8/21/2022

matar a weber: la pura claudicación travestida en "ética de la responsabilidad"





José Francisco Jiménez-Díaz 
Universidad Pablo de OlavideSpain

Para Weber no existen soluciones fáciles e inmediatas con respecto a la cuestión del ethos de la política, puesto que en el proceloso mundo político todo puede complicarse en tanto que “[e]l medio específico de la política es la violencia (Gewaltsamkeit) y ustedes pueden deducir cuán intensa es la tensión existente entre los medios y el fin, vista desde el punto de vista ético” (Weber, 2007, p. 137). Por tanto, la particularidad de todos los problemas éticos de la vida política viene dada por el medio específico de la violencia legítima en manos de asociaciones humanas como el Estado, dirigidas por políticos profesionales en las sociedades modernas. Así “[q]uien pacte con este medio para los fines que sea -y todo político lo hace-, se entrega a sus consecuencias específicas” (Weber, 2007, p. 144). Para Weber, sería una completa irresponsabilidad eludir esta reflexión, sobre todo para quienes ejercen el poder político; así, la ética de la responsabilidad es la ética específica y pertinente de la política.

Sin embargo, si bien la ética de la responsabilidad es necesaria para llevar a cabo la acción política, la primera no es suficiente para realizar tal acción. Weber reconoce que la pasión, además de la responsabilidad y el distanciamiento o mesura, son elementos imprescindibles para la acción pública. El pensador llega a afirmar de forma tajante: “Nada tiene valor para el hombre en cuanto hombre si no puede hacerlo con pasión” (Weber, 1993, p. 192). A juicio de Weber, el hombre auténtico o el líder político que puede orientar la vida de una sociedad ha de reunir tres cualidades, no fáciles de encontrar en un mismo ser humano, a saber: “pasión, sentido de la responsabilidad, distanciamiento” (Weber, 2007, p. 124). Al no ser fácilmente conciliables estas cualidades, el pensador alemán afirma que:

el problema es precisamente éste: cómo se puede forzar a la pasión ardiente y al frío distanciamiento a que convivan en la misma alma. La política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo o del alma. Y sin embargo, la entrega a la política, si no quiere ser un frívolo juego intelectual sino una acción auténticamente humana, sólo puede nacer y alimentarse de la pasión (Weber, 2007, pp. 125-126).

Además, las relaciones entre mundo, acción política y valores, que es el problema abordado en la ética de la responsabilidad, son demasiado complejas y tensas como para ser saldadas por las respuestas cambiantes, provisionales y efímeras que siempre ofrece dicha ética. Efectivamente: “los valores no son objetivos, la acción política no puede ser pura (violencia estatal) y las consecuencias pueden ser paradójicas respecto de los valores que se querían realizar” (Franzé, 2004, p. 104).

Asimismo, pese a ser distintas o incluso opuestas las referidas éticas guardan algún elemento común, que viene dado porque las mismas son conjuntos morales de modos de vida humanos; es decir, que de alguna forma son medios para conseguir ciertos fines en la vida práctica que pueden producir consecuencias colaterales, imprevisibles e indeseables. Así, Abellán (1992), Muguerza (2002) y Franzé (2004) argumentan que la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad no solo son dos tipos ideales separados entre sí y excluyentes, sino que se entreveran en el mundo real de la política, primando la segunda ética sobre la primera.

Por esto, Weber expone que “la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad no se contraponen de manera absoluta, sino que ambas se complementan y solo juntas hacen al hombre auténtico, a ese hombre que puede tener ‘Beruf para la política’” (Weber, 2007, p. 150). En este sentido, si dichas éticas no se complementan aparecen dos peligros: el primero de ellos consiste en llevar a cabo la acción política sin valores que la guíen, lo cual llevaría a la total desorientación y desconcierto de los actores políticos; el segundo peligro resulta en que los actores políticos, cegados por sus convicciones, se conviertan en fanáticos defensores de los ideales y éstos adquieran un carácter omnipotente sobre quienes los conciben. Lo cual llevaría a la denominada “tiranía de los valores” en función de la cual el reinado de los valores se tornaría en un infierno, pues cualquier conflicto podría justificarse en defensa de los primeros (Schmitt, 2009, pp. 143-144). En ambos casos, para Weber, los actores políticos quedarían alienados y sin posibilidad de dar sentido a sus acciones: en el primer caso la responsabilidad se convertiría en un fin en sí mismo, sin sentido para tales actores, ya que la responsabilidad no puede justificar cualquier acción y decisión. En el segundo caso, los valores se convertirían en un fin en sí mismo, tornándose los actores en meros vehículos de los primeros, dado que los valores tampoco pueden justificar cualquier acción y decisión. Así, se ha dicho que “las responsabilidades sin convicciones serían ciegas y que las convicciones sin responsabilidades serían vacías” (Muguerza, 2002, p. 27).

En suma, el debate en torno a las citadas éticas se coloca inevitablemente en el centro de la reflexión sociopolítica contemporánea, puesto que puede ser considerado tanto un punto de partida como un hito necesario para orientarnos en el análisis crítico del comportamiento y valores políticos. En cualquier caso, dicho debate no debe obviarse entre quienes están implicados en los asuntos públicos ni entre quienes reflexionan sobre la política. Sin duda, la ineludible discusión y priorización de valores en la esfera pública apunta directamente al centro del referido debate. Quizá el dilema político más relevante que aprecia Weber sea el siguiente: aunque no es posible una justificación científica-objetiva de los diferentes valores e ideales políticos, quien actúa políticamente tiene que priorizar entre dichos valores e ideales para llevar a cabo una acción política concreta. Y este “priorizar”, que también implica decidir entre los valores por los que se decanta la acción política, inicia un proceso complejo de traducción de ideales en acciones, en las que estas pueden contradecir a aquellos y desencantar a todos los agentes públicos cuya única máxima de actuación sea la ética de las convicciones.

Al profundizar en dicho proceso de traducción de valores e ideales en acciones en el que consiste la política, Adorno y Horkheimer argumentaron que los estudios de las religiones y de las escuelas antiguas, así como de los partidos y de las revoluciones modernas transmiten una clara y recurrente enseñanza: el precio de la supervivencia de tales fenómenos humanos es “la colaboración en la práctica, la transformación de la idea en dominio” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 256). Es decir, las ideas políticas puestas en marcha y confrontadas con las realidades sociales, pueden transformarse en cosas muy distintas a las que representan en el plano estrictamente teórico. En otras palabras, intentar hacer cosas con las ideas, que pueden tomarse como modelo para la acción política, entraña grandes riesgos si no se toman las debidas precauciones. Sin duda, entre las mismas está la de examinar detallada y seriamente tales ideas y sus posibles implicaciones para la vida pública. Por esto, Rafael de Águila (2008) argumentaba que los ideales son peligrosos, sobre todo cuando quienes los manejan y controlan creen que son buenos en sí mismos y se convierten en fanáticos defensores de los primeros, sin más reparo que el de defenderlos con la máxima vehemencia. Las consecuencias positivas o negativas de los ideales dependen, en muy buena medida, de cómo y para qué se pongan en acción y si quienes los administran son suficientemente prudentes y responsables en su comportamiento público. Así lo advirtió Hannah Arendt (2006) al analizar las revoluciones modernas: en la esfera de la política, la defensa de un absoluto puede llevar a la perdición. Además, la relación entre política y verdad es “una pareja mal avenida” (Arendt, 1996; Vallespín, 2012, pp. 53-98).

Aunque sean conscientes de las anteriores reflexiones, los actores políticos pocas veces están satisfechos con el orden establecido, sobre todo los denominados agentes “revolucionarios” y “reformadores”. Efectivamente, en cada época histórica existe una minoría dirigente-visionaria que pretende convertirse en guía política-intelectual reinterpretando ciertas ideas, valores y doctrinas para la posible mejora de la sociedad del momento y de los seres humanos que la habitan. Si la humanidad fuese conformista apenas habría vivido cambios sociales y políticos. Esto es, el inconformismo humano es uno de los principales acicates para el desarrollo sociopolítico. Y por este mismo hecho, los seres humanos no dejan de imaginar cómo hacer las cosas de otra forma a como se encuentran en el momento presente, puesto que no saben aprehender realmente “lo que es” sin ir más allá y tratar de formular cómo podrían o deberían ser las cosas (Bauman, 2015, pp. 198-199). Es decir, las actitudes inconformistas de los seres humanos ante sí mismos y ante las circunstancias que los rodean producen diversos sentidos sobre las ideas y valores preexistentes. Tales sentidos son los que constituyen el politeísmo de valores.



Consideraciones


La acción política no es posible sin un mínimo conocimiento de la realidad sociopolítica (el “ser”), pero tampoco sin posibles ideales y valores (el “deber ser”) para intentar cambiar y/o intervenir sobre dicha realidad (el “poder ser”). En efecto, quien hace política necesita tratar con estos tres elementos vertebradores de la política y, si es posible, construir puentes de conexión entre ellos: de un lado, las instituciones y las circunstancias concretas que afectan a la comunidad que intenta representar y/o gobernar (ser). Para quien hace política no tener en cuenta la realidad es como no hacerse responsable de la misma y esto frecuentemente puede convertirse en una irresponsabilidad. De otro lado, los ideales pueden ser muy útiles tanto para legitimar y/o justificar tales instituciones y circunstancias de una comunidad política (deber ser), como para su posible reforma o transformación (poder ser). Los gobernantes que carecen de ideales muy posiblemente no puedan ofrecer una visión genuina ni tampoco puedan legitimarse ni persuadir a sus seguidores. Pero aún puede ser más peligroso que dichos gobernantes iluminados fanáticamente por un ideal, lo defiendan hasta el extremo y no reparen en las consecuencias que ello tiene para la comunidad. El político profesional en tanto servidor público está obligado a salvar a la comunidad antes que a sí mismo. Sin duda, como argumentó Max Weber, la política se hace con la cabeza y, por esto, es muy importante saber sopesar las consecuencias de las acciones, las palabras y los ideales en el espacio público. De este modo, las complejas relaciones entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad afectan a dichos elementos vertebradores de la política.

Si el problema principal de la política -término que, no se olvide, procede de Polises el de abordar la discusión prudente y razonable sobre la más apropiada forma de convivencia pública en un tiempo y en un lugar concretos, entonces el modo en que se piensan, dicen y hacen las cosas en el espacio público es sumamente importante. En la esfera pública son tan importantes las ideas, como las palabras y las acciones para construir los necesarios vínculos entre la ciudadanía. Es más, las palabras y las ideas son otras formas de acción; decir cosas en la esfera pública es ya una forma de actuar y entablar o no vínculos con los demás. Esto es, los ideales por más nobles y buenos que sean se han de defender, en principio, de forma prudente y razonable en el espacio compartido con los demás. Precisamente al ser el espacio público un espacio compartido con los otros, los agentes políticos que en él intervienen tienen que responsabilizarse de lo que piensan, dicen y hacen. En dicho espacio no vale esconderse detrás de los otros o hacer de portavoces de los mismos, puesto que quien habla también está obligado a escuchar al otro, aparecer ante él (“dar la cara”) y hacerse responsable de los pensamientos, discursos y acciones propias. Pero todo esto no puede hacerse sin apostar claramente por la defensa de unos valores e ideales en la esfera pública que pueden ser tan legítimos como los valores e ideales opuestos; pero siempre respetando y tolerando a los demás y a quienes piensan diferente. Este sería el límite necesario del politeísmo de valores que constituye a las sociedades modernas pluralistas.

Conflicto de intereses


El autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.


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Notas

Este apartado se ha elaborado a través de la consulta de fuentes que enlazan con el discurso de la ética política weberiana. Evidentemente, un análisis más detallado del tema conlleva la consulta de gran diversidad de fuentes, pero ello excede los objetivos y espacio de este artículo.

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