6/01/2022

sin la transformación social y cultural que significó el peronismo, resultaría imposible explicar la emergencia del kirchnerismo

Los latidos de la patria plebeya/Capítulo II: ¿A qué herencias no renunciamos? – Por Claudio Véliz


El texto que aquí presentamos es el segundo capítulo de la obra en construcción: Los latidos de la patria plebeya. Razones y pasiones de la experiencia kirchnerista, de Claudio Véliz. La Tecl@ Eñe ha publicado el primero de dichos apartados en el mes de abril, y hará lo propio con otros tantos episodios durante los próximos meses. De este modo, nos iremos aproximando a la arquitectura de un libro que verá la luz el año próximo cuando se cumplan 20 años desde la asunción de Néstor Kirchner.


Por Claudio Véliz*

(para La Tecl@ Eñe)


A la izquierda de lo posible

El kirchnerismo le aportó a la teoría política, la novedad de una experiencia tan sorprendente como disruptiva: logró producir una transformación de inéditas proporciones a partir de una situación de extrema debilidad política, en el marco de una indisimulable catástrofe económica y social, y en un contexto de desamparo, anomia y desconfianza respecto de las reglas de juego institucionales. Tanto los horrores de la dictadura como los desaciertos del alfonsinismo y, muy especialmente, los desvaríos del menemato, habían contribuido notablemente con dicho clima de impotencia y desasosiego. Por consiguiente, el kirchnerismo vino a trazar una doble frontera política, histórica y simbólica: dos líneas demarcatorias e interconectadas que le permitieron, por un lado, situarse en las antípodas de la dictadura y recoger la herencia de las víctimas; y por el otro, plantarse frente al saqueo neoliberal con la firme decisión de reparar los daños. La teoría política –decíamos–podrá nutrirse, en adelante, de un acontecimiento que transformó en posible lo imposible, que fue capaz de intervenir en la tan vituperada “correlación de fuerzas” para imprimirle una nueva configuración, para re-articularla en virtud de los reclamos más acuciantes de los vulnerados, llegando incluso a producir demandas allí donde apenas eran insinuadas por las voces silenciadas de sectores o grupos marginales.

Un brillante intelectual (y reconocido antiperonista) como León Rozitchner, le reconoce a Néstor Kirchner haber puesto sobre el tapete aquello que todos los gobiernos democráticos que le precedieron habían ocultado como condición para su reconocimiento por parte del establishment: el terror, esa estela de muerte y desaparición que estaba en el fundamento del juego político democrático. Y justamente por haber visibilizado el terror, por haber traicionado el pacto secreto de silenciamiento, nada le iba a ser perdonado al flamante presidente. Solo así –continúa este autor– podía entenderse la inquina y el odio visceral de sus opositores, de los sectores salpicados por el horror, los representantes de la civilidad golpista. Dice Rozitchner: “…para todo el espectro político, Kirchner es el Judas de La Última Cena que muestra la antropofagia de los comensales: la complicidad que tienen con los asesinados cuyos restos devoran” (1). Sin embargo, este filósofo argentino, que está reflexionando con el telón de fondo del fracaso de la 125, le endilga al kirchnerismo cierta responsabilidad en aquella derrota. Si bien no critica, en absoluto, la decisión de aplicar dicha medida, sí subraya la pretendida impotencia de la gestión para suscitar nuevas energías populares, con el fin de evitar un desmoronamiento que, por entonces, parecía inminente. Lamentablemente, el querido León falleció antes de presenciar los entretelones de la efervescencia ciudadana que convirtió la derrota en una de las victorias más contundentes de nuestra historia: el triunfo en las elecciones presidenciales del 23 de octubre de 2011 en que CFK obtuvo más del 54 % de los votos en la primera vuelta. Y, sin embargo, en una nota publicada por el diario Página 12, el 10 de noviembre de 2010 (2), el autor de La Cosa y la Cruz parece disipar aquellas sospechas. Aquí, si bien comienza reconociendo la nueva genealogía de la historia inaugurada por Néstor Kirchner (recientemente fallecido en el momento en que se publica el texto), la protagonista de su alocución es Cristina Fernández. Ella es el animal político femenino que disputa en pie de igualdad con los patriarcas del orden, la que no se somete, la que se subleva, la que se incorpora a eso otro colectivo femenino (madres y abuelas) que, en medio de un horror implacable, fundó un nuevo espacio político: el del amor generoso en el campo patriarcal impiadoso. Y por eso también –dice Rozitchner– “desde allí surge ese odio nuevo, tan feroz y mucho más intenso, que se apoderó de gran parte de nuestras clases media y alta argentinas”. Esas distinguidas mujeres sumisas y ahítas –continúa– no la envidian, la odian como a una traidora de clase que las pone fuera de quicio. Por su parte, sus maridos, esos machos viriles de rancio apellido, se sienten humillados por la inteligencia de una mujer que jamás repararía en ellos y que podría conmover tanto sus turbios negocios, como el sometimiento al que condenan a sus propias mujeres. Tras la enorme gesta de nuestras madres y abuelas, CFK vino a coronar la irrupción, en la escena política, de esa primera mujer-madre corporal gozosa y generosa. Con su amado compañero, Cristina vino a instaurar un nuevo modelo social de pareja política, inaugurando una nueva sensibilidad (femenina) y recuperando la sociabilidad popular.




Una dialéctica plebeya

En tanto afirmación de la tradición de los vencidos (el subsuelo de la patria sublevada, el hecho maldito, la horda salvaje, el aluvión zoológico), el kirchnerismo se erigió contra la dictadura y también contra el neoliberalismo noventista. Y fue a partir de este firme posicionamiento tan celebrado por el autor de Perón, entre la sangre y el tiempo, y tan imperdonable para los poderes fácticos, que surgieron (al menos) dos valorizaciones antitéticas, dos miradas ideológicas, culturales y políticas muy marcadas e irreconciliables. Sabemos de sobra (en nuestro caso, gracias a los aportes de la Teoría Crítica y no a pesar de sus puntos ciegos) que las lecturas, las percepciones, las afecciones, las identidades y las arquitecturas culturales constituyen universos complejos, diversos, plurales, singulares, diferentes, no-idénticos, irrepetibles. No obstante, a la hora de tramar los consensos políticos, de tejer las alianzas, de organizar los combates y/o de dirimir los conflictos, nuestras sociedades suelen establecer relaciones opositivas, tienden a organizarse de un modo dicotómico. Así, comenzó a insinuarse una grieta ideológica entre simpatizantes y oponentes (kirchneristas y antikirchneristas) que arrasó con las grisuras y los titubeos y que, de ningún modo, se fundaba en los conflictos sociales que se tornaron visibles como nunca antes.

Algo muy similar podríamos afirmar para las controversias filosóficas que también se sucedieron durante los años kirchneristas; sin dejar de aclarar que no tenemos la pretensión de insinuar un vínculo lineal entre política y filosofía. Desde mediados del siglo XX, numerosas voces académicas e intelectuales se han alzado contra la dialéctica, denostada por sus “violencias” binaristas y teleológicas. Podríamos destacar, al menos, dos grandes vertientes de dicha crítica, una de ellas, europea (aunque muy especialmente francesa) y la otra, de raigambre latinoamericana. Si los franceses fundan sus recusaciones, muy especialmente, en los planteos de Nietzsche y Spinoza; los compatriotas de Nuestra América abrevan en las teorías decoloniales, la Filosofía de la Liberación y las Epistemologías del Sur. Para estos últimos (o al menos para muchos de ellos), es preciso reemplazar la ontología dialéctica europeísta, por una ana-léctica superadora de sesgo levinasiano en tanto apertura a lo radicalmente Otro (comunicación universal sin fronteras ni jerarquías). Desde ya, reconocemos la solidez argumentativa de todos estos planteos; incluso, nos hemos ocupado de ellos, detenidamente, en un texto de próxima aparición (3). De todos modos, creemos que ambos desarrollos teóricos suelen exhibir ciertas dificultades a la hora de abordar las disputas realmente existentes en nuestra región. Para decirlo rápida (y brutalmente): a pesar de la justeza y “corrección” de algunas recusaciones anti-dialécticas (afirmativas, pluralistas, diferencialistas, deconstructivas, transfronterizas, pluriversales, etc.), en Nuestra América, las tensiones creativas (ese otro modo de nombrar la dialéctica negativa)suelen volver por sus fueros, no para desplazar o subsumir la irreductible multiplicidad de lo vivo, sino para sortear los obstáculos que impiden la con-vivencia con lo diferente.

La crisis de 2001 conmocionó no solo la organización económico-social, sino también los paradigmas culturales, políticos e institucionales dominantes. Echó por tierra todas las certezas normativas y las garantías morales, y abrió una excelente oportunidad para recoger ciertas herencias y legados silenciados, y para re-componer la “comunidad política” sobre nuevas bases. El kirchnerismo, que lograba emerger de las ruinas aún humeantes arrojadas por el estallido, instaló la necesidad de recuperar algunas categorías sepultadas, bien por el terror genocida, bien por el vendaval neoliberal: Estado, nación, patria, pueblo, soberanía, memoria, verdad, justicia. Y gracias a esta laboriosa recreación semántica-discursiva, también se tornó imprescindible comenzar a señalar/nombrar a esa estructura de poder responsable del gravísimo deterioro que era necesario reparar: las corporaciones, los organismos de crédito internacionales, el capital financiero depredador, las empresas privatizadas, la oligarquía rural, las mafias enquistadas en el poder judicial, los medios concentrados, etc. He aquí un temible “bloque de poder” que logró coordinar sus acciones de un modo tan eficaz como inédito. Para enfrentarlo, resultaba ineludible constituir un armado hegemónico capaz de articular una diversidad de reclamos sectoriales, expresiones plebeyas y “vidas dañadas”. Dicha tarea hubiese resultado infructuosa sin la construcción de un relato soberano, de una épica patriótica y de una movilización en ascenso.

Tanto Néstor Kirchner como su sucesora, supieron interpretar el momento político en que les tocó actuar, acertaron en sus decisiones de gestión más cruciales, se obstinaron en recuperar la dignidad de la política, hicieron un llamado exitoso a la participación de los jóvenes, constituyeron una narrativa nacional y popular aglutinante, y le imprimieron a la transformación en curso una identidad muy definida. Esta marca registrada de la gestión (que, a muy poco de andar, fue reconocida como “kirchnerista”), no solo le grabó su sello a una década muy intensa de nuestra historia sino que, además, logró subsistir (y aun fortalecerse) al cabo de una persecución feroz, de la estigmatización mediática, la difamación de sus referentes y simpatizantes, el encarcelamiento sin condena de varios de sus funcionarios, y la reiterada y sistemática asociación de sus símbolos más preciados con la corrupción, el autoritarismo y la afrenta de los valores republicanos. El kirchnerismo enarboló y promovió, obstinadamente, la primacía de la política, de una práctica que necesitaba recuperarse del olvido en que la hubieron sumido la defensa del tecnicismo ortodoxo, la reivindicación del pragmatismo económico y la persistencia de una prédica antipolítica que incluyó la demonización de la militancia; al mismo tiempo, encaró, decididamente, la reconstrucción de un Estado benefactor desguazado por las políticas menemistas y por el continuismo delarruista.




De herencias e identidades

Se fue constituyendo, de este modo, una virtuosa amalgama de las diversas vertientes del campo popular y las experiencias democratizadoras. El respeto por las minorías y la diversidad, las garantías ciudadanas, las libertades individuales y la no criminalización de la protesta social, inscriben al kirchnerismo en la más radical tradición del liberalismo político. La recuperación de las instituciones, el protagonismo del Estado y la reposición del conflicto/antagonismo en la escena pública (es decir, la asunción del carácter conflictivo de la “cosa pública”), lo emparentan con la vertiente republicana popular. Su impronta aluvional, la convocatoria a la movilización como reaseguro simbólico de las políticas públicas, el protagonismo de la plebe, y el movimiento (doble) de “ruptura” con la organización política dominante y de “reconstrucción” de la comunidad política como sujeto colectivo (pueblo), lo vinculan con los nacionalismos populares de la región (también conocidos como populistas). La defensa de los derechos laborales, el acicate de las pujas distributivas y las reivindicaciones salariales, y su respeto por las diferentes modalidades de la protesta, lo acercan a las luchas socialistas. Finalmente (y en mayor proporción aun), las medidas protectoras, la inclusión de los más vulnerables, la ampliación de derechos, el proyecto industrialista, su persistente apelación al desarrollo científico y tecnológico soberano, la utilización de la maquinaria institucional para impulsar las transformaciones sociales e instaurar ciertas demandas postergadas, olvidadas o inexistentes como tales (momento jacobino), y el retorno de la prepotencia popular como osadía profanadora de la corrección política, nos permiten caracterizarlo como una nueva expresión (novedosa, actualizada, enriquecida, heterodoxa) del peronismo.

Se equivocan tanto quienes pretenden disimular su linaje plebeyo y su espíritu arrollador (para convertirlo en una expresión progresista y políticamente correcta del republicanismo liberal), como quienes se obsesionan con asumir al kirchnerismo como la mera repetición de un pasado que vuelve tal como si nada hubiera ocurrido desde su condena a la resistencia clandestina. Parafraseando a Mariátegui, podríamos decir que el kirchnerismo no es ni maquillaje ni copia. Sin la transformación social y cultural que significó el peronismo, resultaría imposible explicar su emergencia; pero si el kirchnerismo no hubiese irrumpido, sin pedir permiso, con su impronta disruptiva, herética e innovadora, hoy estaríamos asistiendo –permítasenos la osadía contrafáctica– a la larga agonía de la Argentina peronista, tal como planteaba (y deseaba) el gran historiador Tulio Halperín Donghi.


Referencias:

(1) Rozitchner, León (2011): Acerca de la derrota de los vencidos, Quadrata y Biblioteca Nacional, Bs. As., pág. 122.

(2) Rozitchner, León (2010): “Un nuevo modelo de pareja política”, en diario Página/12, 10 de noviembre de 2010, Bs. As.

(3) Véliz, Claudio (2022): Una constelación crítica para pensar la emancipación. Adorno, Foucault, Deleuze, Eduvim, Villa María (En imprenta).


*Sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /claudioveliz65@gmail.com

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