Durante el anochecer del último lunes de 2016 tomó estado público la muerte de Brian Aguinaco, el chico de 15 años baleado 48 horas antes en medio de un arrebato callejero.
En aquel preciso instante, se desató el ataque a la comisaría 38ª por una turba de vecinos del barrio de Flores. Tal evento fue televisado en vivo por todos los noticieros hasta la madrugada siguiente. El reclamo de sus hacedores hacia los uniformados era borroso: por un lado, los acusaban de proteger narcos y proxenetas, también por “liberar la zona” y de no ser ajenos a los robos en su jurisdicción; pero, a la vez, exigían de esos mismos policías una mayor presencia territorial y “mano dura” con el verdadero enemigo, los habitantes de la villa 1-11-14 del Bajo Flores.
De modo que el vandálico show ofrecido por la “parte sana” de la población tuvo un notable objetivo de fondo: peticionar urgentes medidas punitivas contra otro sector de la sociedad civil. Y el martes, el ministro de Seguridad porteño, Martín Ocampo, acordó con los “amotinados” una solución satisfactoria: establecer operativos de “saturación policial”, retenes de tránsito y “controles poblacionales”, así como se les dice a las aparatosas razzias en los barrios populares. Es decir, una auténtica oda al apartheid, en versión criolla.
Ya se sabe que esa palabra alude al sistema de segregación racial que imperó hasta 1992 en Sudáfrica, basado en el acto de “separar” a sus habitantes por motivos socio-epidérmicos. En la Argentina del presente –al igual que en otras partes del planeta– semejante divisoria está trazada por las abruptas fronteras entre la Metrópoli y sus guetos, aquellos inframundos que palpitan a la sombra de la “civilización” como tumores urbanos en pleno desarrollo. Claro que para acuñar su corpus conceptual se requirió una tarea previa: la construcción de un enemigo público; por caso, los “pibes chorros”. Una suerte de Doctrina de la Seguridad Vecinal cuyo blanco predilecto no son exactamente las personas en conflicto con la ley sino los varones pobres de dichos arrabales. Una doctrina cuya autoridad de aplicación es, desde luego, la policía.
Al respecto, bien vale un recuerdo: en junio de 2008, el entonces ministro de Seguridad porteño, Guillermo Montenegro se ufanó con que la Metropolitana está basada en los Mossos d’Esquadra, como se la llama a la policía autónoma de Cataluña. Cuando se le aclaró que su gran especialidad es la persecución a indocumentados, el funcionario enarcó las cejas, y su respuesta fue: “Bueno, eso es lo que allá la gente pide”. Sinceridad brutal.
A casi nueve años de ello, en el “rechifle” de la comisaría 38ª resaltaban dos consignas primordiales: “Hay un Estado ausente” y “La gente está cansada”.
Para el actual ministro Ocampo, el asunto no pudo ser más inoportuno: justo ese lunes había designado al comisario inspector José Potocar a la cabeza de la flamante Policía de la Ciudad. Esa mazorca –fruto de la unificación de 19 mil efectivos de la Federal absorbidos por el Ejecutivo porteño con los siete mil de la Metropolitana– es sin duda el desafío más osado del macrismo en materia de seguridad. Casi un salto al vacío. Y que ya produjo entre los federales una vidriosa interna en todos sus niveles y jerarquías.
En medio de aquellas circunstancias estalló el ataque vecinal a la comisaría de Flores. Pero al día siguiente, el “compromiso” represivo suscripto en una hoja sin ningún membrete oficial hizo que las iras en el barrio se aquietaran. Y también en el aspecto mediático, puesto que desde entonces las coberturas del caso giraron con suma prontitud –la prontitud del olvido– hacia otro ángulo: la espectacular cacería de los supuestos homicidas.
Tal temática hasta eclipsó otros episodios. Porque en ese mismo momento, un patrullero de la Federal avanzaba a tiros por una calle de Mataderos para así neutralizar un auto que huía con hampones a bordo. Ellos también tiraban. La única baja fatal de la refriega: el mecánico Jonathan Echimborde, quien arreglaba un vehículo en la puerta de su casa. Pero para la audiencia televisiva no hubo tiempo de reparar en ese pequeño contratiempo.
Lo cierto es que por esas horas, otro pibe de 15 años también llamado Brian –un detalle casi literario– se transformaba en el prófugo más buscado del país. Sobre su cabeza ya pesaba un pedido de captura nacional e internacional por su presunta participación en el crimen del homónimo. Y tras él había brigadas enteras de la División Homicidios de la Federal, efectivos de varias comisarías y unidades de la Metropolitana, junto a investigadores judiciales de la fiscalía a cargo de la causa.
Los flashes informativos irrumpían intermitentemente en las pantallas para difundir los avances de la pesquisa, invocando con prosa quirúrgica la obtención de “valiosos testimonios” (dichos de soplones), junto a un “minucioso trabajo de inteligencia” (la revisión del Facebook de la mamá, quien había subido una foto de su retoño a punto de salir del país). El resto del capítulo fue transmitido por TV como una novela: Brian fue detenido con su padre en Santiago de Chile y entregado a las autoridades argentinas en el paso Cristo Redentor. Su arribo al Aeroparque Jorge Newbery fue apoteótico para los captores. Allí, las cámaras registraron su silueta encapuchada en medio de un espectacular dispositivo que incluía hasta carros de asalto del GEOF. Como si ese atracador adolescente fuera el mismísimo “Chapo” Guzmán.
La exhibición de aquel trofeo humano había logrado opacar el arresto de su posible cómplice, un tipo de 26 años caído en desgracia más por “olfato” que con pruebas. Ambos eran de la villa 1-11-14. En consecuencia, esa ciudadela secreta fue la siguiente escala de la criminología mediática.
Un notable destino turístico para visibilizar el mal ante los ojos del público. Y no sin sacudir la ilusión de una segunda “campaña del desierto”. Con tal espíritu, los safaris de movileros y cronistas se adentraban en el corazón de las tinieblas. Allí solo faltaban Lombroso y el perito Moreno.
Pero nada fue comparable a la labor del enviado por América Noticias. Un sujeto que recorría los estrechos pasillos de la villa con actitud expedicionaria. Y cada tanto, se permitía alguna observación apocalíptica con tonos oscilantes entre el jadeo y la cautela. Aún así, lo más pintoresco de él –increíblemente, un profesional del periodismo– era su indumentaria: el tipo hacía la nota con chaleco antibala y casco de guerra.
Una involuntaria metáfora de los tiempos por venir.
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