11/22/2020

sobre el declive del viejo corazón industrial estadounidense


Por: Gabriel Merino


Una de las claves del triunfo en 2016 de Donald Trump fue haber volteado el “muro azul”, es decir, ganar en tres estados tradicionalmente demócratas: Wisconsin, Michigan y Pensilvania. Y fue la recuperación del “muro azul” por parte de los demócratas, aunque por muy poco margen y con números bastante parecidos a los de 2016, una de las principales razones por las que Joseph Biden venció en las elecciones del 3 de noviembre.

Estos estados ubicados en la megalópolis de los Grandes Lagos son parte del viejo corazón industrial de Estados Unidos, el famoso “Industrial Belt” (cinturón industrial), cuyo máximo apogeo se dio en la post Segunda Guerra Mundial, cuando la potencia del norte representaba el 50% del PIB global y desde esta región se producían buena parte de los automóviles que inundaban las calles del mundo capitalista.

Además de los estados mencionados, la región incluye también a la zona central del estado de Nueva York, Ohio, Indiana e Illinois. Pero hoy su nombre cambió de “Industrial Belt” al de “Rust Belt” (cuya traducción sería “Cinturón del Óxido”). Su irónica denominación sintetiza simbólicamente el proceso iniciado hacia 1980 y caracterizado por la desindustrialización, el declive económico, la pérdida de población y el deterioro urbano debido a la contracción de su otrora poderosa industria.

Paradójicamente, el Rust Belt es uno de los “lados oscuros”, al interior del propio Estados Unidos, del proceso que a su vez le permitió a este país recuperase de la crisis de hegemonía de los años 70’: la transnacionalización económica, la deslocalización productiva en busca de bajos salarios, la especialización “posfordista” en los eslabones de mayor complejidad económica y servicios intensivos en conocimientos en detrimento de la industria tradicional, junto con el salto tecnológico anclado en las Tecnología de la Información y la Comunicación.

Estas transformaciones estuvieron enmarcadas dentro del proyecto de globalización neoliberal comandada por las redes financieras globales angloamericanas y la (costosa) extensión del poder estatal-militar mundial con el objetivo de conformar un verdadero imperio global. Pero el apogeo financiero y militar se desarrolló al mismo tiempo de la pérdida de la primacía productiva estadounidense, ya jaqueada en los setenta por la reemergencia de Alemania-Francia y Japón, así como también una participación cada vez menor de los ingresos de los trabajadores sobre el producto interno bruto (PIB). 

Trump derribó el muro azul en 2016 porque le habló a la base demócrata del Rust Belt, la clase obrera industrial blanca, otrora personificación del “america way of life”, pero en estas últimas décadas en declive permanente, golpeada por la llamada globalización que la cúpula del partido demócrata impulsó –su partido político más afín, el partido que contenía al movimiento obrero organizado, pero que dio un giro sobre todo a partir de la era Clinton en los años 90’.

Pero no fue sólo un discurso o táctica electoral del “magnate” neoyorquino, que nunca tuvo la escala suficiente para sentarse con los peces gordos de Wall Street y padeció el destrato del establishment dentro del establishment. El trumpismo expresa el intento de construcción de un bloque de poder político social. Como señalamos en muchos trabajos, una cuestión fundamental para entender este fenómeno político es observar que en la cúpula del “trumpismo” se encuentran las fracciones de capital retrasadas, asentadas en las industrias tradicionales y con mayor peso en el mercado interno, que otrora “hicieron grande” a Estados Unidos. Aquellas ramas industriales como el carbón, la siderurgia o el petróleo amenazadas por la competencia global, las políticas contra el cambio climático y la transición energética.

La administración Trump también contiene a la burocracia civil y militar –inserta en el complejo industrial-militar— que no están dispuestos a poner en discusión el unilateralismo “americano”; y a un conjunto de sectores conservadores que ven amenazada su identidad nacional blanca, anglosajona y protestante/cristiana tanto por el multiculturalismo globalista, como por el islam o el ascenso de otras “civilizaciones”. Por eso y no sólo porque “junta votos”, es que Trump tiene una enorme ascendencia en el Partido Republicano, que ya con George W. Bush tuvo una impronta americanista, pero que con Trump da un salto cualitativo incorporando un nacionalismo conservador anti-establishment.

Allí hay una construcción de poder político social que está lejos de desaparecer más allá de la derrota electoral. Su naturaleza nacionalista conservadora, las expresiones de racismo y xenofobia en muchos de sus componentes y su nativismo expresa la reacción de los grupos, fracciones y clases “perdedoras” en la dinámica del capitalismo financiero transnacional comandado por Wall Street, Londres y Washington. Cuyos perjuicios y prejuicios aumentan en la medida en que avanza el declive relativo de Estados Unidos; y se asientan en fracturas ideológicas y sociales estructurales que emergen en los grandes procesos de crisis, como en los años 60’ y 70’.

Esta construcción de poder está lejos de resultar homogénea. Existen muchísimas pujas al interior, empezando por la contradictoria articulación entre los nacionalistas neohamiltonianos y el americanismo militarista conservador y neoconservador, que estalló en varias oportunidades, o las tensiones entre Trump y el establishment americano que controla el la Secretaría del Tesoro, a cargo de Steven Mnuchin, proveniente de Goldman Sachs. Pujas que resultan feroces como se vio en el caso del halcón neoconservador John Bolton, quien impulsaba una confrontación bélica directa con Irán.

¿El movimiento obrero organizado con Trump?

El declive del viejo corazón industrial estadounidense, así como la articulación político social que expresa el trumpismo, es uno de los factores centrales que explica una profunda transformación en los alineamientos clásicos de las clases populares estadounidenses. Si bien estos alineamientos estaban lejos de ser homogéneos y convivían con otras determinaciones, lo cierto es que el tradicional movimiento obrero organizado se lo asociaba al Partido Demócrata, a la vez que existía un vínculo con el catolicismo y con las familias obreras con orígenes irlandeses e italianos. Un estereotipo que, insisto, estaba lejos de ser una realidad absoluta, pero si eran equivalencias existentes y profundas en la cartografía social de dicha región.

Aspectos clave de este quiebre se pueden observar con claridad cuando en marzo de 2018 el líder sindical Richard Trumka, presidente de la central obrera AFL-CIO, tradicionalmente alineada con el Partido Demócrata, festejó junto a Trump la imposición de aranceles al acero y al aluminio decididos por el gobierno, a partir de lo cual se inició una profundización de la política proteccionista estadounidense y se produjo el comienzo de la guerra comercial contra adversarios y aliados.

“La decisión del presidente Donald Trump supone la primera vez en la que no sólo se habla del problema, también se hace algo para solucionarlo. Este es el primer paso, y creemos que es positivo”, dijo Trumka, trabajador de las minas de carbón del oeste de Pensilvania, donde se convirtió en representante sindical. Su padre también fue minero del carbón, cuya familia era de origen polaco, mientras que su madre era ítalo-americana. Ambos, al igual que él, de religión católica. 

En aquella oportunidad, Trumka también defendió el hecho de que los trabajadores industriales hayan votado por Trump, en lugar de su tradicional apoyo a los demócratas, frente a las críticas del progresismo. Y agregó, en oposición a los acuerdos de libre comercio y mostrando el núcleo central de este realineamiento, que: “Las leyes de la globalización han sido escritas para que los trabajadores pierdan. Es el mito que han tratado de perpetuar, la excusa es la economía, no se puede hacer nada. Pero la economía no es otra cosa que un conjunto de normas, y esas normas son escritas por los hombres y mujeres que elegimos, y que diseñan quienes son los vencedores y quiénes los perdedores” (EFE 6/3/2018). El discurso y las acciones proteccionistas de Trump eran música para sus oídos, más allá de tener tradiciones diferentes y rechazar otros aspectos de su política.

Ya antes de las elecciones de 2016 y con otra figura de presidente, los líderes de esta central sindical, la principal de Estados Unidos, había dejado claro que estaban casados de perder puestos de trabajo en nombre de la política exterior. Michael R. Wessel, miembro de la Comisión de Revisión de Economía y Seguridad Estados Unidos-China del Congreso y vinculado con los sindicatos, sintetizó perfectamente la cuestión en la siguiente frase: “Bueno, el trabajador estadounidense está harto de ceder puestos de trabajo por los objetivos de política exterior.” Fue toda una “marcada de cancha” a Hillary Clinton que tuvo que dejar de defender en plena campaña los acuerdos de libre comercio e inversiones promovidos por las transnacionales estadounidenses, como el Tratado Trans-Pacífico, a pesar de que ella fue una de las principales impulsoras de esas iniciativas. 

El candidato demócrata

Más allá de su avanzada edad (77) y de su cuestionada lucidez, Joseph “Joe” Biden era un candidato ideal para recuperar el “muro azul” y a la vez responder a la cúpula del partido demócrata. Primero porque no representa el puro globalismo neoliberal de Hillary Clinton, difícil de digerir para la población obrera del “rust belt”. Y en segundo lugar por tratarse de un candidato que podía volver a seducir a dicha base social sin dar promesas de soluciones económicas de fondo a sus problemas, sino trabajando la cuestión de la identidad. Su el origen humilde, la infancia en la ciudad de Scranton (Pensilvania), su catolicismo practicante y su “simpatía” demócrata-de-vieja-escuela por los sindicatos fueron activos importantes.

Esas características lo convirtieron en una gran carta para preservar cierta unidad en el tensionado partido demócrata, disciplinar y contener precariamente al ala reformista y disputarle a Trump el “rust belt”. A pesar de que la carrera política la haya hecho en Delaware, un estado globalista por excelencia y, de hecho, un paraíso fiscal en el propio territorio de los Estados Unidos, del cual fue senador por seis mandatos entre 1972 y 2008, para luego asumir como vice-presidente de Barack Obama. Con una candidata con el perfil de Clinton, probablemente y a pesar de la Pandemia, podría haberse ampliado la diferencia en favor de Trump en dicha región.

Hay que destacar igualmente, que el elemento central que abrió la posibilidad de disputa electoral real para el poco carismático candidato demócrata fue el golpe económico y sanitario que se produjo con la pandemia del covid-19 y la desastrosa respuesta gubernamental. Hasta ese momento se pronosticaba un casi seguro triunfo de Trump.

Trump no pudo devolverle la industria perdida al viejo cinturón industrial pero si recuperó algo de los salarios en declive relativo desde los años 80’ y llevó algunas de sus demandas a la agenda del poder ejecutivo. 

Todo un símbolo de sus frustrados intentos reindustrializadores fue que en la primavera boreal de 2019 General Motors cerró su fábrica en Lordstown, Ohio, como también sus plantas de ensamblaje en Michigan y Maryland. Además, la recuperación del empleo industrial fue de baja intensidad, se crearon sólo medio millón hasta 2019 en un país de 320 millones de habitantes. El problema no es sólo la deslocalización productiva y el ascenso de China y de Asia como centro industrial mundial. Un elemento central, propio de la historia del capitalismo, es la automatización mediante incorporación de tecnología, que sustituye mano de obra y aumenta la productividad, poniendo límites a dicha recuperación del empleo industrial. 

Tampoco resultó muy efectiva la guerra comercial, con un discurso centrado contra China. El déficit comercial del año pasado fue el mismo que en 2016. Por otro lado, no pudo frenar el ascenso de Beijing, todo lo contrario, ni tampoco detener su plan de desarrollo tecnológico Made in China 2025, que en Washington miran espantados desde casi todos los posicionamientos políticos porque amenaza la supremacía tecnológica que todavía posee Estados Unidos en algunas ramas y componentes estratégicos (semiconductores, tecnología aeroespacial o robótica).

Con su exacerbado discurso anti-chino, Trump sí pudo “alimentar” a los sectores que expresa con elementos simbólicos e ideológicos; al igual que con su apoyo al supremasismo blanco, el cual no sólo funciona como dispositivo racista, arraigado en tradiciones históricas, para empoderar a los trabajadores blancos al interior de Estados Unidos y producir los clásicos “chivos expiatorios” que otorgan un sentido a su declive. Sino que también se articula en la visión del “choque de civilizaciones”, exacerbando el “alimento” patriótico.

Una cuestión central es que Trump sí logró impulsar el crecimiento de los ingresos en esos trabajadores blancos sin estudios universitarios. Según datos de la Reserva Federal (Jorge Castro, Clarín, 15/11/2020), los trabajadores de menor nivel educativo aumentaron sus ingresos 5% anual en los últimos 4 años, acumulando un alza de sus ingresos de 18% entre 2016 y 2019. Mientras que el 30% de arriba tuvo un modesto auge de 2% en ese periodo y el 1% más rico tuvo una disminución del 3% en términos relativos, lo que contrasta claramente con lo ocurrido entre 2010 y 2016. Y ello benefició no sólo a trabajadores blancos, sino también a afroamericanos y latinos, en donde vio crecer su ascendencia electoral, más allá del apoyo a organizaciones racistas, los discursos xenófobos o el retroceso en los programas sociales.

A su vez, logró aumentar la alicaída productividad de las pymes industriales estadounidenses que durante el período 2010-2016 iba muy atrás con respecto las trasnacionales. En tanto la reducción del impuesto a las ganancias de las empresas del 35% al 21% también benefició a ese entramado productivo, como a las grandes corporaciones, a costa de profundizar una tendencia estructural hacia el aumento de la desigualdad de la riqueza. 

Esta política se hizo “derramando” sobre trabajadores y las pymes un poco del keynesianismo militar y financiero practicado en Estados Unidos para la cúpula, que se expresa en un déficit fiscal y comercial estructural que tiene décadas y que sólo se financia por la primacía financiera-monetaria que todavía ostenta de Estados Unidos, lo que le permite vivir muy por encima de lo que produce.

La política de Trump se reflejó en el crecimiento del déficit fiscal durante su mandato: 3.1% en 2016, 3.4% en 2017, 3.8% en 2018, 4.6% en 2019 y 4.8% en la proyección del presupuesto 2020 pre-pandemia (17,9% se estima en 2020 por el gasto covid-19). A ese ritmo también creció el endeudamiento público que ya superó el 100% del PIB y se ubica casi al mismo nivel que durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar de sus posicionamientos contra los “gatos gordos de Wall Street”, la administración Trump no pudo escapar del proceso de financiarización que apalanca a las redes financieras globales, a las que se enfrenta pero con las que debe compartir el poder estatal.

El récord de empleo alcanzado antes de la Pandemia, los aumentos de ingresos de los asalariados, los beneficios para las corporaciones estadounidenses que inviertan en el mercado interno, sus guerras contra el establishment globalista desde el nacionalismo-americanista conservador y el coqueteo con elementos neofascistas –expresión propia de las burguesía retrasadas de países centrales— explica que haya obtenido el récord de 71 millones de votos a pesar del desastre ocasionado por la Pandemia y las decisiones adoptadas para enfrentarla.

El futuro cercano de Biden

Joe Biden logró recuperar el “muro azul” y su figura permitió a los demócratas volver a la pelea en el viejo cinturón industrial estadounidense. Sin embargo, hay muchos interrogantes a futuro.

Según se observó en el proceso electoral y especialmente en las primarias, cuando quedaron desplazados los candidatos que expresaban una agenda reformista más afín a las clases trabajadores, volvió a imponerse la cúpula demócrata como en 2016. Si ésta y el poder financiero transnacional que financiaron la campaña de Biden –en una elección que llegó al récord de gastos por 11000 millones de dólares— imprime al nuevo gobierno su política gloablista, su programa neoliberal y su ideología liberal conservadora, probablemente vuelva a perder el ya quebrado “muro azul” y su ascendencia en el viejo corazón industrial.

No va a alcanzarle al Partido Demócrata si sólo vuelve a ofrecer a sus votantes de base una política identitaria más inclusiva desde lo simbólico para las minorías, la clásica agenda de derechos civiles y escasos programas sociales.

Si eso sucede, probablemente se profundice la crisis del Partido Demócrata, sus pujas internas y la búsqueda de su base popular de una política más sustancial en términos distributivos. Especialmente en una situación de declive relativo y crisis económica, que agudiza el sentimiento anti-establishment y moviliza (por izquierda y derecha) a las clases populares. 

Será por eso que Gideon Rachman, editorialista del órgano globalista londinense Financial Times (16/11/2020), escribe que habría que conformarse con el hecho de que EEUU por lo menos "ya no estará destruyendo activamente las instituciones globales". Es difícil encontrar una definición tan precisa y lacónica del declive relativo de EEUU en el mapa del poder mundial y de la crisis de la globalización financiera neoliberal. Pero también, en dicho diagnóstico, hay sobre todo un reconocimiento de las dificultades internas para imponer su programa.

REFERENCIAS

[1] Esto se encuentra trabajado en: Gabriel E. Merino, “Globalistas vs Americanistas”, capítulo del libro Geopolítica y Economía Mundial. El ascenso de China, la era Trump y América Latina, Gabriel E. Merino y Patricio Narodowski coordinadores, La Plata: EDULP, 2020. http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/library?a=d&c=libros&d=Jpm875 . Y también en: Gabriel E. Merino, “Trump: la fractura en Estados Unidos y sus implicancias en la transición histórica actual”, en Casandra Castorena Sánchez, Marco A. Gandásegui y Leandro Ariel Morgenfeld, Estados Unidos contra el mundo: Trump y la nueva geopolítica, Buenos Aires: CLACSO, Siglo XXI, 2018. http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/gt/20180830072543/EstadosUnidos_contra_el_mundo.pdf . Este y los otros libros del grupo de trabajo de CLACSO de Estudios sobre Estados Unidos son centrales para estudiar y analizar a la potencia del norte tanto en sus dimensiones internas, como en relación a América Latina y a la escala mundial.

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