7/04/2022

a.l. : giro a la izquierda o reacción ante los oficialismos?

Juan Elman

Hoy vamos a abandonar cualquier pretensión de originalidad. Quiero que nos metamos en la discusión sobre el ciclo político que vive la región, después de la histórica victoria de Gustavo Petro en Colombia. Con esta, el color rosa (o rojo, si prefieren) suma un nuevo casillero en un mapa que ya cuenta con México, Honduras, Perú, Bolivia y Chile, a la espera de la gran definición en Brasil. Si Lula gana, las seis principales economías de la región quedarían en manos de la izquierda.

Pero esta narrativa convive con otra que señala que, antes que un regreso de la izquierda al poder, lo que hay es una reacción ante los oficialismos. El dato lo citó Iván en su último correo y es bastante elocuente: las oposiciones ganaron en las últimas quince elecciones presidenciales en América Latina (el dato excluye a Venezuela y Nicaragua por sus contextos autoritarios y a los comicios de Bolivia en 2019, que no fueron procesados por el golpe de Estado a Evo Morales). Con estos números en la mano, hay voces que ponen en duda la idea de que la región vive un nuevo giro a la izquierda.

Hoy nos vamos a meter acá no para definir el título de la foto, lo que no parece tan relevante, sino para advertir lo que está detrás: con qué se encuentran estos progresismos que ganan las elecciones y cuáles son los límites y posibilidades de este nuevo contexto. Como siempre, es una excusa para tirar de la piola y ver hacia dónde nos lleva.

Allá vamos.

¿Cuál ciclo?

Saldemos esto rápido: las dos tendencias mencionadas arriba conviven, a pesar de que una pueda ser más fuerte que la otra. Es evidente que hay un descontento contra los gobiernos de turno, cuyo origen es anterior a la pandemia (si uno toma la veintena de elecciones que hubo desde 2015, en la mayoría ganan las oposiciones), del que hoy se están aprovechando los progresismos. Esto último no es un dato para pasar por alto: sugiere que hay algo que estas fuerzas, cuya naturaleza varía de acuerdo al país, están interpretando –o representando– mejor que otras. La reacción a los oficialismos puede ser la nota dominante, pero por sí sola no alcanza a explicar el momento regional.

Rodolfo Hernández, José Antonio Kast, Keiko Fujimori y Yaku Pérez, para poner algunos nombres de candidatos competitivos en elecciones recientes en la región, también representaban a su modo una ruptura con el gobierno de turno, y sin embargo fueron vencidos por los candidatos progresistas. Este ejercicio de comparación apurada tiene una conclusión que se repite en todos los casos de la región, que es el colapso de la centroderecha. Sospecho que a esta tendencia le deberíamos prestar más atención, pero como ya le dedicamos un correo hace poco y además avisamos que hoy no íbamos a ser originales, vamos a pasarla por alto. Pero alguien debería tuitearlo al menos. Por las dudas, no me arroben.

Otra vez en el campo progresista, no son pocas las voces que advierten que los triunfos electorales no representan por sí mismos un giro a la izquierda. Este argumento es atendible. Manuel Canelas, ex funcionario del gobierno de Evo Morales devenido académico residente en España, lo desarrolla en una nota reciente. Allí advierte sobre la posibilidad de los virajes ideológicos de los gobiernos luego de las elecciones. El caso más resonante es el de Lenin Moreno en Ecuador, pero Canelas también sugiere que algo parecido puede estar sucediendo con Pedro Castillo en Perú. Y dice otra cosa más interesante. Una de las condiciones principales para hablar sobre el ciclo de izquierda a partir del 2000 fue que logró una hegemonía robusta en la sociedad mientras “representaba un clima de época pos-neoliberal”. No se puede decir lo mismo de este momento.








Lo que podemos decir es que ese déficit hegemónico, para llamarlo de algún modo, también implica que hoy estos progresismos tienen menos capacidades para fijar la agenda de lo que se discute en la región. Y tiene, por otro lado, una traducción material. Llegan al poder con menos apoyo popular y parlamentario, por lo que se vuelven más dependientes de alianzas con otros partidos y figuras. La gestión se vuelve entonces más sinuosa, al tiempo que introduce nuevos problemas a la agenda, como el balance de las coaliciones y el fenómeno del internismo (presente, no está de más decirlo, en la mayoría de los casos). En otro texto que dialoga bien con el de Canelas, publicado en la misma edición de Nueva Sociedad, José Natanson introduce otra dimensión en este nuevo cuadro de gobernabilidad: el bloque de la derecha, que en el primer ciclo se encontraba “astillado y desorientado”, hoy aparece de pie, preparado para volver al poder en cualquier momento.

Natanson, con el que hablé por teléfono esta semana, sí está convencido de que hay un nuevo giro a la izquierda. Cree que los triunfos electorales, arrebatados a distintas fuerzas que, como vimos, también eran oposición, son prueba suficiente. “Pero es cierto que uno no puede hablar todavía de una familia. Faltan cosas en común para que esto se afirme como ciclo”, me dijo. Natanson, autor de La nueva izquierda (Debate, 2008), advierte de todos modos que las diferencias también eran parte del primer momento. “Tenemos una mirada del ciclo anterior donde perdemos matices. Cuando empecé con el libro, Néstor pensaba que Lula era neoliberal y Chavéz hablaba de Tercera Vía. Hasta la idea de ciclo pasaron varios años. Incluso después también hubo divisiones”. Un ejemplo: Ecuador, Bolivia y Venezuela redactaron nuevas constituciones de corte bolivariano, mientras Argentina y Brasil no.
Los nuevos compañeros

Una diferencia importante con la marea rosa de principios de siglo es la inclusión de nuevos países al mapa: Colombia, México, Perú y Chile, aunque este último depende de cómo se considere a los gobiernos de Michelle Bachelet (yo sí creo que el Chile de Boric es una novedad acá).

Lo interesante es que esa novedad también se da hacia el interior de esos países, en el sentido de que son fuerzas que llegan al poder por primera vez en mucho tiempo o en su historia, como el caso de Colombia. De hecho, ese componente de renovación –que en el caso de Chile es también generacional– fue parte de su atractivo electoral. Distinto es el caso de Argentina, Bolivia y eventualmente Brasil, donde la ventaja no está dada por la renovación de la oferta partidaria sino por la legitimidad construida en el ciclo anterior, potenciada luego del fracaso de los gobiernos de derecha que los sucedieron. Este componente de renovación es relevante a la hora de hacer zoom dentro de la ola.






Como bien señala Álvaro García Linera, ex vicepresidente de Bolivia, los países donde la izquierda es novedad son además los que vivieron estallidos sociales previos a las elecciones, a diferencia de Argentina, Bolivia, Honduras y eventualmente Brasil. Este es el criterio que usa García Linera para diferenciar las dos corrientes dentro de la nueva marea. Recordar el componente de la protesta nos sirve para iluminar uno de los principales rasgos de este contexto regional, que es el malestar social. Lo venimos diciendo desde hace tiempo en este correo y le dedicamos una edición hace un par de años. Con todas las diferencias y matices posibles, lo que tienen en común las protestas es que expresan descontento y hartazgo hacia el sistema político, al que se le demanda una mejor provisión de bienes públicos –salud, educación, vivienda, justicia, ética, etc–. Que el foco esté en el sistema y no en un gobierno, por otro lado, dialoga bastante bien con la tendencia anti-establishment o anti-oficialismo con la que empezamos hoy.

En ese correo, escrito a finales de 2020, cuando el parate que le impuso la pandemia a las protestas comenzó a descongelarse, veíamos, a raíz del informe anual de Cepal, que la región había retrocedido 20 años en materia de desarrollo social. Esto significaba revertir una parte central de los logros de la marea rosa, especialmente los de reducción de pobreza. La rapidez de ese retroceso, gobernado por la pandemia pero también por una gestión deficiente en los años anteriores –en varios casos imputables a más de un gobierno–, también dice algo acerca de las condiciones de esa inclusión, aunque acá sea necesario un análisis más puntilloso, que recorra caso por caso.

Los números que publica la Cepal en 2021 no son más auspiciosos: sugieren que el rebote de las economías el año pasado no alcanzó para mitigar los efectos sociales y laborales de 2020 y, más importante aún, no corrigió la tendencia negativa de la desigualdad, que comenzó a aumentar desde 2019, tras 17 años de descenso prolongado. Sin el boom de commodities que gozaron los gobiernos de la marea rosa, los estados tienen a priori menos recursos para hacer frente a esas demandas.

El resultado de este cóctel, la verdadera foto regional, es una profunda revuelta contra las élites políticas nacionales. Este es de hecho uno de los principales subrayados del informe de Latinobarómetro 2021, que de manera elocuente habla de ciclos de gobierno. El informe muestra, tal como lo hizo unos años antes, un malestar profundo de las ciudadanías sobre el funcionamiento de la democracia –cuyo apoyo sigue a la baja– y una severa desconfianza hacia las instituciones. Este cuadro es particularmente agudo en los jóvenes latinoamericanos. Según el estudio, el segmento que va de los 16 a 24 años es el que menos apoya la democracia y más indiferencia registra ante la forma de gobierno, mientras que más apoyo declara ante la posibilidad de un gobierno autoritario. Los jóvenes son un actor central en esto que estamos conversando hoy: además de su protagonismo en la mayoría de las protestas de estos últimos años, sus votos fueron clave para instalar otra vez a los progresismos en el poder.

Lo que trato de decir, 1.500 palabras después (perdón por eso), es que ese descontento se expresa en las elecciones contra los gobiernos de turno pero los excede. Es cada vez más estructural. El punto es que estos progresismos no están a salvo del clima anti-elite. Si a eso se le suman las limitaciones políticas y económicas de las que estuvimos hablando, esta tendencia se vuelve preocupante. Por cierto que afuera de la región tampoco hay un paraíso de la gobernabilidad. Los gobiernos en Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia e Italia (el último correo de Facu es sobre estos últimos) para citar algunos ejemplos, también están con serios problemas para impulsar sus agendas. El signo, en todo caso, es global (occidental).







La profundidad de este problema se hace evidente al considerar las coyunturas de los nuevos compañeros. Desde Santiago, Claudia Heiss, jefa de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de Chile, me apunta que las diferencias entre la campaña del plebiscito que abrió el proceso constituyente (donde el Apruebo superó el 80%) y la que se está librando para decidir sobre la nueva Constitución, donde la victoria del Apruebo no es algo seguro, refuerzan la existencia de un “pueblo destituyente”. “Lo que hay son votos castigo. El primer plebiscito fue un voto de castigo al status quo. Ahora vemos que es mucho más difícil lograr apoyo a una nueva institucionalidad”, me dijo Claudia.

Los problemas que muestran el proceso constituyente chileno y la gestión de Gabriel Boric, cuya popularidad sufrió un brusco descenso, son bastante sintomáticos del cuadro de inestabilidad regional. La coyuntura chilena muestra de qué manera las elecciones y la llegada del gobierno canalizaron solo una parte del malestar expresado en las calles en 2019 (al caso chileno le dedicamos un correo entero). Esto no debería ser una sorpresa si se admite que el estallido fue, antes que nada, una revuelta anti-elite. Si abrimos un poco la lente, la abstención en las elecciones en Chile y Colombia –ambas superiores al 40%– sumado al caudal de votos que obtuvieron Franco Parisi en el primer caso y Rodolfo Herneandez en el segundo, dos candidatos con un mensaje centrado en el rechazo a la política tradicional, también son indicativas de que estos progresismos no tienen el monopolio de la representación del hartazgo. Esta quizás sea una de las principales diferencias con la época anterior.

Por eso resulta más esperanzador poner la clave no tanto en el componente de renovación generacional sino en la capacidad que mostraron estos progresismos para articular demandas de sectores excluidos (lo que Francia Marquez llama “los y las nadies”), especialmente en sociedades cuya politización de la desigualdad y la demanda de protección social es mayor que en otros momentos. Es en este plano donde los progresismos –nuevos y viejos– consiguen el apoyo para vencer a otras fuerzas que también buscan representar el malestar de la época. Pero el desafío es mucho mayor cuando se considera extender o mantener ese apoyo, algo que no está dado. De ahí la advertencia de Garcia Linera: si el progresismo “detiene sus bríos igualitarios”, dijo en conversación con Ayelén Oliva, “se convertirá en un jugador de segunda”.

Hay un país que no mencionamos, que es México. La inclusión de la segunda economía latinoamericana en el nuevo ciclo no es algo menor. Curiosamente, la rareza mexicana no está dada solamente por el destino de sus exportaciones, que están atadas al mercado norteamericano. AMLO, cuya vocación transformadora es motivo de discusión, lidera el único proyecto hegemónico con el que cuenta la nueva marea. La popularidad del mexicano en el concierto regional sólo es comparable con la de Nayib Bukele en El Salvador (en Cenital tenemos una compañera que nos puede decir algo sobre esto). El compromiso de AMLO y de su canciller Marcelo Ebrard –quien aspira a sucederlo en la presidencia– por la construcción de un nuevo orden latinoamericano se puede seguir con una esperanza medida. Esta es una ventaja respecto al ciclo anterior.
¿Se vienen cositas?

Le pregunté a Diana Tussie, directora de la maestría de Relaciones Internacionales en FLACSO y especialista en este tema, si los niveles de comercio intra-regional –hoy en mínimos históricos– no son un factor para ser cautos a la hora de pensar la proyección colectiva de este nuevo bloque. Ella también es cauta, pero sugiere que hay que pensar más allá del comercio. “Yo soy crítica respecto a que la integración regional se define únicamente por el comercio”, me dijo. “En materia de infraestructura hay mucho para hacer y eso puede ayudar también a las economías regionales. Luego hay otras dimensiones: cooperación en salud, Derechos Humanos y un tema clave, que es migración. Creo que este regionalismo va a tomar una forma menos épica que en el momento anterior, pero la cooperación está por inventarse”.






El nuevo bloque tendrá que lidiar con otro contexto internacional que el de principio de siglo. La competencia entre Estados Unidos y China –cuyo ascenso como potencia comercial en la región también opera sobre la integración económica–, es una novedad en este segundo tiempo de los progresismos. A la pregunta por fuentes de financiamiento, sobre todo de infraestructura –física y digital–, se le suma la de la posible articulación en política exterior. En esto hay movimientos. El papel que jugó la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) en la última Cumbre de las Américas es una señal positiva. También lo son las discusiones entre equipos técnicos sudamericanos acerca de si hace falta traducir estos esfuerzos en instituciones, como una posible reactivación del UNASUR o la ampliación del Mercosur.

A la espera de la definición en Brasil y con la novedad colombiana, el debate tiene también su cuota de optimismo.

Con esta nota más positiva quería cerrar el correo de hoy. Es invierno y hace falta. Todos los otros temas van a seguir flotando en nuestro intercambio por un buen rato.

A la pregunta entonces de si hay giro a la izquierda o reacción ante los oficialismos, Mundo Propio recorre la ancha avenida del medio: dice que las dos, pero es más complejo.


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