4/16/2022

reponer problemas donde aparece la nitidez del acuerdo sin tensiones


Modos de contar – Por María Pía López


Discutir la cultura es discutir la construcción de una narrativa que necesariamente confronte con los modos privatizadores de entender la sociedad; una narrativa esforzada en desmontar los lugares comunes de la ideología neoliberal y capaz de reponer problemas donde aparece la nitidez del acuerdo sin tensiones.


Por María Pía López*

(para La Tecl@ Eñe)


El conflicto en el INCAA, que culminó con desdichada represión y necesaria salida de su director, no puede comprenderse sin el contexto mayor de una legislación que deja sin fondos, en pocos meses, a todas las instituciones de fomento cultural. Desde las usinas de las derechas, siempre tan activas y de teclado rápido para intervenir en las redes sociales, se prodigó el discursete: no hay que financiar cosas que nadie ve, que no interesan, alimentamos vagos con inquietudes culturales. Los planeros, esta semana, fueron cineastas, docentes y estudiantes de filosofía y letras. Los golpes en los espacios públicos vinieron a convertir a esos sujetos, habitualmente pertenecientes a las clases sociales legitimadas, en agentes de conflicto y usufructuarios indeseables de los bienes públicos. Todo es gasto y gasto insólito e innecesario para estas concepciones, que rápidamente ponen una cuenta en juego: lo que se gasta ahí habría que destinarlo a las personas pobres. A la vez, cuando esas y esos pobres se movilizan para reclamar, las redes trinan: sáquenles los planes. O sea, cuando se establece la continuidad es más bien para decir: nada para nadie, nada en lo que se ponga en juego la idea de una solidaridad, de una pertenencia en común, de un esfuerzo por considerar la riqueza social sin monetización.

Cuando en la década del 90 triunfaron las estrategias de privatización de los ferrocarriles, con las consecuencias que todxs conocemos, lo hicieron a partir de un cálculo falso: la cuenta de costos y ganancias. Ese cálculo siempre resultaba deficitario y su uso abonaba a la idea de los trenes como un barril sin fondo. Digo falso, porque esa cuenta omitía otra idea de costo: la que incluía los accidentes en las rutas que podrían evitarse, el costo de pavimentar y de hacer caminos, el impacto medioambiental del uso de derivados del petróleo, la conexión de ciudades y pueblos que quedaron aislados. Tomar esos otros indicadores daba resultados bien diferentes, que la cuenta sobre la plata que entraba y salía en el balance de ferrocarriles ocultaba y al hacerlo falseaba. Cuando se considera la inversión pública, esa cuenta debe ser siempre compleja, ni inmediata ni lineal. No: ¿cuánto se invirtió en esa película y cuánta gente la vio? ¿Cuánto se puso en un edificio educativo y cuántas personas se graduaron este año? Esas cuentas siempre son falaces, por lo que omiten, por lo que aplanan, por lo que niegan.

La ciudad de Buenos Aires se vanagloria de tener una cartelera teatral prolífica y heterogénea. Muchas de esas salas y obras reciben subsidios del Instituto Nacional de Teatro y es posible que, caído ese esquema de financiamiento, no puedan seguir funcionando. Pero no es solo eso lo que hace vivir el teatro en estos lares, si no el esfuerzo insomne, alocado, entusiasta, de muchas personas que piensan, crean, ensayan, producen, sin saber si el esfuerzo realizado en todo ese tiempo redundará en un puñado de puestas o en un éxito amado por el público. Todo ese esfuerzo, todo ese trabajo, es impago, es pura apuesta. Como ocurre en todos los trabajos vinculados a sostener el lazo social, con sus mayores riquezas, suele quedar en la opacidad. Velado, olvidado. Y como es borrado, quien se dedica a ello, termina siendo un o una planera. ¿No es equivalente al destrato respecto del trabajo comunitario, del sostenimiento cotidiano que miles hacen de la vida, cuando sostienen un comedor, un merendero, el cuidado de les pibes, la solidaridad feminista? Hay que reponer esos trabajos como trabajos, volverlos evidentes, considerarlos, para que el modo corrosivo en que las derechas hablan de la relación entre financiamientos y experiencias no prenda como garrapata en el corazón de todxs. ¿Cuánto activismo cultural no está del otro lado a la hora de considerar valiosas a quienes laburan para sostener la vida popular, encuadrada en organizaciones, y a veces cortan calles para reclamar financiamiento?

Discutir la cultura es discutir la construcción de lo común. La construcción de una narrativa que necesariamente confronta con los modos privatizadores de entender la sociedad. Una narrativa esforzada en desmontar los lugares comunes de la ideología neoliberal. Una narrativa capaz de reponer problemas donde aparece la nitidez del acuerdo sin tensiones. En algunas entrevistas que hacía Página/ 12 le preguntaban a lxs funcionarixs, incluido el presidente, sobre sus consumos culturales. Sin problemas, citaban series de Netflix. La vicepresidenta, en un discurso cuya claridad y lucidez estremece, en el Centro Cultural Kirchner -o sea, en el lugar que debería ser un punto neurálgico para discutir estas cuestiones-, hizo un chascarrillo: lo que pasa es que veo muchas series españolas en Netflix. Dos días antes, en las puertas del INCAA un conflicto, que entre otras cosas exige pensar la soberanía, el vínculo con las plataformas, el evitar convertir a la Argentina en un mero territorio de mano de obra formada y barata. Discutir Malvinas sin discutir Netflix deja inconclusa la comprensión de lo que significa la cultura, o convierte la cultura en mero adorno, en placebo, en distracción. Si lo hace, entonces, el gasto en ella es claramente superfluo.

Podemos discutir que no lo es, si pensamos de otro modo la cultura. Como de hecho se la pensó cuando se crearon los canales como Encuentro y Paka Paka -sabiendo que no podía ser Disney la fuente última de representaciones para las infancias-, cuando se convirtió la Biblioteca Nacional en una usina formidable de pensamiento crítico y controversia cultural, cuando se fortaleció la red de bibliotecas populares para que cumplan en cada lugar del país su tejido comunitario. Un puñadito de ejemplos, para recordar que esos esfuerzos fueron hechos y que no fueron solo decisiones de gestión, sino que pusieron en juego una idea sobre la cultura y su relevancia. Cuando alguien habla de sus consumos culturales, aún los que hace en la intimidad de su hogar, también pone en juego representaciones, apuestas políticas, una imaginación pública. ¿Nombramos libros de las editoriales independientes o de las trasnacionales en las que también la soberanía queda arrasada? ¿Citamos los personajes de Paka Paka o los surgidos de una usina norteamericana? ¿Recordamos la cartelera del Gaumont o la oferta de Netflix? Probablemente, en nuestros consumos se mezcle todo eso, pero como sujetos políticos no atender a esas diferencias es coincidir con el desdén que las derechas andan vociferando, cuando reclaman que los vagos de la cultura se vayan, de una vez, a trabajar. Y no se trata de considerar solo la dimensión nacional, aunque esta es bien relevante. Se trata, también, de pensar cómo se construyen las narraciones de una comunidad y se valorizan los esfuerzos multitudinarios, extendidos, polifónicos, diversos, de construir lo común.


*Socióloga, ensayista, investigadora y docente.

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