9/03/2022

la gran bestia

 El arte pop también es poder y dinero

Julian Stallabrass


La fuerza gravitacional de las grandes fortunas inclina el arte que las rodea hacia nuevos patrones, incluidos los de la cultura pop. Mientras que algunos lo consideran crítico del poder, y en efecto ha expandido los límites del arte tradicional, el arte pop está rodeado por el capital.




Parece una pregunta bastante simple: ¿para quién es el arte contemporáneo?

En una concurrida y animada exhibición, se podría tener la impresión de que es más o menos para todos. Es más probable que quienes asisten a ella sean jóvenes (o al menos que lo parezcan) que mayores, un poco más probable que sean mujeres, como también que vistan a la moda.

De todas maneras, la respuesta es más compleja. No solo las masas de personas que asisten a muestras tienen interés en el arte contemporáneo: sus compradores, sus curadores, galerías y museos, así como otros artistas, todos tienen el suyo propio. ¿Cuál es el interés que importa?

Para complicar aún más las cosas, el mundo del arte no es un bloque monolítico sino una serie de círculos divergentes pero que se cruzan. El círculo de la bienal internacional (actualmente están en marcha sus dos grandes eventos: la Bienal de Venecia y la documenta en Kassel) es muy diferente al de la feria de arte, la casa de subastas, el museo nacional, el museo privado (que hoy eclipsa a veces a sus rivales estatales) o el ambiente artístico de las universidades orientado a la investigación y la producción. Cada uno opera según diferentes economías, atrae a diferentes públicos y exhibe a diferentes artistas.

Esos públicos han cambiado sustancialmente. Lejos han quedado los días en que montar una muestra de arte contemporáneo implicaba siempre perder dinero porque la asistencia sería escasa (el dinero se compensaría con una muestra popular de, digamos, los posimpresionistas).

Lejos ha quedado también el serio y silencioso decoro de los museos y las galerías con una escasa asistencia reducida a miembros de una elite cultural que, gracias a sus logros educativos, eran los únicos que sabían cómo mirar, qué decir y cómo comportarse. En un famoso estudio sociológico de la década de 1960, «El amor al arte», Pierre Bourdieu y Alain Darbel ofrecieron una convincente representación de ese mundo en apariencia sólido e inmutable. Era –escribieron– nada menos que una religión exclusiva y secular en la que el ideal de la mirada libre e inocente se topaba con el apretado nudo de la clase, la ética, la estética y la forma de comportarse y moverse.

La muerte de ese mundo no es algo para lamentar. Es un avance democrático que muchas más personas asistan a museos y galerías a ver arte: a ver, en definitiva, las obras y los espacios que sus impuestos ayudan a subsidiar.

Un doble movimiento ha hecho que el arte contemporáneo sea mucho más popular de lo que era: por un lado, más personas pasan por la educación superior, con lo que adquieren el punto de vista necesario para encontrar placer en los rompecabezas que los artistas tienden a lanzar a sus espectadores; y, por otro lado, mucho del arte se ha vuelto bastante más amigable y accesible.

El compromiso de estos espectadores –si esa es hoy la palabra adecuada para ellos– es muy distinto de la calma indiferencia kantiana y la benevolente valoración de la burguesía en la contemplación estética. La galería se ha convertido ahora en un lugar para jugar, para conversar, a veces para reír y, sobre todo, para exhibirse y publicar en las redes sociales.

Hacer cumplir la antigua prohibición de fotografiar es hoy casi imposible y la mayoría de las instituciones quieren la publicidad gratuita que llega con la autopublicidad personal. Los artistas juegan con este escenario más o menos sutilmente. Si la veterana vanguardista Yayoi Kusama se ha convertido en una tan popular estrella del arte contemporáneo, no es solo por su extraordinaria biografía (tan adecuada para la mitificación como la de Vincent Van Gogh) sino también por su uso de los espejos, muy adecuados para las selfies. Desde hace meses están agotados los cupos para visitar sus Infinity Mirror Rooms («Habitaciones con espejos del infinito»), que hoy se exponen en la Tate Modern de Londres.

Descolonizar algo del arte

Sin embargo, hay otros motivos en juego en los círculos artísticos que probablemente quien visita la Tate Modern no conozca. Uno de los contrastes más fuertes en esos círculos es el que existe entre la feria de arte y la bienal. Así pues, por ejemplo, los pequeños pasos que el mundo del arte ha ido dando para diversificarse y para registrar la influencia permanente que la historia colonial tiene sobre la riqueza, el poder y las formas de pensar se ven en todas partes, pero son más notorios en el mundo de las bienales. En las ferias de arte surge un panorama muy diferente.

En la actual Bienal de Venecia, por primera vez, las mujeres artistas superan con creces a los hombres en la exhibición principal, y Sonia Boyce, pionera de la escena del arte negro británico desde la década de 1980, ganó el premio más prestigioso, el León de Oro, por su exposición en el Pabellón Británico. En Kassel, el colectivo curatorial Ruangrupa, con sede en Yakarta, utilizando un modelo dialógico y distributivo radical que involucra a muchos otros colectivos y grupos de artistas, ha dado espacio a una gran cantidad de artistas del Sur global. Su agenda descolonizadora, que incluía el apoyo a Palestina, chocó con una tóxica disputa sobre el apoyo de algunos expositores a la campaña Boicot, Desinversiones y Sanciones contra Israel. También estalló un escándalo por antisemitismo en torno de una obra de arte, ahora retirada, que mostraba a un agente del servicio secreto israelí con cabeza de cerdo y a un judío ortodoxo portando la insignia de las SS.

El público de las bienales es muy variopinto, desde la elite del mundo del arte que llega en bandadas a bordo de jets privados para las inauguraciones de Venecia, hasta una mezcla de turistas, gente del mundo del arte menor, estudiantes y lugareños que las visitan en otros momentos.

En la feria de arte, sin embargo, se imponen las harto conocidas consecuencias de una supuesta meritocracia casada con una jerarquía tremendamente encumbrada. Los artistas que lideran las listas de las obras más caras vendidas en una subasta o de las mayores ventas anuales presentan mucha menor diversidad que los que se ven en las bienales. Entre los fundamentales de los últimos años se encuentran Jean-Michel Basquiat, Jeff Koons, Damien Hirst, Christopher Wool, Zeng Fanzhi y Richard Prince. Son en su mayoría hombres, a menudo blancos, en general provienen de Europa occidental, América del Norte o el este de Asia, no son jóvenes y con frecuencia hacen su trabajo a partir de una imagen pública cuidadosamente transformada en marca propia.

Arte para inversores

Los artistas de este nivel comercial son presentados en gran parte de los textos de arte como individuos muy diferentes y excepcionales, que van trazando con valentía su propio camino creativo a través de la espesura de la cultura global. Sin embargo, el recorrido por una feria de arte, una subasta o una galería privada produce a menudo una empalagosa sensación de déjà vu. Esto se debe en parte a un cambio profundo en el estatus de la mercancía artística a medida que el mercado se modernizó y finaciarizó, y mientras cada vez más coleccionistas compran con el solo objetivo de obtener ganancias.

Entre las obras más caras y (uno pensaría) exclusivas en venta están los perros-globo de Jeff Koons. ¡Pero hay tantos de ellos! En lo más alto del mercado, hay cinco monumentales perros-globo de diferentes colores, cada uno con un valor de decenas de millones de dólares, y que han sido adquiridos por algunos de los coleccionistas más ricos del mundo, entre ellos Steve Cohen, Eli Broad, Dakis Joannou y François Pinault.

Si el presupuesto no da para tanto, hay ediciones de formato más pequeño, pero mucho más numerosas: de varios centenares para un diseño de alrededor de 30.000 dólares, o de miles por alrededor de 9.000 dólares. La táctica general de los megaartistas de marca es cubrir un espectro muy amplio de mercados, desde compradores que poseen un museo privado hasta aquellos que comprarán un afiche de edición ilimitada.

Esta producción en serie está estrechamente ligada a la inversión y al modelado financiero de los precios del arte: a un inversor en potencia se le puede dar una ilusión de valor asegurado si se ha vendido recientemente una pieza similar a un precio determinado, por lo que las obras en serie se aprecian. La obra única sigue teniendo un lugar en la peculiar economía del mundo del arte, naturalmente, pero su valor es impredecible. Aun pinturas aparentemente únicas de un artista en particular pueden ser de hecho parte de una serie de marca, vendida a partir de la performance en el mercado de piezas de tamaño y carácter similares. Esto explica gran parte del atractivo de las pinturas de puntos de Damien Hirst... y hay miles de ellas.

Los maestros

A medida que los coleccionistas se acostumbran a la compra convencional e instrumental, suelen asegurar a cualquiera que les pregunte que compran solo por amor a la obra y que nunca piensan en vender. Y el encuentro entre un artista excepcional y un coleccionista excepcional se presenta a menudo como un momento único de simbiosis.

Durante la Bienal de Venecia de 2017, Hirst organizó una gigantesca y ampulosa exhibición de objetos hechos en variantes y series, «Tesoros del naufragio de lo increíble», en dos sitios destacados pertenecientes a Pinault. La exposición pretendía ser el rescate de un naufragio, la colección de un magnate legendario del mundo antiguo conocido por su codicia, voracidad y gusto por la dominación sin límites.

El propio Pinault presenta en el catálogo el encuentro del artista y el coleccionista, afirmando que «Tesoros» es una ruptura total respecto a la obra previa de Hirst por su exceso, ambición y audacia. Las obras «emanan una sensación de poder casi mitológico», mientras que el artista muestra «una energía ilimitada y una notable presencia de ánimo» al tomar riesgos vertiginosos, creando así obras que abrazan «la gracia y la violencia en el mismo espíritu». El veleidoso, incomprensible y dominante artista es uno con su coleccionista.

Sería difícil obtener una declaración más abierta –en la obra misma y en su texto curatorial– del antagonismo entre los superricos y los comunes mortales, la arrogante declaración de su estatus olímpico y su derecho a explotar y arruinar el planeta.

Gusto por la contabilidad

Sin embargo, este ethos del individualismo extremo choca con una economía de estandarización en la que muchos coleccionistas muy ricos pero escasos de tiempo siguen el consejo uniforme de asesores artísticos, administradores de patrimonio y decoradores de interiores. El resultado es una orgullosa exhibición de la audacia de actuar en forma convencional.

Además, dado que los artistas comerciales más exitosos operan en un amplio espectro de mercados, se observa cierta simplicidad de enfoque y populismo de estilo. Esto produce un extraño alineamiento entre el gusto popular y el de elite, no solo para Koons, Hirst, Tracey Emin o Takashi Murakami, sino también para los muchos artistas callejeros que se han trasladado al mundo del arte contemporáneo.

Es extraño que la misma imagen de Banksy se pueda encontrar en forma de póster en el dormitorio de muchos adolescentes y en forma de impresión firmada en algunas de las colecciones privadas más prestigiosas. Esto es así especialmente porque la diferencia en la calidad de impresión es bastante pequeña: es sobre todo la firma la que confiere valor. Incluso para los estándares de hace 15 años, este tipo de trabajo ofrece una complejidad conceptual o estilística sorprendentemente escasa.

Esta ruptura con los sofisticados placeres que ofrece el trabajo artístico complejo se explica en parte por la financiarización del mundo del arte y el almacenamiento de grandes cantidades de obras en instalaciones de almacenamiento especializadas situadas en puertos francos: no es necesario ver la obra que uno posee, y esta se puede negociar tranquilamente sin hacer traslados, lejos del radar de las autoridades fiscales. Aun así, este proceso tiene profundas consecuencias culturales a medida que el mundo del arte se expande, cambia y se difumina con los artículos de lujo y la alta moda, los medios de comunicación, la cultura de las celebridades y las redes sociales.

El dinero pervierte

Como en tantos ámbitos de la vida, el predominio de los súper ricos, la enorme fuerza gravitacional de sus gastos, curva la luz a su derredor para formar nuevos patrones. Ningún ámbito del mundo del arte contemporáneo resulta inmune: ni las bienales, que dependen de la subvención de galerías adineradas y de mecenas que saben que exponer allí subirá los precios; ni los museos, que se ven tan superados por el extravagante crecimiento en el valor de los activos que pasan de comprar obras a meramente «coleccionar coleccionistas», con la esperanza de recibir préstamos, obsequios o legados. Sus juntas directivas están repletas de súper ricos, ya que su objetivo principal es recaudar dinero, y de adinerados coleccionistas a los que se cultiva por su generosidad.

El resultado es una tendencia al conservadurismo y la estandarización que refuerza aún más el poder de esta cultura oligárquica. Pocos artistas logran muestras en los principales museos si no están representados por las galerías privadas más grandes. Su predominio es llamativo: un análisis de The Art Newspaper de 2015 realizado por Julia Halperin determinó que cerca de un tercio de las exposiciones individuales y retrospectivas en los museos estadounidenses tenían como protagonistas a artistas representados por las cinco galerías principales: Gagosian, Pace, David Zwirner, Marian Goodman y Hauser & Wirth. Las cifras eran aún más marcadas para los museos de alta categoría: en el Guggenheim de Nueva York, 11 de las 12 muestras individuales provenían de esas galerías, mientras que en el MoMA eran casi la mitad.

¿Arte para la gente?

¿Qué explica entonces la impresión de la que partimos, de un mundo del arte popular y abierto? Hay aquí un juego dialéctico de ilusión y realidad: primero, la globalización del mundo del arte, y luego, la cultura online y las redes sociales han ayudado realmente a abrir el ámbito de la cultura a una diversidad de voces mucho más rica. Cada vez más, las elites culturales enmarcan lo que es popular, más que crearlo.

El alineamiento resultante de los gustos populares y los de elite es una extraña anomalía histórica: las elites del pasado a menudo suponían que solo ellas eran depositarias de las virtudes cívicas y estéticas, y se esforzaban por evitar y despreciar el gusto de las masas. Hicieron todo lo que pudieron para distinguir su cultura de la que acechaba debajo, en «la multitud» o la «masa del vulgo». Como hemos visto, sin embargo, la aparente modestia que muestra el gusto populista de las elites contemporáneas es solo superficial.

Sin embargo, justamente porque ese trabajo tiene un gran atractivo, no todos ven lo mismo: el adolescente que tiene un póster de Banksy en la pared de su dormitorio bien puede tomarse más en serio la política socialista del artista que el coleccionista rico (casi siempre es un varón) que lo exhibe como un marcador de su compromiso con la cultura contemporánea, y como un irónico trofeo arrebatado a la bohemia.

Este rango de interpretación plantea otra cuestión social: la clase. Se hablaba poco de esto hasta hace no mucho en el mundo del arte, por largo tiempo un confiable depósito de lo que la filósofa y politóloga Nancy Fraser denomina «neoliberalismo progresista». Aquí está todo bien, sin importar cuán desiguales sean los resultados, siempre que ninguna barrera cierre el paso a las elites por motivos de género, sexualidad o raza.

El mundo del arte de Bourdieu se evaporó junto con la clase que lo sustentaba, y nos quedamos con la curiosa situación en la que, como sostiene Franco Moretti en su libro El burgués, «el capitalismo es más poderoso que nunca, pero su encarnación humana parece haberse esfumado». Esto es así en términos de cultura, conducta y costumbres burguesas; y cada vez lo es más en términos de riqueza, ya que el rango medio es erosionado por el torrente de riqueza que fluye sin cesar hacia arriba.

La conciencia de clase, despreciada y siempre maltratada durante las largas décadas neoliberales, existe con mayor fuerza entre los más precarios y la elite suprema, y poco en el medio. El hiperindividualismo del mundo del arte comercial es un signo de la influencia permanente de la ideología subyacente del «ir hacia adelante», del trabajo incesante, del «querer» lo suficiente y convertirse en uno mismo (a través de la construcción de la marca propia), pese a toda la evidencia de la rigidez social y la escasez de oportunidades en la vida para quienes no nacieron en una situación de privilegio. De modo que, en su amplia popularidad, el arte contemporáneo es una muestra de esas actitudes dominantes, al tiempo que es un tipo de activo de los súper ricos y su brazo propagandístico.

No hace falta decir que la inestabilidad del sistema más amplio es cada vez más evidente, y lo ha sido para muchos activistas del mundo del arte desde los días de Occupy: de un sistema económico basado en el consumismo en el que cada vez más consumidores no pueden permitirse consumir; de los máximos alcanzados en los valores de toda clase de bienes, incluido el arte contemporáneo, a causa de la profunda crisis de la inversión productiva.

Además, el violento despojo del medio ambiente está escrito de manera dramática en el carácter trivial de gran parte del arte que se exhibe en el mundo del arte global impulsado por eventos, que es un ejemplo flagrante de la quema de carbono como forma de distinción social; por ejemplo, obras, servicios de correo, galeristas, coleccionistas, críticos y personal de apoyo para el espectáculo más reciente que se trasladan constantemente por vía aérea. Muchos artistas hablan de la crisis del capitalismo, de la pobreza y la explotación, y en especial de la destrucción ambiental. Se organizan performances disidentes en museos que aceptan dinero de empresas petroleras (y así forzaron el fin de la larga y odiosa asociación entre la Tate Gallery y British Petroleum). La voz de estos artistas podría llegar prácticamente a todos, pero si parece débil es porque rara vez es amplificada por los megáfonos de la elite.

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Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y OpenDemocracy. Se puede leer el contenido original aquí.

Traducción: Carlos Díaz Rocca


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