Entre el hilo de Ariadna y las alas de Dédalo.
A partir de una nota de Hugo Presman publicada en La Tecl@ Eñe, “El hilo de Ariadna a ambos lados de la fractura”, el filósofo Mario Casalla propone como posible alternativa a los circulares ciclos de crisis que alimentan al Minotauro que nos aguarda en su laberinto, una “solución marechaleana”, es decir, por arriba, en la versión Dédalo/Ícaro del mítico laberinto. Casalla nos ofrece una praxis distinta para superar la construcción de sentido llamada “grieta”: Recuperar el arte de una gran Política, es decir aquella que todavía no ha devenido en mera administración de lo dado, y que consiste esencialmente en encontrar nuevos caminos allí donde parece que no hubiera otros por fuera de los ya establecidos como tales por el sistema de poder imperante.
Por Mario Casalla*
(para La Tecl@ Eñe)
Hace poco más de un mes, Hugo Presman publicó -en esta misma revista- una nota muy buena: “El hilo de Ariadna a ambos lados de la fractura” (8 de julio de 2021). Hugo nos tiene acostumbrados a este tipo de notas que –un mes después- aún pueden leerse con provecho. Esto, en los tiempos que corren, vale muchísimo y no es nada común. Escribir sobre la “actualidad” es hoy escribir sobre el instante y la semana ya se ha vuelto mediano plazo. Ni qué decir del mes: ¡casi una profecía! Es cierto que la virtualidad nos permite andar siempre armados con “tiros de palabras” (el Twitter, por caso, suele utilizarse como un moderno Colt 45 del lenguaje). Por supuesto que –como toda tecnología- es un medio que sirve para varios otros fines -a veces hasta los mandatarios y funcionarios adelantan decretos con un “hilo de twitter”- por tanto, no se vea en esto que señalo una simple actitud pretecnológica (hoy tan absurda como imposible). Es sólo la advertencia de un síntoma cultural insoslayable: hoy somos nosotros –a la vez- “corridos” por estos tiempos que corren. Y no es porque sepamos tan bien adónde vamos que queremos llegar lo más rápidamente posible a la meta, más bien todo lo contrario. Tampoco es un fenómeno del todo nuevo, por eso vale la pena recordar al gran Goethe en una de sus Máximas y Reflexiones: “Nunca llegamos tan lejos como cuando ya no sabemos adónde vamos” (901). Estábamos entonces a principios de siglo XIX, época en que todo comenzó a acelerarse, en que la Modernidad inicia ese largo final en cuya insoslayable consumación ya habitamos nosotros. Por eso mismo me llamó la atención que Presman –dejando de lado el “hilo de Twitter”- pasara al mito clásico de Ariadna para explicar los dramas presentes de la historia argentina, inscripta su vez en un laberinto cada vez más planetario. Algo muy meritorio por cierto. Como corresponde, comienza por ubicar a su lector en lo medular de esa historia altamente simbólica: “La leyenda cuenta que el Minotauro habitaba en un laberinto y exigía sacrificios de siete doncellas y siete jóvenes a ser devorados cuando irrumpe Teseo, el héroe de este relato. Ariadna se enamora del muchacho y le entrega un arma para luchar contra el Minotauro y un hilo para que lo desplegara en su recorrido y que en el caso de que triunfara, pudiera salir del laberinto. Teseo mata al minotauro y el hilo de Ariadna le permite encontrar la salida”. Esa historia mítica termina bien, sin embargo –y no sin razón- aplicada a una lectura de la historia argentina Presman concluye: “En nuestro país Teseo no mata al Minotauro ni el Minotauro a Teseo, se quedan encerrados en el laberinto y cada vez que Teseo parece encontrar la salida, el Minotauro lo hace retroceder a profundidades más lejanas de la puerta de salida. Cada vez que el Minotauro encuentra el camino para clausurar definitivamente la caverna, algo ayuda a Teseo a continuar la lucha”. No es mi intención contradecir esta conclusión, sólo intentaré traer a consideración la otra versión del mito: aquella que narra la solución encontrada por el arquitecto Dédalo (que diseñó ese laberinto infernal a solicitud del tirano de Cnosos) para salvarse -junto a su hijo Ícaro- de la amenaza de ese tirano. Algo que suele ocurrir casi siempre que se trabaja para una tiranía. En la versión Teseo/Ariadna la propuesta era recorrer el laberinto y matar al Minotauro, y el impulso que lo anima un acto de amor entre dos y un hilo muy delgado como solución para encontrar la salida. En la versión Dédalo/Ícaro la propuesta será salir por arriba pegándose unas alas de cera que los remonte a ambos y así pasar por encima del monstruo. Ambas son propuestas de riesgo, que ponen en juego la inteligencia y la astucia del hombre y ésta última acaso también sirva para ensayar otra mirada sobre el laberíntico presente argentino. Llamo a esta última la “solución marechaleana”, recordando aquél verso de nuestro Leopoldo Marechal que siempre me dio que pensar; “De todo laberinto se sale por arriba”. Al menos es una alternativa a considerar que aquí propongo.
Lo primero: Admitir las disputas y darlas.
De lo que se trata es ante todo de una disputa de sentidos y el sentido de una cosa, no es él mismo una cosa- lo cual nos habilita a decir que la disputa sobre cosas (en el orden del discurso) es siempre una disputa entre sentidos. La Política y la Economía son ámbitos especialmente propicios para estas disputas, aunque no los únicos, claro. Pero, dada la importancia que ambos tienen en el presente, es conveniente no olvidarlo. Se discuten “sentidos” y no sólo cosas, aunque esas disputas se presenten siempre como discusiones entre cosas (supuestamente) objetivas, concretas y materiales. Más aún, la materialidad que termina triunfando es aquella que consigue imponer su sentido como si este fuese “natural” y por ende único. Al menos durante un tiempo determinado. Estas disputas de sentido no se basan tan sólo en la subjetividad o en una desmesurada “ansia de poder”, sino que son habilitadas por la ambigüedad de la cosa, la cual soporta siempre más de un sentido (simultáneo o sucesivo). De allí que el ansia –oculta o expresa- de todo discurso político o económico, sea que éste coincida con su propio interés. La política concreta es entonces esencialmente una praxis y no una “contemplación desinteresada” de las cosas. La “disputa de sentidos” estará siempre presente en la acción humana y es clave entenderlo así (tanto en lo individual, como en lo político, en lo económico y en lo social). La “ingeniería social” que promete o sueña con una aquiescencia total entre los actores, los discursos y las cosas, no suele verificarse en los hechos. Podemos sí construir mayorías, pero no unanimidades. Más aún si ésta aparentemente se ha logrado, es bastante probable que nos encontremos en presencia de una dictadura perfecta. El político que paraliza su accionar buscándolo, es tan peligroso como el que renuncia a esa disputa siempre presente y gobierna según su propio capricho. Por el contrario, la verdadera ética política consistirá en la forma como las mayorías (relativas) en un momento logradas, se relacionan con las minorías (también circunstanciales) y logran así llevar adelante un cierto proyecto de vida en común, una comunidad. Lo que hoy debería realmente preocuparnos no es tanto la aparición de “grietas”, sino la crisis global y el jaque permanente que sufre la democracia representativa para tramitarlas adecuadamente y resolverlas. Crisis política a la cual se suma la del capitalismo financiero globalizado cuya esencia destructiva ha quedado francamente a la vista de todo observador atento. Lo grave es que ambos mecanismos (democracia y capitalismo) parecen haber alcanzado su “consumación” (su cenit) sin que sus reemplazos estén ya funcionando. Y a lo consumado (a lo realizado en plenitud) sólo le toca decaer. Nosotros hemos denominado a estos tiempos que corren, como tiempos de la “modernidad consumada” (y no postmodernos, neomodernos o tardomodernos) ya que no es anteponiendo prefijos gramaticales como se sale de un paradigma determinado (en nuestro caso el de la Modernidad) y las “superaciones” gramaticales u ortográficas, no suelen pasar de soluciones más o menos ingeniosas para explicar o discutir, pero poco útiles para comprender lo que realmente está pasando ante nuestros ojos. Vivimos los duros tiempos de la “modernidad consumada” (que son todo menos ¡“líquidos”!) en los cuales el Capitalismo muestra desembozadamente y ya sin mayores disimulos, el secreto “plus de goce” que animó desde siempre al Capital (la sustancia activa de que el Capitalismo se compone); el Neoliberalismo ha realizado –también sin tapujos- lo que el Liberalismo venía ofertando (desde Hobbes y Rousseau) como “solución” para el hombre y la organización de su vida en sociedad (de “responsabilidad limitada”, como también corresponde) y las Tecnociencias (de un muy determinado tipo, por cierto) ya se han hecho cargo de la administración de los recursos planetarios, lo cual incluye al propio hombre como “recurso para” y no ya como fin en sí mismo. Cínicamente podríamos decir que “lo hemos logrado”, a condición que simultáneamente agreguemos un “así nos va”. Y para peor, todo ello injustamente distribuido (salvo las pérdidas, claro). No podemos extendernos ahora más en este trasfondo filosófico fundamental de lo que está pasando, pero éste es el mundo que nos ha tocado vivir y en el que tratamos de construir (con convicción y cierta esperanza) sentido. ¡Menuda tarea si las hay! y para peor no son muchos los poderes, los gobiernos y los hombres, dispuestos a encararla. Lo inmediato será ir imaginando y armando “suplencias” que permitan cursar las crisis con el menor daño posible para los pueblos. Estas soluciones provisorias serán seguramente de orden nacional y regional (como las que de hecho van emergiendo) y la “desconexión virtuosa” de la catarata global resultará un imperativo de primer orden para volver a tener un futuro deseable. Por eso coincidimos también con Presman en las tres líneas finales de su nota: “Nada está definido. El futuro está por escribirse… como dijo Henri Bergson: “El futuro no es lo que va a venir, sino lo que nosotros vamos a hacer”. Lo que yo agrego ahora a esto, es la segunda versión del mito del Minotauro, la que opta por la solución marechaleana: la praxis de las alas de Dédalo y no el cuerpo a cuerpo con el Minotauro. No hay posibilidad de “cerrar la grieta”, sencillamente porque la descripción de lo que sucede en término de “grieta” es una construcción ideológica muy concreta que nos lleva de cabeza al laberinto. (Entre nosotros, su creador tiene nombre y apellido: el de un buen “titulero periodístico”, siempre al rentable servicio de un Tirano Coronado, al que en este caso sirve como antes lo hizo con varios otros). Se trata de un hombre de “sucesivas lealtades”, pero elevar un titular periodístico a categoría de concepto es un error garrafal que estamos pagando muy caro. En términos jauretcheanos quedamos entrampados en una flamante “zoncera criolla”, o si se prefiere seguir con los filósofos, adosemos a la cita que Presman hace de Bergson, una de Kant. En el único chiste que éste se permite en su muy seria Crítica de la Razón Pura – y advirtiéndonos en que terminan las discusiones entre dogmáticos y escépticos- nos dice: “unos ordeñan el macho y otros ponen el jarro”. Poco y nada es lo que se logra, claro. De lo que se trata entonces no es de ensanchar o cerrar una “grieta”, sino de cambiar de escena, de pasarle por arriba. De hacer otra cosa.
De la grieta y el laberinto, al aire puro.
Si los laberintos son “construcciones”, admiten entonces ser deconstruidos. Un laberinto no es un lugar para vivir ni para habitar, en el sentido pleno (y humano) de este término. Tampoco es una calle para transitar, porque no lleva a ninguna parte. Más bien es un lugar para desorientarse y hasta para enloquecer (no pocas veces la locura ha sido simbolizada con la figura de un laberinto). Y si algo o alguien está esperándonos dentro de un laberinto, no resultará grato encontrarnos con él. Si bien desde el siglo XVI en adelante se construyeron laberintos de setos (u otras formas de jardinería) como lugares de juegos, decoración o propicios para encuentros amorosos y fugaces, no es a este tipo de laberintos a los que nos referimos aquí. Hablamos aquí de los laberintos univiarios (aquellos en los cuales la entrada y la salida coinciden y no existe más que un camino interno para volver a ella). Estos inevitablemente nos hacen entrar en crisis. Y no es cierto el repetido eslogan que “toda crisis es una oportunidad”. No necesariamente es así: una crisis sólo es una oportunidad si somos capaces de ese “acto” deliberado -del cual hablábamos antes- el cual combina una gran imaginación intelectual con una fuerte y sostenida decisión política. Ambas se realimentan mutuamente. Cuando esto ocurre, podremos entonces sí decir que hemos logrado transformar un laberinto univiario en multiviario(es decir que aparecen vías o maneras alternativas para encontrar la salida). Quizás el arte de una gran Política (es decir aquella que todavía no ha devenido en mera administración de lo dado) consista esencialmente en eso: en encontrar nuevos caminos allí donde parece que no hubiera otros por fuera de los ya establecidos como tales (por el sistema de poder imperante, claro). Encontrar ese camino (nuevo o diferente) requiere un acto esencialmente irreverente con ese poder y –al mismo tiempo- ingenioso, como para no fracasar en el intento y pagar las consecuencias del caso. Es decir, imaginar la solución de Dédalo, quien se fabricó alas de cera para salir volando – junto a su hijo- del laberinto (acto irreverente y antinatural por excelencia, como se apreciará). Claro que éste contaba con una ventaja que nosotros no tenemos: Dédalo era el arquitecto que había construido el laberinto y sabía por ende que allí no estaba la solución del problema, que los laberintos están hechos para perderse; sabía también que no podría contar con el perdón del tirano Minos para el cual trabajaba y cuyo favor había perdido. Y descartó entonces de plano poder conversar con el Minotauro o intentar negociar con él, porque comprendió que los Minotauros no entienden de esas menudencias y que no hay Minotauros comprensivos, a no ser como parte de una estrategia para devorarnos mejor. Repárese en otras características a tener en cuenta. En primer lugar, que el acto liberador no es en solitario, sino con y para otro (Dédalo con su hijo; Teseo con Ariadna). En segundo lugar, que se trata en ambos casos de un cierto acto de amor. Y tercero, que es posible porque un tipo muy especial de conocimiento (el técnico, la tekné) puesto al servicio de la vida, es póiesis (poesía) y capaz entonces de crear aquello que naturalmente no hay y se necesita (alas para Dédalo y un hilo o corona de luz mágica para Teseo) liberando así al hombre de su escasez originaria. De manera que la ciencia y la técnica no son originalmente dañinas sino benefactores (de los hombres y de los pueblos que las conocen y desarrollan, según su medida y necesidades). Y que el hombre (con su pulgar opuesto y su posición erecta) es esencialmente un “tecnita” y un caminante que construye su propio camino hacia la libertad y hacia una vida que merezca ser vivida. En este sentido, el antitecnologismo barato es tan peligro como su reverso: la fascinación tecnológica. Ambos obstaculizan la gestación de ese pensamiento complejo que se necesita para salir de la crisis. En fin, que se trata de la Vida en una Naturaleza de la que pueda servirse sin sofocarla y que no se alimenta –como el Minotauro- con la de otros pueblos, mandando cada año a pagarle al tirano una deuda que no tenía: “siete hombres jóvenes y siete doncellas”, para alimentar al monstruo. Hambre eterno imposible de saciar sino con una cuota más alta de sangre cada año. Cortar esa dependencia era la clave secreta del asunto porque allí también “si razona el caballo se acaba la equitación”. Sólo que se trata de una Razón reconciliada con el Logos (palabra, sentido) y no mera Ratio (cuentas y cálculo) y que aspirará a construir un orden (cosmos) muy diferente del vigente (caos). Caso contrario la “nueva normalidad” (NN) -cuya vuelta algunos extrañan- nos estará esperando en la puerta de casa, con un vestido suficientemente largo como para que no se advierta que la mitad de abajo no es humana y que tiene pezuñas muy parecidas a las del Minotauro. Y entonces todo volverá a empezar –como si nada hubiese pasado- hasta que transcurrido el año debamos volver a tributar (al mercader de Venecia, o al Minotauro de turno) la correspondiente libra de carne humana. Con lo cual la burla y la decepción parecerán no tener fin. Por el contrario, guardamos la esperanza –como salida real de este laberinto pandémico que amenaza hoy la casa común Tierra (la Pacha, el oikos)-algo muy diferente de aquello que nos llevó al laberinto. Como dramáticamente profetizara ese gran “anunciador del fuego” llamado Walter Benjamin: el Infierno no es algo que va a venir, sino esto en lo cual ya estamos: “El Infierno –decía– es que todo siga así”. Las condiciones estructurales ya están dadas: las bodas reales del capitalismo financiero globalizado con el neoliberalismo político se han consumado y del gran banquete sólo quedan migajas y para unos pocos. Llegó la hora de construir otra cosa. ¿Nos atreveremos, o seguiremos entrampados en discutir “la grieta”?
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*Filósofo y ensayista, preside la Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales (ASOFIL) y es miembro fundador de la Filosofía de la Liberación iniciada en 1971.
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