5/11/2019

los profetas del odio y la yapa.

Resultado de imagen para devora a sus hijos



Leemos a Arturo Jauretche en fragmentos de Los Profetas del Odio y la Yapa:

Creo que se atribuye a Mirabeau una frase que ha hecho carrera: ‘La revolución es como Saturno, que devora a sus hijos’. La frase es bella, pero inexacta: la revolución devora a sus padres, los precursores.

Los precursores de toda revolución, pese a sus divergencias con el sistema que combaten, son hijos de su época y, como tales, no pueden desafiliarse totalmente de ella: acatan sus escalas de valores, su estilo, su estética y su ética. Ocurre que cuando el hecho revolucionario se produce, a la par de los frutos esperados aparecen otros menores y sorprendentes. El viejo revolucionario se encuentra enfrentado a hechos nuevos que no estaban en sus previsiones; se vuelve díscolo y termina por ser sustituido por promociones nuevas que se adecuan más fácilmente al intervalo penumbroso que hay entre la perención de los viejos ‘modos’ y la definición de los nuevos. Es hora de audaces e improvisadores; entre éstos los hay de buena fe y los que sólo son pescadores de río revuelto y desaprensivos aprovechadores. Las nuevas condiciones que derogan el orden habitual del mérito y de la fortuna están llenas de sorpresas.

La revolución, así sea pacífica, no es como la inauguración de una casa nueva bien pintada y con jardín al frente. Por el contrario, está terminado el comedor y falta el cuarto de baño, la mezcla anda derramada por el suelo y se choca en todas partes con baldes y escaleras; es el momento en que el viejo revolucionario empieza a preguntarse si no era mejor la casa vieja que, con todos sus defectos, respondía a los hábitos adquiridos. Es aquí donde el viejo revolucionario debe recurrir a la filosofía y a sus conocimientos de la historia para resignarse a ser un espectador donde creyó ser actor de primera fila.

Su actitud de ese momento es la prueba de fuego; ella nos dice si el luchador estaba en lo profundo de los acontecimientos que reclamaba o sólo en lo superficial, pues debe resignarse al drama del silencio, tironeado entre lo que ve que anda mal y el mal que hará al proceso que contribuyó a crear si lo combate, pues pronto es arrastrado a la posición de sus adversarios irreductibles. Error éste irreparable, porque una cosa son las críticas a las imperfecciones del proceso y otra el plan revanchista de los vencidos por la historia. En este momento está en riesgo de negarse a sí mismo y convertirse en instrumento de la contrarrevolución anti nacional, como ha sucedido a muchos en la reciente ocasión (me refiero a la contrarrevolución de 1955).
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Quiero recordar aquí un episodio que actualiza las reflexiones hechas más arriba sobre la frase de Mirabeau.

Fue el 4 de junio de 1946. Perdido entre la multitud, en la esquina de Perú y Avenida de Mayo, veía pasar la columna interminable que volvía de Plaza de mayo, después de vivir los momentos eufóricos de la asunción del mando por el primer presidente elegido por la voluntad del pueblo después de un largo interregno de proscripción y fraude. La columna desfilaba coreando los eslogans que quince años atrás habíamos creado desde las columnas de “Señales”, aquel periodiquito de Martínez del Castillo que inició la primera campaña seria de esclarecimiento de los hechos argentinos, sacándolos del vago anti imperialismo de las izquierdas, experto en ocultar las raíces concretas del mal.

Nadie en la multitud me reconoció. Me sonreí pensando en que de haber pasado una columna adversaria gran parte de ella me hubiera identificado para agraviarme. Y esa situación paradojal, de ser desconocido por mis amigos y conocido por mis enemigos, me confirmó en aquellas reflexiones políticas que he dicho antes y en la certidumbre de que una nueva Argentina, de carne y hueso, estaba de pie. Muy feliz era en desaparecer con los escombros políticos de la otra, que yo había luchado por derrumbar, para preocuparme por mi lugar en la nueva.

El movimiento de 1945 reunía las condiciones ideales de un movimiento de liberación nacional. La lucha por la emancipación nacional y la justicia social no la pueden hacer por separado las distintas clases sociales. Más aun, el enfrentamiento de las clases es una de las técnicas más eficaces usada por la política británica que enfrentó a musulmanes y brahmanes en la India y ahora en Chipre a rucos y griegos.
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El programa del movimiento fue entonces, como lo es ahora, establecer la justicia social en progresión ascendente con el desarrollo económico logrado a medida que la liberación nacional va creando las condiciones de producción y distribución de la riqueza impedidos en nuestro país por los factores antiprogresistas de la estructura imperial. Es decir, lograr los más altos niveles sociales dentro del mundo a que pertenecemos, tal como las condiciones nacionales lo permiten en cuanto se remueven los obstáculos a nuestro desarrollo y dirigir los beneficios de ese progreso en el sentido de la sociedad y no solamente de los individuos colocados en situación privilegiada. No otra cosa, con un acento más social y más profundo, que lo que han hecho los países que han sabido sortear los impedimentos que obstruyen nuestro desarrollo.

Creo que los hechos que han posibilitado la situación actual son hijos de un error fundamental de conducción.

Un hecho revolucionario, como el de 1945, no deja de serlo por que haya encontrado expedita la vía del comicio, y debe atender a la conservación del poder para la realización de sus fines, sabiendo que ésta no depende solamente del apoyo de las mayorías electorales.

Esto no implica creer que el sostenimiento del poder sea una cuestión policial y represiva. Lo que exige es el reconocimiento claro de cómo está distribuida socialmente la fuerza. Los factores de poder, desde el punto de vista de las clases, no se hallan, en nuestra sociedad y en todo el mundo occidental, en la misma relación que los aportes electorales. Mientras el proletariado, mucho más numeroso, actúa por la vía externa, las otras clases se mueven por la vía interna, que es la propicia a la concentración más rápida y eficaz en el punto de ataque; esas clases tienen el control inmediato de los instrumentos del Estado y lo ponen en peligro en cuanto se unifican, cosa que hacen con mucha más rapidez y eficacia que las masas dispersas. 

No subestimo la gravitación decisiva del proletariado en momentos históricos determinados, pero su dificultad operativa es inmensamente mayor para la acción inmediata; en cambio, posee con más amplitud que las otras clases la capacidad de desgaste y de cohesión en las ideas fundamentales –pues sus intereses son siempre concretos y ciertos–, lo que lo habilita especialmente para la técnica de la resistencia pasiva y la gravitación como fuerza de apoyo decisivo. Llevarlo a la lucha frontal es sacrificarlo estérilmente y atribuirle una responsabilidad y un sacrificio que debe ser compartido por todos los sectores sociales unidos verticalmente por el destino común de la nación.

Una política tendiente a separar al proletariado de los sectores pertenecientes a las otras clases, que identifican lo suyo con lo de los trabajadores en su lucha por el ascenso nacional, es fatal al movimiento de liberación. Tan importante como cuidar la base obrera es mantener vivo el prestigio en esos sectores y utilizar su colaboración activa.
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Se cometió el error de desplazar y hasta hostilizar los sectores de clase media militantes en el movimiento, permitiendo al adversario unificarla en contra, máxime cuando se le lesionaron inútilmente sus preocupaciones éticas y estéticas con una desaprensiva política de administración y en la elección de instrumentos de gobierno. Se manejó la propaganda de manera masiva y pueril, hasta hacerla irritativa, centrándola en aspectos superficiales sin ahondar en lo profundo de las realizaciones gigantescas del proceso.
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Así también se hizo de la doctrina nacional una doctrina de partido, y de la doctrina de partido una versión exclusivamente personalista, que en lugar de agrandar las figuras y suscitar la emulación, provocaba en el propio partidario una situación deprimente. Se quitó al militante la sensación de ser, él también, constructor de la historia, para convencerlo de que todo esfuerzo espontáneo y toda colaboración propia indicaba indisciplina y ambición, con lo que se le quitó estímulo al esfuerzo partidario y se impidió sistemáticamente la organización de abajo a arriba, sustituyéndola por otra de arriba abajo, con lo que se ganó una apariencia de orden incapaz de enfrentar la arremetida de los acontecimientos pues se cegaron las fuentes de la contribución voluntaria y apasionada al convertirse los militantes en meros espectadores en espera de la gracia. Fue así que los militantes fueron sustituidos por pensionistas del poder.
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Nada se hizo por la captación de la nueva burguesía, facilitándole su tendencia a ignorar de qué circunstancias históricas era hija y los peligros que correría el desarrollo de la industria y del comercio –gigantescamente promovidos por la obra en sí– en caso de una derrota del movimiento y la restauración de las fuerzas oligárquicas anteriores.
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De todas maneras no me he propuesto hacer un planteo de política partidaria sino de política nacional, a la que contribuyen todas las fuerzas que tienen paralelismo en las ideas fundamentales. No es necesario que ellas se unifiquen si ellas unifican el pensamiento argentino en esas ideas.
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Un río o un arroyo se diferencia de otro, pero contemplados desde la altura que permiten los años y las filosofías de quien está al margen de las disputas eventuales, se ven todas las aguas afluir al mismo cauce, al río común del destino nacional. Se percibe también la insignificancia de los terraplenes y obstáculos opuestos a su curso. Basta mirar más arriba, percibir la nieve acumulada en las cumbres para tener la seguridad de lo que ocurrirá cuando vengan los deshielos. Los días suceden a los días. El tiempo es inexorable y el agua bajará por las laderas. Lo que nunca ocurrirá es que el agua suba. Es la diferencia entre lo histórico y lo antihistórico. ¿Qué importancia tiene saber por qué cauce bajará el aluvión y qué importancia tiene el cauce mismo?

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Nota al pie de página: Las consideraciones que se hacen bajo este título corresponden a las ediciones de 1957. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Don Arturo carajo !!! pensar que algunos torpes zurdos o fachos lo rebajaban a la categoría de ingenioso polemista o filoso chicanero. Yo era pibe de 20 años y a los codazos me acomodé en la mesa de tablones de la CGT de Rosario para comer un asadito ,me autografió Zonceras y le dí la mano. Sí señor,yo, le dí la mano a Jauretche. Un GRANDE,GRANDE.-