América Latina: no todo lo que brilla es un «ciclo»
Manuel Canelas
La victoria de fuerzas progresistas en diversos países ha impedido la consolidación de un «giro a la derecha» en la región, pero ¿qué tan productivo es pensar la política latinoamericana en términos de ciclos?, ¿qué características tienen estos nuevos progresismos?
Que las fuerzas ubicadas a la izquierda del espectro político ganen elecciones y lleguen al gobierno en una cantidad significativa de países es una condición necesaria para poder hablar de un ciclo político progresista, pero de ningún modo es una condición suficiente. Desde algunos sectores progresistas se certifica desde hace algún tiempo que América Latina vive un «segundo giro a la izquierda» y lo primero que se suele enseñar como prueba de esta afirmación es la lista de las últimas victorias electorales. Es cierto, sin duda, que la izquierda ha sumado victorias electorales importantes en los últimos dos años: el retorno del Movimiento al Socialismo (mas) en Bolivia al poder luego del golpe de Estado contra Evo Morales, la victoria de Gabriel Boric en Chile, el triunfo de un peronismo de centroizquierda en Argentina y la victoria de Andrés Manuel López Obrador en México. Pero conviene tomar estos datos con cautela y realizar un análisis más detenido antes de hacer afirmaciones ideológicas demasiado apresuradas.
Hay varios ejemplos recientes en la región, tanto en la izquierda como en la derecha, de que el resultado de una elección no determina un rumbo ideológico predeterminado y de que, de hecho, ese rumbo puede incluso ser bastante diferente del que se hubiera esperado en sus comienzos. Seguramente dos de los casos más paradigmáticos son los del colombiano Juan Manuel Santos y el ecuatoriano Lenín Moreno. Por eso, los análisis en términos de ciclos llevan en ocasiones a percepciones que exageran tendencias y pierden capacidad para mirar las tensiones que atraviesan la política latinoamericana. Tanto en la izquierda como en la derecha, en estos años las sucesiones cortocircuitaron en varios países las continuidades lineales tanto de las políticas como de los liderazgos «naturales» de cada sector.
Huevitos que se rompen
Cuando Álvaro Uribe le entregó el mando a Juan Manuel Santos en 2010, también le transmitió su legado representado en sus famosos «tres huevitos»: seguridad democrática, confianza de los inversores y cohesión social. Además de representar su herencia, esta entrega significaba un mandato a su sucesor y ex-ministro de Defensa: las fronteras de lo que Santos podía hacer las marcaban estos huevitos, que llevaban escritos en tinta invisible los ejes de la hegemonía uribista, que entonces llevaba muchos años dando señales de fortaleza y que la victoria electoral de Santos pareció corroborar. Sin embargo, el guion y la tutela que imaginó Uribe no se mantuvieron vigentes mucho tiempo más después de ese simbólico acto. Uno de los desafíos más duros planteados a Uribe provino precisamente de Santos quien, pese a formar parte del ala dura, no tardó en enfrentarse política y públicamente con él para terminar rompiendo ruidosamente su relación y convertirse en declarado enemigo político. A inicios de 2014, de hecho, Uribe exhibía en un evento público una canasta con tres huevos dañados, y en un acto que no ahorraba teatralidad, preguntaba a la gente que lo rodeaba si el gobierno de Santos había sabido cuidar esos huevos. Obviamente, el público gritaba «No» y Uribe confirmaba: «Los quebraron. No quedó ni para [hacer una] tortilla». Santos tenía sus propias ideas y objetivos –muy alejados de los de la derecha dura colombiana a la que había adherido–, entre los que estaba el avanzar en serio en el proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) y restablecer relaciones con gobiernos y figuras de la izquierda nacional y regional a los que su predecesor les había declarado una dura guerra. Promovió y llevó a cabo el referéndum sobre la paz, decisión que el uribismo combatió con intensidad participando activamente en una beligerante campaña por el «No», con Iván Duque como vocero destacado. El «No» se impuso por la mínima y Uribe pudo celebrar el haber propinado una derrota a su gran rival sin que le importase mucho la oportunidad perdida que esta victoria suponía para el país. Santos sí fue consciente de que esta oportunidad, incluso perdida, no podía dejarse pasar, y se empeñó en avanzar de todas maneras en un proceso complejo pero que se resolvió positivamente, y que, entre otras cosas, le valió el Premio Nobel de la Paz y significó un importante paso en el cese de la violencia en Colombia.
Lenín Moreno fue vicepresidente de Rafael Correa, además de ser uno de los dirigentes de primera línea de Alianza País desde los inicios de esta organización política. El binomio oficialista para las elecciones de 2017 se completó con Jorge Glas, quien fuera el otro vicepresidente de los años de Correa y, además, amigo íntimo suyo. La dupla se leyó como una combinación de un perfil político popular, que podía llegar a ciertos sectores molestos con los últimos años del correísmo, pero con un deseo de autonomía creciente, y el de un hombre totalmente leal al entonces presidente. Sin embargo, no había muchas dudas de que ambos compartían en líneas generales lo hecho por su partido y su líder histórico. Ambos habían sido protagonistas de esa década. La derecha ecuatoriana y regional hacía pocas distinciones, tanto la primera vuelta como la segunda se llevaron a cabo en un clima tenso y, de hecho, hubo una campaña fuerte para denunciar un supuesto fraude en favor de Moreno. La ofensiva de la derecha parecía soldar las diferencias internas que, en todo caso, no parecían aventurar un quiebre como el que luego se produjo. Se daba por descontado que una victoria de Moreno sería también una victoria de Correa y, por lo tanto, una continuidad del ciclo progresista en Ecuador y una señal para la región. En efecto, en el mitin de presentación oficial del binomio, con Correa, Moreno y Glas en el escenario, el entonces candidato presidencial contó a la multitud reunida la importancia que tenía para él verse acompañado de Glas. Moreno explicó que, interrogado por un joven familiar suyo sobre cómo podría hacer frente al reto complejo de dirigir el Ecuador, había respondido varias veces que lo enfrentaba más seguro y confiado porque sabía que Jorge Glas lo acompañaba.
Sin embargo, la ruptura y el cambio radical de guion de Moreno no tardaron demasiado en producirse. Quienes lo habían contado como un refuerzo progresista en la región se vieron rápidamente decepcionados. Glas fue destituido y enviado a prisión, en un proceso que tuvo múltiples observaciones. Moreno acompañó su giro neoliberal con una fuerte ofensiva contra Correa y sus cuadros principales, y cuestionó varias de las decisiones más importantes de la última década, en la que él no fue un actor secundario. En política regional, se enfrentó a los gobiernos de izquierda, desahució a la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) e incluso clausuró la propia sede del organismo en Quito; volvió a establecer una relación cercana con Estados Unidos y con el Fondo Monetario Internacional (fmi), etc. El balance de su gobierno, a diferencia del de Santos, tiene poco de positivo o relevante si nos guiamos por diversos estudios de opinión sobre su larga y sostenida desaprobación, y por la imposibilidad de Moreno y su espacio de presentar una candidatura propia mínimamente competitiva para las elecciones de 2021. Sin embargo, el daño que le supuso al correísmo fue relevante, y si bien su binomio en 2021 fue líder en la primera vuelta electoral, perdió con Guillermo Lasso en la segunda y, por diferentes razones, el espacio no ha logrado recuperarse suficientemente y retornar al poder, como sí lo hicieron el peronismo en Argentina o el mas en Bolivia.
En Perú está el antecedente reciente de Ollanta Humala, quien también dio un giro de una envergadura parecida a los casos arriba señalados. Su victoria pareció un vuelco del país hacia la izquierda; su gobierno tuvo un primer gabinete de ministros con un peso importante de figuras relevantes de la izquierda peruana, pero no tardó mucho en escoger otro rumbo. En los últimos tiempos, buena parte de la izquierda de Perú asiste con perplejidad y con temor al rumbo que lleva el gobierno de Pedro Castillo, para algunos ya una suerte de déjà vu de lo que fue Humala, pero con una perspectiva más incierta. El escritor Juan Manuel Robles se lamentaba en Twitter: «Temíamos que Castillo fuera un Ollanta 2.0. Resulta que es un Ollanta 0.2 Mal».
Lo ajustado de la victoria de Castillo, por escasos 44.000 votos frente a Keiko Fujimori, le imprimió la poca épica que le faltaba al histórico acontecimiento que suponía su llegada al gobierno del Perú: un maestro rural desconocido para la mayoría del país hasta pocos meses atrás, con un discurso de recuperación de la soberanía sobre los recursos naturales, en favor de abrir un proceso constituyente, apoyado por la izquierda nacional y regional. Desde Luiz Inácio Lula da Silva hasta Evo Morales, las figuras y los partidos políticos progresistas más importantes de la región le dieron la bienvenida y celebraron que su victoria marcaba el segundo ciclo progresista en la región. Sin embargo, nueve meses después de su asunción, Castillo suma ya cuatro gabinetes distintos, varias de sus banderas iniciales de cambios profundos han quedado relegadas y ha roto con buena parte de la izquierda y con referentes como Verónika Mendoza o Avelino Guillén.
Para buena parte de ellos, es imposible ya hablar de Castillo como un proyecto nítidamente progresista. Incluso la izquierda que aún lo apoya o participa en su administración se refiere a que el sentido del gobierno de Castillo está en pugna y a que es mejor dar esa pelea desde dentro. Ya no existen, en todo caso, las definiciones que había en un principio. Algunos de sus últimos nombramientos, como Óscar Graham en lugar de Pedro Francke como ministro de Economía y Finanzas, certifican un desplazamiento progresivo hacia posiciones mucho más moderadas o incluso conservadoras. En el campo internacional, Perú, a diferencia de Bolivia, México o Argentina, ha mantenido una buena relación con Luis Almagro y la Organización de Estados Americanos (oea). También ha respaldado claramente la participación de su país en la Alianza del Pacífico o en el Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico (ttp-11). Si bien es cierto que también retiró a Perú del Grupo de Lima, el gobierno ha marcado distancia con el gobierno de Nicolás Maduro. Y en el campo interno, las protestas han venido escalando ante la falta de capacidad oficial para canalizarlas hacia algún tipo de negociación.
¿Gobiernos y hegemonía?
Este último punto, la relación entre algunos de los proyectos de izquierda que han ganado elecciones recientemente o que tienen serias posibilidades de victoria, es uno de los puntos más importantes que analizar para ver si es posible o no incluir a todas estas izquierdas dentro de la misma ola progresista, o bien si no hay ya algunos ejes en los que existen posiciones con diferencias mayores a los matices, que vuelven mucho más difícil y complejo agruparlas dentro de un mismo bloque.
Mucho antes de ser elegido presidente de Chile, Gabriel Boric ya había sido crítico con el gobierno de Maduro. En ese sentido, las posiciones que ha asumido desde que fue electo no son una sorpresa, pero el cambio es muy relevante. Alguien podría haber esperado que, como presidente, y al ubicarse claramente en la izquierda política, se viera tentado a rebajar el contenido de sus críticas, además del hecho de que Venezuela lleva un tiempo de relativa estabilidad y recuperación. Hace poco tuvieron lugar las elecciones regionales con múltiples observadores internacionales, en las que el chavismo perdió –y aceptó el resultado de inmediato, contra lo que algunos esperaban– en históricos feudos como el estado de Barinas. Incluso el gobierno estadounidense ha enviado a Venezuela algunas señales e interlocutores por el tema petrolero, en el marco de las consecuencias de la guerra en Ucrania. Sin embargo, una vez electo, Boric no cambió la opinión de sus años como diputado y ha señalado con bastante claridad que para él Venezuela no solo no es un modelo, sino que el gobierno de Maduro ha cometido serias violaciones a los derechos humanos, y no le quita responsabilidad en el éxodo de más de cinco millones de venezolanos, muchos de los cuales migraron precisamente a Chile (migración que es motivo de tensión política y expresiones de xenofobia en el norte del país).
Como era de esperar, esto fue respondido desde distintos espacios. El ex-presidente ecuatoriano Rafael Correa, el intelectual argentino y ahora dirigente del Partido Comunista Atilio Borón o el ex-canciller venezolano y yerno de Hugo Chávez Jorge Arreaza cuestionaron al joven mandatario chileno. Borón le recomendó tomar clases de historia1 y Arreaza salió al cruce en Twitter: «Hay izquierdas tan extraviadas que no se dan cuenta [de] que, sin la resistencia y el coraje de los pueblos más asediados por eeuu, ellas serían poco menos que nada». El mensaje de Arreaza obtuvo el apoyo de Daniel Jadue, figura importante del Partido Comunista chileno y ex-contendor de Boric en las primarias de la alianza Apruebo Dignidad. «Toda la razón, compañero. Fuerza y coraje para lo que se avecina», comentó ante el mensaje del venezolano.La masiva migración venezolana a países como Perú, Colombia o Chile ha provocado que lo que antes podía ser solamente una disputa ideológica entre elites políticas de países diferentes ahora tenga un fuerte componente de política interna. La presencia de decenas y centenas de miles de venezolanos modifica aspectos de la política interna de estos países y, al mismo tiempo, «populariza» la crisis venezolana entre amplias capas de la población, que escuchan testimonios directos de sus vecinos, clientes o compañeros de trabajo venezolanos.
Esto puede explicar, en parte, que incluso gobiernos en principio de la misma órbita que el venezolano tengan posiciones críticas más duras. Este hecho no será algo pasajero, es una realidad que tiene cierta vocación de extenderse en el tiempo. Y es, por supuesto, un problema de primer orden si hablamos de la supuesta existencia de un nuevo ciclo progresista en la región.
Hoy es difícil ver a Boric, Castillo o Alberto Fernández pensar en muchas, o incluso en pocas acciones conjuntas con el gobierno de Maduro, pero además con el de Cuba o Nicaragua. Colombia tiene una situación idéntica en esta materia y, por lo tanto, no es de extrañar que también Gustavo Petro, quizás con algo menos de dureza que Boric pero también de manera clara, haya marcado sus diferencias con el gobierno venezolano. Cuando Maduro criticó a Boric y Castillo como representantes de la izquierda cobarde, el líder de Colombia Humana –la principal figura de la izquierda en el país– le respondió en Twitter: «Le sugiero a Maduro que deje sus insultos. Cobardes [son] los que no abrazan la democracia. Saque a Venezuela del petróleo, llévela a la más profunda democracia, si debe dar un paso al costado, hágalo».
Alguien podría objetar que en el primer «giro a la izquierda» también había diferentes apuestas estratégicas, culturas políticas y sensibilidades. Pero no es menos cierto que existían un espacio común y vínculos estrechos entre gobiernos progresistas, más allá de que tuvieran sesgos más «socialdemócratas» o más «populistas», con una cierta división de tareas, en el caso sudamericano, entre el Brasil «lulista» y la Venezuela «chavista», tanto en el plano de la integración regional como en el de las redes de partidos y movimientos. Precisamente, el solapamiento de esas «dos izquierdas» es lo que definió el ciclo progresista que operó desde mediados de los años 2000 hasta mediados de la década de 2010, con periodizaciones diferentes según los países. Hoy vemos un atrincheramiento de los discursos más bolivarianos, con menos capacidad expansiva, y la emergencia de diferentes variantes de (centro)izquierda, a menudo en coaliciones con divergencias internas significativas (como se ve en Argentina, Bolivia, Perú y, con menos intensidad por el momento, en Chile).
En lo que único que parece haber coincidencia es en celebrar diferentes victorias electorales como prueba de la existencia del «segundo ciclo», pero se habla menos del día después y de las gestiones concretas de gobierno. La derecha durante algunos años también sumó varias victorias electorales: Iván Duque en Colombia, Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile, y ello no fue suficiente para que se verificara, en la práctica, un ciclo conservador en la región. Y esto es así en buena medida porque esos gobiernos fracasaron internamente, fueron poco ambiciosos, dentro de sus coordenadas ideológicas, hacia afuera, y actuaron de forma poco coordinada.
Fueron varios los factores que impidieron que ese ciclo se concretara: su «globalismo» quedó desfasado por los efectos de las políticas de Donald Trump2; las organizaciones sociales mantuvieron un poder de veto, fortalecido en el ciclo anterior, sobre medidas demasiado «neoliberales»; y las fuerzas de izquierda conservaron caudales electorales que les permitieron seguir siendo competitivas. A ello se sumaron movilizaciones sociales en varios países, con el estallido chileno como la expresión más significativa.
Solo hubo una excepción que no modifica el fondo: el esfuerzo coordinado en pos del «cambio de régimen» en Venezuela y, en el plano de la integración, el desmonte de la Unasur. No hubo nada más reseñable –el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur) no pasó de ser el nombre de una aspiración– y los gobiernos convivieron con índices de popularidad elevados (Piñera, Duque) o crisis económicas que carcomieron sus ansias reeleccionistas (Macri).
Los gobiernos de Chávez, Morales, Correa, Lula da Silva y Dilma Rousseff o el kirchnerismo se extendieron más allá de un mandato, además de haber logrado muchos de ellos victorias con claras mayorías en sus parlamentos. En síntesis: lograron una hegemonía significativa sobre la sociedad y capturaron un clima de época «posneoliberal». Nada de esto parece darse hoy. Ya no existen las mayorías parlamentarias del pasado y algunos de los líderes históricos no ocupan el liderazgo formal en sus gobiernos (Cristina Fernández de Kirchner, Evo Morales) y, como mención importante, las tensiones internas en los oficialismos progresistas son hoy públicas. Incluso en el caso de los líderes históricos, como Lula da Silva, vemos esta misma dinámica. Si gana en las elecciones de octubre –con lo cual la izquierda volvería al país más grande de Sudamérica–, Lula no tendrá una mayoría clara en el Parlamento brasileño –un Parlamento inmanejable, atravesado por la política «fisiológica» y clientelar y la fuerte fragmentación, que ya fue un problema para el Partido de los Trabajadores (pt)– y, por razones propias de la biología, es difícil creer que el ex-dirigente metalúrgico pueda gobernar más de un periodo. El pt, todavía en crisis y con fuerte resistencia, tendrá el reto de saber si aprovecha su paso por un posible gobierno para fortalecerse como una opción de poder más allá de Lula da Silva.
Por último, pero no menos importante, cabe apuntar que uno de los efectos de la pandemia es que la ciudadanía ha elevado sus exigencias en clave nacional y las fidelidades de los electorados se han vuelto más volátiles. No son buenos tiempos para las apuestas por la integración regional. De hecho, los brotes de xenofobia en Chile, Perú o Colombia en relación con los inmigrantes venezolanos se han incrementado sustancialmente estos últimos dos años. Es poco probable que ahora concite mucho apoyo social que un presidente de la región se ofrezca a organizar cumbres y encuentros de líderes que no suelen tener resultados inmediatos. En este repliegue nacional, también se puede leer el intento del presidente uruguayo Luis Lacalle Pou de flexibilizar el Mercado Común del Sur (Mercosur), uno de los pocos organismos sudamericanos estables, para precautelar sus intereses nacionales. De hecho, es difícil creer que si la Presidencia de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) no hubiese recaído en México durante la pandemia esta organización hubiera podido sobrevivir. Solo un país del tamaño de México, con la posibilidad de poner recursos y con un presidente fuerte política e institucionalmente, podía embarcarse en una iniciativa como esta, de clara importancia regional. El contexto descripto no pone las cosas fáciles para la vigencia y consolidación de un potencial «segundo ciclo progresista». No lo desahucia, pero cabe mantener cierta cautela a la hora de colocar calificaciones ideológicas.
Aunque la izquierda podría sumar más gobiernos que en el primer «ciclo», hay un creciente hiato entre gobierno y hegemonía, en un contexto global incierto marcado por una sucesión de crisis y un debilitamiento de los imaginarios, los discursos y los liderazgos de los progresismos regionales, que buscan diversas formas de recomponer sus proyectos y encontrar nuevos relatos movilizadores.
1.
A. Borón: «urgente: presidente inexperto necesita clases de historia de A. Latina, colonialismo cultural, imperialismo y relaciones internacionales…» en Twitter, 22/1/2022.
2.
José A. Sanahuja y Jorge D. Rodríguez: «Veinte años de negociaciones Unión Europea-Mercosur. Del interregionalismo a la crisis de la globalización», Documento de Trabajo No 13/2019 (segunda época), Fundación Carolina, Madrid, 2019.
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