Discutiendo lungo sobre “Rompan todo”
¡Fáááá! ¡Copado! Arden redes y webes haciendo combustible con el documental de Netflix y puteando a Santaolalla a lo pavo. Aquí una visión que rescata y se enoja con la miniserie. Mezclando otras voces, a lo Crosby, Stills, Nash & Young. ¿O era Yes? Escupiendo a lo punk cuando “Rompan” se lo merece.
Hay un momento, hacia el minuto cuarenta y pico del tercer capítulo de Rompan todo, que es revelador. Sucede cuando el Zorrito Von Quintiero dice sobre el ascenso de Soda Stereo: “Y hay una decisión corporativa fuerte. Sony, la empresa, la disquera, decidió apoyar a esta banda y hacerla crecer. Pero no solo en Argentina sino en Latinoamérica”.
¿Gustavo Santaolalla, el productor de la miniserie y neo Satanás de mucho rockero canoso, eligió que se subraye esa frase en la edición? ¿Lo hizo en modo Campeón del Mercado? Como ya se decía quejumbrosamente en los primeros y remotos quiebres del rock general y –ejúm- nacional, ¿Santaolalla se vendió al sistema?
El fantasma de esa pregunta/ afirmación/ reiteración frontal o insidiosa recorre las redes y mucho de lo publicado sobre Rompan todo, señal de que la serie ladra. Aquí la intervención de Von Quintiero se tomará como frase clave que se deja un poco de lado a la hora de evaluar cuán bueno o mercachifle es el producto (se trata de un producto, sí). Pero no para desechar o descalificar, sino para charlar, discutir. Será una discusión algo coral, con mucho párrafo escrito por gente respetable.
En el inicio de Rompan alguien –Richard Coleman y otro u otros más- festeja el lanzamiento en televisión del mítico programa El Club del Clan, al que yo veía de muy peque. Luego se homenajea el programa siguiente, algo más jugadito, Escala musical. Billy Bond tocó allí en 1967 cantando “Tu melena larga han de criticar” desde un camión de bomberos puesto en la calle y tomado de lejos. Hubo otros programas televisivos posteriores y siempre algo tontitos como Sótano Beat y Música en Libertad. Aquellos viejos programas dan pie para hablar de genealogías, hacerse preguntas, poner en un lugar central de la discusión a las industrias culturales y el rol del mercado a la hora de hacer un documental sobre rock.
Hace unos años se me dio por ver viejos documentales británicos –luego estadounidenses- de principios y mediados de los 60, cuando el estallido de la “música joven”. Es muy cómico ver los primeros programas televisivos, repitiendo el mismo formato, el formato que luego copiarían y repetirían El Club del Clan y sus herederos. Era como probar el agua de la pileta con el dedo gordo del pie. Meter la nueva música joven con extremo cuidado no sea que nos pasemos de la raya con la más mínima transgresión (recuerden que en Estados Unidos se quemaban discos de Elvis y Los Beatles por demoníacos). Por extremar los recaudos es que esos programas hoy parecen tan graciosamente ingenuos y pavotes: músicos correctos más bien duritos ante las cámaras, play-back, jóvenes bailando con torpeza anestesiada.
Formato y producto son conceptos claves para discutir (impugnar, si alguno quiere) Rompan todo.
¿Y cómo es eso de que El Club del Clan está en los orígenes del rock nacional si allí cantaba cumbias y tropicaladas el bueno de Chico Novarro? Violeta Rivas mostraba su voz educada (lo mismo que Raúl Lavié) cantando Qué suerte que esta noche voy a verte. Palito Ortega desafinaba sus twists horribles haciendo temblar sus piernas y Johny Tedesco la jugaba de protorocker yanqui con jopo, chasqueando los dedos, con pulóveres Bariloche. ¿Es eso “rock nacional”? No. Sí. No sabe/ No contesta. Pero está en sus orígenes. Decíamos, con Violeta Rivas cantando:
Que suerte que tengo
una madre tan buena,
que siempre vigila
mi ropa y mi cena.
¿Es la genealogía de Nadie se atreva a tocar a mi vieja? Favor, jóvenes lectores imberbes, de apreciar este potpurrí:
Despejando, por favor
Despejemos cuestiones que tantas veces se intentan despejar, hasta el hartazgo:
La serie –aclaró bien en Facebook el amigo Christian Kupchik- se llama como se llama con un subtítulo: “Historia del rock latinoamericano”. No del argentino o nacional. Primera explicación –por vía cuantitativa, no entran todos- de mucha ausencia de nombres propios que muchos extrañan, con ganas de trompear a Santaolalla. De todos modos “Historia” suena a veinte tomos gordos, encuadernados con dorados y sesudos de esa Historia y Rompan todo no da para eso.
¿Existe “el” rock nacional? No, no existe. El rock como género, inicialmente el rock and roll, también es problemático de clasificar, al menos una vez que tocó –supongamos- Chuck Berry. En el rock y en su derivación nacional hay infinitamente de todo. ¿Existe el “rock latino”? No, por Dios, menos aún. La tesis que dice que el rock latino, o al menos la “marca” rock latino, es resultado de una movida de mercado y MTV tiene bastante de razonable. Lo cual no implica que toda movida de mercado noventista y MTV (de entonces) merezca ser parejamente satanizada. De paso: decir que no existe el rock latino puede ser una sana fuente de reparos a la hora de invocar a puro grito otras unidades culturales latinoamericanas imaginadas en modo épico. Unidades que irrespetan parte de lo más precioso del subcontinente: sus originalidades, sus mestizajes, sus diversidades.
No, che, qué cagada. La serie “no habla de Brasil”. No. Es una historia recortada del rock (y derivados y parientes remotos y ni siquiera parientes) en castellano.
¿Reparte la serie justa, pura y equitativamente figuraciones y nombres propios de bandas o solistas? Definitivamente no. Eso es imposible. Hay una crítica del New York Times que aclara: “Para aquellos que quieran una segunda escucha, los realizadores del documental compilaron una lista complementaria de canciones en Spotify con el mismo nombre de la serie”. A llorar a Spotify, entonces.
El tema de los gravísimos pecados cometidos por la serie: los “pocos minutos dedicados a”, “los demasiados minutos dedicados a”, los excluidos, los ausentes. Si fuera por mí Rompan todo debería ir a la hoguera solo porque olvida toneladas del Spinetta posterior a Pescado Rabioso. Otros gritarán: ¡La Renga! ¡Los Piojos! ¡Rock chabón! Y alguno La Mosca. En una crítica publicada en El País de España, el periodista Rulo David vocifera que es una “canallada” que de Los Caifanes aparezca un solo tema. Incendio.
Queda el tema del ego de Santaolalla. Me importa relativamente poco, veremos. Queda para después.
Cómo fue que no lo viste
Nada de esto es lo fundamental de lo que se va a escribir acá. Lo que manda (y limita tanto) en Rompan todo es un género. El género es el “documental”. Pero es el documental en versión Netflix, con la evidente aprobación de Santaolalla a esa subordinación. Los documentales de Netflix a menudo son flojitos, chatos, salvo los hermosos de animalitos de David Attenborough y algunos relacionados con las distopías tecnológicas o las ciencias.
Ahora voy a reiniciar esta nota de otro modo que tiene tiene que ver con la razón y las ganas de escribirla.
Cuando Netflix lanzó Rompan todo me agarró –cuándo no- distraído. Creo que pensé: otro documental en el que los viejos rockeros argentinos cuentan que durante el Onganiato los metían en cana y les cortaban el pelo. Luego leí el siguiente comentario (para mí fue el primero) de alguien que se llama Hugo Fontana, que es más que un “contacto” de Facebook y menos que un “amigo” de Facebook. Alguien que me cae muy bien, así como sus posteos. Hugo escribió esto:
“Mi resumen de Rompan Todo, el documental de Netflix que aborda la historia del rock latinoamericano: largos minutos a Wet Picnic, la intrascendente banda New Wave ochentosa de Gustavo Santaolalla (productor ejecutivo del documental: o sea) y cero o escasos minutos a Aquelarre, Color Humano, La Máquina de Hacer Pájaros, Invisible, Crucis, El Reloj, Alas, Sueter, la trova rosarina, Titás (Brasil parece que no es Latinoamérica), Opa y todo el rock uruguayo y sigue la lista. Todavía no lo terminé de ver, la parte de Juanes y Maná me descompuso. Convencional y previsible, el documental es la versión oficial y embalsamada de un movimiento vibrante y casi siempre contradictorio. Netflix (y Santaolalla): váyanse a cagar”.
Buen posteo, contundente, que –por mis propios prejuicios- me hizo desechar la posibilidad de ver la serie.
Al día siguiente el mismo posteante mandó esta chicana divertida: “Inolvidable la vez que Santaolalla, que compuso La Balsa en un baño de La Perla del Once, arengó a la monada a que “Rompan Todo” durante la presentación de su disco Artaud, después de tirarse a una pileta desde un noveno piso de un hotel en Mendoza”.
Pero sucedió que después leí a alguien que respeto un montón, el colega Sergio Pujol:
“Al menos en lo que tuve ocasión de leer hasta ahora, las críticas a la serie parecen responder más al hecho de que se omitió lo que ‘no podía faltar’ (una critica enciclopedista un poco naif, la verdad) antes que al señalamiento de cómo – y desde donde- se articula un relato coral que busca dar cuenta de un fenómeno cultural amplio, contado a escala continental”.
Sigue Pujol:
“Es la primera vez que me encuentro con una visión de conjunto del rock latinoamericano en español. Además, que en una historia de ‘la música joven’ se muestren la masacre de Tlatelolco, el paso en falso del rock argentino en Malvinas, la oscura trama de poder del narcotráfico colombiano y la política represiva de Pinochet en Chile -la historia de Los Prisioneros es, en este sentido, interesantísima- es sin duda más valioso en términos historiográficos que pasar lista a los ausentes. Que no son tantos, dicho sea de paso”.
Entonces me dije: ajá, upa, mmm. Y comenté que siendo así vería la miniserie. En La Izquierda Diario Sergio Pujol añadió a los méritos de la miniserie que las “más de seis horas de material de archivo y casi cien entrevistados alumbran zonas poco repasadas desde el punto de vista comercial y eso es algo que no se puede soslayar”. También aludió a la presencia en el doc de David Byrne, un tipo que a mí me resulta interesantísimo (amén de que me encantaba Talking Heads). El conocimiento y la curiosidad de Byrne por el mal llamado rock latino, más el hecho de que sencillamente dijera “el hijo de Spinetta”, es un punto que me gustó y me emocionó del documental.
La parte del “aprobado”
Para ir más al grano. Rompan todo es un correcto o buen documental, con lindos momentos, no mucho más. Se me hace más valioso, en un mundo de mierda, para las generaciones jóvenes y no para nosotros, los viejitos, que estamos mañosos, las sabemos todas, y vivimos resentidos. Es un documental correcto, “profesional”, con buen ritmo y buena edición. Es inevitable que tenga secuencias que emocionan: las apariciones de nuestros muertitos queridos (el Flaco, Cerati), las opresiones variadas de México a Chile, el recuerdo de Los Fabulosos Cadillac, la espontaneidad de muchos de los músicos mexicanos y sus acentos y sus barrios (o colonias).
La calificación depende muchísimo de la mirada generacional. Reitero: tiene sabor a poco y conocido para los veteranos y seguramente puede tener algo de revelador a medida que se baje de los 30 o 35 años. O 40. Allí podría decirse: el mercado no siempre hace daño.
Alterno acá con algo que comparto, escrito por Abel Gilbert en eldiarioar.com:
“La serie carece de organización coral. Las opiniones son irrelevantes. Rubén Rada habla de Billy Caffaro, cuando debiera haber contado algo acerca de El Kinto, el grupo que formó en 1967 con Eduardo Mateo y que combinó de manera iluminada el rock con el candombe.
El esfuerzo por situar los contextos es tibio (…) Ese espacio contracultural (se refiere al mexicano) en el que, de acuerdo con Carlos Monsiváis, el Che Guevara, Malcolm X, Allen Ginsberg, Fidel Castro y Mick Jagger descansaban como pedestales de significación, fue completamente inédito”.
Como conozco poco de rock mexicano, aunque viví un tiempito en el DF, a mí las primeras partes del “material mexicano” del documental me fascinaron. No tanto por la música, sino por los tonos, las caras, la cosa barriobajera, lo social, la historia brutal de la represión cultural del Estado-PRI sobre el rock.
Gilbert se queja de la visión chata que el doc ofrece sobre Los Jaivas. Yo festejé que me los hicieran recordar (hacían muy buena música, original y “fusionando raíces”), aunque fueran unos pocos segunditos. Recordé también que una vez tocaron en un teatro de Barcelona y mi pareja bien rockera de entonces se indignó porque había butacas y no se podía bailar y mucho menos hacer pogo.
En la web leer.cine Santiago García escribió esto con lo que acuerdo a medias:
“Sin cuestionamientos, sin nada nuevo o interesante, incluso incomprensible para quien no conozca desde antes esas historias. Músicos convertidos en historiadores, filósofos, sociólogos y periodistas”. Lo de incomprensible es un poco too much. Pero es cierto que Rompan todo –suponiendo uno que contó con buen presupuesto- se limita al clásico de editar una serie larga de caritas sentadas, cámara fija y va archivo. Es más cierto aun que hay muy poca profundidad en el documental, cero de poesía, salvo cuando la música o el recuerdo hablan por sí solos. Cero de creatividad y arte. “Rock estandarizado”, dice hacia el final en uno de los pocos cuestionamientos, Pedro Aznar. Aquí es documental estandarizado. Y es verdad: en lugar de músicos-historiadores (son flojos los músicos para eso y no tienen por qué ser unos ídolos en la materia) pudo haber gente con más y mejor pensamiento crítico. Hubiera sido buenísimo que desde México hablara Juan Villoro (o se citara a quien cita Gilbert, el sutilísimo Carlos Monsiváis). Y en Argentina sobran cabecitas para pensar mejor al rock nuestro: Pujol, Gilbert, Alabarces, Rosso, Fischerman, Martín Rodríguez y otros periodistas que nacieron más o menos en La Cueva o posteriores.
Va de nuevo: hay en Rompan todo buen ritmo, muy buena edición, tensión narrativa, datos esenciales correctos. un poco de todo que es muy poco para cada poco y más poco para el todo. Pero es solo un documental de emergencia a lo Netflix, aunque se supone que Santaolalla demoró tres años en hacerlo. Entonces, según cuán tolerantes o exigentes nos pongamos, es un poco al pedo exigir (a Netflix, o a Santaolalla) un finísimo análisis de las culturas populares desde un cruce infinito e imaginativo de disciplinas, la sociología entre ellas y la etnomusicología y la antropología urbana. Más un toque de genética para comprender mejor la infinita singularidad de Spinetta, clase media-media, vecino de la villa del Bajo Belgrano, hijo de tanguero.
El documental no se propone, no quiere o no se da cuenta de que puede aprovechar sus escasos momentos de tensión, conflicto o cuestionamiento. Ejemplo: allí donde el Zorrrito Von Quintiero dice lo de la decisión del lanzamiento a escala latinoamericana de Soda, o allí donde se festeja la plataforma que significó MTV, uno se pregunta qué pudo suceder si “el mercado” hubiera intentado “lanzar” al Flaco. Hecha la pregunta, por supuesto, desde la devoción que uno tiene por el Flaco. ¿Hubiera trascendido más o era demasiado singular y porteño-argento? El Flaco, Divididos o quien fuera y otros géneros que no pertenezcan a (uh) el rock nacional. Acaseca, ponele.
Por última vez: hay cosas bellísimas en el género documental que Rompan todo no se plantea ni ahí. Ejemplo: Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán, que combina poesía, arte, fotografía, con astronomía, vuelo místico, la dictadura de Pinochet, el sufrimiento de los mineros y los desaparecidos chilenos. Suenan muy pobres Los Prisioneros al lado de eso, y sin embargo se la jugaron bien y estamos hablando de Netflix y luego (falta) hablaremos de Santaolalla.
Otro balance o cierre parcial posible. Jugando con el título del documental, Abel Gilbert se pregunta: “¿Con qué rompe Rompan todo? (…) La respuesta llega con los primeros minutos de flaqueza conceptual”. Respuesta posible pero no indulgente: sucede que Rompan todo no se propone romper nada. O si se lo propone falla. O no se da cuenta. O no tiene con qué, salvo alguna melancolía y una cierta dosis excesiva de autocelebración, “un agobio de elogios de todos para todos”, comentó un viejo amigo de la revista El Porteño, Juan Pablo Dicovsky. Y también alguna que otra música horrible.
Una vez más, es decir esperando más de la miniserie, Santiago García escribió: “El documental no consigue respaldar su teoría. El rock de América Latina no existe, al menos en estos seis capítulos, como la unidad que anuncia”. Cierto: ¿pero acaso el documental anuncia o pretende sostener tal unidad? Si hasta es demasiado liviano para esas carburaciones.
¡Al gulag, maldito Santaolalla!
A través de Damián Losada, otro contacto de Facebook y amigo de charlar sobre series y cine, leí un artículo de Fernando Barraza en vaconfirma. Perdón. Ahorita mismo, para saber más de Damián –cuyo muro contiene lindas charlas- fui a buscarlo en Facebook y me encontré con un meme o algo así que me hizo reir mucho. Una foto de Santaolalla (puta, no puedo evitar el apellidamiento convertido en ametrallamiento) en plan disertador diciendo: “Al principio le pedí a León que la canción se llamara ‘Solo le pido a Santaolalla’. Pero yo le pedí que bajara un poco el perfil”. Je je je.
Damián le pegó duro al documental, pero más le pega esa crítica que sugirió leer, la de Fernando Barraza. Un extraño caso de alguien que intenta con evidente honestidad no ser furibundo ni simplista. Pero –opinión personal- no le sale.
Barraza dice que la miniserie se apoya “estrictamente sobre la pata corporativa de la industria discográfica”. A mi gusto, exagera lindo. Cantidad de músicos parlantes del documental no salieron de la pata corporativa., Luego se lamenta por las ya mentadas ausencias, tirando sus propios nombres. Cita por ejemplo a Miguel Cantilo. Lo charlamos con mi pareja (se lloró todo con el Flaco). ¿Debería estar Cantilo por el peso simbólico viejardo? Porque si fuera por los méritos musicales…
Estamos de acuerdo en lo que sigue: “Todo documental es un recorte, una sucesión de inclusiones y ausencias, una decisión tras otra decisión tomadas en la mesa de edición y con un criterio narrativo personal asumido”. Luego la pifia: “Y encima hace un revisionismo histórico continental que suscribe a la funesta teoría de los dos demonios”. ¿Lo qué? ¿Los dos demonios? Su crítica dosdemoníaca acaso se emparenta con esta otra visión extrema: que nuestro continente “fue prisionero continuo de golpes de estados cívico militares financiados, alentados y construidos ideológicamente desde afuera de nuestras patrias”. Un poco unilateral la cosa. De un lado los yanquis. Del otro, sociedades inocentes, pasivas, pura presa del predador.
El crítico adjudica, curiosamente, el maniqueísmo solo a Netflix: “¿Y por qué Netflix propone sin filtros este discurso maniqueo en una serie documental sobre el rock en Latinoamérica, de qué le sirve?”. Entre las respuestas, dice: “Sucede que Netflix está radicada, financiada y sostenida por los mismos intereses que sostuvieron y financiaron cada uno de los golpes de estados de nuestro continente durante el siglo pasado”. ¡A la puta! ¡Llamemos a Osama!
Matiza el crítico: esto no es “una teoría conspirativa por la cual se propone que Netflix ha de ser la malvada punta de lanza”. Pero agrega: “Todo el discurso socio político del documental está hilado en una trama que propone la despolitización del rock como movimiento cultural, y azuza todo el tiempo la existencia de los dos demonios dentro de las sociedades latinas del siglo XX para explicar el proceso de violencia y dominación que hemos vivido”.
No me pareció, pero dejamos acá. Barraza trata de no ser psicobolche; le cuesta. Aunque sugiere honesta y democráticamente al final de su texto: “Véanla y díganme si exagero”.
No sé, qué quieren que les diga. En mi opinión el documental sostiene una buena postura política que es algo liviana (¿lo es para el continente de los Macri, Bolsonaro y otros?) y autocelebratoria pero que es algo más que políticamente correcta. Es más: si nos ponemos en maestros ciruelas paternales diremos: pero qué bueno, nuestres hijites verán este doc y saldrán antipinochetistas, antidictaduras, anticaretas. Yo vi en el documental zapatismo, represiones, dictaduras, desaparecidos. Vi una mirada crítica sobre los gobiernos de Carlos Menem. Vi también una caricaturización del ex presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari junto a Bush padre, Clinton, el NAFTA, el fracaso de los modelos neoliberales. Livianito, sí, y algo de meramente antipolítico berreta. Pero no vi ni dos demonios ni imperialismo yanqui, ni coloniaje total inyectado vía Netflix.
Alargar más esto que pretende ser un diálogo con un texto ajeno sería como elegir un camino fulero para discutir la serie: las chicanas que mandó Calamaro diciendo que Santaolalla eligió a los grupos/ productores amigos. Sí, parece que sí. Duelo de egos. No es lo central del asunto dado que en seis capítulos hay más que eso.
Santaolalla, te seguimos pegando
Solo porque termina resultando simpático y habla mal de nosotros, vamos con más puteadas contra el ex hippón de Arco Iris.
Santiago García, con un buen arranque en la escritura comienza así: “Rompan todo es un documental que a partir de la excusa del rock en América Latina cuenta lo importante que es la existencia de Gustavo Santaolalla en el Planeta Tierra”.
Damián Losada: “Podrían haberle puesto Vida y Obra de Santaolalla. Dicho con respeto y cariño. Pero vamos…”.
Tamara Smerling:
“Yo.
Yo.
Yo”.
Tengo mis respetos por el Santaolalla no tanto de Arco Iris, sí del viaje de Ushuaia a La Quiaca, su laburo como productor, su entusiasmo por respaldar bandas con identidad llamémoslé latinoamericana, la hermosa guitarra americana (USA) que hace de banda sonora en Brokeback Mountain, por la que ganó el Oscar y siguen logros y méritos. Pero sí, este muchacho se pasó de la raya. Sí, acapara demasiado tiempo y enfoque (visual y conceptual); es mejor productor musical que pensador o discurseador sobre el rock; hay ese exceso de ego que asoma en otros (no en Mollo, Vicentico, algunos de los mexicanos).
Oigan: no me sale. Quería dejar la discusión centrada en el ego del productor para que eso lo discutan otros.
Hasta ayer, iba a dejar hasta ahí la cuestión Santaolalla. Pero sucede que me pareció horrendo el pasaje fugaz de su época New Age y me pareció cuestionable, para alguien que camina entre el mainstream y la búsqueda de otras identidades su frase sobre Charly García, aunque tuvo derecho a sentir como se sintió. Sucede que también es cierto que ya en democracia Charly sí que se subió a las nuevas olas, claro que con la identidad y el talento de García. Todo esto podría cerrarse del modo en que Santaolalla cerró “la polémica” que se expandió en las redes: Amor a Charly, abrazos con él. “Muchachos, muchachas y muchaches, estaría bueno que lo sepan, lo entiendan, y por favor, no rompan más”.
No, no se trata de putearlo ni de romper las pelotas sino de charlar amistosamente. O hacerlo como hizo Abel Gilbert, con más inteligencia y mejor archivo. Párrafos al respecto:
“Para entenderlo mejor debemos remontarnos brevemente a 1973, es decir, el año de Artaud, de Luis Alberto Spinetta, Candiles, de Aquelarre, e, incluso el por momentos bello Inti Raymi, de Arco Iris. Aquel año, en la revista Pelo, Santaolalla le extiende el certificado de defunción al rock”. Acá Gilbert cita al autor de mmm… Mañanas campestres:
“Consideramos que todas las músicas cumplen un ciclo vital que el rock ya cumplió, y no sólo como música sino como movimiento social y cultural está muerto”.
Eso dictaminó Santaolalla en 1973, recuerda Gilbert, y añade: “Hay que decir que esas bravatas carecían de adhesiones”. También cita a Spinetta: “Yo no me bancaba a Arco Iris y su propuesta fascista. Odiaba toda esa mano de incorporación de instrumentos autóctonos a la fuerza”.Y cita a Billy Bond, que en 1972 calificaba de “macrobióticos los llamados de amor de Arco Iris”.
Me había propuesto no apellidar, caramba. Pero, ya con esta nota avanzada, ayer ví el último capítulo de la miniserie y me pareció el peor de todos. Me pareció fiero que el último capítulo contuviera más y nuevas alabanzas a quien lo produjo: que gurú por acá, que “Gustavo lo hizo otra vez”. Un casi final que contiene mucha sanata rockera –un género oral en sí mismo- de la peor, altisonante y vacía. Más un final-final de espanto en la que un músico mexicano dice que “el rock va a existir mientras haya políticos corruptos”. Berreta, demagogo, antipolítico, mierda posada autoindulgente.
Caprichos finales
Otro buen chiste de Damián Losada sobre Rompan todo: “Miguel Mateos es la mejor persona para no invitar a un asado”. O a documental sobre rock, claro.
Cierto. El que escribe lo detestaba bastante en los 80. Guapo, caretón, una especie de Elvis Presley maleta –o caricatura fulera del cantante rockero macho en escena- con infinito delay. Pero como desde los 80 crecimos, digo: hacía un aceptable pop-rock “corporativo”. Había que bancárselo de todos modos a Miguel Mateos en los festivales alfonsinistas en Plaza de Mayo.
Pero bueno, acá estoy ironizando. Usando mis propios gustos y prejuicios para poner en cuestionamiento los prejuicios de otros. Identificádome con lo que dijo Christian Kupchik, en Face, “algo saturado ante tanto lamento y diatriba”. Lo que él definió como “las absurdas letanías que se leen sobre quién falta o quién sobra”, “la correspondencia del rock con el fútbol en la permanente insatisfacción de los seguidores cuando se pone en duda su subjetividad (en este sentido, el documental funciona como la Selección y Santaolalla su DT)”.
Subjetividades y prejucios: a mí no me gustaba el primer Soda Stereo. Demasiado liviano y esos pelos y esa producción y tanto marketing me resultaban irritantes y demasiado pop para mi temperamento de entonces. Me empezarón a gustar, creo, desde el tema Cuando pase el temblor, segundo disco. Hoy, a la distancia, me parece un grupo de la San Puta y creo que Ceratti es uno de los mejores cantantes del –en fin- rock nacional o latino. Gustos, puros gustos. Veamos Sumo. No. Sumo no me va. Su viscelaridad, sí. Pero no me interesa musicalmente. Es lo que hay. Sin embargo, jamás exigiría: ¡Saquen a ese pelado reventado del documental! Entiendo la importancia del grupo y su leyenda.
Cerremos de una vez con un párrafo de un extenso posteo de la colega y ex compañera de redacción, Tamara Smerling, escrito desde un honestísimo abordaje emocional y generacional: “Lloré, me reí, me indigné, volví a llorar. Por momentos, ver a Spinetta y Cerati me produjo una gran angustia (…) Me gustó mucho, poquito y nada”.
Es una bonita y precisa definición que se acerca a lo que piensa/ siente quien escribe.
Luego Tamara pasa a lo conocido: lista de ausencias, ausencias femeninas, palos a Santaolalla, escasez de Redondos.
Y fin. Sobre gustos no hay nada escrito.
Salvo decir que en las críticas “feministas” sobre la ausencia de mujeres nadie mencionó a Patricia Sosa en sus años de La Torre. Esa tenía sus vicios y yeites cantando. ¡Pero cantaba bárbaro! ¡Y era rock potente!
¡Vamo’ Valentín Alsina!
1 comentario:
El Carpo en un reportaje le explicó a bobo contepomi qué es rock y que no es rock. Todo lo demas son bobadas. No ví el documental y no pienso verlo nunca.
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