8/24/2021

protestas y estallidos sociales vienen marcando la coyuntura política latinoamericana

 

Protestas, descontento y democracia en América Latina




María Victoria Murillo



Las protestas y estallidos sociales vienen marcando la coyuntura política latinoamericana. Luego de un paréntesis al comienzo de la pandemia de covid-19, han reemergido con fuerza en varios países de la región. Las movilizaciones no tienen, sin embargo, una direccionalidad única, ni un solo punto de llegada. Y vuelven a poner de relieve las tensiones entre desigualdades y democracia.



2019 será recordado como el año del estallido social en América Latina. En su último trimestre, emergieron protestas en Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia. El miedo al contagio de covid-19 pareció sofocarlas cuando la pandemia llegó a la región en 2020. Sin embargo, en Bolivia y en Colombia, el descontento pudo más que el miedo y la gente salió a las calles aun con pandemia1. En Perú y Paraguay, que habían vivido crisis institucionales en 2019, las protestas estallaron a fines de 2020 y principios de 2021, respectivamente. ¿Qué significan las manifestaciones de la ciudadanía en medio de una crisis sanitaria y económica? ¿Y qué nos dice su ausencia? En este artículo, intentaré esbozar algunas ideas sobre el significado del malestar social, así como potenciales escenarios para los sistemas políticos de la región, que reflejan diferentes modos de canalizar ese malestar y nos hablan de las promesas incumplidas de la transición democrática.

Las transiciones democráticas de los años 80 ocurrieron en el contexto de una profunda crisis económica: la crisis de la deuda externa, que provocó una recesión tan grande que dio en llamarse a esos años la «década perdida» de América Latina. La interpretación de esta crisis como indicador de la inoperancia de los gobiernos autoritarios empujó la democratización de la región. Durante las transiciones, los politólogos se dividían entre dos temores. Había quienes pensaban que las jóvenes democracias no sobrevivirían a la pobreza y desigualdad que heredaban porque sus crisis fiscales no les dejarían atender las demandas de las mayorías excluidas que ganaban entonces el derecho a expresarse políticamente. Y por otro lado, estaban quienes temían que las elites que habían apoyado los golpes de sus aliados militares interrumpieran el proceso si no se contenían las demandas de esas mayorías excluidas2.

El despertar democrático no trajo redistribución para las mayorías que ganaron derechos políticos, sino procesos de ajuste económico y una ola de reformas de mercado que parecían inevitables cuando la caída del Muro de Berlín anunciaba el fin de la utopía comunista. Las elites económicas perdieron el miedo a la democracia, y si bien los militares se resistieron a los intentos de juzgar sus crímenes contra los derechos humanos, se mantuvo la paz social, ya fuera por miedo a la represión pasada o por el desgaste que implicaba la supervivencia económica, con el aumento de la pobreza y la informalidad que trajeron los años 90. Cuando las elites políticas parecían acordar en lo que se llamó el Consenso de Washington (reformas que incluían privatizaciones, desregulación y liberalización comercial), la resistencia de las clases populares empobrecidas comenzó a surgir y se agudizó con la crisis económica que caracterizó el último lustro del siglo xx. Si bien el descontento desbordó las calles, como durante el Caracazo en Venezuela o las llamadas «guerras» del gas y del agua en Bolivia, se expresó mayormente utilizando los canales políticos abiertos por la democracia; es decir, con el abandono de los partidos que promovían políticas de mercado y la búsqueda de otras alternativas. Esta estrategia democrática generó un aumento en la volatilidad electoral en busca de nuevas opciones y abrió paso a liderazgos que reconfiguraron totalmente los sistemas de partidos en Venezuela, Ecuador y Bolivia y, parcialmente, en Argentina y en Uruguay3. En otros casos, existía un partido que proveía una alternativa a la fuerza de gobierno, como en Brasil, pero allí no se produce una reconfiguración del sistema de partidos y el Partido de los Trabajadores (pt) no logra nunca mayorías legislativas, por lo que depende de gobiernos de coalición4. En todos estos casos, las novedades políticas polarizan los sistemas de partidos (incluso en Brasil, con el clivaje petismo/antipetismo).

Con el nuevo milenio, llegaron los altos precios de las materias primas empujados por la demanda asiática que cambiaba la geopolítica mundial. Para Sudamérica, tan dependiente en recursos naturales, el maná caía del cielo. Además del aumento de la riqueza y su traslado a los mercados de trabajo, los recursos fiscales permitieron políticas redistributivas que facilitaron la reducción de la pobreza y la desigualdad, la expansión de la educación y la emergencia de una nueva clase media que aspiraba a la movilidad social, aunque era todavía muy vulnerable a cualquier shock negativo por su falta de ahorros y dependía de un Estado que garantizara servicios públicos y sociales de calidad5. La democracia, sin embargo, parecía por primera vez cumplir con la promesa de redistribución que los politólogos de la transición democrática habían imaginado como consecuencia lógica del cambio de régimen, pero sin el retorno a los golpes militares que los atemorizaba en los años 80. Mientras las clases populares aumentaban sus expectativas sociales y buscaban que la política las resolviera, las elites se centraban en la emergente tensión entre democracia y república. Todos parecían ignorar, sin embargo, las limitaciones de las mismas promesas que parecían cumplirse, con una educación que se expandía a un ritmo mayor que su calidad y un modelo de desarrollo que recaía en proyectos extractivistas que proveían recursos fiscales sin resolver la demanda de empleo ni tomar en serio los costos medioambientales, mayormente pagados por grupos vulnerables tanto rurales como urbanos. Pese a las mejoras en los mercados laborales, estos continuaron siendo altamente excluyentes y segmentados por la informalidad, mientras que reforzaban desigualdades sociales que se superponían a otras diferencias étnicas, de raza y de género.

Con el fin del boom de las materias primas en 2014, comienza un proceso de reversión de las mejoras sociales respecto a la desigualdad y la pobreza. Las promesas de movilidad social a través de la educación, anhelo de la nueva clase media, se vuelven cada vez más difíciles de cumplir6. Más aún, esa nueva clase media comienza a percibir su vulnerabilidad frente a los shocks y la ausencia o deficiencia de los servicios públicos, en sociedades donde sus oportunidades laborales están marcadas por distancias sociales impuestas por origen, geografía, etnicidad, raza, informalidad y género. Al deterioro económico se le suma la inseguridad ciudadana, que pareciera agudizarse por la incapacidad e incluso la complicidad estatal con el crimen organizado, y a la desaceleración de las mejoras sociales se le agregan los escándalos de corrupción que llevaron a presidentes, vicepresidentes y otros funcionarios al procesamiento judicial. Llegamos entonces a 2019 con «vacas flacas» y un Estado que no puede compensar las debilidades del mercado. En lugar de poder reactivar a través del gasto, el sector público camina la senda del ajuste fiscal. Estos ajustes económicos encienden la mecha de la protesta en Ecuador, Chile y Colombia. En Bolivia, se trató de una crisis de legitimidad política7. Perú y Paraguay también vivieron crisis institucionales en 2019 (pero estas no se expresarían en protestas hasta ya entrada la crisis sanitaria provocada por la pandemia). El deterioro económico y el consiguiente malestar que provocaba no siempre se expresaron en las calles, sino que a veces resultaron en votos que castigaban al partido de gobierno, como sucedió en las elecciones presidenciales de 2019, que obligaron al recambio en Argentina (donde perdió la derecha) y en Uruguay (donde perdió la izquierda).

En 2020, llegó la pandemia. Las cuarentenas y el miedo acallaron las protestas, aunque sus causales solo empeoraron. La región no solo sufrió el impacto de la enfermedad que hizo epicentro en ella durante mucho tiempo, sino que además entró en recesión. En 2020 la economía latinoamericana cayó 7,7% según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal)8. Esa caída tuvo un impacto desigual entre quienes podían trabajar remotamente y un gran sector de trabajadores informales que se quedaron de un día para el otro sin posibilidad de ganar el sustento. La región también fue la que más días de educación perdidos acumuló, lo que siguió profundizando la desigualdad entre quienes tienen acceso a tecnologías para educación remota y quienes no. La pobreza y el desempleo aumentaron, la corrupción se inmiscuyó en el manejo de la pandemia y, en muchos casos, las elites políticas siguieron mostrando falta de empatía con una población cada vez más angustiada.

Hasta que el malestar explotó, y entonces los jóvenes encabezaron las protestas pese a la represión y la pandemia. Si bien en Bolivia las protestas habían continuado intermitentemente hasta que se convocó a la nueva elección presidencial, en Perú tomaron la forma de un estallido. El motivo fue que el Congreso (con poca legitimidad) declaró la vacancia del popular presidente interino Martín Vizcarra (recordemos que el presidente Pedro Pablo Kuczynski, elegido en 2016, había renunciado en 2018 para evitar una jugada similar). El enojo de la ciudadanía se manifestó en las calles y obligó a renunciar al presidente designado por el Congreso. Le siguieron las protestas de Paraguay en marzo de 2021 y la explosión de mayo en Colombia, donde la mecha fue encendida por una reforma impositiva y, pese a una brutal represión con muertos y desaparecidos, las protestas continúan un mes más tarde. La movilización refleja un descontento que nos remonta a los miedos de los «transitólogos» sobre la coexistencia de la democracia con una enorme desigualdad y pobreza. Y en este punto hay que pensar no solamente en los altos niveles de desigualdad, sino también en su trayectoria, que había parecido descendente hasta mediados de la década pasada. La politización de la desigualdad llega en un momento en que esa trayectoria se detiene y esto hace trizas las esperanzas de movilidad social, o al menos de mejora en el bienestar que había generado. Las nuevas generaciones ya no quieren volver a naturalizar la desigualdad y expresan su descontento políticamente (aunque también de otros modos que van más allá de este ensayo). En ese contexto de descontento social, podemos pensar en al menos tres escenarios políticos posibles para entender esquemáticamente las trayectorias de los países (aun reconociendo sus múltiples especificidades).

El primer escenario es el de fragmentación o desestructuración política, donde el descontento popular con las elites políticas se expresa en las calles y electoralmente no encuentra un punto focal. Este escenario aparece en sistemas políticos con elites económicas poderosas, donde la estabilidad macroeconómica se mantuvo y los procesos de redistribución material y simbólica habilitados por el boom de las materias primas fueron sostenidos, pero no dramáticos. Chile es el caso paradigmático. El «octubre chileno» que estalló en 2019 movilizó a 20% de la población a las calles y forzó la celebración de un plebiscito para decidir sobre la necesidad de redactar una nueva Constitución. Los resultados electorales de la consulta de octubre de 2020 confirmaron el enojo de la ciudadanía, con un apoyo de 80% a la convocatoria de una Convención Constitucional (pese al muchísimo mayor apoyo financiero a la opción del rechazo). La elección de constituyentes, en mayo de 2021, volvió a señalar el descontento de la ciudadanía con los partidos tradicionales, ya que un tercio de los escaños quedó en manos de candidatos independientes. En Perú, jóvenes descontentos frente a una pelea palaciega que ignoraba la crisis sanitaria y económica del país salieron a las calles desafiando la pandemia en noviembre de 2020. El fastidio de la ciudadanía con esos políticos ajenos a su sufrimiento quedó plasmado en una elección presidencial en la que la fragmentación electoral fue tal, que el 18% que obtuvieron los votos blancos y nulos casi emparejó al candidato más votado, mientras que la segunda candidatura recibió 13% de apoyo electoral. En la segunda vuelta entre esos dos candidatos, Pedro Castillo y Keiko Fujimori, y con una campaña que polarizó a la opinión pública agitando el espectro del comunismo si ganaba el primero, el voto se dividió por clase social y geografía. Castillo ganó por menos de un punto porcentual9. En Colombia, también la ciudadanía se expresó en las calles retomando las protestas de 2019, pese a una represión brutal heredera de años de conflicto armado que había contenido durante mucho tiempo la movilización. Sin embargo, todavía es temprano para definir las consecuencias electorales de esa movilización.

En Chile, Perú y Colombia, los jóvenes lideraron las protestas en el marco de una menor densidad organizativa de la sociedad civil y, por ende, la falta de representantes claros con capacidad para negociar salidas de la crisis. En estos casos no hay un liderazgo definido de las protestas, pero los jóvenes comparten su frustración frente a una educación superior cuyo costo no se condice necesariamente con su calidad, o con la provisión de habilidades que permitan un empleo digno y la movilidad social prometida por la expansión educativa. En los tres países, las anteriores protestas habían sido localizadas geográfica o temáticamente y no habían encontrado respuesta en el sistema político (incluso a veces la represión fue la única respuesta). Esta nueva ola de protestas, cuyas consecuencias todavía no terminan de vislumbrarse, se expandió a través del territorio y sorprendió a las elites políticas y económicas, que hasta entonces se habían sentido seguras.

El segundo escenario es de continuidad de la polarización. En estos casos, los sistemas políticos ya sufrieron una crisis de representación de los partidos tradicionales en respuesta a las reformas de mercado de los años 90. Esas crisis permitieron la emergencia de nuevos liderazgos que prometían renovación y ocupaban el espacio de oposición a esas políticas, especialmente tras la recesión del último lustro del siglo xx. Los gobiernos de izquierda que llegaron con el recambio pudieron aprovechar el boom de las materias primas para beneficiarse del consiguiente crecimiento económico y redistribuir recursos más significativamente con el fin de compensar los efectos de las políticas anteriores en la estructura social. A los recursos fiscales del boom, estos nuevos liderazgos sumaron la explícita representación de los sectores populares formales e informales incluyendo diferentes grados de confrontación con las elites económicas. En los casos más personalistas, la concentración de poder generó tensiones importantes con la democracia, lo que dio paso a procesos de backsliding o erosiones incrementales que deterioraban el régimen democrático de un modo que no había sido previsto por los «transitólogos», como ocurrió en el caso de Venezuela10.

Bolivia, Argentina y Ecuador representan el escenario de democracias con continuidad de la polarización (tal vez también Uruguay, aunque sin liderazgos personalistas). La polarización surgida de la anterior crisis de representación todavía organiza sus sistemas políticos, aunque está empezando a desarticularse en el caso ecuatoriano, donde el movimiento indígena y los jóvenes desconfían del correísmo y las protestas también estallaron en 2019 lideradas por el movimiento indígena. En estos países, los sectores populares están más organizados y las protestas se sostienen al ritmo de los ajustes, pero con liderazgos sociales que permiten la negociación y establecen límites a la política pública. El movimiento indígena en Ecuador y el piquetero11 en Argentina son ejemplos de esa capacidad, que permitió negociar el fin de las protestas sociales de 2019 en Ecuador y evitar su ocurrencia en Argentina ese mismo año (las protestas limitadas que se registraron durante la pandemia han representado hasta ahora a sectores de centroderecha de oposición al gobierno de Alberto Fernández). Incluso en Bolivia, donde la ruptura institucional emergió después de la movilización polarizada de sectores juveniles urbanos de clase media, las protestas organizadas por movimientos sociales asociados al Movimiento al Socialismo (mas) fueron claves para el retorno del calendario electoral incluso durante la pandemia. En este escenario, la organización de los sectores populares y la polarización social y política son todavía claves para comprender la protesta, aunque las consecuencias de la pandemia pueden modificar los patrones de polarización en el futuro.

El tercer escenario de liderazgos reestructuradores del sistema político refleja también un descontento ciudadano con los partidos políticos tradicionales similar al del primer escenario. Sin embargo, en lugar de volcarse a las calles, este descontento encuentra un punto focal alrededor de un liderazgo electoral que se presenta como renovador y busca reestructurar el sistema político. El Salvador y México son casos emblemáticos. En ambos países, las transiciones tardías se combinaron con la gran dependencia de la economía estadounidense, expresada en la integración comercial, la migración y las remesas. Esa misma dependencia de Estados Unidos proveyó mecanismos de protección a las elites económicas que limitaron el alcance de los procesos de redistribución en los años 2000 y redujeron la volatilidad económica provocada por los ciclos de precios de materias primas presente en los otros dos escenarios12.

En El Salvador y en México, los partidos políticos tradicionales no solo se mostraron incapaces de responder a las demandas de seguridad personal de la ciudadanía y a la necesidad de un modelo económico inclusivo, sino que también fueron salpicados por escándalos de corrupción. En ambos países, el descontento popular encontró un líder que los acusaba de «ser lo mismo» y prometía un mundo mejor, tal como había ocurrido en los países que entraron en crisis de representación a fin del siglo pasado, tras las reformas de mercado.

El Partido Revolucionario Institucional (pri), el Partido Acción Nacional (pan) y el Partido de la Revolución Democrática (prd), que habían pactado la transición mexicana, fueron perdiendo capacidad para diferenciarse. Durante la presidencia del priísta Enrique Peña Nieto, el Pacto por México, firmado en 2012, acentuó el acercamiento entre estos tres partidos, que acordaron reformas políticas en busca de un crecimiento económico que venía eludiendo a México. Sin embargo, ni la economía mejoró, ni la violencia y la complicidad estatal (cuya visibilidad se incrementó con el caso de los estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa en 2014) disminuyeron. En la elección de 2018, el pan y el prd, nacidos a ambos lados del espectro ideológico del pri, respaldaron incluso al mismo candidato presidencial. Este acercamiento y su pobre desempeño aumentaron la credibilidad de la denuncia de Andrés Manuel López Obrador y le permitieron construir una identidad renovadora pese a su pasado priísta y perredista. Los escándalos de corrupción que salpicaban a los partidos solo hicieron más atractiva su oferta electoral y le permitieron alcanzar 53% de los votos en las elecciones presidenciales y controlar una mayoría en el Congreso. En las elecciones legislativas de junio de 2021, su coalición logró mantener la mayoría en el Congreso, aunque no obtuvo la supermayoría que buscaba para aprobar cambios constitucionales13. Sin embargo, las elecciones de gobernador muestran su expansión territorial, pese a haber tenido un revés significativo en su bastión de Ciudad de México.

En El Salvador, Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln) habían firmado los acuerdos de paz que llevaron a la transición democrática y se alternaron en el gobierno sin poder resolver la creciente violencia contra la que terminaron usando similares políticas represivas. También ahí los escándalos de corrupción involucraron a presidentes de ambos partidos y señalaron la falta de conexión entre la política y las calles. Como en México, esta desconexión no resultó en una gran movilización popular, sino que se canalizó en el apoyo a la candidatura de Nayib Bukele, quien denunciaba a los dos partidos tradicionales (a pesar de haber empezado su carrera política en el fmln). Bukele logró un enorme apoyo popular y recibió 53% de los votos en la elección presidencial de 2019, sustentado en gran parte por el electorado más joven –elegido con 37 años, es el presidente más joven de la región–. En las elecciones legislativas de febrero de 2021, su liderazgo se confirmó en el apoyo a su nuevo partido, lo que empujó a los partidos tradicionales hacia la irrelevancia electoral y le permitió a Bukele el control del Congreso14.

Los liderazgos de López Obrador y Bukele se parecen por su apoyo entre los más jóvenes y los más educados y por sus estrategias de concentración de poder personal a partir de su gran popularidad15. Ambos prometen cambiar sus sistemas políticos y se caracterizan por liderazgos personalistas. Si bien su concentración de poder puede amenazar los contrapesos de una democracia representativa, es también más fácil para los poderes económicos negociar cuando hay líderes que cuando se enfrenta el enojo generalizado que caracteriza a Chile, Perú y Colombia. Pese a que estos casos de liderazgo polarizador se parecen al segundo escenario, el contexto económico es diferente. Si bien los precios de las materias primas están subiendo nuevamente, esto no alcanza para cubrir las necesidades fiscales de la región en el marco de la pandemia, y es más difícil construir una coalición duradera sin tener recursos para distribuir, dados los altos niveles de pobreza e informalidad en la región.

La pandemia abre un nuevo escenario de incertidumbre, que se suma a la multiplicidad de identidades políticas en una región donde al feminismo y las organizaciones lgbti+, a los movimientos indígenas y afrodescendientes y a la multiplicidad de organizaciones locales que resisten desastres ecológicos se les suman las nuevas iglesias evangélicas y movimientos conservadores locales que hacen incierta la lógica de la movilización democrática. La movilización empuja cambios políticos, pero no necesariamente conocemos su destino, ya que responde a ciclos de protesta y a la heterogeneidad de los actores que la empujan.

La incertidumbre en la dirección de la protesta social es ilustrada por las movilizaciones de Brasil en 2013. Un grupo de jóvenes estudiantes inició la protesta en respuesta a un aumento en las tarifas de transporte. La represión policial contribuyó a expandir las movilizaciones, que ampliaron sus demandas al acceso y la calidad de los servicios públicos frente al gasto en estadios para el Mundial de Fútbol y las Olimpíadas, que Brasil buscaba utilizar para venderse al mundo. Aunque la presidenta Dilma Rousseff respondió a las demandas, su popularidad resultó afectada y su reelección en 2014 fue ajustada. La movilización, sin embargo, se expandió hacia grupos conservadores que saldrían posteriormente a las calles para pedir el juicio político de Rousseff, en un contexto de deterioro económico y alto impacto público de la corrupción (gracias a la operación Lava Jato). Esta movilización facilitó la defección de sus aliados de la coalición de gobierno, frente a lo cual el minoritario pt no pudo evitar el impeachment a la presidenta. En ese vacío se montó la candidatura de Jair Bolsonaro, quien prometió la renovación política, aunque a diferencia de México y El Salvador, llegó al poder gracias a alianzas con partidos tradicionales, en el contexto fragmentado de la política brasileña. La marea puede volver a cambiar, dados el gran descontento con Bolsonaro y la liberación del ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva; este último lidera, en este momento, las encuestas para la elección presidencial de 202216. Es decir, la movilización y el descontento popular no tienen una direccionalidad única, ni un único punto de llegada.

La difícil convivencia entre democracia y desigualdad, agudizada por la reciente explosión de descontento en un contexto de crisis económica y sanitaria, resultó en los tres escenarios descriptos. Estos escenarios definen equilibrios inestables. Es verdad que la ciudadanía con demandas insatisfechas busca una democracia que la escuche, le preste atención y la siente a la mesa donde se toman las decisiones. Esa demanda de legitimidad democrática es más importante que los límites a la política pública que sugerían los «transitólogos» con miedo al retorno militar. Sin embargo, aunque esa legitimidad es necesaria para sostener la democracia, no es suficiente si no se asocia a una esperanza de mayor bienestar futuro, y este puede ser definido de muchas maneras dada la heterogeneidad de las demandas organizadas por el descontento. La democracia latinoamericana superó la transición, pero su consolidación requiere una combinación de inclusión y capacidad de respuesta que, esperemos, resulte de los procesos de movilización que está viviendo la región en este momento.


Nota: la autora agradece los comentarios de Ernesto Cabrera y la conversación en la sesión de «LASA 2021: Democracia y protesta social», con Aníbal Perez-Liñán, Rossana Castiglioni, Martín Tanaka y Felipe Burbano, 28/5/2021.

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