El maestro, el amigo y el colibrí – Por Rodrigo Codino
El Rector organizador del Instituto Universitario Nacional de Derechos Humanos «Madres de Plaza de Mayo» Rodrigo Codino, escribe una semblanza para Horacio González, a dos meses de su muerte.
Por Rodrigo Codino*
(para La Tecl@ Eñe)
In memoriam Horacio González
Nos vimos en una última cena justo antes del presagio de ese libro famoso de Camus. Acaso los ochenta versos de esa noche nos invitaban a despedirnos y nos fuimos tarde después del vino. Baco también tuvo que ver en esa madrugada en la que algunas flores adornaban la decoración ambiente. Compartimos la velada en una mesa redonda en donde se confundía la poesía de la revolución, la imaginación permanente en tu voz templada y tus agudas reflexiones cuando podíamos oírte. Esta vez, Liliana no pudo acompañarte. Una Madre de la Plaza fue nuestro refugio en nuestras sillas, como ellas lo fueron siempre; no sin razón Galeano parafraseando a Brecht, las llamaba “Madres Coraje”.
Celebramos los ochenta de un jurista universal, el Maradona del derecho, según lo definió otro partícipe inolvidable de esa noche -que estaba mesa de por medio-, un pensador del deporte, de la música, de la pintura y un amante de la palabra, que casi se va contigo por esta peste que nos duele tanto, si no fuera porque algún Dios le pidió que se quedara algún tiempo más.
Supiste sortear el exilio en Brasil en las dictaduras latinoamericanas sanguinarias del cono sur para culminar, después de dirigir nuestra Biblioteca Nacional, como director de la editorial Fondo de Cultura Económica en Argentina para asumir, luego, en los últimos tiempos, como miembro integrante el Consejo Consultivo del Instituto Universitario Nacional de Derechos Humanos Madres de Plaza de Mayo, que necesitaba tu compromiso y tu lustre.
Alguna vez nos dijiste Horacio que la realidad siempre ocurre dos veces y que hay un secretario de actas en el destino ulterior de los hechos. Las actas -agregaste- son formas grises y desganadas de ese augurio[1].
Las de la defunción tienen esas malditas formas que describiste aunque ese papel innoble, nunca mereció tu nombre.
La imagen del Señor de la Guadaña en Paraguay, Brasil y Argentina, nos enseñaste, respondía a la proverbial alusión animista de la muerte. Según tu relato, a un acto de inversión carnavalesa de la divinidad, lo que permitía aventurar que había surgido de cárceles, guerras y carencias. Dijiste, entonces, que era el Cristo subvertido…. que en la oscura intuición de sus seguidores se estiraba satíricamente hasta sus antípodas.
San La Muerte -señalaste- es un culto irónico que así fusiona el poder de la divinidad con la estampa irreverente del que espera la hora de la siega[2].
La devoción por San La muerte o Santa Muerte nos interpela sobre sus orígenes en América del Sur como en América del Norte.
Es probable que esa muerte en el México de Juan Rulfo adquiriera otro sentido aquí en el sur. El escritor mexicano nos dejaba sus impresiones en Luvina o en Pedro Páramo, aunque la religión colonizadora aparecía sin dejar rastros de la historia de las divinidades de los pueblos originarios.
Aquella pesadilla en Panamá años atrás que trajo aquel “rayo misterioso” gardeliano, te dejó internado en el Santo Tomás volviendo de México[3]. Allí describías un cortejo atento, una coreografía del dolor ante la pérdida de la vida de uno de tus compañeros de habitación.
Todavía no había llegado la hora de decir adiós luego de asistir a un Congreso de Lenguas. Aun en esa época te esperaba la Biblioteca Nacional, la que hiciste brillar cuando tenías que sobrellevar el peso de un excelso viejo director que se llevó la gloria a otras partes para “convertirse en una lectura universal y en una institución cultural”, pero que supiste retratar como pocos en uno de tus últimos mejores libros[4].
Acaso quien comprendió el alcance de la muerte en aquella tierra multiétnica fue el poeta Arthur Cravan, que vino a América Latina para ver el espectáculo de las mariposas pero que terminó boxeando para ganar el pan y desaparecido, asesinado por balas estatales mexicanas.
En el último tramo de su vida seguramente encontró en el Mitclán su viaje más placentero, quizá aquel que lo dejara descansar sin la necesidad de purgatorios ni de juicios de religiones institucionales, aunque tuviera que pasar varias pruebas. Era la muerte de otros tiempos que lo acogió; sus huellas perduran en sus poemas y en su batalla épica frente al primer campeón del mundo negro que lo dejó knout.
En la religión de los aztecas la muerte es poética, no contiene ese peso del bien o del mal que le solemos atribuir en nuestras religiones oficiales. La cultura popular, tan cara en tus textos, atraviesa las oleadas del tiempo, como bien nos decías.
Para los aztecas lo que determinaba el lugar a donde iba el alma después de la muerte no trataba de desentrañar su conducta pasada sino el rol que ocupó en esta vida.
Al infierno o al inframundo -al Mitclán- iban aquellos que habían muerto, pero no era el lugar adonde iban los réprobos sino simplemente los que abandonaban la vida. En él, recibidos por su Dioses, debían atravesar nueve pruebas difíciles en donde las almas sufrían durante cuatro años para alcanzar el descanso definitivo.
Pero también, hay almas que evitan el Mitclán, que han sido elegidas por el Sol y descansan en el Tláloc.
A este paraíso van los guerreros que murieron en combate o en la piedra de los sacrificios y acompañan al Sol en los jardines llenos de flores.
En suma, Horacio, el Sol eligió que seas parte de su séquito para vivir una vida llena de delicias abrazado a su fraterno calor y finalmente, te transformaste en colibrí. Hoy, aunque no estés más con nosotros, te percibimos velozmente siempre que abrimos los ojos para recordarte.
Referencias:
[1] González, Horacio, “Mitos, actas, archivos: la memoria como retención y abandono”, en La memoria en el atril, Colihue, Buenos Aires, 2005.
[3] González, Horacio, “Santo Tomás: teoría del hospital”, en Página 12, 3 de noviembre de 2013.
[4] Gónzalez, Horacio, Borges. Los pueblos bárbaros, Colihue, Buenos Aires, 2019.
*Rector organizador del Instituto Universitario Nacional de Derechos Humanos “Madres de Plaza de Mayo”.
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