5/08/2021

un ardid político




javier ortega[1]



Sumario: 1. Introducción. 2. La impronta en la formación de los profesionales del Derecho en Argentina. 3. Contexto histórico del fallo. 4. Una redacción poco conocida de un fallo muy conocido. 5. Especulación política bajo el ropaje de declaración de inconstitucionalidad. 6. Sobrevaloración de Marbury v. Madison. 7. Alexander Hamilton y lo que su tiempo no le ayudo a ver ni a prever. 8. La cuestión en Argentina. 9. Conclusiones.

Introducción.

En las facultades de Derecho de la Argentina se enseña el fallo Marbury v. Madison como un precedente venerable en donde (por primera vez) el Poder Judicial le puso límites al Poder Legislativo, cuando aquel declaró que una ley dictada por éste, era inconstitucional. Casi una cruzada republicana que propende al afianzamiento de la Justicia. Así (se afirma) nació el control judicial de constitucionalidad (judicial review), algo que ampara a la sociedad de los desbordes de la política. En especial, de las tiranías del gobierno de las mayorías.

Comienza entonces a sustentarse en los estudiantes de Derecho la (auto) percepción de que, cuando se conviertan en operadores jurídicos plenos (abogados y jueces), ellos serán los cancerberos exclusivos y excluyentes de los libros sagrados. Los únicos interpretes validos y autorizados de cuál es el recto sentido de la organización de la Nación (la Constitución es eso), la que deberán resguardar frente a la chusma política que pretenda menoscabarla.

En las siguientes líneas trataremos de argumentar que Marbury v. Madison es un fallo que se enseña superficialmente, sin contextualizarlo en su tiempo, e ignorando por completo quienes fueron los actores involucrados y que intereses reales tenían ellos. Es un fallo que debe enseñarse, si. Pero no como una sentencia que persigue las virtudes republicanas y el valor Justicia. Si como el ejemplo concreto de cómo un Juez hace política partidaria bajo la excusa de realizar un control de constitucionalidad.

Política refiere a toda actividad que incide en asuntos de interés público. Por ende, toda conducta humana en sociedad es política. Mucho más los actos de los funcionarios del Estado, y los jueces no son otra cosa que eso. Por ello aclaramos previamente que, a los fines de este trabajo, cuando adjetivemos a algo como “político”, o hablemos de “hacer política”, lo haremos en el sentido restringido y parcial que se atribuye ordinariamente al vocablo. Esto es, lo político como una acción meramente agonal, de pugna partidaria y cuyo fin es la conquista del poder.
La impronta en la formación de los profesionales del Derecho en Argentina.

El Iusnaturalismo, la Escolástica y la Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen, son líneas de pensamiento muy fuertes en la enseñanza del Derecho en la Argentina. Y pueden hacer estragos en el sentido crítico si se los combina con el desconocimiento de las circunstancias sociales y políticas que regían en el momento de la aparición de alguna regulación jurídica, sea ésta costumbre, ley o sentencia.

El iusnaturalismo propone la existencia de un Derecho inmanente que responde a una Justicia natural, que viene desde el fondo de los tiempos. Preexistente incluso al hombre, y trascendente a la sociedad que ellos constituyen. Con lo cual, el Legislador y el Juez son una especie de hagiógrafos bíblicos que interpretan ese Orden Natural, para volcarlo luego por escrito en sus leyes y sus sentencias.

La Escolástica utiliza herramientas de la filosofía grecolatina clásica para comprender la revelación religiosa. Esto es, se toman ciertos dogmas de fe que no pueden ponerse en duda (antítesis del método científico) y luego a partir de allí, se realiza una construcción teórica que los justifique. Para sortear las contradicciones lógicas que irán apareciendo, o los dilemas para los cuales el dogma no tiene respuesta, es frecuente en la escolástica la profusión de verbosidad auto referencial, la que no aportará ninguna explicación racional. También es característica la subordinación ante el dictado jerárquico previo y autorizado. Último que no habrá de discutirse.

Y la Teoría Pura del Derecho de Kelsen construye un sistema jurídico que se basta a sí mismo, y se basa en sí mismo. Cerrado a una realidad y dinámica social a la que, sin embargo, pretende regular. Así, el origen de una sentencia es una norma, que a su vez tiene origen en otra norma superior, y ésta en otra, hasta llegar no a la Constitución (como erróneamente se cree), sino a una norma básica anterior a la Constitución, tras de la cual ya no subyace nada. Esa norma básica es para el mismo Kelsen una ficción y no es un enunciado de derecho positivo, sino solamente una “suposición” basal del jurista en su comprensión del derecho como orden jurídico válido[1]. En otras palabras, el kelsenianismo haría basar toda la fuerza del sistema normativo (hermético hacia adentro, pero regulador hacia afuera) en una entelequia.

Frente a estos tres pilares en la formación de los juristas argentinos, por nuestra parte preferimos adherir a otras corrientes de la ius filosofía. En especial, a las Teorías críticas del Derecho, que ven al Derecho como un producto de las relaciones de poder que rigen en una sociedad determinada, durante un determinado periodo de tiempo.

Las Teorías críticas del Derecho abrevan de los desarrollos del filósofo francés Michel Foucault. Foucault veía al poder no como un instrumento material estático, sino como relaciones sociales dinámicas, en las cuales unos sujetos mandaban y otros obedecían. La razón de la subordinación de los últimos son multi-causales (creencia, superstición, tradición, costumbre, educación, etc.) y no necesariamente dependen de la inferioridad de medios materiales del sometido, o de la amenaza de coerción del sometedor[2]. El poder no se tiene. El poder se ejerce.

Dentro del campo de lo jurídico, Foucault interpreta al Derecho como una forma discursiva que reproduce el poder, con todas las características que tienen los demás discursos de aquel. Son también discursos de poder la religión, la superstición, la ciencia, el conocimiento erudito. Y todos tienen como característica la obscuridad para entenderlo, y la autorización restrictiva para proferirlo. Así los textos sagrados religiosos son incomprensibles y solo pueden ser clarificados por los sacerdotes. Bueno, en Derecho, los códigos y las leyes son impenetrables, y solo pueden ser interpretados por abogados. Pero sobre todo, por los jueces.

Siguiendo esta línea, las Teorías Críticas entienden al Derecho como un formalizador y reproductor de las relaciones de poder existentes en la sociedad a través del discurso jurídico. Por ejemplo, cuando el Derecho Civil protege la concentración del lucro desproporcionado, por el mero hecho de que uno de los sujetos (con poder) ostenta el título de propietario de un medio de producción. No obstante, en algunos casos, el Derecho puede ser factor de transformación progresiva de estas relaciones. Así cuando aparecen en el Derecho Civil institutos como el abuso del Derecho, que propenden a la equidad en la convivencia de las personas. Esto es lo que se denomina “función paradojal del Derecho”[3].

A la luz de las Teorías Críticas es que se puede comprender rápidamente a la creación del Derecho, su operación y su manipulación, como un elemento pro cíclico de las relaciones de poder existentes en la sociedad. Lo que lleva a cuestionarlo. El Iusnaturalismo, la Escolástica y el kelseneanismo solo funcionan justificándolo. No lo deconstruyen ni se preocupan por estudiar los contextos sociales, económicos o políticos donde se da el fenómeno jurídico.

Si analizamos Marbury v. Madison influenciados por el iusnaturalismo, la escolástica y el kelsenianismo, es probable que lo interpretemos como el gran mojón que estableció el control de constitucionalidad por parte de los jueces. Todo en aras de la Justicia. En cambio, si lo estudiamos con el prisma de las Teorías Críticas del Derecho, la luz del venerable precedente se descompone en el espectro de leyes vigentes en ese momento, la circunstancia de transición política que se vivía, y la especulación palaciega y pugna partidaria electoral que se experimentaba. Y el fallo, entonces, ya no nos sabrá tan venerable.

Contexto histórico del fallo.

En los Estados Unidos, luego de un proceso electoral controversial, en 1801 quedó claro que John Adams, del Partido Federal y presidente en ejercicio, había sido derrotado por Thomas Jefferson, del partido Demócrata – Republicano. Último de cuya futura división nacerían los actuales Partido Demócrata y Partido Republicano, que hoy hegemonizan la escena política del país norteamericano.

John Adams y su partido Federal se auto-percibían como los dueños de esa nación estadounidense en plena formación. La llegada al poder de los demócrata-republicanos les supo como una asonada barbárica de advenedizos, a quienes había que ponerles límite como sea. Uno de los recursos fue, antes de que John Adams tuviera que irse de la presidencia, usar el poder que le quedaba para nombrar y cubrir todos los cargos públicos que se pudiera, y dejarle un campo minado a la administración entrante de Thomas Jefferson. Varios de esos cargos eran juzgados federales, de distrito y de paz.

Entre la horda de partidarios federalistas nombrados a cubrir de apuro los juzgados, habían dos nombres. Uno el de John Marshall, el Secretario de Estado de John Adams, designado para ser el futuro Juez Jefe de la Corte de Justicia de los Estados Unidos. Y el otro era William Marbury, prospero hombre de negocios y ferviente federalista, designado para ser Juez de Paz en el Distrito de Columbia.

Pero a veces los grandes planes se malogran por pequeños detalles. Los jueces designados debían ser notificados antes de que se vaya Adams, para que tomen rápido posesión del cargo. Cosa que se logró con la mayoría de ellos. Pero en el ajetreo, el mismo John Marshall, todavía Secretario de Estado, cometió un descuido y no notificó a algunos. Entre estos perjudicados, William Marbury.

Y así fue que al final Jefferson asumió la presidencia, nombrando como su Secretario de Estado a James Madison, que sucedió a John Marshall, ahora ya Jefe de la Corte Suprema. Allí, tratando de desmontar la cerca de púas que recibieron de Adams, intentan revocar los nombramientos de los Jueces que les habían dejado. Para el caso de los que no habían sido notificados, entre ellos Marbury, la cosa estaba más fácil. No había que enviarles la notificación que se olvidó de mandar John Marshall y ya.

Pero William Marbury, dado que se habían dado todos los pasos legales previos para su nombramiento, consideraba que era la obligación del entrante James Madison notificarlo. Y así lo plantea ante la Corte Suprema, a esas alturas ya presidida por su flamante Jefe, el olvidadizo John Marshall, por cuyo error Marbury no había sido notificado. Entonces, Marbury le solicita a Marshall, como Jefe de la Corte, que le libre un mandamiento (mandamus) a James Madison, Secretario de Estado de Jefferson, obligándolo a que lo notifique, y de esa manera (Marbury) pueda asumir como Juez de Paz.

Así las cosas, a John Marshall se le presentó el dilema que se describe seguidamente.

Si fallaba a favor de Marbury, y enviaba el mandamus a Madison ordenándole que notifique a Marbury, los federales concretarían su plan trunco. Pero… ¿Que pasaba si Madison no acataba el mandamus de Marshall? ¿Tenía Marshall fuerza real para obligarlo? ¿Si el gobierno demócrata – republicano recién asumido no obedecía a la Corte, no se plantearía un conflicto de poderes que terminaría con el mismo Marshall eyectado como Juez Supremo por un juicio político?

Si fallaba en contra de Marbury, Marshall perjudicaría de sus correligionarios federales y, en lo personal, seria doblemente culpable por el calvario de Marbury: primero por no haberlo notificado cuando era Secretario de Estado, luego por no hacerle lugar a su demanda cuando ya era Juez.

Fue en este talante cuando Marshall sale del brete por la tangente, con una respuesta política y no jurídica.

Una redacción poco conocida de un fallo muy conocido.

En su fallo Marbury v. Madison de 1803, Marshall arranca con unos considerandos bien orientados, donde parece que va a hacerse cargo del resolver el asunto de fondo. Así dice:

Por la Constitución de los Estados Unidos, el presidente está investido de algunos importantes poderes políticos cuyo ejercicio está librado a su exclusivo arbitrio, y por el cual es sólo responsable ante el pueblo, desde el punto de vista político, y ante su propia conciencia[4].

Buen punto. El poder político lleva anexo la responsabilidad política para dar cuenta de los actos ante el pueblo. Más adelante agrega:

En estos casos, los actos de los funcionarios son los actos del presidente, y sea cual fuere la opinión que pueda merecer el modo en que el Ejecutivo utiliza sus poderes discrecionales, no existe ni puede existir poder alguno que los controle. Las materias son políticas, atañen a la Nación, no a derechos individuales, y habiendo sido confiadas al Ejecutivo, la decisión del Ejecutivo es terminante[5].

El que no tenga responsabilidad política, no debe controlar la discrecionalidad de los actos políticos ejecutados por quien sí la tiene. Cerrando el concepto de la división de poderes, enuncia:

La competencia de la Corte consiste, únicamente en decidir acerca de los derechos de los individuos y no en controlar el cumplimiento de los poderes discrecionales del presidente o sus ministros. Los asuntos, que por su naturaleza política o por disposición constitucional o legal, están reservados a la decisión del Ejecutivo, no pueden ser sometidos a la opinión de la Corte[6].

Marshall delimitó y marcó bien que en los asuntos de naturaleza política, el Poder Ejecutivo tiene una responsabilidad política que solo puede reprocharle el pueblo soberano. Un área que no debe ser invadida por el Poder Judicial. La logicidad es diáfana. El Poder Judicial no tiene responsabilidad política directa, ya que sus actos no están sometidos al escrutinio popular. Mal podrían entonces inmiscuirse con sus pareceres y opiniones en materia política de los poderes del Estado (Ejecutivo y Legislativo) que si tienen responsabilidad política.

Del fallo Marbury v. Madison, estos conceptos son los que nunca son enseñados con fuerza en nuestras escuelas de Derecho. Si se insiste (también erradamente según veremos) de que Marbury v. Madison fue el primer precedente del control judicial de constitucionalidad. Y que así, el fallo “se cargo” a una ley (La Ley Judiciaria (Federal) de 1789 – Judiciary Act-) por contrariar la Constitución. Asunto cerrado. Nunca se especifica donde esta esa contradicción, ni cómo ni porque. Y esto se explica dado que, cuando se lee el texto de la Constitución de los Estados Unidos y el de la Ley Judiciaria (Federal) de 1789, uno se da cuenta que esa contradicción no existe. Fue una treta política de Marshall crearla.

Todas estas omisiones y falacias por petición de principios son muy fructíferas para que, el estudiante de hoy, comience a recorrer ese camino que lo haga sentirse el gran censor de la voluntad gubernamental soberana mañana. Mañana, cuando llegue a juez.

Continuando con el fallo, Marshall tenía que, más allá de sus enunciados dogmáticos ya expuestos y que no se discuten, decidir sobre el caso concreto. Elige hacerlo planteando tres puntos a resolver:
¿Tiene el solicitante (o sea Marbury, el Juez de Paz bloqueado) derecho a ser nombrado Juez como que él demanda?

Entiende Marshall que sí. Dado que el proceso de selección y nombramiento fue hecho conforme a la ley, y que lo único que faltaba era una notificación que debía hacerse automáticamente, Marbury debe ser investido como Juez de Paz de Columbia.

Si tiene el derecho a ser nombrado Juez, y ese derecho fue violado, ¿Proveen las leyes del país un remedio contra esa violación?

Invocando el principio del Estado de Derecho, Marshall arguye que todo ciudadano puede acudir ante el Estado reclamando si uno de sus derechos individuales no ha sido observado. Nótese que Marshall entiende que Marbury ya tiene un derecho adquirido con su nombramiento, derecho que le fue conculcado por Madison al no notificarle de tal designación.
Si las leyes del país proveen un remedio legal para que a Marbury se le restituya su derecho conculcado, ¿Es dicho remedio un mandamiento que le corresponda a la Corte emitirle a Madison?

Y es acá donde aparece el artificio político tacticista de Marshall. Habíamos dicho que Marshall se debió haber planteado la posibilidad de que, si le libraba un mandamiento a Madison instándolo a que notifique a Marbury de su nombramiento como Juez de Paz, Madison podría desobedecerle. Y a continuación, lo más probable es que los jeffersonianos intentaran remover (por juicio político) directamente a Marshall de la Corte. Como resultado concreto, Marshall no solo no podría doblegar a los demócrata-republicanos imponiéndoles a Marbury. La cosa se podría poner peor, y Marshall además perdería su cargo como Jefe de la Corte. Derrota por doble vía. ¿Qué hacer entonces?
Especulación política bajo el ropaje de declaración de inconstitucionalidad.

Aquí viene la gran alquimia de Marshall. Luego de vapulear líricamente en su sentencia el accionar de los jeffersonianos, censurando axiológicamente su proceder respecto a Marbury…se sale por la tangente al decir que, para ese caso específico, la Corte no tenía jurisdicción para librarle un mandamus a Madison obligándolo a notificar. Marshall hizo algo así como “Juez que huye sirve para otra sentencia”.

La pregunta que (ahora nosotros) nos hacemos es: ¿Cómo se las arregló Marshall para, en una sola pieza, vapulear líricamente a los jeffersonianos y luego escapar declarándose incompetente para enviarle un mandamus a Madison?

La respuesta (a nuestro entender) es la siguiente: Por medio la hermenéutica mañosa de poner en conflicto a dos textos que no lo estaban: El artículo 3 de la Constitución de los Estados Unidos, enfrentándolo con la Sección 13 de la Ley Judiciaria (Federal) de 1789. Veamos que dice cada texto, y como Marshall dibujó (a favor de sus objetivos políticos) la discordia entre ambos. De manera de reafirmar su autoridad –ante Jefferson- de declarar inválida a una ley, y a la vez zafarse del deber de expedirle un mandamus a Madison. Un “ladro pero no muerdo”.

Estudiemos los textos legales. El artículo 3 de la Constitución da las trazas generales de la organización judicial federal:

El Poder Judicial entenderá en todas las controversias, tanto de derecho escrito como de equidad, que surjan como consecuencia de esta Constitución, de las leyes de los Estados Unidos y de los tratados celebrados o que se celebren bajo su autoridad; en todas las controversias que se relacionen con embajadores, otros ministros públicos y cónsules; en todas las controversias de la jurisdicción de almirantazgo y marítima; en las controversias en que sean parte los Estados Unidos; en las controversias entre dos o más Estados, entre un Estado y los ciudadanos de otro, entre ciudadanos de Estados diferentes, entre ciudadanos del mismo Estado que reclamen tierras en virtud de concesiones de diferentes Estados y entre un Estado o los ciudadanos del mismo y Estados, ciudadanos o súbditos extranjeros.

En todos los casos relativos a embajadores, otros ministros públicos y cónsules, así como en aquellos en que sea parte un Estado, el Tribunal Supremo poseerá jurisdicción en única instancia. En todos los demás casos que antes se mencionaron el Tribunal Supremo conocerá en apelación, tanto del derecho como de los hechos, con las excepciones y con arreglo a la reglamentación que formule el Congreso. (…)

Bien, hasta acá tenemos que, siguiendo la Constitución, siendo parte de la controversia el Gobierno Federal, en la cuestión Marbury deberán entender los tribunales federales, y no los de cada uno de los estados (los tribunales de los estados serían como nuestros tribunales provinciales). Ahora, por la Constitución, no se mandaría al caso Marbury directamente a la Corte Suprema, ya que ésta no tiene competencia originara y exclusiva en cuestiones como las de Marbury. Se trata de una controversia entre “un ciudadano y el Estado Federal”. Y esto no está previsto por la Constitución que sea competencia originaria y exclusiva de la Corte. Tendría que ir a tribunales federales inferiores. Podría llegar a la Corte, si, pero solo en grado de apelación. Nunca ingresando directamente.

Hasta acá, bastante básico y con cierta claridad. No obstante, entendemos siguiendo a Sanford Levinson, que si una ley posterior a la Constitución hubiera dicho que las controversias entre un ciudadano y el gobierno federal eran de competencia originaria de la Corte, esta (hipotética) ley hubiera sido válida. Ello porque el artículo 3 de la Constitución le abre una ventana al legislador para sancionar una ley así, cuando formula que la Corte tendrá jurisdicción en única instancia en los casos que los casos que están mencionados por el artículo, pero:

“… con las excepciones y con arreglo a la reglamentación que formule el Congreso.”

O sea, si el legislador hubiera querido, por esta ventana de las excepciones, hubiera podido colar los litigios entre un ciudadano y el Estado Federal. Y eso no sería anticonstitucional[7].

Marshall en su fallo, cita el artículo 3 de la Constitución, sobre cuyo fundamento invalidara la Ley de la Judicatura (Federal) 1789. Pero nunca transcribió la frase “con las excepciones y con arreglo a la reglamentación que formule el Congreso”. Este tipo de cita mutilada, que altera el sentido de lo que la norma quiso decir, sería pasible de una corrección amable en un estudiante de primer año de derecho, pero de un aplazo liso y llano para quien promedie la carrera, al decir del gran constitucionalista estadounidense Levinson[8].

Entonces, tenemos que si a la Ley de la Judicatura (Federal) 1789 se le hubiera ocurrido decir que en los pleitos de un ciudadano contra el Estado Federal, la que conoce es la Corte de manera originaria, esto no sería anticonstitucional. Pero ni siquiera lo dice. Y Marshall lo mismo la garrotea con una declaración de inconstitucionalidad. Vamos al texto de la ley:

SECCIÓN. 13. (…) la Corte Suprema tendrá jurisdicción exclusiva de todas las controversias de naturaleza civil, donde un Estado es parte, excepto entre un Estado y sus ciudadanos; y excepto también entre un Estado y ciudadanos de otros estados, o ciudadanos extranjeros, en cuyo último caso tendrá jurisdicción original pero no exclusiva. Y tendrá exclusivamente toda la jurisdicción de los pleitos o procedimientos contra embajadores u otros ministros públicos, o sus empleados domésticos, o sirvientes domésticos, como un tribunal de justicia puede tener o ejercer de conformidad con el derecho de gentes; y jurisdicción original, pero no exclusiva, de todos los juicios presentados por embajadores u otros ministros públicos, o en los que un cónsul o vicecónsul sea parte. Y el juicio de las cuestiones de hecho en la Corte Suprema, en todas las acciones legales contra ciudadanos de los Estados Unidos, será por jurado. La Corte Suprema también tendrá jurisdicción de apelación de los tribunales de circuito y tribunales de los distintos estados, en los casos que a continuación se prevén especialmente; y tendrá poder para dictar órdenes de prohibición a los tribunales de distrito, cuando procedan como tribunales de almirantazgo y jurisdicción marítima, y ​​órdenes de mandamus, en los casos justificados por los principios y usos de la ley, a cualquier tribunal designado o personas en ejercicio de un cargo bajo la autoridad de los Estados Unidos.

¿De dónde saco Marshall que este artículo le daba el derecho (violentando el orden constitucional) a la Corte de entender (de manera originaria) en una causa entre un ciudadano y el gobierno federal? Porque no lo dice en ningún lado. No está este artículo concediéndole la potestad a Marbury para presentarse directamente en la Corte.

El intérprete debe leer conjuntamente la Constitución con la Ley, y resolver según lo que armónicamente estos textos digan, en tanto no haya contradicción. Y acá no la hay. Porque la Constitución menciona taxativamente cuales serán los casos en donde la Corte tendrá competencia Originaria y Exclusiva, y no incluye en ellos a los asuntos entre un ciudadano y el gobierno Federal. Y la Sección 13 de la Ley Judiciaria (Federal) 1789 tampoco crea una excepción a esto, como La Constitución lo permitía, pero la Ley Judiciaria (Federal) 1789 no hace.

Y en la cuestión del mandamiento (mandamus) y la posibilidad que la Corte incoe directamente a un funcionario Federal a hacer algo, el texto de La Ley Judiciaria (Federal) 1789 es claro. Reserva esta facultad solo para el caso que la Corte entienda en grado de apelación de una sentencia que viene de un tribunal inferior. ¿Por qué el legislador ubica en la parte final del texto de la Sección 13 (parte que habla de la competencia por apelación de la Corte) la facultad de disparar un mandamus a un funcionario federal? Justamente porque quiere expresar que la potestad de enviar un mandamus surge de la jurisdicción por apelación, no de la originaria[9].

De allí que, si se hubiera leído los textos complementaria y no separadamente, se concluye dos cosas:
Si Ley Judiciaria (Federal) 1789 hubiera creado la posibilidad de que un ciudadano se presente directamente en la Corte contra un funcionario federal y pueda solicitarle que le envíe un mandamus, este mecanismo hubiera estado dentro de las posibilidades que le daba el texto constitucional.
La Ley Judiciaria (Federal) 1789 tampoco creo la posibilidad de que un ciudadano se presentara directamente por ante la Corte y le peticione que ésta dispare un mandamus contra un funcionario federal. Siempre estuvo claro que esto se podía hacer, pero solo en uso de la jurisdicción por apelación.

Entonces, la recta y armónica interpretación de ambos textos era suficiente para que John Marshall se declare incompetente para enviarle un mandamus a Madison. Y asunto cerrado. Luego: ¿Por qué John Marshall se inventó una contradicción entre el texto Constitucional y la Ley Judiciaria (Federal) 1789? ¿Para qué busca forzar la declaración de inconstitucionalidad de Ley Judiciaria (Federal) 1789?

Para Sanford Levinson la respuesta es:

La única explicación que puedo dar para su literalmente increíble desempeño al concluir que el mal escrito y poco claro texto de la sección 13 y el art. III se contradicen entre sí es “externalista”, basado en su deseo político de ser capaz de: (1) castigar a Thomas Jefferson; (2) demostrar el poder de la judicatura para invalidar una ley, y (3) evitar cualquier riesgo de una crisis constitucional, incluyendo el juicio político, requiriendo una acción de Madison, el apoderado de Jefferson, que él sin duda rechazaría[10].

Por lo antedicho, el profesor de la Universidad de Texas no enseña a sus alumnos de EEUU Marbury v. Madison. Empero, si lo dicta en sus clases en Europa del Lo dicta como un ejemplo de una argucia política para esquivar conflictos durante las transiciones de gobierno, algo más frecuente (estamos hablando de una época previa a la transición Trump-Biden) en aquellos países que en los Estados Unidos. En otras palabras, para Levinson, Marbury v. Madison es una pieza para ilustrar una artimaña política, y no un razonamiento jurídico.
Sobrevaloración de Marbury v. Madison.

Al margen de no estudiarse Marbury v. Madison con la profundidad mínima que requiere (no se analiza la hermenéutica rebuscada de Marshall ni el contexto histórico político que lo empujó a realizarla) se sobrevalora el fallo como si fuera el creador del instituto de control de constitucionalidad por parte del 

Poder Judicial. Y esto es falso.

Manuel José García Mansilla realiza un valioso aporte en la deconstrucción del mito mágico de Marbury v. Madison. El autor documenta con precisión que John Marshall no inventó el control judicial de constitucionalidad. En realidad, Marbury v. Madison fue la séptima vez que una norma es objeto del control de constitucionalidad, y la cuarta que un tribunal federal no aplica una ley del Congreso de los Estados Unidos por considerarla inconsistente con la Constitución. De allí que los contemporáneos a Marshall no trataron a Marbury v. Madison como un gran precedente. Le llamaban, displicentemente, “el caso del mandamus”. García Mansilla señala que en los controles de constitucionalidad anteriores a Marbury v. Madison, los mismos abogados de las partes eran los que planteaban las inconstitucionalidades de las normas. Lo que sugiere que el instituto de control judicial de constitucionalidad ya tenía una aceptación generalizada[11].

Como diría Garcilla Mansilla, el control judicial de constitucionalidad ya tenía un desarrollo doctrinal previo al fallo de 1803. No fue una creación pretoriana. Tengamos en vista que decía El Federalista al respecto.

Alexander Hamilton y lo que su tiempo no le ayudo a ver ni a prever.

Alexander Hamilton fue uno de los “padres fundadores” de la nación estadounidense. Sus grandes aportes sobre el constitucionalismo y la organización del poder judicial, realizados en El Federalista LXXVIII de 1788, son de una magistral agudeza. Pero, naturalmente, atrapados en aquel tiempo. Hace y dos centurias.

Hamilton tiene una visión del poder como algo estadual-institucionalista. Cartesiana. El poder estaría en las instituciones del Estado. En los textos de El Federalista, expone a la soberanía popular como algo que se transmite sin cortapisas a los poderes constituidos del Estado, siendo estos los que la ejercen sin mayores distorsiones. Señala en esta línea que en un sistema democrático, donde prevalecen las mayorías, los despotismos que deben temerse son los de los poderes del Estado, acicateados por aquellas. Por ello (siguiendo a Montesquieu a quien cita frecuentemente), había que establecer un sistema de límites y contrapesos entre estas instituciones, y con ello se palearía el problema. Hay una atmósfera en sus escritos de precaverse contra la tiranía de las mayorías victoriosas en lo electoral, que encarnaría un populacho irreflexivo que es un peligro para la república si consigue impone sus apetitos coyunturales. Una idea que, años después, desarrollaría justamente, observando las características de la democracia en los Estados Unidos, Alexis de Tocqueville.

Tocqueville en su Democracia en América de 1835, alerta sobre los peligros de las tiranías de las mayorías y los desordenes que éstas producirían… en un país donde todos son plebeyos y no hay aristocracia nobiliaria. El Vizconde de Tocqueville le asignaba a la aristocracia el rol de la conservación del orden. Entonces, a Estados Unidos lo salvaba del caos un curioso sujeto social que venía a suplantar el papel conservador que cumplían los aristócratas en Europa: los abogados. Ellos, por el conocimiento de las leyes y propensión al orden, eran una garantía contra las perturbaciones aleatorias y convulsiones espasmódicas en la sociedad plebeya[12].

Éstas son las nociones que entusiasman, por sus rasgos aristocratizantes y elitistas, a la Judicatura contemporánea argentina. Sus miembros saludan con gusto las supuestas características de “poder contra-mayoritario” que tendría su estamento.

Regresando a Hamilton, su línea argumental también iba por allí. En El Federalista LXXVIII sostiene que el dotar de carácter vitalicio a los jueces, los protegerá contra las usurpaciones y opresiones que pudieran sufrir de los otros poderes representativos del Estado. El Poder Ejecutivo tenia la fuerza militar, el Poder Legislativo los recursos económicos y la facultad de dictar las reglas. En cambio el Judicial, no tenía ni las armas ni el tesoro. Ni tampoco puede tomar resoluciones activas. Entonces para Hamilton, sería el Poder más débil, porque no puede atacar a los otros dos, pero si puede ser atacado. Así concluye que habría de protegerlo especialmente[13].

Quince años antes de Marbury v. Madison, ya Hamilton reconocía el derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura, con fundamento en que son contrarios a la Constitución. Y para responder a las afirmaciones de que tal facultad no implicaría la superioridad del Poder Judicial frente al Legislativo, Hamilton profesa su credo institucional de que la soberanía popular se plasma en la Constitución. Y al ser la Constitución la norma superior, no habría supremacía judicial sino Constitucional. Confiaba que los jueces siempre la interpretarían rectamente y no según su propia conveniencia. La independencia judicial y el carácter vitalicio de los cargos de Juez serían la cobertura contra presiones, quedando garantizada así la racionalidad y honestidad Judicial[14]. Un parecer pletórico de fe y optimismo el hamiltoniano[15].

Hamilton no conoció aportes de la ciencia política como los de Gaetano Mosca, que explica que forzosamente en las sociedades, siempre predomina una minoría. Por la posesión de un recurso que la mayoría no tiene, y por su capacidad de organizarse. Dar organicidad a una minoría homogénea que se abroquele en torno al objetivo de ejercer el poder, siempre será posible. En cambio, organizar a las mayorías dispersas y heterogéneas (y las de una Nación lo son) para que actúen conjuntamente, deviene en una quimera[16]. Tampoco pudo conocer las contribuciones de Michel Foucault acerca del poder entendido como capacidad de un sujeto para influenciar en la conducta del otro. Una asimetría que está presente en todas las relaciones sociales. Todas. La norma cuyo cumplimiento se exige bajo amenaza de coerción, forma de ejercer el poder estatal, es solo una de las tantas. Seguro que la más visible. En consecuencia, la menos gravitante. Nunca el poder es tan poderoso como cuando el sujeto subordinado no lo percibe.

Por ende, los infinitos mecanismos del poder real (ese que no se ve) para cooptar la actividad judicial (la hegemonía cultural, la economía, los hábitos corporativos, el discurso del derecho, la mimesis, la venalidad, el adiestramiento institucional, la falsa consciencia, las presiones soterradas de agentes privados, etc.) se le escaparon a Hamilton y a los intelectuales de su época. Intelectuales que a la vez estaban invistiendo a los jueces en el carácter de sacerdotes vitalicios y únicos intérpretes válidos del gran libro sagrado del Estado: la Constitución. ¿Qué podría salir mal?

Concluyendo, Alexis de Tocqueville ya señalaba en el Siglo XIX que los jueces estadounidenses siempre proclamaban que ellos no participaban de la política. Pero notaba el autor francés que, la facultad de declarar inconstitucional a una ley, era una herramienta eminentemente política. Por ende, los jueces estadounidenses lo negaban, pero estaban haciendo política todo el tiempo[17].

Como lo describió Tocqueville en lo general, y lo que hizo John Marshall en lo particular, los jueces con sus declaraciones de inconstitucionalidad hacen política. Y de la más palaciega y tacticista.

La cuestión en Argentina.

El texto de la Constitución de la Nación Argentina no fue sino el trabajo de síntesis realizado por Juan María Gutiérrez y José Benjamín Gorostiaga de otros dos textos que lo precedieron: Las Bases de Alberdi y la Constitución de los Estados Unidos. Por ende, a pesar de ser herederos de la tradición romana y no del common law, nuestra organización judicial está hecha a semejanza del país norteamericano.

El fallo Marbury v. Madison, vaca sagrada del control de constitucionalidad de las leyes por parte del poder judicial receptado por Argentina, desde su momento cero nos dijo lo que se podía esperar del instituto: su uso por parte de los jueces para hacer política, con la ventaja de imponer la supremacía judicial. Esto es lo que surge de una lectura criteriosa del fallo y de su contexto histórico. Cosa que no se hace casi nunca en las facultades de Derecho de nuestro país.

En Argentina, el instituto de control de constitucionalidad ha tenido sus claro oscuros que, como no podía ser de otra manera, dependen de las relaciones del poder real en el momento que se produjeron las sentencias de inconstitucionalidad. Un ejemplo es el fallo Simón, Julio Héctor y otros s/ privación ilegítima de la libertad, donde el control de constitucionalidad entendió que las leyes 23.492 y 23. 521 (obediencia debida y punto final) eran inaplicables por contravenir la Carta Magna. Claro, pero para eso se tuvo que esperar 18 años desde la sanción de tales leyes (1987) hasta que recién en el 2005 la judicatura “se diera cuenta” que aquellas leyes eran repugnantes a la Constitución. La realidad política y las relaciones de poder real para ese 2005 lo propiciaron, y no la hermenéutica normativa. En el caso del discriminatorio Estatuto del Servicio Doméstico, Decreto 326/1956, el control judicial de constitucionalidad directamente “nunca advirtió” que violaba el artículo 14 bis y el 16 de la Constitución Nacional. Luego de 57 años de vigencia, al final tuvo que ser abrogado por una ley, la 26.844 del 2013.

Al ser nuestro sistema de control de constitucionalidad difuso, las posibilidades de intromisión de la judicatura en la política, siguiendo el ejemplo de lo que en su momento hizo el ilustre John Marshall, son prácticamente ilimitadas. Siempre se podrá encontrar, en alguna parte de la geografía del país, a un Juez cooptado que quiera fallar por la inconstitucionalidad de una ley que no repugna a la constitución. Pero si al poder real de turno.

Cuando los pensadores del instituto concibieron sus alcances, entendieron que éste no podría malograr la soberanía del Poder Legislativo dado que, un fallo de inconstitucionalidad de una ley, siempre estaría condicionado por los precedentes jurisprudenciales anteriores. Y acotado por el alcance individual de la sentencia sobre el caso particular que estaba sentenciando[18]. Tales las características del sistema de control difuso. Ergo, una sentencia de inconstitucionalidad no tendría la potencia para regular masivamente las grandes cuestiones colectivas que afectan a toda la comunidad, como lo hace una ley.

Respecto al condicionamiento de los precedentes, en la experiencia de nuestro país, existen sentencias de la Corte Suprema que proclaman la limitación del ente judiciario para ejercer el poder propiamente político, el que le corresponde únicamente al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo. Así nuestro Máximo Tribunal sostiene que la discreción con la que obrare el Poder Legislativo es ajena a la función judicial (Fallos: 316:676), o que es el Congreso quien debe apreciar ventajas o desventajas de la ley que él dictare (Fallos: 318:785). En lo atinente a la manera y modo de cómo actúan los poderes propiamente políticos del Estado (legislativo y judicial) la función jurisdiccional no debe interferir (Fallos: 311:2580), de la misma manera que las cuestiones políticas no son justiciables (Fallos: 316:2940). No le corresponde al Poder Judicial ponderar la oportunidad o la conveniencia en el ejercicio de las funciones propias de otros poderes del Estado (Fallos: 322:842).

Sin embargo, todos los precedentes citados no evitaron frecuentes intromisiones del Poder Judicial en esferas que le eran ajenas, motivadas en cuestiones políticas. Por ejemplo, en una cuestión propia de la función administrativa del Poder Ejecutivo (caracterizada por su materialidad, continuidad e inmediatez[19]) como lo es la ejecución de medidas sanitarias de emergencia en tiempos de pandemia global, con escenarios impredecibles a largo plazo y vertiginosamente cambiantes cada instante, la Corte Suprema no tuvo reparos el condicionar, interferir, ralentizar y bloquear el ejercicio de la actividad puramente ejecutiva (Fallos: 567:2021). En otros casos, simplemente recepta la impugnación de inconstitucionalidad de algún agente políticamente interesado, y demora por años su resolución (la Corte no tiene plazo para expedirse), malogrando de hecho la operatividad de una ley (Fallos: 336:1774).

Y en relación al alcance particular, limitado y reducido al caso puntual que resuelve una sentencia de inconstitucionalidad, algo que no podría extender sus efectos a toda la comunidad como lo hace la ley, apuntemos dos ideas.

La primera, una sentencia tiene efectos sobre un solo sujeto, si. Pero supongamos que ese sujeto es una mega empresa que presta un servicio público básico, y que la sentencia declara inconstitucional la ley que le pone topes al aumento tarifario por ese servicio: ¿no tiene tal fallo el alcance de una ley que afecta a toda la sociedad?

La segunda, el sistema del amparo contra actos de la autoridad pública que presuntamente violen un derecho o garantía constitucional, sistema contenido en el artículo 43 de la Constitución Nacional, abre en los hechos una gran avenida para la intromisión del Poder Judicial en la esfera de los poderes políticos. El citado artículo, otorga legitimación activa de amparista a asociaciones civiles que tengan como fin, aunque sea de manera vaga, la defensa de derechos de incidencia colectiva. Es sabido que las agrupaciones políticas y empresarias cuentan con sus propias ONGs satélites. A éstas acudirán cada vez que quieran bloquear (por la vía del amparo) alguna norma emanada de los poderes políticos a los que se oponen. Le basta al Poder Judicial reconocer tal legitimación, y allí tenemos una de las razones de la catarata de pedidos de declaración de inconstitucionalidad a normas, motivado únicamente en móviles políticos. Lo que solo suma a la inseguridad jurídica.

Se sanciona una ley luego de arduos debates y acuerdos políticos entre los numerosos representantes del pueblo y de las provincias en el Congreso Nacional. Después de la promulgación, ya es un hábito quedarse conteniendo el aliento. Todos están en ascuas viendo por donde aparecerá el Juez de turno que, sin tener que lograr ni consensos colectivos ni tener responsabilidad política, tumbe sin costos a la Ley arduamente trabajada. Así queda consagrada la supremacía Judicial, ya que el poder que no tiene responsabilidad política, decide políticamente por sobre los otros dos que si la tienen.

En conclusión, la consagración de esta supremacía judicial es la apoteosis de la irresponsabilidad política. La potencia del voto, expresión de la soberanía popular, sufre una nueva licuación. Los grandes asuntos públicos del Estado no son solo decididos desde la oficina de un gerente de trasnacional que nadie eligió, sino también desde el despacho de un juez que tampoco. Un régimen perverso de jugar con los destinos de la colectividad, sin tener que hacerse cargo después por las consecuencias de ese juego. Y como en el caso citado en relación a la pandemia, tal pasatiempo lúdico se cobra vidas.

John Marshall en su Marbury v. Madison ya nos avisó hace dos siglos que esto sucedería. Que el Poder Judicial iba a usar el control de constitucionalidad para hacer política. Porque así arranco esta historia.

 Desde el inicio.

Receptado el instituto en la Argentina, nuestras escuelas de Derecho lo enseñan a los futuros jueces con la profundidad de un resumen Lerú. O del Rincón del Vago, depende de la generación a la que pertenezcan. Esto es, ignorando el contexto histórico, la pugna política entre Federalistas y Demócrata-republicanos. Y la posición del mismo Marshall, quien como Secretario no notificó, y luego como Juez no se excusó, a pesar de que había participado (en primera persona) del asunto que tenía que juzgar. Tampoco se analiza el texto de la sentencia, de una hermenéutica mañosa y una redacción capciosa. Y claro. Marshall estaba haciendo política. De la más tacticista, acomodaticia y especuladora.

Todo esto en combinación con nuestra herencia de las tradiciones hispánicas en el uso barroco del lenguaje, la influencia del Iusnaturalismo, el influjo de la Escolástica y concepción kelseneana del Derecho, terminan de configurar esa pócima que, bebida por el Juez, le hace sumamente fácil declarar la inconstitucionalidad de lo que se le venga en gana. Claro. Si total, él no tendrá responsabilidad política por haber jugado a la política.

No nos gustan los panoramas pesimistas ni auto-flagelantes. Sin querer esbozar en estas líneas una propuesta superadora, al menos nos entusiasmamos con contribuir a alentar el debate de puntos que hoy ni siquiera se discuten.

Un control de constitucionalidad, cuyos efectos son tan generales como el dictado de una ley, no puede ser una facultad que se ejerza de manera difusa. Y quienes la ejercen, no pueden estar exentos de responsabilidad política por actos que son eminentemente políticos.

Si. Estamos hablando de un Tribunal Constitucional centralizado. Y de que en la elección de sus integrantes, haya por lo menos una instancia que requiera del voto popular. En esta invitación a la irreverencia y herejía contra la cultura de la dependencia que pretende ser este artículo, principiamos criticando instituciones de la Justicia de los Estados Unidos. Ahora, lo cerraremos ponderando a una del hermano Estado Plurinacional de Bolivia: su Tribunal Constitucional. Sigamos muy de cerca su ingeniería institucional y el desarrollo de su labor. Creemos que nos puede enseñar mucho.

Y también nos puede enseñar mucho Marbury v. Madison. Pero si lo estudiamos bien, no como lo veníamos haciendo. Eso es algo que lo podemos realizar ya mismo. Sanford Levinson cree que no vale la pena enseñar ese fallo en Estados Unidos. Nosotros, modestamente, creemos que si vale la pena hacerlo acá, en la Argentina. Pero como lo que es: el ejemplo de un ardid político

[1] CONDOMÍ, A, (2020), ¿Qué queda de la “norma fundante básica presupuesta” de KELSEN?, 27 de Agosto, Buenos Aires, SAIJ.

[2] FOUCAULT, M, (1979) Microfísica del Poder, Madrid, La Piqueta.

[3] CÁRCOVA, C, (1993) Teorías Jurídicas alternativa, Buenos Aires, CEAL.

[4] Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803)

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] LEVINSON, S, (2009), ¿Por qué no enseño “Marbury” (excepto a europeos del Este) y por qué Ustedes tampoco deberían, en Academia, Revista sobre Enseñanza del Derecho, Número 13, pág. 137-167, Buenos Aires, UBA.

[8] LEVINSON, S, (2009), ¿Por qué no enseño “Marbury” (excepto a europeos del Este) y por qué Ustedes tampoco deberían, en Academia, Revista sobre Enseñanza del Derecho, Número 13, pág. 137-167, Buenos Aires, UBA.

[9] Ibídem.

[10] Ibídem.

[11] GARCÍA MANSILLA, M, (2020), Marbury v. Madison y los mitos acerca del control judicial de constitucionalidad, en Revista Jurídica Austral, Vol. 1, Junio, Buenos Aires, Universidad Austral.

[12] TOCQUEVILLE, A, (2019), La democracia en América, México, FCE

[13] HAMILTON, A, et al, (2001), El Federalista, México, FCE.

[14] HAMILTON, A, et al, (2001), El Federalista, México, FCE.

[15] Cuando Alexander Hamilton se batió a duelo con su rival de toda la vida Aaron Burr, al estar frente a frente, Hamilton respetó los códigos de caballerosidad de su época, apuntó su arma al cielo y disparó. Pero Burr no. Le apunto a Hamilton y lo hirió de muerte.

[16] MOSCA, G, (1984), La clase política, México, FCE.

[17] TOCQUEVILLE, A, (2019), La democracia en América, México, FCE.

[18] HAMILTON, A, et al, (2001), El Federalista, México, FCE.

[19] GORDILLO, A, (2000), Tratado de Derecho Administrativo, Tomo III, Buenos Aires, FDA.

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POR: [1] Abogado. Doctor en Derecho Público y Economía de Gobierno (UNT). Doctor en Ciencia Política y RRII (UCM). Docente en UNDAV, UCES Y UNLA.

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