Más allá de la melancolía de izquierda
Stathis Kouvelakis
De un militante de izquierda radical y comunista de mi generación, que vivió veinte años en la «gran pesadilla de los ochenta» (François Cusset), y que comenzó a militar a fines de los años setenta, podría decirse que fue educado esencialmente en y por las derrotas. Pero el proceso no fue lineal ni homogéneo. La temporalidad política de Grecia durante los diez, o tal vez quince años que siguieron a la caída de la Dictadura de los Coroneles (1967-1974), fue muy distinta de la de Francia o de la de Italia. Simplificando un poco las cosas, podemos decir que los años setenta fueron años de euforia y radicalización izquierdista de amplios sectores de la sociedad, especialmente la juventud. Está claro que esa primera oleada repercutió en la década siguiente, marcada por la llegada de los socialistas griegos al poder (octubre de 1981), inaugurando un proceso de relativa normalización que prescindió del sentimiento de derrota que reinaba en casi todas partes. En ese período, la izquierda radical —comunista en su mayoría— conquistó posiciones significativas en muchos sectores de la sociedad (juventud, centros de estudiantes, sindicatos) y también a nivel electoral. Aunque políticamente minoritaria, la izquierda gozaba de un enorme prestigio moral, fruto de las incansables persecuciones que habían sufrido sus militantes y del rol destacado que habían jugado en la resistencia popular contra el fascismo, el imperialismo y el régimen de excepción instaurado durante la guerra civil, que estuvo vigente hasta la caída de la dictadura. Por lo tanto, abandonar Grecia en 1983 y venir a estudiar a Francia fue realmente impactante. De hecho, sigo preguntándome si, a pesar de todos los años que pasaron, ese punto de inflexión en mi vida no sigue activo y no sigue nutriendo mi pensamiento y mi acción.
Los terribles años ochenta fueron años de retroceso en todos los niveles, especialmente en Francia: giro neoliberal y rechazo a la izquierda en el poder, represión del movimiento obrero y fragmentación de las clases populares, decadencia del Partido Comunista —único partido de izquierda con verdaderas raíces obreras y populares—, aplastamiento sin precedente del debate intelectual seguida del reinado del liberalismo de la Guerra Fría y de la derrota sin combate (o casi sin combate…) de todo pensamiento crítico, empezando por el marxismo, que había vertebrado todas las discusiones en Francia durante ese «corto siglo veinte» (1914-1989) del que habla Eric Hobsbawm. La «caída del Muro de Berlín» y el fin de la URSS marcaron un punto de ruptura, pero, en realidad, esos acontecimientos, a los que habría que sumar el giro capitalista de China, no hicieron más que fijar una evolución iniciada hacía mucho tiempo por una década de contrarrevoluciones neoliberales a escala mundial.
Con todo, podemos analizar el mismo período desde otra perspectiva, una que permitirá conectarlo con momentos significativos de mi propio recorrido militante. Porque hay que recordar que, incluso en los tiempos de derrota, ¡la lucha continúa! De hecho, durante esos períodos, la lucha suele ser bastante más despiadada porque las clases dominantes rompen con los equilibrios sociales previos y pasan a la ofensiva. Pero, por las mismas razones, esa lucha suele ser «invisibilizada» por las negaciones del discurso dominante, es decir, el discurso de las clases dominantes (y el de sus ideólogos) ávidas de revancha, determinadas a liquidar todas las concesiones que las clases oprimidas les arrancaron durante las décadas anteriores. Por lo tanto, resta por hacer todo un trabajo de reconstrucción, que no tiene que ser necesariamente un trabajo de «memoria» de esos que abundan en las universidades y en los medios de comunicación, sino un razonamiento político que tenga por fin es perforar el silencio espeso que, más que cualquier distorsión o sesgo político, crece en torno a las luchas populares cotidianas, sobre todo las obreras.
En los años 2000 ensayé con modestia un ejercicio de este tipo y publiqué una serie de textos en una antología que apareció en 2007. Quise mostrar que todo ese período había estado escandido por luchas sociales importantes, y que, contra lo que suele afirmarse, y aun si en lo esencial eran luchas defensivas, no eran solo de «resistencia». En otros términos, quise argumentar contra esa idea de que la única apertura posible pasaba por la realización de actos ejemplares, actos de contenido esencialmente ético (o estético) que daban lugar a prácticas dispersas, singularidades sin mañana y sin efecto en las relaciones de fuerza globales. Quise mostrar, por el contrario, que esas luchas habían representado desafíos reales, que habían pesado efectivamente en el curso de la historia y que es fundamental tenerlas en cuenta cuando intentamos comprender ese período.
Pienso, como siempre, que este tipo de trabajo es decisivo en términos políticos porque permite situar concretamente los posibles de una situación, evaluar las derrotas y las conquistas con el máximo posible de lucidez, en fin, hacer palpables esas ideas de que, incluso en los momentos de reflujo, la historia no está escrita, y de que, aun si no es posible hacer cualquier cosa en cualquier momento, las fuerzas populares de emancipación enfrentan constantemente bifurcaciones y oportunidades, aunque no siempre sepan aprovecharlas.
El movimiento estudiantil de noviembre-diciembre de 1986
Para analizar más concretamente la situación, tomaré dos ejemplos de mi experiencia militante, vinculados respectivamente a momentos específicos de Francia y de Grecia, que son los países en los que estuve directamente implicado en la acción política. Comenzaré por el caso de una victoria parcial, pero significativa: el movimiento estudiantil de 1986 contra la ley Devaquet. Los hechos perviven en la memoria porque el gobierno de aquella época se vio forzado a retirar su proyecto de ley —primera tentativa verdadera de instaurar en Francia procedimientos de selección y matrículas aranceladas en la universidad—, y también porque la manifestación del 4 de diciembre de 1986, punto culminante del movimiento, terminó con una represión policial salvaje que se cobró la vida de Malik Oussekine.
Ahora bien, aun si no suele hablarse del tema, la verdad es que, aunque pasaron treinta y cinco años, los efectos de aquel proceso todavía no se agotaron. Por un lado, los gobiernos que vinieron después, y que aplicaron políticas neoliberales, no pudieron poner directamente en cuestión el acceso gratuito y relativamente libre a la universidad. Es cierto que avanzaron bastante: entre otras reformas, habría que mencionar el «procesos de Boloña», implementado a nivel de la Unión Europea, y la ley LRU sobre «autonomía universitaria». Macron retomó la posta de Devaquet con la instauración de Parcours sup y la aplicación de derechos de matrícula exorbitantes en el caso de estudiantes ajenos a la Unión Europea. Sin embargo, después de haber enseñado más de 20 años en universidades británicas, puedo decir que en Francia todavía queda un largo camino antes de alcanzar el modelo mercantilizado y empresarial de los países anglosajones.
En ese sentido ganamos tiempo —tres o cuatro décadas— y muchas generaciones gozaron de una relativa democratización del acceso a la universidad. No es poca cosa. Por otro lado, después de la muerte de Malik Oussekine, los gobiernos empezaron a pensar dos veces antes de dejar manifestantes tirados en la calle. El hecho trazó una especie de línea roja en materia de represión policial contra los movimientos sociales y las manifestaciones callejeras. El endurecimiento de la represión que vivimos hoy, bien simbolizado por la reacción frente a las movilizaciones contra la reforma laboral de 2016 y por el cortejo de heridos y mutilados que marcó la protesta de los Chalecos Amarillos, tardó largos años en concretarse.
Cuando hacemos un balance de todo el período, constatamos que, en Francia, después del movimiento estudiantil de 1986, los movimientos sociales tuvieron conquistas parciales. Las más significativas fueron la vinculada a la reforma de los regímenes especiales de 1995 y la vinculada al CPE de 2006. Incluso Macron, que hasta ahora es el neoliberal más determinado de los que llegaron a presidentes en Francia, tuvo que suspender la reforma previsional (y no fue solo a causa de la pandemia). Sin las enormes movilizaciones de diciembre de 2019 y de enero de 2020, la reforma habría pasado como si nada. Por supuesto, nada de esto alcanzó para terminar con el neoliberalismo. Eso habría implicado una alternativa política que, como sabemos, hoy no existe. Pero Francia sigue siendo un país que resiste con fuerza el modelo neoliberal y eso permite proteger ciertas conquistas sociales.
Si decido centrarme en el movimiento de 1986, no es solo a causa de su importancia a nivel social, sino también porque fue la primera experiencia de movilización a gran escala de la que formé parte. Ser actor de un movimiento de masas es definitivamente una experiencia memorable y permite comprender mejor el mecanismo que opera detrás de su desarrollo. Por eso me gustaría contarles cómo viví aquellos acontecimientos. El gobierno de Chirac, que había sido electo hacía poco tiempo en las legislativas de marzo de 1986, planeaba implementar la reforma durante el verano, como hacen todos los gobiernos cuando tienen que aplicar reformas antisociales. Entonces, sabíamos a qué atenernos cuando volviéramos a la universidad. En esa época, yo era miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas (vinculada al PCF) y militante sindical de la UNEF (Solidaridad Estudiantil), que terminó fusionándose con la UNEF (Independiente y Democrática) para conformar la actual UNEF. Junto a las otras organizaciones sindicales y estudiantiles de izquierda, habíamos iniciado una campaña para informar y movilizar a los estudiantes. En Nanterre veníamos convocando una asamblea general tras otra desde octubre y, más allá de nuestros esfuerzos, el resultado era mediocre: nunca éramos más de 200, y la cosa no mejoraba en las otras universidades, al menos en las de la región parisina. Decepcionado por la pasividad de los estudiantes, decidí no asistir a una de las asambleas generales que se realizó a fines de noviembre. Al día siguiente, me llamó un compañero: «Te perdiste una importante, el gran anfiteatro de Nanterre [que tenía capacidad para 2000 personas] estaba que explotaba, todos votaron a favor de la huelga…», etc. Por fin, algo había hecho clic.
¿Por qué? Sartre habla del pasaje de un estado de atomización (que denomina serialidad) a un estado definido por la constitución de un grupo unido en el marco de una acción común. Explica el proceso recurriendo a dos mecanismos. El primero, esencialmente reactivo, consiste en la toma de conciencia que se produce cuando estamos frente a una amenaza grave e inminente: si no nos movemos, los hechos nos afectarán directamente. De hecho, llegó un punto en que la reforma Devaquet se hizo muy concreta: la selección en función de las calificaciones y de la solvencia económica empezarían a funcionar desde el año siguiente y realmente no queríamos que eso sucediera. A fin de cuentas, es siempre el adversario el que crea las condiciones para que tome cuerpo una acción colectiva. Son las clases dominantes las que provocan las revoluciones: malinterpretan la «gran paciencia del pueblo» de la que habla Sophie Wahnich,historiadora de la Revolución francesa, y piensan que durará para siempre.
El segundo mecanismo que opera en la constitución de un grupo es mimético: en un primer momento, imitamos el comportamiento de los otros, tenemos un conocido que participa de las asambleas generales y decidimos participar con él. Estamos tomados por algo de lo que tenemos una percepción todavía confusa, pero sentimos que es algo que nos supera, algo grande que probablemente tendrá efectos. Después intervienen otros procesos, más controlados: la discusión, el acuerdo en torno a objetivos comunes, los medios de acción, la emergencia de una forma de dirección, etc. Pero nada de eso tiene sentido si no se franquea la primera etapa. Las grandes explosiones pueden parecer espontáneas, pero nunca lo son del todo: para que se produzca un clic, tiene que existir un embrión de respuesta colectiva —en este caso, el trabajo preparatorio que habíamos hecho—, ese embrión que lleva a Sartre a afirmar que la espontaneidad absoluta no existe. Toda situación concreta está hecha de una mezcla de serialidad y de grupos, más o menos constituidos, más o menos esclerosados. Pero, cuando está en juego la acción colectiva, nunca tenemos la garantía de que algo vaya a suceder. Toda persona involucrada en una práctica militante desplegada en la duración lo sabe: existen sorpresas milagrosas, pero también grandes decepciones (porque las cosas, más allá de nuestra obstinación, casi nunca arrancan).
El movimiento de 1986 infundió suficiente miedo en el gobierno de Chirac como para que este se batiera en retirada, pero antes fue necesario que Malik Oussekine perdiera la vida en manos de la CRS y que se difundieran las imágenes de los abusos policiales del 4 de diciembre. Inmediatamente después, los trabajadores de los servicios públicos y de las empresas hicieron paro y las confederaciones sindicales llamaron a la huelga, es decir, hubo un principio de unión con el movimiento obrero. De pronto, la atmósfera cambió: revivió el espectro de 1968 —que Chirac y sus funcionarios conocían en carne propia— y el gobierno dio marcha atrás con la ley Devaquet para calmar las aguas. La protesta social resurgió con las huelgas de los ferroviarios, de los trabajadores del transporte, de los enfermeros y de los obreros de SNECMA. Tanta agitación dejó su marca en la coyuntura y permitió sacar a la derecha del poder en 1988, algo difícil de imaginar dos años antes, dada la enorme decepción en la que había culminado el primer quinquenio de la izquierda en el gobierno. Es cierto que fueron Mitterrand y el PS los que asumieron el poder: no había otra carta que jugar. Pero la versión más brutal del neoliberalismo, esa que ansiaba un thatcherismo a la francesa, tuvo que alejarse un tiempo. Hubo que esperar a Sarkozy para que volviera a existir públicamente una «derecha sin complejos», que expresaba la reacción contra la demora que habían impuesto las luchas sociales a la reestructuración neoliberal.
Por lo tanto, las luchas sociales fueron efectivas, aunque no bastaron para cambiar las coordenadas de una situación (como dijimos, para eso hace falta una alternativa política). Pero no menos cierto es que toda alternativa real debe saber nutrirse de las luchas y de las experiencias colectivas. En caso contrario estará condenada a ser una política desencarnada, abstracta, sin fuerza real. Entonces, si bien conviene criticar lo que Daniel Bensaïd denominó «la ilusión social», la creencia en la autosuficiencia de los movimientos, tampoco hay que convertirlos en una pura negación, como hace cierto autonomismo absoluto, pregonado sobre todo por Alain Badiou. Porque la negación contiene en sí misma el comienzo, aunque vago, de una afirmación capaz de operar como un estímulo y un vector para ampliar el horizonte de lo posible. La renovación de una política emancipatoria verdaderamente revolucionaria no surgirá de una burbuja: supone una interacción constante entre la experiencia viva de las luchas de los oprimidos y las oprimidas.
La primavera triste de Grecia
Durante los quince años que siguieron a mi participación en el movimiento estudiantil, nunca dejé de militar Pero, en vez de narrar todo mi recorrido, me limitaré a un solo momento, a la vez el que me marcó más profundamente en lo personal y el más importante en términos sociales. Me refiero a los cinco años (2010-2015) de la «primavera griega», esa secuencia de excepcional intensidad y densidad que culminó en una derrota absoluta: la capitulación del gobierno de SYRIZA frente al diktat de la Unión Europea (UE) en julio de 2015. Yo era miembro del partido y, entre 2012 y 2015, formé parte del comité central. Por lo tanto, viví la derrota en una posición de responsabilidad y eso hace más necesario todavía, tanto frente a mí mismo como frente a los otros, hacer un trabajo de elaboración y reflexión sobre el significado de los acontecimientos. Las preguntas ineludibles no tardan en aparecer: ¿por qué las cosas sucedieron como sucedieron? ¿Era inevitable? ¿Dónde localizar la responsabilidad por lo sucedido?
Comienzo con una breve reconstrucción del contexto. En la primavera de 2010, Grecia enfrentó una crisis, ligada al crecimiento de su deuda pública y de sus déficits fiscales, que la dejó fuera de los mercados financieros. Como los gobiernos ni siquiera consideraban ir contra el mercado, la única solución era pedir «ayuda» a los «compañeros» de la UE. La Unión Europea, por su parte, apeló a la intervención del FMI para constituir la famosa «Tröika» de los acreedores: UE, BCE y FMI. El organismo acordó una serie de préstamos para refinanciar la deuda, pero impuso condiciones draconianas, formalizadas en los monstruosos «memorándums» que firmó por arriba el parlamento griego (en mayo de 2010 el primero y en febrero de 2012 el segundo). Se impuso así una verdadera «terapia de choque» de una magnitud que solo los países sobrendeudados del Sur y los países del exbloque soviético habían conocido hasta entonces: una mezcla explosiva de austeridad brutal, desregulaciones de todo tipo, privatizaciones, y una tutela de los organismos internacionales sobre la política económica y social destinada a durar varias décadas.
Enseguida estallaron enormes movilizaciones populares —solo comparables a las de los años 1970— puntuadas por el movimiento de ocupaciones de la primavera de 2011 y por no menos de 34 huelgas generales de 48 horas, realizadas una tras otra durante los primeros dos años del plan de austeridad. Esas movilizaciones chocaron contra un muro de rechazo y represión, pero hicieron explotar el sistema político vigente, fundado en la alternancia entre la derecha y el PASOK, partido socialista convertido al neoliberalismo. En la brecha que se abrió irrumpió SYRIZA, partido de izquierda radical que hasta entonces nunca había obtenido más del 5% de los votos y que se comprometió a romper la jaula de hierro de la austeridad y el tutelaje que ejercía el FMI sobre el país. En los dos escrutinios de la primavera de 2012, SYRIZA obtuvo 17% en el primero y 27% en el segundo, es decir, quedó a apenas dos puntos de la derecha y superó con creces al PASOK, que se derrumbó y pasó de haber sacado 44% en 2009 a sacar un magro 12%. La dinámica desatada era irresistible, y, en efecto, menos de tres años después, SYRIZA ganó las elecciones de enero, se acercó a conquistar la mayoría en el parlamento (no llegó por un escaño) y formó gobierno en alianza con un pequeño partido soberanista de derecha. La esperanza se expandió mucho más allá de las fronteras griegas. SYRIZA se convirtió en una referencia de la izquierda antiliberal europea y mundial.
La reacción de la Troika no se hizo esperar. Desde el 4 de febrero, el BCE empezó a blandir el arma monetaria y bloqueó el principal canal de liquidez que tenían los bancos griegos. El 20 de febrero, después de una reunión con el Eurogrupo, el gobierno de SYRIZA firmó un acuerdo humillante que hacía imposible desarrollar su programa. La humillación siguió durante interminables sesiones de seudonegociación mientras la situación económica del país se degradaba cada vez más. En junio se lanzó un ultimátum y la Comisión Europea planteó un nuevo plan de austeridad. Entonces, Alexis Tsipras, primer ministro y dirigente de SYRIZA, decidió jugar su última carta y convocó a un referéndum que se realizó el 5 de junio de 2015 y arrojó como resultado un «no» masivo (61,3%) al plan de austeridad. Los votantes desafiaron con valentía las amenazas y las extorsiones del bloque económico al que el país estaba sometido de hecho después del bloqueo total de todos los suministros de liquidez. Sin embargo, ocho días después de esa jornada de enorme alegría popular, Tsipras firmó un tercer memorándum con la UE, mucho peor que el que habían rechazado los votantes y que coronaba la «terapia de choque» inaugurada por los acuerdos firmados por los gobiernos anteriores. La primavera griega había terminado.
¿Cómo explicar esa capitulación en campo abierto? Para decirlo rápidamente, la primavera griega fue derrotada porque no supo, y, a nivel de su dirección política, no quiso defenderse. En este sentido hay que considerar dos elementos fundamentales. El primero, la confrontación con la Unión Europea y sus instituciones no es un juego. El estrangulamiento financiero de Grecia, concretado por la ofensiva contra su sistema bancario iniciada por el BCE pocos días después de la formación del gobierno de SYRIZA, era perfectamente previsible. Sin un plan B con el que responder, estaba claro que, considerando las relaciones de fuerza, la capitulación sería inevitable. Un plan de ese tipo, que debía incluir sin duda la salida del euro y la suspensión del pago de la deuda, no podía ser improvisado. Planteaba evidentemente una elaboración seria y, sobre todo, una explicación paciente de cara a la población.
En lugar de eso, Tsipras y la mayoría de la dirección de SYRIZA intentaron calmar al pueblo con ilusiones, diciendo que una negociación obstinada permitiría desbloquear la situación y poner en acción al menos una parte del programa. Era la famosa «honestidad política», nunca asumida realmente porque habría implicado abandonar (o suspender por tiempo indeterminado) el programa con el que SYRIZA había llegado al gobierno, pero que los funcionarios cercanos a Tsipras destacaban cuando hablaban en ciertos círculos, especialmente en los que reunían a empresarios y acreedores. El trasfondo de esa ilusión sobre la posibilidad de una salida negociada era la creencia, que la mayoría de SYRIZA compartía casi con la totalidad de la izquierda europea, comprendida su ala radical, de que era posible reformar la Unión Europea desde dentro y que, en cualquier caso, como se trataba de un proceso irreversible, toda idea de ruptura con sus instituciones era inevitablemente reaccionario y nacionalista. Ese «europeísmo de izquierda» siempre fue uno de los obstáculos contra los que impactó todo proyecto serio de alternativa de izquierda, y, desafortunadamente, las cosas no parecen haber cambiado mucho.
El segundo punto es que un plan de ruptura, denominado con frecuencia como «plan B», debía apoyarse en la movilización popular y al mismo tiempo estimularla. Esa perspectiva no tenía nada de fantasioso porque, como dije antes, el período que había precedido a la victoria de SYRIZA había sido un período de enormes movilizaciones populares. La posibilidad de un movimiento de masas era bien real y las manifestaciones espontáneas que explotaron a comienzos de febrero, después del anuncio de la decisión del BCE, no hicieron más que confirmar esa tesis. Entonces, era posible que se produjera en Grecia lo que había faltado en 1981 en Francia, cuando la izquierda había triunfado a contracorriente, en un momento en que la derrota del movimiento obrero había sido prácticamente concretada. La victoria de Mitterrand no había suscitado la enorme movilización que ciertos sectores esperaban pensando en junio de 1936 y en el Frente Popular.
La hipótesis de la conjunción entre la movilización popular y la perspectiva concreta de una ruptura con los dictados de la Unión Europea mantuvo su validez durante toda la secuencia que condujo al referéndum del 5 de junio de 2015. Cuando Tsipras anunció la consulta popular, pensando sin duda en la derrota y en la posibilidad de legitimar la capitulación que había decidido con anticipación, se desató una dinámica que desbordó completamente las intenciones del gobierno. La convocatoria abrió las puertas a un arrebato popular que se tradujo en importantes movilizaciones y en la amplitud del triunfo del «no», que hicieron caso omiso a las amenazas cotidianas de los gobiernos europeos y al bloqueo económico que impedía incluso que la población retirara dinero de los cajeros automáticos. Los griegos dijeron «no», pero sus dirigentes habían decidido tirar la toalla y su renuncia desorganizó completamente el campo popular y lo arrastró a la derrota.
Las consecuencias de esa derrota todavía duran: en efecto, más allá de breves excepciones —como el éxito efímero de Podemos, cuyos dirigentes se apuraron a seguir la vía de SYRIZA; el 20% de Melenchon en 2017 o el «momento Corbyn» del laborismo británico— toda la izquierda europea entró en un período de reflujo. No es casual que, en el caso de Corbyn, el movimiento haya fracasado frente a la cuestión del Brexit, es decir, a causa de su incapacidad de plantear una línea de ruptura por izquierda con la UE. La izquierda dejó esa posibilidad, que era mayoritaria entre el electorado popular británico, en manos de la derecha nacionalista y atlantista, que logró hegemonizar esa tendencia para imprimirle una orientación acorde a sus intereses. Por lo tanto, constatamos que, con el fin de la primavera griega, las fuerzas de derecha radical y de extrema derecha lograron apoderarse de la ira popular que recorría Europa. De hecho, ¿por qué los pueblos volverían a depositar su confianza en fuerzas supuestamente distintas a las élites tradicionales, y, en particular, a los socialdemócratas convertidos al neoliberalismo, si apenas llegan al poder no son capaces de hacer nada diferente a lo que hicieron sus predecesores? La prueba definitiva del desastre griego nos obliga a estudiar en detalle esta observación.
Las razones profundas de la derrota
Por lo tanto, tenemos que considerar las razones de la capitulación. Mencioné la ausencia de un plan de autodefensa, la negativa del gobierno a apoyarse sobre la movilización popular y las ilusiones ideológicas sobre los posibles márgenes de maniobra en la UE. Pero, en cierto sentido, no hice más que describir el problema. ¿Por qué no fue posible actuar de otra manera cuando la catástrofe se perfilaba en el horizonte? ¿Por qué no pudimos cambiar de dirección si en el interior de SYRIZA había un ala minoritaria, pero importante, que no paraba de crecer y que hacía sonar las alarmas mientras trazaba las grandes líneas de un plan de autodefensa como el que necesitábamos? Por mi parte, desconfío de todas las visiones psicologistas, que reducen todo al carácter —o más bien a la falta de carácter— de ciertos dirigentes, o que querrían hacernos creer que todo estaba determinado de antemano, que los dirigentes de SYRIZA siempre habían tenido la intención de firmar un tercer memorándum y que simplemente mintieron para llegar al poder y concluir el trabajo sucio. Estas tesis contienen ciertos elementos de verdad: los dirigentes, con Tsipras a la cabeza, efectivamente mostraron no tener coraje cuando empezaron a titubear frente a la dificultades y sostuvieron un doble discurso con metas que sabían perfectamente desprovistas de fundamento. Pero la cuestión es más compleja.
No tengo una explicación definitiva, que exigiría acceder a fuentes que todavía no están disponibles, pero, en función de mi propia experiencia, de mis lecturas y de mis intercambios con otros compañeros, presento a continuación la hipótesis que considero más probable. Creo que el momento de oscilación decisivo, aun si no era del todo irrevocable, llegó en la primavera de 2012. En las elecciones legislativas de mayo y junio, SYRIZA dio un salto extraordinario: de ser un pequeño partido que sacaba 4 o 5% de los votos, se convirtió en la fuerza de oposición más importante y por poco no quedó en primer lugar. Las oleadas de movilización popular todavía estaban frescas; de hecho, el partido no había logrado todavía una plena normalización interna y sostenía un firme discurso rupturista. A comienzos de junio, pocos días después del escrutinio, Tsipras declaró por última vez que para él la cuestión del euro, es decir, del abandono de la moneda única, que simbolizaba una ruptura definitiva con la situación, no era un tabú. De hecho, esa era la posición oficial del partido. Entre los escrutinios de mayo y junio de 2012 empezaron a correr vientos de pánico en toda Europa. Todos los días, Merkel, Hollande y los otros dirigentes de la UE advertían a los electores griegos que no debían elegir personas «irresponsables» que conducirían el país hacia el caos. Las clases dominantes europeas y sus funcionarios percibieron que Grecia representaba una amenaza real.
¿Cómo vivió esa situación la dirección de SYRIZA? Fue percibida como un momento de verdad, es decir, un momento en que había que llevar las decisiones a la práctica. Estoy convencido de que la posibilidad de una confrontación real con las clases dominantes nacionales y europeas provocó mucho miedo en la organización. Porque una cosa es tener un discurso radical cuando uno está en la posición —hasta cierto punto cómoda— de fuerza minoritaria, y otra cosa es medirse con la posibilidad de pasar directamente a la acción.
Hay un episodio, poco comentado, que no deja de llamarme la atención. Durante el verano de 2012, poco después del esplendoroso triunfo en las urnas, Tsipras desapareció durante varias semanas. En teoría estaba agotado y necesitaba descansar. Cuando reapareció empezó a enviar «señales de moderación», según la expresión consagrada, a los poderes europeos y mundiales. Cada vez que hablaba en sus viajes al extranjero, en eventos de organismos no gubernamentales o de instituciones internacionales, era para decir algo como: «Escuchen, no somos tan peligrosos ni tan radicales como se dice. Y nos merecemos una recompensa por haber adquirido ese sentido de la responsabilidad».
Era una música familiar para todo aquel que hubiera vivido la derrota de otros gobiernos de izquierda en países europeos. En ese momento, éramos muchos los militantes de SYRIZA que percibíamos que Tsipras estaba preparando una movida similar a los giros de las izquierdas francesa o italiana de los años 1980 o 1990. Con la salvedad de que, una vez que decidido, no se contentó con el «rigor» de Mauroy-Fabius de los años 1980, sino que subastó el país y aplicó un plan de austeridad sanguinario frente al que hasta la política de Macron parece moderada.
Tratemos de ir un poco más lejos: ¿por qué la dirección de SYRIZA tuvo tanto miedo? Hay que examinar más de cerca los materiales de los que estaba hecho SYRIZA, y sobre todo su dirección. Tsipras había infundido esperanzas en todo el mundo porque era el miembro más joven del núcleo dirigente. Era un personaje nuevo, descontracturado, despojado de las taras de la izquierda tradicional. Pero la verdad es que, a pesar de su corta edad, había dado sus primeros pasos en la militancia a comienzos de los años 1990, en las filas de la juventud del PC griego ortodoxo. Como sea, detrás de él estaba la dirección de SYRIZA, compuesta de cuadros relativamente experimentados (y, en proporciones abrumadoras, de hombres), salidos sobre todo de diversas rupturas del Partido Comunista de Grecia. Eran personas marcadas por la derrota de la izquierda comunista del «corto siglo veinte» y que, en su mayoría, habían incorporado los frutos de esa derrota. No formaban parte del orden existente, a diferencia de los social-liberales, pero tampoco creían que las cosas pudieran cambiar radicalmente, que fuera posible construir otra realidad, que ese programa estuviera al alcance de la mano, y que, en consecuencia, concretarlo planteaba la necesidad de una confrontación importante. No percibían en la crisis paroxística del país una oportunidad de cambio sin parangón histórico; simplemente no era esa su manera de pensar. Y sin pensar de esa manera es imposible hacer frente a los Schäuble, a las Merkel, a los Draghi y a todo su gremio, porque, librada a sí misma, la lógica despiadada que deriva de las relaciones de fuerza existentes termina imponiéndose siempre.
Quiero aportar un testimonio personal en este sentido. No tuve más que una reunión a solas con Tsipras, en mayo de 2012. Hice de intérprete cuando vino a París con ocasión de una conferencia de prensa con Pierre Laurent y Jean-Luc Mélenchon en la Asamblea Nacional.
París, Asamblea Nacional, 21 de mayo de 2012. En la primera fila, de izquierda a derecha, Jean-Luc Mélenchon, Alexis Tsipras, Pierre Laurent, Panagiotis Lafazanis (portavoz del grupo parlamentario y dirigente del ala izquierda de SYRIZA). En la segunda fila, Aliki Papadomichelaki, responsable del sector internacional de SYRIZA, Stathis Kouvélakis y Clémentine Autain (de pie).
Después de esa inolvidable conferencia de prensa, Tsipras paseó por todos los medios, así que tuvimos que hacer largos recorridos en taxi en un París de tránsito embotellado. La conversación era relajada, hasta cálida, pero cuando abordamos nuestros desacuerdos sobre el plan B, me dijo: «Pero, ¿por qué esa idea de que vamos a tener que romper inevitablemente con el euro? Hay algo en su lógica [la del ala izquierda de SYRIZA] que no comprendo». Y yo le dije: «Me parece que va a llegar un punto en el que no te van a dejar opción. Van a intentar quebrarte, bloquearte por todos los medios posibles, y la única respuesta va a ser precisamente esa». En aquel momento, su respuesta me dejó perplejo. No me la esperaba y por eso la recuerdo hasta el día de hoy. Con total espontaneidad, algo bastante raro en un dirigente político, se me acercó y me dijo: «Pero, ¿por qué harían eso? ¿Por qué motivo?». Por lo tanto, Tsipras era un tipo que no solamente ignoraba la lucha de clases, sino que carecía del realismo de base inherente a todo conflicto político y social, ese realismo del que los políticos burgueses suelen ser perfectamente conscientes. El germen de la derrota está ahí, en esa asimetría de posiciones y en la ceguera que reveló tener la parte más débil.
Pienso que cuando se convirtió en primer ministro, Tsipras no quería capitular ni sufrir la humillación de la noche que separó el 13 del 14 de julio de 2015. Pensaba que sería capaz de triunfar con su «honestidad política» y con esas pequeñas maniobras tácticas que hasta entonces habían rendido sus frutos. No había comprendido, porque no quería comprender, y, hasta cierto punto, no podía comprender, que frente a él había enemigos dispuestos literalmente a todo, determinados a aplastarlo para dar un ejemplo y mostrar que ninguna política distinta era posible en el interior de la Unión Europea. Y tuvieron éxito porque no solo lo condujeron a la capitulación, sino que lo transformaron en un instrumento dócil de sus dictados y lo hicieron repetir: «Es triste, pero no había otra opción».
¿Qué aprendimos?
Pienso que la lección que nos deja el desastre griego queda bien resumida en esta proposición: toda fuerza política de izquierda que pretenda iniciar una política de ruptura con el neoliberalismo, pero que no explique por qué ni cómo lo hará, como fue el caso de SYRIZA y de Tsipras en 2015, no amerita ni un minuto de nuestra atención. Tomemos un ejemplo concreto: consideremos el programa de Francia Insumisa, L’Avenir en commun [El futuro en común]. No se trata de una propuesta marginal, sino de un programa aprobado en 2017 por cerca del 20% del electorado francés y retomado en lo esencial por Mélenchon en la campaña de 2022 (con una llamativa excepción, sobre la que volveré más adelante). Si Mélenchon no considera que realizar ese programa —solo ese programa, ni más ni menos— implicará importantes niveles de confrontación con las clases dominantes francesas y europeas, es imposible que lo tomemos en serio cuando afirma que lo implementará «pase lo que pase». Tomarse en serio esa confrontación quiere decir prepararla, ser consciente de que hará falta aplicar una serie de medidas contra las que el enemigo reaccionará violentamente. El verdadero poder de Francia no es el del palacio del Elíseo ni el de Matignon, es el poder económico, el de los patrones, los grandes bancos, las finanzas y todo el poder alojado en la cumbre del aparato de Estado: los funcionarios de Bercy tienen mucho más poder que el ministro de Finanzas. Eso por no decir nada de los aparatos represivos, del ejército y de la policía, garantes en última instancia del orden existente que cumplieron un rol fundamental en la transición hacia el régimen actual de la Quinta República.
A todo eso hay que sumar la enorme presión internacional, que no tardará en hacerse sentir. Francia no es una isla y no es la potencia mundial que pretende. En ese sentido, además de la burguesía francesa, los que reaccionarán rápidamente serán los «mercados internacionales» y las instituciones europeas en tanto expresiones concretas de las clases dominantes del continente. Estas disponen en particular de un arma confiable, la moneda, blandida por una institución, el BCE, que vimos cómo actuó en el caso de Grecia (y ya había amenazado con hacer lo mismo en el caso de Irlanda). También están los tratados europeos y sus instancias de control, aun si sus medios concretos de sanción son más débiles. Ese marco hace que las políticas neoliberales sean intangibles y, si se considera la regla de unanimidad necesaria para modificar cualquier acuerdo, se notará que fueron concebidos como irreformables. No cabe duda de que esos tratados, flexibilizados temporalmente a causa de la pandemia, serán reactivados una vez que pase la emergencia y, en cualquier caso, siempre que algún Estado miembro de la Unión Europea decida poner en cuestión el orden neoliberal.
No sirve de nada sesgar ese dato y pretender, como deja entender el programa de Mélenchon de 2022, que será posible abstraer selectivamente ciertos rasgos de esos tratados y negociar el resto sin comprometerse en una verdadera confrontación. Excluir de antemano la idea de una salida del euro —esa es la diferencia fundamental con el programa anterior— implica aceptar el marco fijado por el BCE. Pero si uno se toma en serio la idea de una ruptura con la situación existente, el plan B se vuelve inevitable. A decir verdad, es el único plan válido, incluso si, desde un punto de vista táctico, la idea de la dualidad plan A/plan B tiene ciertas ventajas. El repliegue de Mélenchon frente a estas cuestiones no augura nada bueno, ni para Francia Insumisa ni para la izquierda francesa y europea en general.
Pero volvamos a la cuestión de la confrontación. Dadas las poderosas armas de las que dispone el adversario, ¿qué fuerza, además de las precisiones programáticas, tenemos nosotros? La movilización popular. Conquistar la mayoría en las elecciones es, sin duda, una etapa indispensable —y SYRIZA demostró que, por lo menos en ciertas condiciones, no es un límite insuperable para la izquierda—, pero no es suficiente. Contrariamente a lo que parecen creer los partidarios del «populismo de izquierda» —Francia Insumisa o, antes de ellos, Podemos— no basta con un movimiento reducido a mera máquina electoral (en realidad, un movimiento reducido a una máquina que sirve para una sola elección, la presidencial). Hace falta una organización digna de ese nombre, dotada de un verdadero anclaje a nivel local y nacional, con presencia en los barrios populares donde viven y trabajan los hombres y las mujeres de las clases explotadas. Hace falta tejer vínculos sólidos con el movimiento sindical, con el movimiento social, con formas comunitarias y de participación directa… En fin, para contar efectivamente con la movilización popular, hace falta construir una red compleja de alianzas. Esa conclusión no surge del a priori ni de la realidad intangible de la «forma partido», ni siquiera de una posición previa sobre el rol de las «vanguardias», sino de un realismo político elemental, cuando menos equivalente al que determina las acciones de nuestro enemigo de clase.
La organización es un concentrado de política, pero no es toda la política. Necesita una orientación que sirva para intervenir en la coyuntura inmediata: algo así como un programa de transición, medidas inmediatamente aplicables que inicien un proceso de ruptura capaz de modificar la relación de fuerzas, abrir posibilidades para la movilización popular y un horizonte nuevo. Supongamos, a título provisorio, que un programa del tipo de L’avenir en commun [El futuro en común], o, en 2015, el denominado programa «de Tesalónica» de SYRIZA, podrían cumplir o cumplieron esa función. Pero no alcanza: hace falta un horizonte de largo plazo. Digamos más precisamente que ese horizonte de largo plazo revela ser en realidad una condición para elaborar un programa de transición coherente y, sobre todo, para construir los medios de su implementación efectiva: la organización y la movilización de las fuerzas populares. No se trata de definir los detalles de una sociedad ideal, sino de los grandes trazos de un proyecto nutrido de la experiencia histórica y de problemas concretos a los que se enfrentan las clases dominadas, que haga creíble la idea de un «orden nuevo», para retomar la expresión de Gramsci y de sus compañeros turinenses.
Por eso importan las palabras como «socialismo» y «ecosocialismo». Para comenzar a cuestionar los fundamentos del orden actual, es necesario nombrar y decir que eso contra lo que hay que arremeter, si queremos ir más allá del control social de los grandes mecanismos económicos, es el capitalismo, y eso implica avanzar en una transición ecológica al servicio de las clases populares (y no de entidades indistintas como «el planeta» o «los seres vivos»). La noción de «planificación ecológica», que tiene un fuerte componente participativo y de relocalización de actividades productivas, abre una vía fecunda en ese sentido.Y, después, está la estrategia que permite vincular todos esos elementos de forma coherente. Daniel Bensaïd hablaba del «eclipse de la razón estratégica» como epicentro, a la vez síntoma y causa, de la crisis de la izquierda anticapitalista, del estado de impotencia en el que se encontraba después de la derrota del comunismo del siglo veinte.
Desde este punto de vista, América Latina tiene mucho que enseñarnos. Pienso que la experiencia más avanzada sigue siendo la de Allende, es decir, la de Chile durante el gobierno de la Unidad Popular. No pretendo restarle importancia a todo lo que sucedió después, las experiencias de Bolivia, Venezuela y, en términos más generales, los movimientos sociales y los gobiernos progresistas latinoamericanos de la década del 2000, ni tampoco a lo que sucede ahora, sobre todo en Chile. Pero la Unidad Popular fue otra cosa, fue mucho más lejos. Fue un proceso verdaderamente revolucionario, que emergió en condiciones bastante parecidas a las de nuestro mundo actual, o al menos más parecidas que las que posibilitaron la Revolución china, la cubana o la rusa de 1917. La etiqueta «vía democrática al socialismo», utilizada con frecuencia en el caso de Chile, remite al hecho de que el proceso se fundó en la articulación entre un movimiento obrero y popular en ascenso y una coalición de fuerzas de izquierda que logró ocupar posiciones en el Estado mediante triunfos electorales (sobre todo la presidencia, pues nunca tuvo mayoría en el parlamento y eso no dejó de ser un problema). Lo esencial, no obstante, es que ese proceso revolucionario no supo defenderse frente a la contraofensiva feroz de los Estados Unidos, de sus aliados y de la burguesía chilena, que hicieron todo lo que estuvo a su alcance para sofocar el movimiento y tuvieron éxito.
Hay cierto narcisismo, típico de lo que podemos denominar la «ideología francesa», bastante extendido, incluso en la izquierda, que consiste en decir que Francia es una excepción y que lo que sucedió en Chile con Allende o, de manera menos trágica aunque igualmente devastadora, en Grecia con Tsipras, nunca podría suceder aquí. Es verdad que Francia, en tanto país, tiene más peso que la pequeña Grecia de 2010-2012, y que los Estados Unidos y las otras potencias capitalistas no contarían con los mismos mecanismos para ejercer presión en este país. Sin embargo, la diferencia es menor de lo que parece: el arma de las sanciones económicas, utilizada cada vez con más frecuencia contra los países acusados de desobedecer el orden mundial actual, siempre hegemonizado por el imperio estadounidense, no deja de ser temible. Más en el caso de economías como la de Francia, abiertas y modeladas según las necesidades de la mundialización capitalista.
Otro aspecto de la cuestión es que Francia tiene una clase dominante mucho más poderosa y aguerrida que la decadente clase dominante griega, que cada vez que tuvo que enfrentar a su propio pueblo, se vio obligada a recurrir a tutores y protectores extranjeros. De hecho, la burguesía griega jamás habría podido mantener su posición durante la guerra civil (1944-1949) sin el respaldo de los imperialismos británico y estadounidense (el napalm fue utilizado por primera vez contra los guerrilleros del Ejército Democrático, formado por el Partido Comunista de Grecia). Pero en Francia, en 1871, a la clase dominante no le tembló el pulso cuando tuvo que prender fuego París y bañar las calles de sangre, masacrando a decenas de miles de ciudadanos porque la Comuna representaba una verdadera amenaza contra el orden social. Tampoco dudó cuando pactó con el nazismo porque prefería a Hitler en vez del Frente Popular. En mayo de 1968, cuando De Gaulle sintió que la situación se le iba de las manos, decidió dar un paseo por Baden-Baden y recurrió a las tropas de Massu para calmar las aguas. Más recientemente, aun cuando estemos lejos de toda situación de insurrección popular, vimos que muchísimos militares —no necesariamente retirados— firmaron columnas de opinión llamando a una guerra civil. También escuchamos a un filósofo y exministro de Educación decir que los policías deberían utilizar sus armas contra los manifestantes. Esa declaración testimonia perfectamente el «asalvajamiento» de la burguesía francesa. Si esa clase se siente amenazada, no cabe duda de que avanzará cuanto pueda para controlar a un pueblo al que considera indisciplinado e inclinado a la revuelta.
Una estrategia de transformación radical de la sociedad no puede hacer caso omiso a la violencia inherente a todo proyecto de ese tipo. Aun cuando difiera de la vía insurreccional, la «vía democrática» hacia el socialismo no equivale a una vía pacífica o no violenta, porque la democracia, y la necesidad de defenderla cuando es amenazada por la rebelión de las fuerzas reaccionarias, nunca está exenta del uso de la violencia. Un gobierno popular, que se apoya en las urnas, no puede renunciar al derecho de defenderse «por todos los medios necesarios».
Y, al mismo tiempo, la experiencia histórica nos enseña los riesgos de la deriva autoritaria que comporta todo estado de excepción, incluso cuando es instaurado por revolucionarios sinceros. Por lo tanto, se trata de crear condiciones políticas que permitan minimizar su necesidad y duración, y repensar sus formas, subordinándolas lo más posible al control popular y a un marco legal. Sin excluir el recurso a la fuerza, priorizar la lucha de masas y la construcción de la hegemonía de un bloque mayoritario de los sectores subalternos es el pilar de una estrategia de ese tipo. Es la única manera de limitar el campo de acción de las fuerzas que resistirán todo cambio y de expandir las fracturas que atravesarán el núcleo duro del Estado facilitando todas las acciones que apunten a desmantelarlo.
Pero volvamos aquí y ahora. Porque pensar la acción política implica partir de las cosas como son y no como querríamos que fueran (aunque, por supuesto, no con el fin de someternos a ellas, sino con el de transformarlas). En el caso de Francia, constatamos que durante los últimos años, aun sin triunfos definitivos, hubo muchas luchas sociales importantes. Por lo demás, todos los intentos de construir el instrumento político de una izquierda rupturista fracasaron absolutamente, dejando al descubierto ciertos límites que no podemos obviar. Tenemos que comenzar haciendo el esfuerzo de construir organización y hacer converger a los movimientos sociales en un plazo más largo. Ese trabajo no tiene nada de espontáneo y requiere muchísima paciencia. Por otro lado, este frente social debe interactuar con un frente político: son las dos patas sobre las que se asienta una estrategia de «guerra de posiciones», susceptible, si la evolución de la situación y la temporalidad del conflicto así lo determinan, de transformarse en una «guerra de movimiento».
Para llegar a ese punto, para intensificar el nivel de la lucha de clases, necesitamos una táctica capaz de conquistar victorias parciales, condición necesaria para pasar de una posición de repliegue defensivo, como la actual, a una acción contraofensiva. Por lo tanto, nuestra táctica debe apuntar a cambiar las relaciones de fuerza en las instituciones. Debemos combatir las ilusiones anarquizantes, aun si son, hasta cierto punto, comprensibles después de tantas decepciones y derrotas políticas. La acción política desborda ampliamente el terreno electoral, pero las elecciones no son un terreno que debamos ceder al enemigo. No basta para tomar el control efectivo de las instituciones estatales, pero en los países que disponen de regímenes parlamentarios y de una «sociedad civil» fuerte, el triunfo electoral es una etapa ineludible. Y, tal vez desafortunadamente, no podemos desentendernos del Estado —del núcleo duro del Estado, no de los servicios públicos o de los cargos administrativos inferiores, más fácilmente transformables— porque el Estado nunca se desentiende de nosotros: está siempre frente a nosotros y contra nosotros.
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En 2010, cuando empezó la revuelta en Grecia, me dije: «Bueno, ya está, tengo que dejar todo y concentrar mis energías en esto porque va a ser la lucha política de mi vida, de mi generación». Aunque el ciclo cerró con una derrota, había que hacerlo y no me arrepiento de nada. Sabiendo que no digo nada original, soy de los que piensan que la belleza del mundo se revela por y en el combate que busca transformarlo. No son aguas calmas las que enfrentamos. Entonces —y esto tampoco es nada nuevo— tenemos que apostar a que, entre los más jóvenes, siempre hay energías de lucha disponibles capaces de sacarnos de la rutina. En ese sentido, la transmisión de la experiencia pasada —herencia teórica incluida— es fundamental. Esa es nuestra responsabilidad, la de los más viejos. No asumirla es condenarnos a la impotencia, resignarnos a este mortífero clima de época, que es una mezcla de cinismo, desesperación y autocomplacencia melancólica. Pero cuidar la memoria del pasado sin que se convierta en un objeto de museo, despolitizado y despolitizante, implica fecundarla, esclarecerla a la luz del presente, ponerla en relación con las experiencias actuales. Y esa es una labor colectiva y transgeneracional. Tenemos tarea para los próximos años.
Profesor de filosofía política, antiguo diputado y miembros del Comité Central de Syriza, es militante de la Unidad Popular griega.
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