8/11/2022

estamos como si todos los días fueran tarde de domingo

Estamos de todos nosotros hasta los cojones – Por José Luis Lanao



El sistema ha deglutido desde lo esencial a lo más etéreo, convirtiendo el mundo en un producto con precio en la solapa.


Por José Luis Lanao*
(para La Tecl@ Eñe)


El mundo ya se ha hecho viejo. Estamos como si todos los días fueran tarde de domingo. Apacentando las vacas como certezas inalterables. No hemos tocado fondo, seguimos perfeccionando esa habilidad por empeorar. La humanidad se encuentra inmersa en un proceso de desinvención: hay que desinventar el plástico, hay que desinventar el carbón, los combustibles fósiles, hay que desinventar el capitalismo desaforado, los paraísos fiscales, las puertas giratorias y desinventar algunos políticos de nuestro país. La materia no se crea, ni se destruye, solo se transforma; como algunos políticos. Sus currículums dan mucho miedo. Basta con ver su constante baile de máscaras. ¿Quién no lleva dentro un paso de las Termópilas, un desembarco en Normandía, una visita a Davos que no haya alterado el curso de su vida? Sabemos que se necesita un experto en gestión, pero también en olvido.

“Estamos de todos nosotros hasta los cojones”, expresaba en 1873 Estanislao Figueras, presidente de la Primera República de España ante la “sísifica” y descarnada realidad. Qué claridad. Como si lo hubiera dicho hoy.

El dólar vuelve a sudar. Y cuando suda sudamos todos. Y cuando deja de sudar olemos a humanidad vieja. De patria de pena chica. El dólar no tiene otro sustento que el de la confianza. Tenemos en él una fe ciega, no muy distinta de la de carácter religioso. Vale porque creemos que vale. El valor del dinero es un acto de fe, de fe en el sistema. Bastaría que nos declaráramos ateos del dólar para que se viniera abajo en cuatro días. Pero habría que dejar de creer, y eso supone perder la confianza. Hay quien lleva los dólares en sacos como higos secos, y hay quien los ensarta en un cordel para colocarlo a modo de joya cárnica alrededor de nuestro cuello. Cada cierto tiempo aprietan. Y aprietan bien. Los ministros pasan uno detrás de otro como caravanas de difuntos. Los que “aprietan” no son gente normal, es gente de Beefeater al mediodía. Se saludan entre ellos blandiendo una cigala en la mano. Es la forma de demostrar que no les cabe más felicidad en el cuerpo, ni más trampas, que no se puedan solventar en los laberintos del sistema, en los tribunales o en las escribanías. La otra gente, de la mejor carne mortal de clase baja, solo espera que la vida escampe. Han aprendido a oler las vacaciones de los demás. Su alegría les viene de la pobreza. Sus penas se almacenan en silobolsas.

La perra de mi abuela se anclaba a los pies de la mesa en espera de recibir unas migajas de humanidad. Así mueven el rabo algunos políticos enmascarados que mutan sin rubor de liberales a liberales neos, de clásicos a renovadores, de heterodoxos a ortodoxos, con escasa ideología, reclamando la confianza de los ciudadanos, como el dólar. Políticos que hablan en abstracto, imbuidos de razones históricas, decididos, desde una orilla u otra, a “lotear” los cimientos de la vida de los inocentes. Así es como nos despeñamos en el precipicio de la política tribal, esa maquinaria palaciega donde algunos políticos entran como cerdos y salen como salchichas: manufacturados. El “establishment” lo disfruta, el gobierno lo padece. La confianza se resiente. Todo es cuestión de confianza.

El sistema ha deglutido desde lo esencial a lo más etéreo, convirtiendo el mundo en un producto con precio en la solapa. La mundialización, internalización, globalización, y todas las otras designaciones elusivas y nobles de este avasallador proceso de liberalización conllevan, entre otras prácticas, la supresión de todo tipo de control por parte de los Estados. La autonomía de los bancos centrales, la ausencia de regulación de los tipos de interés, la total libertad de los flujos internacionales de capitales, la desregulazación del sector bancario han provocado una financiación radical de la actividad económica que ha transformado un sistema capitalista de mercado, que según su doctrina se propone aumentar la riqueza generalizada y generar beneficios mediante la producción de bienes, servicios y puestos de trabajo, en un nuevo capitalismo cuyo principal propósito es implantar un régimen de acumulación financiera, apoyado fundamentalmente en las bolsas de valores y en la generación de beneficios del valor accionarial. La financiación de la realidad económica ha utilizado un dispositivo muy eficaz para asegurar y acelerar su decurso, los fondos de inversión en sus tres principales formas: fondos mutuos –“mutual funds”-, fondos de pensiones y fondos especulativos –“hedgs funds”- con sus buques insignias: los fondos buitres. Todo ello asociado a la última variante neoliberal de la posmodernidad: el capitalismo de vigilancia. Ese modelo empecinado en concebir al individuo como extrema unidad de medida, con esa inducida ansiedad de “clase” que supone perfeccionar nuestro yo sin descanso y compartimentar nuestros gustos ante los demás y ante las depredadoras multinacionales de los datos y de la intimidad. Esta sociedad del tiempo libre, siempre disponible.

De un tiempo a esta parte la política ha dejado de gravitar sobre los intereses para hacerlo sobre los sentimientos. La misma materia con que se nutre la publicidad y la información. La historia de la humanidad se reduce a los hechos que seleccionan y emiten cada día los noticieros. Si le quitas la voz, toda la crueldad humana adopta la forma de espectáculo con la misma inocencia salvaje de la sabana africana. La pantalla muda convierte a los “influencers” de la actualidad en una especie de crustáceos que se agitan nerviosos dentro de un acuario. Les ves mover los labios como centollos alienados, capturados en la marea baja de la política rastrera del liberalismo fascio. Mucho tiempo a su exposición provoca amnesia y debilita las defensas. Es entonces cuando te empiezas a sentir mal, te mareas, y terminas votando a Milei, confundido por el desfallecimiento y la lipotimia. No es sino el hartazgo de tanto politiqueo, de tanto fuego artificial sobre el borrascoso Estado social lo que nos conduce a elegir la cálida luz de la contemplación.

Hay momentos tontos en nuestra vida: esperando el subte, cortando la lechuga, leyendo en la cocina un whatsapp de tu hijo enviado desde su habitación. La especie humana no deja de reinventarse. No importa si no llegas a fin de mes, en el fondo de tu cerebro de bolsillo -el endiosado “psiquiscelular”- seguramente anide un reconfortante “like” que te robe una sonrisa.

Somos un racimo de vidas corrientes con sus afanes menudos, con sus fulgores cotidianos, con esa invisible placidez que tanto añoramos cuando nos la arrebata el desaliento. Soñar es otra manera de vivir, más libre, más plena, más auténtica. Si después de desayunar te das un baño en la playa desierta, y luego a la sombra de los plátanos compartes una charla con los amigos de la que no se habla de política, ni de la cotización del dólar, sino de las cosas simples de la vida: como revivir un recuerdo, un detalle nimio, una broma con sentido oculto que nadie más podría descifrar, unas risas, unos suspiros, un regreso lento al territorio perdido de las asombrosas conquistas cotidianas. Uno sabe que eso es la belleza. Eso y poco más. Esa belleza de la vida pequeña, minúscula. Esa belleza inasible de lo fugaz. Ese sosiego calmo. Esa caída de la tarde, con el sol fundiéndose en el horizonte, bajo un cielo del pasado de estrellas extinguidas, desafiante, ante todas las utopías perdidas y las nuevas profecías de los políticos-salchichas.
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* Periodista. Colabora en Página/12, Revista Haroldo y El Litoral de Santa Fe. Ex periodista de “El Correo”, Grupo Vocento y Cadena Cope en España. Jugador de Vélez Sarsfield, clubes de España, y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979.

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