La Subjetividad en los tiempos de Pandemia – Por Osvaldo Fernández Santos
La pandemia del coronavirus ha cambiado los modos del entramado intersubjetivo en todos los niveles. La angustia de muerte, otrora desmentida como condición para transitar la vida, desfila de forma desembozada. La autoconservación arrasa los paradigmas liberales. En el devenir después de la pandemia, se juegan las condiciones de partida para la toma de conciencia social, sobre la necesariedad de combatir a la concentración de la riqueza con la misma intensidad que al coronavirus.
Por Osvaldo Fernández Santos*
(para La Tecl@ Eñe)
La humanidad no estaba preparada para la peste, más allá que un núcleo de ella, generó las condiciones para su advenimiento.
Retrospectivamente se analizan, cada vez con mayor precisión científica, los determinantes biológico-moleculares y virósicos de la pandemia, quedando las causales y las consecuencias biopolíticas fuera del alcance de los estudios de las ciencias exactas.
A la hora del respirador se cree en la ciencia, más que en los milagros a la hora del entierro. La necesidad tiene cara de hereje, de hereje inteligente, al menos en esta coyuntura.
La vigencia del libre mercado como productor-organizador hegemónico de la subjetividad, después del cisne viral, es una quimera menos confiable que las negaciones maníacas de los líderes del “mundo occidental” y alguna sucursal payasesca latinoamericana. En principio, estado mata billetera.
La impreparación es condición necesaria y suficiente para el traumatismo psíquico, pero también para el social y político. La imposibilidad de la tramitación psíquica de las cantidades de excitación liberadas por la explosión de la muerte, generan angustia y un intento incesante de inscribir lo incapturable.
Las teorías conspirativas, verosímiles porque conllevan el respaldo de la historia, canalizan, por momentos, parte de la angustia flotante ante lo inasible de la catástrofe.
Otra vertiente para ligar la angustia acuciante, es la representación bélica ofrecida, en consonancia con las representaciones ideológicas-imperiales predominantes del combate al enemigo. Enemigo que en este caso no es terrorista, narco, ni siquiera populista, es invisible. Esta opción navega entre dos aguas, la de la conciencia de lo complejo del cuadro, y la del desplazamiento a un enemigo visible, el que rompe la cuarentena; transmutándose la angustia en la incubadora de los huevos de la serpiente del miedo y el odio al otro.
Las políticas sanitarias eficaces del gobierno, junto a la definición presidencial de priorizar la salud sobre la economía, han facilitado los canales más saludables para la tramitación de la angustia, fomentando la participación activa en la cuarentena como paradójica medida de cuidado.
En el aislamiento social (físico, porque el virtual se ha acrecentado en los sectores que tienen acceso al mismo) radica la herramienta idónea para enfrentar la pandemia y salvar vidas. Restringir el vínculo corpóreo con el semejante, base de la humanización, y acotar el lazo con el otro, requisito primordial de la subjetividad, para sobrevivir.
La tensión y el sufrimiento subjetivo producto del distanciamiento social, se elabora de modo más satisfactorio, por medio del soporte en los vínculos afectivos y el reconocimiento ontológico del otro como semejante plausible de cuidado.
El cumplimiento de la cuarentena como medida de cuidado propia y ajena, a dominancia se ejercita como producto de un proceso de elucidación y confianza en el manejo de la emergencia, que excede la coerción también operante, así como la idea de sociedad disciplinada, y por supuesto es atravesado por la diversidad de subjetividades, desde los adoradores del propio ombligo, los alma de gorra y cachiporra, hasta quienes entienden la necesidad de cuidar/se sin perder la ternura.
Cabe señalar que el proceso de elucidación por medio del cual se participa activamente de la cuarentena, no significa una posición solidaria en sí, siendo la solidaridad una de las posibilidades, y la otra simplemente el temor al propio contagio. En esta unión el amor y el espanto bailan y se dan la mano.
La angustia de muerte, otrora desmentida como condición para transitar la vida, desfila de forma desembozada rompiendo las certezas neoliberales que han sumido al mundo en la locura inconmensurable de la inequidad potenciada y globalizada. La autoconservación arrasa los paradigmas liberales, lo cual no significa que los dueños del mundo vayan a resignar sin resistencia su identidad de élite propietaria.
La pandemia del coronavirus ha cambiado los modos del entramado intersubjetivo cotidiano en todos los niveles.
Las subjetividades de las clases dominantes, conocen por primera vez algo del malestar sobrante, debiendo renunciar a aspectos no esenciales para la vida en sociedad, pero en el presente imprescindibles para la conservación de la vida.
En tal sentido, resulta patético ver a los miembros de las clases acomodadas, regañando al pobrerío que sale a sobrevivir o a cobrar la remuneración el día que se la habilita. Lo patético no quita la comprensión intelectual de la envidia que les provoca observar a los destinatarios históricos de las renuncias permanentes, imaginariamente exceptuados del malestar sobrante que en esta ocasión ellos también padecen. Ni hablar del dolor-clase que les ocasiona no poder descargar la responsabilidad de la pandemia en las clases explotadas.
Lo patético del reclamo pretenciosamente moral al marginado, conlleva el plus de la infamia de saber que el covid-19 fue introducido en el país y se esparció en el mundo por las clases pudientes. Estremece el alma, el solo hecho de imaginar, las propuestas aberrantes que estarían profiriendo si el coronavirus hubiese sido importado por los sectores populares. Lo contrafáctico en general resulta incontrastable, pero en este caso, el peso del atávico odio clasista al pobre, justifica la hipotética congoja.
La dimensión autoconservativa en las clases medias, a contramano de las ilusas pretensiones históricas de formar parte de las clases dominantes, aporta al develamiento, que el problema estructural de la humanidad no radica en la pobreza, sino en la concentración de la riqueza. El discernimiento entre causa y consecuencia no es un dato menor.
La aceptación lógica y el consenso creciente, impensados ayer nomás, de la idea de cobrar en principio un impuesto extraordinario a la riqueza para enfrentar la emergencia, es un indicador objetivo de por lo menos una descaptura in situ del sentido común impuesto por las clases dominantes.
En los sectores marginales, pobres, y en la clase trabajadora se expanden los lazos solidarios, y los organizativos usualmente presentes en los miembros más conscientes del sistema de dominación capitalista.
La catástrofe y los diferentes posicionamientos ideológicos/políticos frente a lo traumático de lo real, han abierto posibilidades para la des-captura subjetiva de la complacencia senil ante los estragos de la inequidad.
El estallido de los paradigmas racionalizadores del egoísmo, junto a la eficacia sanitaria de las políticas que tienden a priorizar al ser humano por sobre las mercancías, son de tal magnitud que se infiltran en los medios corporativos de comunicación.
Dentro de la imprevisibilidad y probabilidades del devenir después de la pandemia, se juegan las condiciones de partida para la toma de conciencia social, sobre la necesariedad de combatir a la concentración de la riqueza con la misma intensidad que al coronavirus.
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