10/22/2020

reflotando la tercera vía: una visión optimista

Este 2020 ha habido llamados a las urnas en todo el planeta: para cambiar la Constitución en Chile, para elegir legisladores en Venezuela, para votar al próximo ocupante de la Casa Blanca, para, después de un año de gobierno interino, por fin tener un presidente en Bolivia.

Antes de la pandemia, el populismo era un tema clave en las elecciones: ¿qué impacto ha tenido la crisis del coronavirus en los políticos que prometían cambios radicales ante la indignación popular?

— Elda Cantú

Luego de probar el populismo, muchos ansían el centro



Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, se ha convertido en una heroína para algunos progresistas por el desempeño de su gobierno durante la pandemia. Este mes ganó la reelección de manera aplastante.David Rowland/EPA vía Shutterstock


Cuando la pandemia de coronavirus llegó —en medio del quinto año del auge mundial del populismo de derecha— había, en general, dos resultados previsibles. Los votantes culparían a los políticos e instituciones de la clase dominante —de quienes ya desconfiaban— eligiendo a más populistas recién llegados que canalizan la indignación popular y prometen un cambio radical. O, escarmentados y serenos, los votantes volverían al centrismo tecnocrático contra el que se han rebelado en los últimos años.

Al inicio, ese primer resultado parecía lo más probable. La pandemia ha ocasionado trastornos económicos, peligro físico e incertidumbre general sobre el futuro, lo cual tiende a impulsar el apoyo a los partidos populistas. El virus también puso de manifiesto las deficiencias institucionales y los fallos burocráticos mientras los gobiernos luchaban por mantenerse al día. Podría decirse que, hoy en día, los ingredientes de la victoria populista están presentes a niveles aún mayores que durante el apogeo de la ola populista en 2015 y 2016.

Sin embargo, al menos hasta ahora, ese segundo escenario parece estar convirtiéndose en realidad. En toda Europa y América, las dos regiones más afectadas, los votantes están avanzando poco a poco —y en algunos casos a toda velocidad— al tan denostado centrismo del poder establecido. Esa tendencia nos dice mucho sobre la era populista y su futuro, tanto durante la pandemia como después de ella.

Los neozelandeses le dieron una victoria aplastante al gobernante Partido Laborista de izquierda, liderado por Jacinda Ardern, quien ha sido llamada “la anti-Trump”. Pero, curiosamente, la tendencia parece mantenerse casi independientemente de si el país tuvo un gran éxito contra el virus, como Nueva Zelanda, o si luchaba desesperadamente contra él.

En Italia, que resultó muy afectada, las elecciones regionales mostraron que los votantes huyeron en masa del partido populista antiinmigrante y anti-Unión Europea para apoyar a la coalición de centroderecha. Fue un cambio con respecto a las últimas grandes elecciones de 2018, cuando los populistas ganaron más que cualquier otro partido.

En Alemania, apenas te enterarías que ha habido una revuelta populista. Las elecciones locales tuvieron resultados muy similares a los de la última votación, en 2014, cuando la coalición de centroderecha de Angela Merkel se afianzó en el poder antes de que comenzara el auge populista en ese país. La región española de Galicia también mantuvo a su partido de centroderecha en el poder, y le negó suficientes votos al rival populista de extrema derecha para siquiera lograr un escaño en la legislatura regional.

Y en Estados Unidos, por supuesto, las encuestas proyectan una victoria arrolladora para el Partido Demócrata, que se presenta con un exvicepresidente centrista y conocido contra el presidente Donald Trump, quien se ha convertido, en muchos aspectos, en el rostro de la ola populista derechista y antipoder establecido.

Entonces, ¿qué está pasando?

Una de las grandes lecciones de la ola populista ha sido que los votantes se rebelan contra los partidos tradicionales cuando experimentan un sentido de cambio social incontrolado: picos en la inmigración, agitación económica a largo plazo, transformación demográfica o de las costumbres sociales.

Un estudio realizado por Maureen Craig de la Universidad de Nueva York y Jennifer Richeson de la Universidad de Yale, por ejemplo, reveló que los estadounidenses blancos que se limitan a leer un artículo sobre el cambio demográfico que se avecina expresarán más “actitudes negativas hacia los latinos, los negros y los asiáticos estadounidenses” y un “sesgo más automático a favor de los blancos y en contra de las minorías”.

Las amenazas físicas percibidas —que podrías pensar que también se aplican al coronavirus— desencadenan una respuesta similar. En las investigaciones se constata repetidamente que los atentados terroristas, o incluso la percepción del riesgo de uno, aumentan el apoyo a los partidos de derecha que prometen proteger a un grupo demográfico de otro.

Pero todos estos cambios o peligros no deseados tienen una cosa en común: se experimentan como el despojo hacia un subconjunto particular de la sociedad. Cuando eso ocurre, la gente se aferra más a la identidad de grupo que se siente amenazada, lo que los lleva a ver el mundo dividido entre “nosotros” y “ellos”.

¿Quién podría garantizarnos mejor la protección a “nosotros” que los enojados populistas que prometen castigar y controlarlos a “ellos” y también prometen enfrentarse a los centristas de la clase dominante cuyos ideales liberales de la vieja escuela exigen protecciones iguales?

El coronavirus no discrimina. Su impacto, aunque profundamente desestabilizador, es más o menos universal. Las amenazas a toda la sociedad tienden a hacer que las personas amplíen su sentido de identidad. Normalmente se identifican más con su nacionalidad que con su raza o religión, lo que también les hace apoyar más a las instituciones nacionales y a las figuras de autoridad, porque estas llegan a sentirse como extensiones de esa identidad. Así que esta es la rara crisis que puede fortalecer, en vez de erosionar, la fe en el poder establecido.

La pandemia no es un gran ecualizador, por supuesto, está ampliando las divisiones sociales, raciales y económicas, en algunos casos drásticamente. Sin embargo, esa desigualdad perjudica sobre todo a las minorías y a las comunidades más pobres, más que a los blancos de clase media y trabajadora que han impulsado la reacción populista.

También puede haber un elemento más simple: en una época de grave crisis mundial, tal vez no sea chocante que la gente recurra al aburrido, familiar y tecnocrático régimen de la clase dominante. O que vean algún beneficio en mantener las instituciones en vez de elegir a los populistas que a menudo se postulan con la promesa de derribarlas.

Los últimos años sugieren que a los votantes les puede gustar más elegir populistas que ser gobernados por ellos. Después de una serie de victorias que estremecieron al mundo, los partidos y líderes populistas sufrieron reveses electorales generalizados en 2018 y 2019. Esos partidos habían pasado años, en algunos casos décadas, aumentando su popularidad pero, una vez que asumieron el poder, muchos de esos aumentos se estancaron repentinamente, o incluso se revirtieron.

Eso no significa que el populismo de derecha haya sufrido alguna derrota permanente o global. El movimiento todavía tiene una base sustancial de apoyo, especialmente en todo Occidente y América Latina. Todavía tiene poder, o por lo menos minorías influyentes, en varios países. (Los votantes polacos reeligieron a su presidente populista este verano, aunque solo por un margen de 51 a 49, lo cual es bastante estrecho para un gobernante en funciones). Y la base de su apoyo apenas ha desaparecido: la reacción contra los inmigrantes, la desigualdad económica, la disminución de las identidades nacionales y el deseo de un gobierno de mano dura siguen siendo generalizados.

Esas fuerzas han sido eclipsadas, al menos en parte, al menos por ahora, por los peligros y las cargas de una pandemia mundial. Pero, si los últimos 20 años sirven de guía, será el éxito o el fracaso de cualquier recuperación económica lo que determine si el centrismo del poder establecido experimenta un regreso o simplemente un respiro. — Max Fisher

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