Chile o el vértigo del futuro
Carolina Tohá
Chile vive un ciclo de protestas sin precedentes que desafía las interpretaciones sobre lo que entró en crisis. ¿El neoliberalismo? ¿El sistema político? ¿Un modelo desigualitario de sociedad? ¿Todo ello a la vez? El progresismo, que gobernó durante gran parte de la transición posdictadura, tiene su propio desafío en esta crisis: construir unidad, reflexión colectiva y alternativas. Pero aún está lejos de ello, en un año en el que se discutirá un cambio constitucional que parecía imposible poco tiempo atrás.
Nuestra crisis ¿qué tan nuestra es? En el debate del país, pareciera que es totalmente chilena. Circulan diversas hipótesis, hay discusión sobre ellas, pero todas hacen referencia fundamentalmente a dinámicas locales: primero, la desigualdad que Chile no ha logrado revertir; segundo, el empeoramiento de las expectativas económicas; tercero, la abismal fractura entre la esfera política y la sociedad. Las tres tienen abundante evidencia, por separado son ingredientes suficientemente poderosos como para traer inquietud y malestar, y combinados entre sí parecen un cóctel perfecto para una crisis, pero… ¿esta crisis? ¿Así, tan explosiva, definitiva, radical?
La crisis chilena tiene múltiples componentes locales, sin embargo, las mareas profundas que la mueven están totalmente conectadas con una tormenta mucho mayor, que con distintos síntomas está mostrando un problema de muchas democracias para dar respuesta a las insatisfacciones y los temores que el sistema de desarrollo del capitalismo global ha generado. La influencia de las concepciones neoliberales tiene un papel relevante en ese malestar, pero no es el único elemento. La crisis de las formas convencionales de representación política y social, incluyendo la decadencia de los partidos tradicionales; el cambio climático y los gigantescos dilemas que plantea; la polarización de los debates públicos de la mano de las redes sociales; la incertidumbre sobre el futuro laboral gatillada por los cambios tecnológicos; los procesos migratorios, con los temores que activan; la disolución de lazos tradicionales de identificación social y su reemplazo por una creciente fragmentación cultural y el frenazo de las expectativas económicas de largo plazo que afecta a parte importante del planeta, incluyendo a América Latina, son algunos de los factores adicionales que empujan los conflictos. Son tan profundos y variados los elementos que tensionan hoy el mundo que se puede decir que, más que tratarse solamente de una crisis del modelo neoliberal, esto es un cambio de era, una transición mayor que es difícil de dimensionar desde el centro de la tormenta en que estamos.
La forma en que todo esto se conjugó en Chile puede ser muy propia del contexto local, pero también es verdad que el país tiene una larga historia de trances políticos que han sido arquetípicos de procesos globales. No sería extraño que este también lo termine siendo, no solo en cuanto a crisis sino también como solución, cualquiera que esta sea.
Probablemente, cuando pase el tiempo y se estudie lo ocurrido en Chile surgirán dos líneas de análisis: una que observará las dinámicas profundas de la sociedad, que generaron una fragilidad tan alta en la legitimidad del orden social y una frustración tan marcada respecto a la posibilidad de modificarlo por las vías institucionales, que terminaron por allanar el terreno para que gran parte de la población estuviera dispuesta a poner todo en cuestión con tal de abrir la posibilidad de ciertos cambios. Y otra que analizará el manejo de la crisis y cómo se catalizó exponencialmente el malestar por las malas decisiones tomadas en el primer momento, y la forma confusa con que se intentó luego enmendarlas, lo que generó la sensación de que no había manera de que el actual grupo dirigente llevara por buen camino la solución del conflicto. Y nótese que «grupo dirigente» se refiere en este caso al gobierno en primer lugar, al presidente Sebastián Piñera en particular, pero también a la oposición y a otras entidades que podrían haber cumplido un papel en articular soluciones.
Al leer esto se podría pensar que Chile está rumbo a un despeñadero, pero los misterios de la vida han permitido que, en medio de los tropiezos de estas acaloradas semanas, la desorientada dirigencia política construyera una vía de salida sin siquiera dimensionar sus efectos. La derecha más aferrada a la Constitución del 80 estuvo dispuesta a renunciar a ella pensando que ese solo gesto calmaría las calles y traería de vuelta la posibilidad de control. La centroizquierda, por su lado, imaginó que el reemplazo de la Constitución del 80 iba a ser percibida como un triunfo popular que traería al menos un paréntesis de reencantamiento con su conducción. Nada de eso ha ocurrido, pero sí se ha abierto un itinerario de mediano plazo que pondrá simultáneamente en juego la definición de nuevas reglas y el concurso por nuevos liderazgos. Tratándose de un proceso y no de un episodio, sus resultados dependerán de quienes sean capaces no ya de resolver el estallido social, sino de articular gradualmente una nueva forma de entendernos hacia adelante, algo que deberá ir construyéndose a tientas durante los próximos dos años o más. Y «quiénes» se refiere a qué personas, pero también a qué ideas y a qué formas de acción política.
La desigualdad, la economía, la política
Los ingredientes que han alimentado esta crisis son, como decíamos, múltiples. La desigualdad chilena ha sido la causa más evidente, pero tiene muchas dimensiones y no todas pesan por igual. La que mide el índice de Gini no es la principal. Es un indicador que no da para estar orgullosos, pero que ha tendido a mejorar. Chile está en la medianía de Latinoamérica en este indicador, después de haber estado largos años en las peores posiciones. Hay estudios, como el realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud)1, que muestran que las desigualdades que más irritan a la sociedad chilena no son las brechas de ingreso sino cómo estas se traducen en diferencias de trato. Cómo, en el fondo, el tamaño del bolsillo influye en el mayor o menor respeto que se recibe de la sociedad. Otras visiones ponen el acento en la forma en que las diferencias económicas afectan el ejercicio de derechos sociales básicos como la salud o la educación, ámbitos donde es visible la herencia de las reformas impulsadas por la dictadura de Augusto Pinochet. Los sistemas de salud, educación y pensiones tienen un fuerte componente de mercado en Chile, que diferencia las prestaciones según la capacidad de pago, y los tres han generado un sector de empresas altamente lucrativas. Pese a que en todas estas áreas ha habido reformas importantes que han neutralizado algunos de sus rasgos más abusivos o excluyentes, su esencia permanece y nunca ha habido condiciones que permitan ponerla realmente en discusión. Hasta hoy.
La reducción de expectativas económicas es también un factor fundamental. Desde el retorno a la democracia, Chile se vio favorecido por las oportunidades que generó la apertura de su economía en pleno periodo de expansión de la globalización, a lo que siguió después el ciclo de altos precios de los commodities, que favoreció a gran parte de América Latina, incluido Chile. Terminadas ambas olas, lo que queda es una economía con proyecciones de crecimiento moderadas, mientras las expectativas de consumo de la población experimentan una inercia de 30 años que las empuja hacia arriba y la resaca del endeudamiento agobia la economía de los hogares.
El divorcio entre la política y la sociedad, o más bien, de las instituciones con la sociedad, lleva tiempo ahondándose. Comenzó como un aumento de la abstención desde fines de los años 90, siguió con la reducción de la adhesión de los partidos y luego con el aumento de la desconfianza. El golpe de gracia llegó con la sucesión de escándalos de corrupción y abuso que han alcanzado a prácticamente todas las instancias que detentan algún poder, público o privado: las empresas, la política, las iglesias, el fútbol, la policía, el ejército. Una bancarrota reputacional en toda la línea.
A pesar de que estos problemas son complejos para Chile, están lejos de ser una exclusividad del país. Chile no es más desigual que el promedio de la región, no tiene la economía más alicaída ni los peores índices de corrupción; sin embargo, es el país donde hay el mayor cuestionamiento y malestar con este estado de cosas. No se ha llegado a este punto solamente por el tamaño de los problemas sino, especialmente, por deficiencias en la forma de procesarlos desde la política. Sostenemos aquí que lo que sucede en Chile obedece a un colapso político más que a un cuestionamiento del modelo neoliberal o al agotamiento de la estrategia económica. Como resultado de la crisis, ciertamente se ha abierto una ventana para que Chile se desprenda de sus herencias neoliberales y reformule su modelo de desarrollo, pero lo que produjo la ruptura y colmó la paciencia de la gente fue la desesperanza en que el proceso político pudiese ser eficaz para procesar sus reclamos.
La política, la política, la política
Muchos han visto en la crisis chilena el acabose del modelo neoliberal. Se asume que Chile ha sido la Meca de esa ideología, transformada en modelo socioeconómico por la dictadura, preservado por décadas gracias a los candados que esta dejó en su Constitución y que las fuerzas políticas de otro signo no llegaron a abrir.
Lo que suele llamarse el «modelo chileno», y que muchos asimilan a la quintaesencia del modelo neoliberal, es una sopa que tiene más pelos que los que cuenta esa descripción. Lo que tiene de neoliberal el modelo chileno es innegable, pero digamos que esas ideas no escasean en otras partes, sino que han pasado a ser lengua franca en demasiadas latitudes, aunque en ninguna hayan alcanzado ni por cerca el nivel de penetración que llegaron a tener en el caso chileno. Es posible que el neoliberalismo que permaneció en Chile no hubiera flotado mucho tiempo si no hubiera sido porque las concepciones básicas de esa ideología solo ganaron terreno en el mundo entero al menos hasta la crisis económica mundial de 2008 y, después de eso, cuando empezaron a retroceder, no se logró levantar con éxito ninguna visión alternativa que las reemplazara sino, por el contrario, una cadena de decepciones, cuando no francas chambonadas.
En el fondo, la crisis del neoliberalismo cuyo emblema sería Chile no es solo el agotamiento de esas ideas sino, en gran parte, el efecto de la ausencia de otras con una capacidad equivalente para funcionar en las sociedades de hoy. Si las hubiera, probablemente el desarrollo de los sucesos iría por otro camino. Es la falta de esas ideas la que nos lleva hasta el estallido social chileno, pero también hasta Donald Trump, Jair Bolsonaro, el Brexit, Nicolás Maduro o frustraciones como la de Alexis Tsipras. La crítica al orden social no es lo mismo que la capacidad de levantar alternativas a él. En el amplio espectro de fuerzas políticas y sociales que se declaran inconformes con el sistema chileno, la amplitud de miras dura hasta que llega el momento de definir propuestas de reemplazo. En ese mismo instante reinan la dispersión de opiniones, las recriminaciones mutuas y las excusas para no ponerse de acuerdo. Nunca. Entonces, Chile será más neoliberal que otros, pero la fuerza de esa ideología y su resistencia pese a la decepción que ha producido no son algo solo chileno ni adjudicable exclusivamente a la porfiada herencia pinochetista, sino también a la falta de alternativas desde la vereda progresista.
Otro elemento que escapa a la descripción del modelo chileno como puro neoliberalismo es el conjunto de transformaciones que Chile ha tenido y que están en tensión con esa visión ideológica. Mal que mal, el país ha sido gobernado 24 de los últimos 30 años por gobiernos de centroizquierda, con un relato bastante disímil del neoliberal. Ese relato construyó una gramática de horizontalidad, de derechos, de igualdad, de no discriminación, de inclusión, que empujó a la sociedad en esa dirección hasta ponerla en conflicto con los elementos que obstaculizaban su camino. Y en ese proceso, la misma dirigencia política que lo encabezó ha ido quedando del lado de los obstáculos que hay que remover.
En Chile persisten desigualdades inaceptables, pero es una sociedad que se sacudió del conservadurismo que la caracterizaba, que se hizo consciente de sus derechos y que se tomó en serio la igualdad ante la ley. Ninguna de esas transformaciones sucedió espontáneamente, ni fue un efecto automático de los avances económicos, como a algunos les gusta argumentar. Fue el resultado de batallas políticas en las que esas concepciones fueron ganando terreno y transformándose en políticas públicas, instituciones y conquistas sociales. Pero llegó un punto en que Chile comenzó a tener un desajuste creciente con su promesa, con la imagen que se hizo de sí mismo, instalada en gran parte por el relato político progresista, pero también sustentada ampliamente por la sociedad. Esa promesa de Chile no era la pura oferta neoliberal. Esa oferta existía, pero mezclada con otros elementos en un híbrido muy particular. Ese híbrido, y no la pura herencia neoliberal, es el modelo chileno.
Cuando Chile relataba su éxito, no hablaba solamente de sus indicadores macroeconómicos, del crecimiento y las exportaciones. Hablaba de la reducción de la pobreza. De la expansión de la educación superior. De la cobertura escolar. De la esperanza de vida. De la mayor libertad. Del avance de las mujeres. Del fin de la censura. Del divorcio. Del reconocimiento de los diversos tipos de familia. Del combate contra la discriminación. De los avances en transparencia. Se hablaba del camino de los derechos garantizados y de la conformación de una red de protección social. Las bases neoliberales existían y se mantuvieron, pero se combinaron en el camino con una serie de otros elementos disonantes. La promesa de Chile era crecer con igualdad. Era la promesa de las políticas públicas graduales e incrementales.
El problema fue que ese camino se topó con un muro y nunca supo qué hacer con él. ¿Por qué esa trayectoria de avances pudo derrotar el conservadurismo que impedía el divorcio y toda forma de aborto y no fue capaz de cambiar el modelo previsional? ¿Por qué pudo implantar uno de los sistemas de transparencia pública más avanzados del mundo y no logró voltear los mecanismos de elusión tributaria de cuya existencia nadie duda? ¿Cómo se explica que Chile haya reformado más de 60 veces la Constitución eliminando enclaves autoritarios y nunca haya removido los quórum supramayoritarios que impiden a las mayorías funcionar como en cualquier democracia normal? ¿Cómo se entiende que se pudiera casi triplicar el porcentaje del pib dedicado a salud y no se lograra terminar con la dualidad de un sistema para los ricos y sanos separado de uno distinto para el resto? Lo que ha hecho explotar a Chile es la incapacidad del sistema político de destrabar los debates que no tenían una salida en el marco de la institucionalidad vigente. La derecha estiró demasiado el chicle de las ventajas que le daba el sistema. Hoy probablemente se arrepienta. Las fuerzas del centro y la izquierda, por su lado, nunca convocaron al electorado a dirimir ese conflicto, de hecho, nunca lo levantaron como un dilema central. Si lo hubieran hecho, probablemente hoy no tendrían sobre su cuello el aliento rabioso del movimiento social.
Lo que se viene abajo del modelo chileno no es solo su neoliberalismo, sino una forma de lidiar con él desde la política progresista. Todo lo que ese curioso experimento pudo dar lo dio con creces hasta producir una realidad para la cual ya no tuvo nada que ofrecer, una realidad que demandaba justamente lo que esa fórmula no podría entregar: tocar lo intocable, discutir lo que estaba fuera de la discusión.
Los nudos que la política no pudo desatar
Cuando llegó ese punto en que los debates de la sociedad no encontraban salida en el proceso político, quedaron en evidencia dos nudos que nadie pudo desatar.
Primer nudo: las instituciones contramayoritarias de la Constitución de 1980. Son varias: el sistema binominal de elección de diputados (que limitaba la representación), el Tribunal Constitucional y los súper quórum. La energía política se ha puesto siempre en el primero y el segundo, de hecho, el sistema binominal ya se eliminó, pero la madre del cordero es, en realidad, el tercero. En el sistema chileno hay una amplia batería de materias en las que solo se pueden hacer reformas si se reúnen quórum especiales, que van desde la mayoría absoluta hasta mayorías especiales de 4/7, 3/5 y 2/3. Muchos sistemas constitucionales tienen quórum especiales para algunas materias, particularmente para modificar la propia carta fundamental, pero no hay ninguna democracia sólida en el mundo que siquiera se acerque a los quórum establecidos en Chile. Esos quórum son casi imposibles de alcanzar sin el concurso de una parte relevante de la derecha y ello significa, en la práctica, que aunque haya mayorías persistentes en el tiempo que respalden ciertos cambios en áreas como, por ejemplo, la salud o la previsión, es imposible aprobarlos si no hay un acuerdo político transversal.
En ese marco de restricciones, la forma de avanzar fue a punta de acuerdos pragmáticos, que implicaban dejar de lado muchas cosas para poder avanzar en otras, y asumirlo así no fue incorrecto. Respetar la institucionalidad, tampoco. El error fue presentar como consensos lo que resultaba de ese juego de restricciones. Se acuñó la expresión «política de los consensos» y se la vistió con lentejuelas como el mayor logro democrático, cuando era más bien una estrategia para sortear los obstáculos que ponía la Constitución al ejercicio de las mayorías. Esos obstáculos, que los conservadores juzgaron como un seguro contra las posturas más extremas, terminaron alentándolas.
Al perder relevancia el juego democrático en que se diputan las mayorías fijando posiciones sobre los aspectos nucleares del país, lo que imperó fue una práctica política de complejas negociaciones insondables para la ciudadanía. Así, quienes estaban fuera de esa mesa tuvieron la cancha despejada para representar a todo el que quedaba descontento con el resultado final y ganaron terreno para propuestas radicalizadas o irrealizables.
Los gobiernos progresistas no tuvieron una estrategia de salida de esos candados que limitaban la decisión democrática. Muchos sectores se terminaron sintiendo cómodos con ese esquema de restricciones y languidecieron sus energías por cambiar las cosas. No es de sorprenderse después de tantos años en el poder. Pero el verdadero problema es qué hicimos los demás, los que pensábamos que era necesario mover esos límites. Cada vez que se manifestaron esas diferencias, la coalición de gobierno se tensionaba y se ponía bajo amenaza su unidad y estabilidad. Nunca hubo fuerza ni decisión suficiente para contrarrestar esos temores. En lugar de levantar una alternativa política que compitiera dentro de la coalición proponiendo un camino alternativo, esos sectores se fueron fragmentando, los liderazgos se fagocitaron unos a otros, y muchas veces se conformaron con masticar el descontento, cosechar de la frustración y alimentar así su cota de poder. La trampa de las supermayorías es, a la larga, mortal para la democracia. El circuito democrático que permite a los ciudadanos elegir-exigir-evaluar-elegir se interrumpe, lo que vuelve irrelevante la elección de los votantes. Y, de hecho, a la gente le resultó cada vez más irrelevante votar.
El segundo nudo es la desconexión de la esfera política con la sociedad que ha emergido tras 30 años de profundos cambios económicos, sociales y culturales. Hace largo tiempo comenzó a manifestarse el descontento con ciertas características del sistema imperante. Los chilenos están cansados de los prestadores de mercado en la salud, la educación y la previsión que no responden a sus aspiraciones, los abandonan cuando más apoyo necesitan y se enriquecen en el camino. En ese sentido, el tipo de soluciones que ofrece la derecha genera reticencia, pero tampoco convencen las propuestas de la izquierda, porque hay resistencia a reemplazar a los prestadores privados por sistemas solidarios que garanticen beneficios colectivos en lugar de contratos individuales. Cuando el gobierno de Michelle Bachelet restringió las prácticas de seleccionar alumnos o de cobrarles un copago en los colegios particulares que reciben subvenciones públicas, debió enfrentar una férrea oposición no solo de la derecha, sino también de grupos de centro y de una amplia gama de sectores medios, que le dieron la espalda a su agenda de reformas y se transformaron en sus mayores críticos. Actualmente, en medio del debate previsional, se ha sabido que la amplia mayoría de los cotizantes no está de acuerdo con dedicar sus ahorros a cuentas colectivas redistributivas, sino que prefiere dejarlos en su cuenta individual.
La sociedad que se ha volcado a las calles en estos meses tiene un reclamo de izquierda, pero se aleja de las soluciones que levanta ese sector. Es una sociedad exigente, no dispuesta a ser abusada, pero también individualista, reacia a entregar lo que siente como suyo a sistemas redistributivos. Critica los abusos del mercado, pero es entusiastamente consumista, reclama por derechos sociales pero los entiende como prerrogativas individuales y no como sistemas compartidos en los que todos cuidamos de los demás.
La política progresista no consiste solo en proponer soluciones, sino también en abordar los problemas de una forma que las haga posibles. Para la izquierda, es pan para hoy y hambre para mañana alentar los reclamos sociales sin explicitar que su solución pasa por formas más solidarias de organizar la sociedad, en que todos seremos apoyados cuando lo necesitemos, pero también tendremos que contribuir a sostener a los demás, no solo exigir lo que es nuestro sino aportar a lo que es común. Del mismo modo, es un espejismo interpretar el malestar ciudadano con discursos que reafirman nuestras consignas y nuestra identidad, sin hacer el menor esfuerzo por entender la identidad de esos sujetos que son los chilenos y las chilenas de hoy, cuya mentalidad, cultura, valores y prioridades son algo por descifrar. Construir un relato político democrático y progresista para el Chile actual es una tarea que está inconclusa, inexplorada.
Como resultado, así como algunos han dicho que el movimiento chileno es el primer levantamiento contra el neoliberalismo, otros creen que es la máxima expresión del neoliberalismo mismo. O puede terminar siendo ambas cosas. Lo cierto es que ha puesto en jaque una forma de resolver los problemas de la sociedad donde lo desafiado no son solamente los rasgos neoliberales del sistema, sino también la forma en que el progresismo critica sus defectos sin atreverse a levantar una alternativa real, acordada a lo menos dentro de las fronteras de su sector y con una parte relevante del movimiento social. La crisis de Chile es en gran medida la consecuencia de la fragmentación del campo no neoliberal, que fue capaz de entenderse por largos años para gobernar sin nunca llegar a una fórmula común sobre cómo reemplazar las instituciones heredadas de Pinochet.
«Formas de volver a casa»
Esta sección lleva como título el de un libro de Alejandro Zambra que trata sobre los caminos para regresar a la casa de la niñez después de que la vida nos lleva a lugares improbables, nos cambia y cuestiona nuestras identidades originales2. Chile necesita encontrar un retorno a su casa, pero a una que no sea el mismo edificio que abandonó reclamando dignidad. Otra casa pero un mismo hogar, con cambios lo suficientemente ambiciosos para ponerlo en una ruta decidida de reversión de injusticias y desigualdades, pero que también rescate de la trayectoria recorrida hasta aquí lo que nos identifica como chilenos y chilenas, con luces, sombras, acuerdos y disputas.
La crisis que está viviendo Chile ha dado en llamarse «estallido social», pero está lejos de funcionar como algo que estalla y deja regadas por todos lados sus esquirlas. Ha funcionado más bien como una muñeca rusa, una matrioska que va mostrando una a una sus capas. Comenzó como una revuelta contra el alza en el transporte público, a poco andar escaló a un cuestionamiento de todo el sistema social, con la consigna de la dignidad por delante. Cuando comenzaba a rutinizarse explotó la agenda feminista, que ya había anticipado en los años anteriores que las mujeres estaban llevando el debate político a otra cancha, una en la que lo público y lo privado se conectan como nunca antes, y las agendas de cambios estructurales tenían un efecto inmediato en las salas de clase, las oficinas, las sobremesas y las camas de millones de personas. En enero vino el turno de los escolares. En un mes en que nadie daría un peso porque un movimiento estudiantil pudiera mover ni siquiera a sus dirigentes, una coordinadora de secundarios logró echar abajo la aplicación de la prueba de selección universitaria, obligó a repetirla dos veces e impidió que se aplicara la evaluación de historia. En 2020 los universitarios chilenos serán seleccionados sin que sus conocimientos históricos cuenten en su calificación. Así las cosas, llegó el mes de febrero, cuando habitualmente todo muere y las noticias se limitan a describir la dulzura de los melones y los últimos avances en la cuantificación del daño solar. Pero no, este año las protestas siguieron. Fue el turno de las barras del fútbol. Los incidentes se agravaron, las amenazas de lado y lado subieron de tono y las teorías del terror comenzaron a escalar a niveles rocambolescos.
Ya hace varios años que los movimientos sociales chilenos vienen asumiendo características muy distintas de las tradicionales. Primero reemplazaron a los dirigentes por voceros, luego cambiaron los petitorios por manifiestos antisistema, después reemplazaron las organizaciones por asambleas hasta finalmente volverse del todo invisibles en el actual estallido social. No hay voceros, no hay organizaciones, no hay asambleas ni manifiestos que sean reconocibles como representantes del movimiento. Lejos de percibirlo como una desventaja, la mayoría lo considera una fortaleza: así nadie negociará por ellos y nadie los traicionará. Todo intento político de hablar en nombre del movimiento, todo indicio de que alguna organización política o social se pretende poner a la cabeza, es acallado de inmediato en medio de un repudio transversal. Ya nadie se atreve ni siquiera a intentarlo. En lugar de ello, florecen cabildos en los barrios, carteles con consignas redactadas en familia, pequeñas organizaciones que levantan causas diversas, nuevas figuras que participan del debate público refrescando las miradas y los temas, alcaldes y alcaldesas que se constituyen en referentes nacionales en lugar de los políticos tradicionales y temas eternamente ignorados como la segregación urbana, los pueblos indígenas y las violencias cotidianas se toman la agenda. Es, realmente, otro Chile.
La institucionalidad política del país no podría estar en un peor momento para enfrentar este desafío. Su respuesta también ha sido una matrioska, que capa tras capa muestra el jaque en que se encuentra. Las fuerzas policiales han incurrido en graves violaciones a los derechos humanos acreditadas a estas alturas por numerosos organismos internacionales y nacionales. El gobierno no ha demostrado ni la determinación ni la capacidad necesarias para impedirlo y se ha embarcado en un despliegue represivo que combina brutalidad con inutilidad: no ha servido para restituir el orden público y, por el contrario, ha generado más violencia y destrucción. El mundo político tuvo el acierto de lograr el acuerdo constitucional, pero luego de ello ha cometido error tras error. La oposición está fragmentada en ocho referentes que se disputarán los escasos minutos de campaña televisiva para instalar el mensaje a favor del cambio constitucional. Las recriminaciones mutuas, los mensajes confusos y el exceso de confianza pueden transformarse en un autogol de magnitudes bíblicas. La derecha, por su parte, también se ha enredado. Algunos de sus sectores que partieron apoyando el proceso constitucional han retrocedido y se han atrincherado en el temor a los cambios y las campañas del terror. Otra parte del oficialismo se ha plegado a la propuesta de dictar una nueva Constitución, y quizás ese sector sea, hasta ahora, el que ha tenido una reacción más interesante, intentando sintonizar con una sociedad que quiere cambios y espera que los dirigentes contribuyan a hacerlos posibles, no a entramparlos.
Históricamente, en Chile y en todo el mundo, el avance social se da por una combinación de movilización social, triunfos democráticos y capacidad de articular respuestas de política pública que median entre la demanda social y la capacidad de solución del Estado, que es siempre limitada. Pero en Chile ese circuito está destrozado. Esa mediación es objeto de la mayor desconfianza. Todo ejercicio de autoridad y de pragmatismo se confunde con opresión ilegítima o engaño. Todo diálogo es una renuncia, todo compromiso es una traición, todo acuerdo es una derrota.
En el fondo, todos saben que no existe otra solución que un fuerte recambio dirigencial, a nivel político y social, y una regeneración del tejido institucional bajo el marco de una nueva Constitución que refleje un verdadero pacto social. Pero ese paso estará necesariamente mediado por la política existente. De lo contrario, se tendría que hacer por una vía insurreccional que produjera el colapso del sistema político. Si ese colapso llegara a suceder, lo que tendremos es lo que han tenido todos los procesos que recorren ese camino: reducción del campo democrático, espacio para aventuras autoritarias y altos riesgos de contrarreforma.
Entonces, el gran dilema de este momento es cómo esta política debilitada, de baja reputación y adhesión, puede conducir esta transición. Por más frágil que sea, esa política tiene a su favor un mandato democrático y la legitimidad institucional que no tiene nadie más. Es una tarea difícil, pero ineludible. Fallar en ella tendría consecuencias profundas, y las pagarían los chilenos y chilenas de hoy y de mañana. Simplemente no hay derecho a fallar. El reto de la política chilena es gigantesco y puede parecer abrumador. Ante ello, es necesario concentrarse en lo esencial. Aquí, cuatro tareas:
a) Si no se alcanza como punto de partida un acuerdo para un marco de reformas sociales fundamentales, todo el proceso constituyente estará asediado por la desconfianza y por la presión para resolver esas materias que debieran ser objeto de una sede diferente. Estamos hablando, a lo menos, de reformas en materias como previsión, salud y policías, incluyendo un pacto de justicia fiscal que las habilite.
La reforma previsional ya se está discutiendo, y hay espacio para avances impensados solo unos meses atrás. En salud hay piso para impulsar un seguro universal que supere la actual dualidad de un sistema separado para ricos y otro para los demás. Respecto a las policías, el lamentable despliegue de violencia e ineficacia del que han hecho gala durante el estallido social obliga a una reforma profunda y al establecimiento de un verdadero control civil como no lo ha habido desde la recuperación de la democracia. Un pacto fiscal de largo plazo, que eleve la recaudación y la progresividad, es otro componente indispensable del pacto social que se necesita. Ya casi nadie en Chile niega que la función del Estado en la garantía de los derechos sociales básicos debe fortalecerse y hacerse de tal manera que su financiamiento se provea a través de un sistema tributario que contribuya a reducir las desigualdades no solo en la forma de gastar sino también en la manera de recaudar.
Hasta ahora, la oposición no ha mostrado una propuesta clara y conjunta en estas materias. Si lo hiciera, podría agrupar a sectores ciudadanos muy diversos que hoy están dispersos, y generar una línea común para debatir con el gobierno. Nunca como ahora los sectores de derecha habían estado tan abiertos a avanzar en reformas de este tipo, sea por necesidad o por convicción. El espacio que se ha abierto no se puede dilapidar, y aprovecharlo requiere de unos niveles de articulación y pragmatismo que han brillado por su ausencia. Aún hay tiempo. Para que 2020 sea el año en que arranque con éxito el proceso constitucional, deberá ser también el año en que se cristalice un amplio pacto social.
b) Así como decíamos que la política es fundamental para lo que viene, también es necesario admitir que, en la forma en que la hemos conocido hasta ahora, no alcanzará. Sus estilos tradicionales han quedado hace mucho tiempo en entredicho, y tampoco han funcionado los intentos que han levantado los nuevos referentes. La actual crisis chilena está abriendo muchos debates constitucionales y de políticas públicas; la pieza que falta es que se transforme también en un laboratorio de innovación para la acción política. Quizás ese sea su desafío más importante. Parece evidente que al menos una parte de las innovaciones que se requieren pasan por involucrar sistemáticamente a la sociedad en el ciclo de la toma de decisiones, pero no adulando a los ciudadanos ni entregándoles respuestas complacientes, sino haciéndolos parte de los dilemas y corresponsables de las definiciones.
Hacerlo seriamente es algo muy distinto que el discurso habitual de la participación ciudadana. Es un espejismo pensar que la crisis política que vemos hoy en Chile y en muchos otros países está ocasionada por diferencias entre el mundo político y la sociedad, cuando en realidad es una manifestación de conflictos en el interior de la sociedad misma que la política está siendo incapaz de procesar y resolver. En consecuencia, la idea de un mundo político que escuche más, que sea más empático y cercano, suena bien pero se queda corta. Es la sociedad toda la que debe escucharse más a sí misma, deliberar de otras maneras, sincerar sus tensiones, ponerles rostro a las partes en conflicto y asumir las limitaciones de las decisiones disponibles, sus costos y consecuencias. Una política dispuesta a jugar en esa cancha necesita reprogramar sus lenguajes y sus prácticas, partiendo de socializar transparentemente los dilemas que cada decisión abre y no solo las bondades que se les asignan a las soluciones que se proponen. Y ello únicamente podrá hacerse con éxito reivindicando el rol de la política, no renunciando a él.
La épica de la democracia es, antes que nada, la convicción de que hay un valor en el contraste de opiniones. Se basa en una épica de respeto a las diferencias, y de duda y cuestionamiento de las opiniones propias. Es lo contrario de la moralización de la política. Cuando la crisis de confianza es respondida con un festival de sermones, no hace más que ahondarse. Hasta ahora la política chilena ha errado el tiro en su intento de reducir la brecha de los ciudadanos con ella. Lo que se necesita para el mundo de hoy no son autoridades que actúen como ciudadanos de a pie, sino ciudadanos que se asuman como autoridad y se hagan corresponsables de las decisiones. La política que servirá será la que pavimente el camino para que surjan instituciones y prácticas que permitan un ejercicio ciudadano enérgico, maduro e informado. Quizás el tiempo no alcanzará para que la nueva Constitución cristalice instituciones de ese tenor, pero ya sería un gran avance que no las obstaculice y habilite un proceso de ensayo y error que permita avanzar hacia allá.
c) Una de las consecuencias más evidentes de la crisis chilena es la reaparición de la violencia como un tema protagónico de la política. Se ha abierto un gran debate en torno del papel de la violencia en los conflictos sociales, su legitimidad o ilegitimidad, su origen y sus distintas manifestaciones, las formas de prevenirla o combatirla, pero mientas se discute, la frontera se ha corrido de forma radical. A pesar de que todos los estudios de opinión muestran que la mayoría de las personas no aprueban el uso de formas violentas de protesta, los porfiados hechos indican que tampoco hay un rechazo tajante de esos modos de movilización. En la práctica, los amplios sectores que se han movilizado y los aún más extensos que han respaldado el movimiento no han aislado las conductas violentas, y su distancia con estas está acompañada de discursos que las justifican y, en muchos casos, las glorifican. Transversalmente, el argumento más escuchado es que hay que rechazar la violencia, pero que también hay que admitir que, sin ella, nada hubiera cambiado, y todo el espacio que se ha abierto a reformas más profundas no existiría.
El debate sobre la violencia tiene varias dimensiones. De una parte, nadie debiera sorprenderse demasiado porque la historia nos ha enseñado que la sociedad chilena, así como es apegada al orden y las instituciones, tiende a ser extremadamente violenta cuando se interrumpe su normalidad. Por otro lado, la violencia de las protestas tiene parte importante de su explicación en la brutalidad e incompetencia policial, y el día en que se logre solucionar esa parte del problema, aquella tenderá a declinar. Así también, hay una dimensión de la violencia originada en la frustración que produjeron el entrampamiento del sistema político y la excesiva demora en desatar los nudos institucionales que lo provocaban. Por último, el clima de agresividad y destrucción que ha rodeado a una parte de las manifestaciones puede ser disruptivo para muchos chilenos, pero es pan de cada día para muchos otros que viven en zonas periféricas de las ciudades, en barrios tomados por el narcotráfico y alejados de las prioridades del Estado.
Todos estos temas serán parte de los debates urgentes que la sociedad chilena tendrá que abordar en los próximos meses. Hay uno, sin embargo, que no puede esperar. Un país como Chile, fuertemente dañado por el trauma de la dictadura y las violaciones a los derechos humanos, no puede permitirse que la democracia quede bajo sospecha de ser incapaz de respetarlos, protegerlos y sancionar severamente los actos que los vulneran evitando toda impunidad. Tampoco es tolerable que el Estado se reconozca incompetente para garantizar el orden público. Y menos aún que se acepte que es necesaria la violencia, y no el debate democrático, para que se produzcan los cambios que el país necesita. Hoy todas estas cuestiones están en duda. Si esas fronteras se diluyen, la democracia chilena tendrá un daño permanente que ni siquiera una nueva constitución podrá sanar.
Hay muchas dimensiones en la tarea de detener la violencia, pero ninguna es más fundamental que construir la confianza en que la democracia es la única manera de canalizar nuestros debates, de garantizar los derechos humanos y de proteger el orden público sin vulnerarlos.
d) Para terminar, el proceso constituyente que el país ha iniciado puede ser una excusa perfecta para alentar temores e incertidumbres y levantar fantasmas. Ya varios han decidido que esa será su estrategia. Lo que está por verse es qué mensaje levantarán los que ven en ese proceso una oportunidad. Ninguna de las constituciones que Chile ha tenido ha sido redactada mediante un proceso democrático y participativo. Todas han sido el resultado de la voluntad de los vencedores y la marginación de los vencidos. Todas han sido definidas prácticamente entre puros hombres blancos pertenecientes a un reducido grupo social. Ninguna generación de chilenos había tenido la posibilidad que tenemos hoy de cambiar esa historia y tener una constitución elaborada democráticamente, por la diversidad de la sociedad chilena, asegurando representación paritaria de las mujeres y garantizando cuotas de participación a los pueblos indígenas. No se entiende que ante una oportunidad histórica de esta magnitud no se levante un mensaje político de esperanza y unidad. Los sectores políticos que debieran estar abocados a construir esa confianza, a congregar esa voluntad, están dispersos y mayoritariamente focalizados en pequeñas disputas. Al final de este proceso, muchos de los referentes que hoy existen no existirán más, muchos de los líderes habrán sido reemplazados, y muchas de sus peleas, olvidadas en el laberinto de los tiempos. Solo quedará en la memoria que algunos apostaron a abrirle paso al futuro mientras otros se repartían los escombros del mundo que quedaba atrás.
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1.PNUD: Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile, PNUD/ Uqbar Editores, Santiago de Chile, 2017.
2.A. Zambra: Formas de volver a casa, Anagrama, Barcelona, 2011.
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