Por DIEGO FONSECA 27 de junio de 2019
Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, en una conferencia el día después de las elecciones generales del 28 de abril de 2019 CreditSusana Vera/Reuters
BARCELONA — En algún momento, frente al espejo, Albert Rivera ha de haber ensayado un discurso presidencial, viéndose a sí mismo como la versión española de Emmanuel Macron, vestido de una pátina inmejorable de sigloveintiunismo. Quizás lo imaginó: el chico que creció en Granollers, la ciudad catalana donde sus padres todavía tienen una tienda de comidas preparadas, erigido en el nuevo líder de España.
Pero entonces llegó 2019 y el espejo le está devolviendo una imagen tortuosa. El gobierno podría ser del socialista Pedro Sánchez mientras Ciudadanos, su partido, ha sido incapaz de adueñarse de nada: ni de la derecha —todavía abrazada al Partido Popular (PP)— ni del nacionalismo españolista —casado con la ultra de Vox— ni, mucho menos y como había prometido, del centro político.
Ahora Ciudadanos está en crisis. Dirigentes de peso han comenzado a abandonar el partido disconformes con la incoherencia ideológica de Rivera durante la campaña electoral y los coqueteos para cerrar pactoscon el PP y, sobre todo, con los ultras de Vox para gobernar varias alcaldías. Ciudadanos ha intentado edulcorar esos acuerdos, pero el golpe está dado.
El viraje de Rivera al extremo es una mala señal. El centro político no debiera ser una posición ideológica repelente, pues a los países les va bien cuando optan por la moderación. Hay más por ganar allí que con los discursos extremistas. Un partido liberal moderno o uno de centroderecha inteligente es un contrapeso sistémico sano al centroizquierda y la izquierda.
En democracias parlamentarias como la española, el centrismo facilita la constitución de gobiernos. Hoy se podrían llegar a consensos menos traumáticos con un centroderecha racional que con la derecha enojada del PP y la rabiosa de Vox. El centro es siempre bisagra, pues permite flexibilidad y aleja las fracturas. Ciudadanos nació en 2005 con la idea de representar ese centro. Esa maniobrabilidad es la que España pierde con su crisis.
Rivera ha arrastrado al partido a su hiperpragmatismo en poco tiempo. El partido que debía ocupar el centro liberal de España, que tenía que absorber a los conservadores moderados y a los socialdemócratas defraudados del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) es ahora un guiso cada vez más intragable, asomado a acuerdos de rapiña para dirigir algunas ciudades y pueblos.
¿Qué pasó? Pasó el deseo. Y pasó demasiado rápido. En estos días las carreras políticas se construyen a golpe de tuits, con ascensos fulgurantes y veloces y desgastes igualmente tormentosos. Tras los presidentes José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, el recambio político en España abrió la puerta al kínder: la nueva camada de líderes —Pablo Casado, Inés Arrimadas, Pablo Iglesias, Irene Montero, Iñigo Errejón, Pedro Sánchez— es jovencísima. Y muy ambiciosa. Tanto que parece indisimuladamente sedienta de llegar a la cumbre demasiado pronto.
De esa misma hornada es Rivera, quien por acumular poder ha cambiado de traje ideológico cada semana. El chico ha cubierto ya todo el arco político: socialdemócrata catalán al inicio de su carrera, liberal europeísta a mitad de camino, rancio derechista en el ocaso. Lo que en los tiempos lentos del siglo XX podía tomar toda una vida a un dirigente, tomó a Rivera apenas una década y media, y aún no cumple 40 años.
¿Cómo se puede arruinar tan pronto una carrera que parecía prometedora? Stefan Zweig escribió una deliciosa biografía de Joseph Fouché, el asesor y funcionario francés que operó en las sombras durante décadas, cambiando de bando entre la revolución y los jacobinos, Napoleón y el regreso de la monarquía. No la reseñaré aquí, nada más diré que Fouché era un artista del cambio de ropas: nadie podía señalarlo con el dedo por subirse a cualquier gobierno y salir de allí ganancioso, casi tan invisible como entró. Eso es un camaleón, alguien que muta de manera desapercibida. Rivera pretende hacer lo mismo que Fouché, pero sin sus artes discretas de metamorfosis.
La aceleración en la que ha vivido Rivera no ayuda a dirigirse al centro que reclaman los votantes de Ciudadanos. Rivera debiera repensar su camino. Si lo que importan son las ideas y no los hombres, aquel interesante prospecto de político catalán no catalanista necesita hacerse a un lado y darle espacio a otras figuras de su partido.
Como muchos políticos, Rivera hace malabares para presentar sus decisiones como ejercicios de moderación cuando son hijos de la tibieza y el descaro. La moderación se alcanza como producto de una discusión estratégica, formal, ideológicamente sólida. La moderación demanda introspección, saber retirarse e incluso renunciar. La tibieza es un asunto de ventajeros: se consigue mezclando caliente y frío, sin templanza. Ciudadanos es tibio porque es producto de un tironeo que puede dejarlo por los pisos en pocos años.
Hoy Ciudadanos tiene más campo de acción con Rivera en el asiento trasero que al volante. Al partido aún le falta viaje pues todavía no puede separarse de la figura absorbente del chico de Granollers, pero si logra coherencia ideológica y que prevalezcan los personajes referenciales por sobre Rivera podrá tener mejor vida. A Rivera le sonreía el mundo cuando coqueteaba con el liberalismo más que jugando a ser un jacobino a la luz del día. Y en tiempos de independentismos y grietas nacionales, a España le cabe mejor un centro sólido y sensato que los extremos.
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Diego Fonseca es un escritor argentino que vive entre Phoenix y Barcelona. Es autor de “Hamsters”. Recientemente coeditó el libro "Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la corrupción?".
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