Spinetta. Ruido de magia
Se cumplen diez años de la muerte de Luis Alberto Spinetta, acaso el poeta más importante del rock argentino. En "Spinetta. Ruido de magia" (Planeta), el periodista especializado Sergio Marchi reconstruye su biografía oficial. Hasta el final de sus días.
Sergio Marchi
La Navidad la recibieron en la casa de Dante. Con un gran esfuerzo pero sin que nadie se lo pidiera, en determinado momento, Luis Alberto agarró una guitarra y se puso a cantar. Estaban solamente sus hijos y sus parejas, sus nietos y Patricia. Se ve que Spinetta pensó que si se tenía que despedir de su familia quería que lo recordaran cantando. Y en ese breve concierto que duró unos seis temas, cantó aquellas canciones que siempre le pidieron en los recitales y que nunca quiso hacer. Entre ellas, “Todas las hojas son del viento”. “Fue un momento muy especial –revela Nahuel–, estaba en la punta de la mesa, y todos lo escuchamos en silencio. Veíamos el esfuerzo que hacía para cantarnos. Se habló muy poco. Ese fue su último show”.
El Año Nuevo fue distinto porque Luis lidiaba con dos sensaciones disímiles. Por un lado, que la revista Caras le diera la tapa hablando de su “valiente lucha contra el cáncer”, utilizando esa fotografía obtenida de la manera más cobarde, lo indignó soberanamente pero no le quitó el humor. Más triste estaba Luis por la inesperada muerte de Diego Rapoport, el 30 de diciembre, que justamente había viajado desde Bariloche a Buenos Aires a pasar Navidad con sus hijos, y al enterarse del estado de salud de Luis fue a visitarlo. “Sí, a vos te voy a ver”, aceptó Spinetta. Había una relación muy especial con Rapoport. Se despidieron con un abrazo muy prolongado, entendiendo que quizás sería el último. Nadie podía imaginar que Diego partiría primero.
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Así como puede que a Diego lo haya impactado verlo a Luis enfermo, la muerte de Rapoport pareció haber tenido un efecto similar en Spinetta que comenzó a padecer dolores espantosos, que iban más allá del cáncer. El 3 de enero, Catarina entró a su casa y encontró a su padre retorciéndose de dolor. Era para internación urgente, pero aun así él no quería. Luis creía que si lo internaban ya le sería imposible salir. Pero la situación se tornó tan dramática que se llamó a una ambulancia aun sin su consentimiento.
Luis viajó en ella con el “doc” Rawsi, y Dante y Cata la siguieron con un auto hasta el CEMIC. “Pensamos que era eso que él tenía –cuenta Catarina–, pero después de un día de internación le diagnosticaron diverticulitis y lo operaron de urgencia”. “No se quería operar, lo hizo para que viéramos que no se rendía – dice Dante–, estuvo la posibilidad de no someterse a cirugía, pero entró al quirófano como un valiente. Tenía miedo de entrar y no salir. Me dio su reloj. Y mientras estaba adentro, el reloj se paró y yo me cagué en las patas. La operación ya estaba durando una hora de más, comienzo a pedir que alguien me diga algo, y cuando sale un doctor, el reloj vuelve a funcionar”. No eran buenas las noticias que traía el joven médico: “Despídanse de él, el cáncer está muy expandido, no creo que salga”.
Luis no volvió en sí después de la operación y permaneció en coma durante tres o cuatro días. Hasta que comenzó a despertar milagrosamente. Con él estaban Dante, Cata y Rawsi, que casi no respiraban. Luis abrió los ojos y lo primero que dijo fue… “¡Pomelo!”. “Estallamos de risa y de alivio –cuenta Cata– porque quería decir que estaba bien. Había sido una operación muy densa, y él estaba casi sin defensas”. Fue una pequeña buena noticia, la primera en mucho tiempo. Esa leve mejoría, producto de haber solucionado la diverticulitis, entusiasmó a parte de la familia.
“Cuando estaba en el CEMIC pensamos que le podíamos ganar al cáncer –cuenta Dante–, hicimos traer de Cuba el veneno de Escorpión y se lo llegamos a dar pero ya estaba todo tomado. Era imposible”. Luis ya lo tenía claro y se lo dijo a su hermana de un modo en que solamente ella o Gustavo podían decodificar.
–¿Sabés lo que voy a hacer yo? Me voy a ir con el tío Jorge, que él va a saber qué me tiene que medicar.
–No me digas nunca más semejante cosa –le respondió Ana en un sollozo.
“El tío Jorge, hermano de mi viejo, ya estaba muerto. Jorge fue visitador médico toda la vida y antes de consultar al médico, uno lo llamaba al tío Jorge. Por eso, Luis dijo lo que dijo. No fue un chiste. Sabía que se iba con él”.
La mejoría de Luis fue en ascenso y se fue reponiendo mínimamente durante un lapso que se aprovechó para hacerle todos los estudios médicos. Todos coinciden en que en el CEMIC lo atendieron de primera, y que había un cariño especial hacia él. Alguna enfermera que lo atendió recordó que era pudoroso y coqueto. Hubo muchos músicos y amigos que fueron al CEMIC a visitarlo, pero la mayoría no pasaba de la sala de espera. Un poco porque no todos se animaban a subir y otro poco porque Luis no quería. Pero a algunos dejó pasar el día de su cumpleaños número sesenta y dos.
Había recuperado tanto ánimo que hasta se hizo un autoregalo.
–Nahuel, gastate la guita que quieras, pero traeme un reloj rojo.
Su yerno fatigó las relojerías hasta que consiguió un reloj Ferrari rojo. “Ese reloj tenía una gotita que era como una brújula. Cuando lo vio, se volvió loco. También le llevé un autito de colección que le encantó. El reloj era muy pesado, pero se quedaba mirándolo, fascinado”. Spinetta certificaba el paso del tiempo.
–Este es el cumpleaños más kitsch que he tenido –dijo Luis–, ojalá pueda seguir cumpliendo para seguir cuidándolos.
“Fuimos unos pocos ese día, pero la situación dio para que le pudiéramos demostrar nuestro amor incondicional”, explica Cata. “A pesar de la pesadilla que era eso, nosotros estábamos dándole todo el power bien parados, y él estaba emocionado con eso”. Ese día fue el pico de la recuperación de Spinetta, que saludó a sus hijos y a sus amigos, y tuvo unas palabras cariñosas para cada uno, que resultaron ser muy emotivas. Los desarmaba de cariño uno a uno.
Durante esos días en el hospital, Luis hizo una especie de retrospectiva de su vida, pensando en su música, en su obra, en lo que dejaba. En lo que él había entendido y en lo que él entendía ahora, en ese momento en que visualizaba el final del historial. “Le pasó lo peor que le podía pasar –analiza Cata–, atravesó ese miedo tan grande a que lo internen y lo operen. Cuando vuelve de ahí, empieza un racconto, le cae la ficha de su vida total. Nos ve a nosotros como vamos todos los días como soldados a cuidarlo; ve como la gente que lo ama de una manera u otra llega con cosas. Por un lado se da cuenta de la gravedad real de la situación, pero cuando resurge tiene todos esos días para reexaminar su vida. Me pedía que le pusiera Silver Sorgo; otros también, pero ese en especial. Lo que era muy loco porque era el disco que yo me agarré para escuchar en el auto desde mi casa al hospital. Y llorar. No podía llorar frente a él, ni tampoco era justo hacerlo cuando estaba con mi bebé. En esos días, él entendía lo que le bajaba como información y había puesto en letras”.
–Ahora entiendo mi música, lo que quería decir en ese momento –dijo Luis.
Había una canción a la que volvía una y otra vez: “Abrázame inocentemente (del lémur a la boa)”. Quería estar cerca de los suyos y sentir su abrazo, y al mismo tiempo sabía que la enfermedad lo abrazaba. Y quizás pensaba que, como en la canción, al unirse a la eternidad, habrá hecho algo para corromper a la oscuridad. Que la boa devora al lémur pero que en ese acto el lémur también la transforma. Spinetta se enfrentaba, también, a la multiplicidad de interpretaciones que proponen sus propias letras. “Él veía que cada cosa que había hecho –dice Cata–, tenía otro significado ahora. Y que ese era el significado real”.
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