11/20/2019

aguanta morales ...





Horacio González reseña en este artículo algunas de las memorias históricas que convierten a Bolivia en el centro ígneo de la política latinoamericana, con sus riquezas minerales pero más que eso, con su pervivencia de la vida anterior a la llegada de los Pizarro o los Valdivia.


Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)

Está Bolivia con su vientre a cuestas…
César Vallejo, España aparta de mí ese cáliz




Basta mirar el mapa y ver. Ver el modo en que sobre Bolivia se descargan las tensiones territoriales que la circundan. Esas guerras de conquista y despojo territorial, merecían el rápido resumen de quienes buscan causas evidentes, el caucho, el guano, el salitre. Veamos. Esa franja que corona como un sombrero triangular el límite norte boliviano, gracias a los seringeiros brasileños que ocupaban la zona y al Mariscal de Rio Branco, fue apropiada por Brasil después de innumerables escaramuzas sucedidas a fin del siglo XIX, con una empresa de caucho inglesa en el medio de las hostilidades (ese territorio es el actual Estado brasileño del Acre). En 1879, mientras el ejército argentino de Roca ocupa las poblaciones indígenas de la Patagonia, el ejército chileno que había dado por terminada la larga “guerra del Arauco”, se lanza a la guerra del Pacífico, logra tomar Lima y toda la zona de Antofagasta, la salida al mar de Bolivia, que queda incorporada hasta hoy a Chile. En cuanto a la zona del Chaco Boreal, las tres cuartas partes debieron ser cedidas al Paraguay a mediados de la década del 30, luego de la larga guerra de sangre y barro, en una selva de espinillos dominada por los altos quebrachos colorados, donde las tácticas prusianas del ejército Boliviano quedaban relegadas ante la actuación experimentada del mariscal paraguayo Estigarribia. El petróleo, siempre se dijo, reemplazó aquí al salitre como magna explicación de la guerra ente dos ejércitos en el que sus soldados, en su gran mayoría, eran indígenas cuyo mundo simbólico no pertenecía al de las guerras nacionales.

Bolivia vio amenazados sus reclamados derechos sobre la zona de Tarija, que casi un siglo antes había sido motivo de una guerra, esta vez con Argentina, que sostenía que era un legado que le pertenecía desde la creación del Virreinato del Rio de la Plata. El gobernante de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, que tenía en esa guerra a sus aliados tucumanos y santiagueños, debe desistir por un problema más importante. Francia comienza a sitiar en 1838 el puerto de Buenos Aires. Las guerras que salían del vientre sudamericano debían postergarse, aunque tanto Lavalle era amparado por la escuadra francesa, como el presidente boliviano Santa Cruz protegía a los exilados unitarios. Toda frontera es una línea con geometría bélica sobre el territorio y matemáticas de recelo, desconfianza y odio sobre las conciencias. El cierre de Bolivia una vez despojada de partes del trópico y de perspectivas marítimas, configura un caso excepcional; a diferencia de Suiza, no juega con la neutralización de los conflictos, a diferencia del Paraguay, el encierro territorial de esta última nación ya había sido resuelto en la cruenta guerra de finales del siglo XIX, bajo su trágica manifestación de soldaditos muertos no solo como minúsculas marionetas en los extáticos cuadros de Cándido López. Esta ciclópea manifestación bélica encubría la disputa de Brasil y Argentina por obtener la corona triunfal que el gran bonapartista de Asunción les privaba. Solano López, egregia y padeciente figura, era amigo de Napoleón III, con sus cañones Krupp, su incipiente ferrocarril, y con lo que podríamos llamar “un pueblo en armas”, resistía hasta beber la última gota del vaso. Al punto de que los mediadores ingleses varias veces intentaron poner fin a esa lucha entre los esteros y pantanales, ya más ligada al festín de las masacres que el libre comercio que estaba en los planes militares, más abstractos que el guano peruano o antes el estaño y hoy el litio boliviano, pero más presentable para el ideario militar que según Alberdi, destilaba glorias falsas y acero. Acero que debía pasar de ser la materia de la que surgía el cañón, para pasar a tomarse el componente de arados, cables submarinos y pacíficas locomotoras. Con argumentos ingenuos, Alberdi tenía razón.

Si el sueño de Bolívar, la Gran Colombia, el enlace de Colombia con Venezuela, y luego su congreso en Panamá, su “Istmo de Corintio”, duró poco; en cambio el nombre de Bolívar quedó pegado a la territorialidad de Bolivia. Algún congresal de la época, luego de resuelta la guerra con España, profirió, que así como “Roma es el nombre que responde al fundador Rómulo, Bolivia será el nombre en el que resuena el libertador Bolívar”. En materia de uniones territoriales, el general Santa Cruz, el enemigo de Rosas, no tuvo mejor suerte con su Confederación peruano-boliviana, avalada por el sentido común, los legados étnicos, las clarinadas de la batalla de Ayacucho y la indemostrable artificialidad de las fronteras. Siempre un tercero las deshace; cada país latinoamericana puede ser hoy ese tercero, ante los esbozos fantasmales de Manuel Ugarte, José Ingenieros o Alfredo Palacios, que resultarían formas anómalas de la utopía Ibero indigenista, hispanoamericana o latinoamericana, como sea que desee pensarse esta, Nuestra América que muy tempranamente esbozó Martí. Mariátegui, en cambio, postula tener más relación con la democracia withmaniana de Norteamérica y nombra a Waldo Frank -el norteamericano de izquierda que hizo su itinerario intelectual desde Victoria Ocampo a Rodolfo Walsh-, antes que al español Primo de Rivera, o al socialista francés Jean Jaurés.

Precisamente, ecos del falangismo español de Primo de Rivera podrían haber llevado a la fundación de la Falange socialista boliviana, a fines de los años 30, que derivaría, luego de los previsibles tropiezos en las orillas donde se detiene o desvía el torrente, en las campañas del socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz, un líder infrecuente, un pre-Evo surgido de la izquierda tradicional, asesinado en las escalinatas de la Confederación Obrera en La Paz, en los años 80. Fue el escritor de una gran novela, Los deshabitados, no desdeñaba la práctica de la crítica cinematográfica, y era también figura referencial de una peculiar “izquierda nacional”, que en su caso -como ministro del general Ovando-, decide la nacionalización de una de las grandes compañías norteamericanas de petróleo. Los militares que habían participado bajo la dirección de las Rangers en el asesinato de Guevara, en algunos casos, notoriamente el general Torres, a su vez asesinado por un comando del operativo Cóndor en Buenos Aires en 1974, perciben el lugar crucial que ocupa el calvario boliviano.


Marcelo Quiroga Santa Cruz

Como si personajes inesperados que irrumpieran inverosímilmente u ocuparan el lugar del sacrificado mayor, con el cual, en ese momento como enemigos, habían tenido mucho que ver. Y como si ahora ese general aindiado, Torres, estuviese en el mismo lugar que el mártir universal que lo había precedido en el sacrificio, al que el ejército regular que él integraba había contribuido, con distintos matices, a asesinar. Algunos ahora se habían convertido a un credo de izquierda socialista, buscando sorber aquellos remotos orígenes en aquella falange de los años 30. Guevara no se había equivocado al elegir el lugar de su holocausto. Había visto en ese osario histórico boliviano los signos de todas las energías continentales que señalaban un punto misterioso de irradiación. Por su nombre, por su selva, por sus límites presionados por todos los demás Estados latinoamericanos, acumulando exhalaciones y bálsamos madurados en alambiques que nunca acababan de mostrar su producto final, Bolivia conservaba, regularmente ensayado, un marxismo para campesinos, un trotskismo para mineros, un nacionalismo para una clase política intelectual urbana. Ernesto Guevara anota en su diario que en los campesinos ve una mirada de incomprensión, por sus ojos pasaba otra historia, una indiferencia que describe en su famosa agenda de fabricación alemana, entre perplejos vértigos de asma.

En 1952, esta es vez bajo ciertos influjos del peronismo -como asimismo bajo los ecos de la YPF argentina se crea la YPF boliviana-, el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario, reorienta la política petrolífera, anuncia una trabajosa reforma agraria, disuelve el ejército y el colegio militar y crea milicias campesinas. La fascinación trotskista por el país “atrasado” según las leyes del desarrollo desigual y combinado, sobrevuela por la política de la central obrera, donde es inequívoca la presencia de Juan Lechín, y entusiasma momentáneamente a los mineros de Catavi y Siglo XX, las dos grandes minas de estaño de Potosí, que en el pasado sufrirían masacres por parte del ejército, y las sufrirían luego, con los gobiernos militares que sucedieron a Paz Estenssoro. El revolucionario nacionalista que no era visto con malos ojos por los Estados Unidos, un avatar muy parecido al del Apra peruano. Pero a cada vuelta en círculos por la geografía de Bolivia, históricos étnicos y sociales -e ideológicos en sentido clásico-, encontramos variadas y lejanas recurrencias, tales como el asombro del blanco por las condiciones de vida y trabajo indígenas. Así ocurre con Mariano Moreno recorriendo las afueras de potosí como estudiante en Chuquisaca, cuyo otro nombre es Ciudad de La Plata. Y así también con la creación de partidos políticos que encajan provisoriamente en huellas transitadas en los preludios de esos mismos tiempos. Porque aquel falangismo socialista que ya referimos, siguió perviviendo como un partido político cuya rama obrera se denomina MAS -Movimiento al Socialismo- y hacia mediados de los 90, produce una alianza con el ascendente movimiento cocalero, que se presenta como el campesinado indígena ligado a la economía de la hoja sagrada, que readquiere con su ligadura con Pachamama y la cultura popular, la dignidad antropológica que el Estado le negaba.

En vertiginosos acontecimientos, se sucede la definición política del movimiento cocalero, producto de la crisis de la minería, convertida en cooperativas empresariales. Crisis también del minifundio, el MAS se define como un movimiento social con su “instrumento político” totalmente adosado a él. La definición de instrumento político, sin duda, tenía una doble faz, la de no politizar burguesamente al movimiento social que se veía atravesado por la sacralidad de su cultivo, y otra, la de desmerecer lo político como un área autónoma de la ética social. Como sea, el joven orureño Evo Morales, presidente de la federación cocalera, adapta una alianza con ese MAS que tenía una larga raíz que lo conectaba con el falangismo socialista -ambiguo en su oscilación entre nacionalismo y socialismo-, lo que el otro gran dirigente indígena de aquella hora, cuestiona. Son de Quispe las palabras que lo llevan a rechazar la alianza de Evo, por coquetear con un partido de extracción que, en esta opinión, no pasaba el escrutinio mínimo que debía hacer cualquier hombre o mujer de izquierdas. Con el MAS le viene a Evo el militante intelectual Álvaro García Linera, un matemático con pensamiento agudo, un marxista refinado que junto a su capacidad problematizadora que repone temas ortodoxos de manera novedosa, no deja de evocar los lenguajes de época, como el título spinoziano que le pone a uno de sus libros, Potencia plebeya. Es complejo el pensamiento de Álvaro García Linera, se escucha en él una corriente subterránea de índole gramsciana, en los últimos tiempos aderezada con una opción por el desarrollo de las fuerzas productivas como una parte del sujeto histórico transformador. Pero en lo fundamental, se expresa en una continuidad sugestiva con el pensamiento de otro intelectual también recordable, y de primorosos argumentos, René Zabaleta Mercado. Este gran profesor boliviano había dejado un concepto importante, el del Estado Aparente. Se trata de la adaptación de un tema gramsciano, donde la vitalidad de la sociedad civil cultural no puede ser representada cabalmente por ninguna estructura institucional. García Linera da por finalizado ese descompás, con la creación del Estado Plurinacional.



En efecto, ésta es una forma nueva y una renovación de la idea del Estado. Al hacerlo Plurinacional, introduce de forma novedosa el problema de la hegemonía, en este caso, una trans hegemonía, aunque así no se la haya llamado. No solo el Estado pierde su condición de ente equiparado y homologado a la Nación, con lo cual la silueta del Estado-Nación estará formada por dos figuras que se interceptan complementariamente, poniendo bajo el control de un presente vivo con una historia museificada, a una Nación que aunque es plural al aceptar tanto la razón etnográfica en todas sus variaciones como la conciencia religiosa en todos sus cultos, se presenta solo como una acción incesante de creación de hegemonías en medio de esa plurinacionalidad. La Nación está, de alguna manera, “por debajo” del Estado. Pero éste conserva su capacidad decisoria, y también está “por encima” de las naciones, que no son instituciones políticas, meros “instrumentos” -como decía la primera conceptualización de los movimientos cocaleros-, sino el terreno inagotable donde se produce el ejercicio hegemónico.

Recordemos las frecuentes afirmaciones de Linera, ni una abordabilidad lineal que haga del pluralismo un hilo en que no exista ese eslabón superior, o una concentración en un dado punto de la hegemonía de la capacidad exclusiva de decidir. Ni un consenso hasta el infinito, lo que debilitaría un poder central, ni un poder central que no sea a la vez una imagen gestada del lado de la coerción que no sepa evaluar las disparidades de todo el agregado plural. La clave es que, por primera vez en la historia occidental moderna, el Estado clásico mantiene sus instancias, pero cada una de ellas se desnivela hacia la pluralidad de naciones y éstas abren sus formas homogéneas de comunidad hacia la capacidad de inclinarse hacia el Estado. Ante el Estado no hay pluralidad étnica cultural, ante las naciones bolivianas no hay universalidad estatal. De esos sugestivos equilibrios nos habló siempre García Linera, con método de exposición ordenado y preciso. Contra estas concepciones y estilos de la vida intelectual, también se hizo el golpe. Linera no corresponder al linaje de Pachamama o de Viracocha. Él dijo en su último discurso en Bolivia, esa arena salina de grandes significantes históricas, que tenía el orgullo de haber servido a un gobierno presidido por un indio. El indio estaba a su lado, conmovedor dúo. Una desfigurada versión de la Biblia, escrita por los soldados del Emperador romano, los estaba expulsando. En los versículos en que debían leerse, se destilaba el orden policial de los antiguos conquistadores.

La contraparte de esa mutación en el Estado, es la formulada experiencia y laboratorio político para el resto de las naciones. En Bolivia convivía lo que sin duda era una herencia de las izquierdas nacionales -el control estatal del gas, los minerales, el petróleo y ahora el mitológico litio-, con el crecimiento de versiones deformadas de un evangelismo de guerra, que usan el propio Libro no como lectura sino como objeto sin vida, mero instrumento, una maza de piedra arrojadiza sobre el pueblo-mundo boliviano, el pueblo de Viracocha, que el plano más profundo donde todo se confunde en una argamasa única de deseos y llantos, bien pudo haber dicho, si este credo se lo permitiera, Padre, aparta de mí este Cáliz. Las religiones que surgen de las meditaciones más profundas sobre lo humano, les permiten a sus deidades, sea Jesucristo o el Sámara budista, que haya siempre un momento de abyección que lo canonizado desea apartar. Esa contradicción hace a la calidad dialéctica de la conciencia religiosa. De allí emana una plasticidad de la figura real del sacrificado. Lezama Lima, el gran poeta cubano, le adjudicó a Guevara, luego de su asesinato en Bolivia, el carácter de Viracocha.


El evangelismo neoliberal, está acosado y absorbido por una interpretación solo literal de la Biblia, que lleva a una militancia de salvación solo si se inscribe cada individuo en un orden de reproducción disciplinaria, comenzando con la oración forjada en un plano dictatorial, sin pliegues contradictorios de la conciencia del creyente. La señal de salvación del calvinismo o el luteranismo, ya completamente degradadas, se convierten en empresas que escapan del tipo ideal del capitalismo austero, sino que la palabra profética se fusiona con los medios de comunicación, las profecías represivas y una felicidad cautelada por formas obligatorias de acatamiento a una comunidad mesiánica, pero en verdad una maquinaria de sujeción consolatoria de las poblaciones marginadas. El golpe en Bolivia no ocurrió por una sola de estas vetas, sea el evangelismo militarizado de los menos mestizados, el ejército que vacilante optó por la sombra opresiva de la Escuela de las Américas, la policía en su mayoría indígena que se retiró la whipala de la solapa, la excesiva confianza de Evo y Linera en el asentamiento profundo que ya había logrado la plurinacionalidad democrática, sea el olvido de que Bolivia es el centro ígneo de la política latinoamericana, con sus riquezas minerales pero más que eso, con su pervivencia de la vida anterior a la llegada de los Pizarro o los Valdivia. Y los Almagro, tanto el español del siglo XVI como el encarado de la OEA, funcionario profesional de los golpes bajo el martillo canónico de una institución que habrá que rechazar y reemplazar.

Hay un cáliz, un recipiente de memorias. Aquí reseñamos un puñado de ellas. El papel de la Argentina, del cáliz argentino, que cuando se vuelva a poner en el centro de los compromisos más válidos, deberá acentuar mucho más su pensamiento y acción sobre Bolivia, para que sus legítimos gobernantes produzcan ese vamos a volver, que no solo es la vuelta de lo apartado por la violencia (allí llamada “sugerencia”), sino de las formas de sensibilidad político histórico-populares, encarnadas por quienes, gobernantes antes, con la experiencia de un injusto derrocamiento, pueden llegar a tornarlos más sabios y profundos en materia de los nuevos poderes, “hegemonía más pluralidad”, que le darán un nuevo sentido de mayor plenitud a las naciones y pueblos.

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*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional. Director de la filial argentina del Fondo de Cultura Económica.

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