidad. La sugestiva propuesta de Moreira Salles en No intenso agora es la de una felicidad sin historia o poshistórica, desvinculada de la cuestión social, sin anhelo de comunidad, que prescinde de esa dimensión que en El malestar en la cultura Freud llamaba Freiheitsdrang (“impulso de libertad”)[6].
Ni las luchas sociales -que suceden sin estar sometidas a cálculo ni costo de pérdidas, simplemente suceden- ni la temporalidad en la que se inscriben tienen en sí mismas un sentido –que solo el arte, el pensamiento y la narración política son capaces de procurarles. “Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas”, es una frase de Isak Dinesen que le gustaba mucho a Hannah Arendt[7]. Lo insoportable no es el dolor en sí, sino el sinsentido en el que queda capturado cuando ese dolor no es capaz de sobreponerse a él. Si acaso es necesario abdicar de la Historia en su acepción más altisonante, no así de la solidaridad ética y teórica con el dolor humano y con las luchas sociales que nacen de él; ni de la acción política que no abjura de las revueltas aunque deparen una brevedad a la vida rebelde; ni de la tarea de relatarlas después y hacer algo con ellas para no abandonarlas al sinsentido.
La indagación de una fraternidad posible cuando la Historia deja su lugar a las historias que las rebeliones desencadenan, es acaso la tarea de una política que no se desentiende de una promesa de felicidad común y mantiene abierta la pregunta que la inquiere. En un bellísimo ensayo sobre el cine de Aki Kaurismäki, Federico Galende llamó “comunismo del hombre solo” a un comunismo sin proyecto, improductivo, sin destino de gloria ni reconciliación; un comunismo de “obreros sin futuro”, más “ancestral” y más “primitivo”, que los seres de Kaurismäki ejecutan en sus rutinas[8]. También aquí se elide la pregunta por la rebelión, que sin embargo reemprende su obra sin cálculo una y otra vez, cuanto menos para que los hombres y mujeres del porvenir no carezcan de una memoria a la que recurrir en momentos de adversidad.
Referencias:
[1] Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía [1980], Paidós, Barcelona, 1990, pp. 115 y ss.
[2] Javier Trímboli, Belleza y elisión, en Kilómetro 111, 30.5.2018, http://kilometro111cine.com.ar/belleza-y-elision/
[3] John Berger, Cumplir con una cita, Universidad del Claustro de Sor Juana / Ediciones Era, México, 2011, p. 210. El destacado es mío.
[4] Maurice Blanchot, La communauté inavouable, Les Éditions de Minuit, Paris, 1983, p. 52.
[5] Citados por Georges Didi-Huberman, Sublevaciones, Museo de Arte Contemporáneo, UNAM, México, 2018, pp. 31 y ss.
[6] Sobre esta palabra freudiana, ver ídem., pp. 20-22.
[7] Hannah Arendt, La condición humana, Paidós. Barcelona, 1993, p. 199.
[8] Federico Galende, Comunismo del hombre solo. Un ensayo sobre Aki Kaurismäki, Catálogo, Viña del Mar, 2016.
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*Doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y doctor en ciencias de la cultura (Scuola di Alti Studi Fondazione Collegio San Carlo di Modena, Italia), es investigador del Conicet y profesor de filosofía política en la Universidad Nacional de Córdoba.
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