Los latidos de la patria plebeya/Razones y pasiones de la experiencia kirchnerista – Por Claudio Véliz
Esta nota, si bien puede leerse con (cierta) independencia de las que le sucederán, constituye apenas el primer capítulo de una obra en construcción sobre los años kirchneristas, que publicaremos en 2023, cuando se cumplan veinte años de la asunción de Néstor Kirchner. Además de las inevitables reflexiones ensayísticas, con sus sesgos y valoraciones subjetivas (aunque en las antípodas de las tentaciones panfletarias), en estos retazos que iremos publicando a lo largo de este este año, nos ocuparemos, muy especialmente, de incorporar información estadística proveniente de las fuentes más diversas. Sabemos que el abuso de los “datos duros” que poblarán los últimos capítulos, conspira contra una lectura amena, ágil y atractiva, pero estamos dispuestos a correr ese riesgo para priorizar la fundamentación empírica de cada una de nuestras afirmaciones, en un tiempo de eslóganes disparatados e insustanciales.
Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
Capítulo I: Elogio de la discordia.
La maldición kirchnerista
Por muy diversas razones, el kirchnerismo se convirtió –parafraseando a Cooke– en el hecho maldito del país neoliberal. En este sentido, resultó decisiva la inoculación de un odio racista y elitista de inusitadas manifestaciones públicas y extremas dimensiones. Si bien, desde la asunción de Néstor Kirchner, el establishment se mostró entre expectante y hostil hacia su gestión heterodoxa, a partir de la fallida resolución sobre las retenciones móviles, quienes desde siempre se hubieron asumido como los dueños de la Argentina, lanzaron una campaña feroz orquestada por los medios dominantes, la oligarquía terrateniente y las mafias judiciales. Para ellos se tornaba imprescindible desestimar, ocultar o bien negar todos los indicadores económicos que expresaban un indisimulable bienestar para todos los sectores sociales (aunque muy especialmente, para los más vulnerables). Había que instalar, a cualquier costo, la idea de que el país marchaba hacia la catástrofe, que todo volaría por los aires más temprano que tarde, que estábamos aislados del mundo, que todos los funcionarios eran corruptos y que no respetaban las instituciones republicanas. A esta avanzada conservadora, le vinieron a pedir de boca, las desprolijidades de ciertos funcionarios a la hora de elaborar los índices inflacionarios. Aunque los tribunales federales (insospechados de complicidad con el gobierno) determinaron que no hubo manipulación ni tergiversación de los indicadores oficiales (algo que ningún medio se dignó a comunicar), sí debemos reconocer que se subestimó la persistencia de una anacrónica metodología que era necesario adecuar a las nuevas modalidades de consumo. Algunos gestos grandilocuentes y hasta provocativos por parte de un secretario de comercio tan eficaz como poco diplomático, fueron utilizados para cuestionar todo guarismo que diera cuenta del crecimiento, la inclusión, la recuperación del poder adquisitivo de los salarios, la explosión de la actividad industrial, la reestructuración de la deuda externa y tantas otras conquistas inocultables.
Kirchnerismo se convirtió en una mala palabra y la letra K en el símbolo de lo incorrecto, de la prepotencia, de la demagogia, del delirio. Los grupos corporativos, no contentos con su despiadado combate anti-K, recurrieron a una multiplicidad de estratagemas mediáticas cuya eficacia colmó sus expectativas, ya que lograron autonomizar las palabras de las cosas, los signos, de sus referentes, los discursos, de su vínculo (siempre complejo) con las prácticas concretas. No solo se habilitaron y auspiciaron las afirmaciones más disparatadas, sino que –por primera vez en toda nuestra historia– el desvarío se convirtió en sentido común, en moneda corriente. De este modo, consiguieron engendrar tal atmósfera emotiva y volitiva que los datos, los indicadores, las mediciones, los cotejos empíricos y las demostraciones ya no concitaban interés alguno y aún hoy permanecen en un limbo inaccesible, inescrutable.
Somos conscientes de que, en dicho fárrago soporífero, aun si se consideraran válidos los abundantes datos que irá exponiendo nuestro trabajo, a muy pocos les resultarían útiles para evaluar los años kirchneristas. Y, sin embargo, nos mueve la exigencia de sentar testimonio al respecto. Para ello, hemos utilizado las más diversas fuentes (incluidas aquellas que consideramos sesgadas) con el objeto de contribuir a resultados más equilibrados y no por ello, menos rigurosos. Por consiguiente, en las sucesivas entregas nos ocuparemos de analizar un conjunto de variables (crecimiento del PBI, salario real, distribución, pobreza y desigualdad, endeudamiento, empleo, cobertura previsional, crecimiento industrial, educación, salud, vivienda, ciencia y tecnología, etc.) cuyas diferentes cuantificaciones (en función de cada fuente consultada) nos permitirán arribar a conclusiones contundentes, fundadas y demostrables, por no decir: “objetivas”.
Finalizado el segundo mandato de CFK, el gobierno entrante se topó con un país soberano, desendeudado, en crecimiento, más equitativo, con altos salarios, amplísima cobertura jubilatoria, inédito desarrollo científico-tecnológico, cosechas récord y elevados niveles de producción industrial. Había, sí, cuatro cuestiones pendientes aún: el pago de una deuda (contraída por gestiones anteriores) con los buitres, un déficit fiscal equivalente a 6 puntos del PBI como consecuencia de políticas expansivas del gasto público (subsidios energéticos, asignaciones sociales, obra pública, etc.) que intentaron morigerar los efectos de la crisis mundial de 2008, un déficit comercial de 3 mil millones de dólares relacionado con la demanda de insumos industriales y la restricción externa derivada de dicha depresión internacional, y una inflación de 23 puntos porcentuales anuales.
El desastre tan anunciado, desde 2009, por la runfla mediática, solo sucedió, efectivamente, cuando el gobierno de los gerentes procuró solucionar estos inconvenientes (comparativamente menores hasta entonces) de la peor manera posible: les pagó a los buitres más de lo que exigían; devaluó el peso en un 50 % (en unas pocas semanas), con la consiguiente escalada inflacionaria y la pérdida del poder adquisitivo del salario; dispuso un colosal incremento de las tarifas hasta tornarlas impagables y propiciar el cierre de empresas y comercios; redujo considerablemente las retenciones a las exportaciones con un saldo previsible: desfinanciamiento de las arcas públicas y aumento del precio de los alimentos; desreguló por completo los mercados financieros propiciando la bicicleta y la fuga de capitales; emitió letras del tesoro a una tasa elevadísima para absorber una buena parte de los pesos circulantes (otra de las tantas recetas ortodoxas que, si no se acompaña de otras medidas fiscales y financieras, solo alienta la fiebre especulativa). Ahora sí, el Apocalipsis había llegado, y los resultados fueron catastróficos para el 99 % de los argentinos.
Foto: Télam
Apagar las llamas para salvar la vida
Néstor Kirchner asumió la presidencia de la nación con apenas el 22,24 % de los votos (secundando a Carlos Menem que había logrado el 24,45 %), en el marco de una elevada desconfianza social respecto de la política y de las instituciones, una desocupación que afectaba a la cuarta parte de la población, el mayor índice de pobreza del que se tenga registro (superior al 50 % de la población, según la mayoría de las mediciones oficiales y privadas), una desigualdad social que presentaba guarismos cercanos a las décadas pre-peronistas y un nivel de endeudamiento colosal. Pero desde las ruinas arrojadas a su paso por la tempestad neoliberal del menemato, de su patético sucesor de nulo carisma, y de un presidente provisional que apenas logró estabilizar ciertas variables aunque a un costo elevadísimo para los más vulnerables, el nuevo gobierno (que asumió tras la renuncia del candidato más votado a participar del balotaje), decidió emprender una tarea sumamente ambiciosa: recoger los fragmentos estallados, reconstruir el Estado desguazado por el asedio corporativo del gran capital, reubicar a la política en el centro de la escena conflictiva, dignificar la memoria de los vencidos por la violencia del terror genocida, instaurar una nueva matriz para la economía, promover una integración regional sobre la base de la cooperación y la defensa de las soberanías nacionales.
Kirchner eligió asumir un 25 de mayo de 2003, una fecha que, en sí misma, posee una enorme carga simbólica pero que resulta aún más elocuente porque ese día se cumplían 30 años desde la asunción de Héctor Cámpora, un indiscutido referente de aquella juventud que muy pronto sería diezmada por el accionar represivo. Con muy pocos votos (él solía decir que había asumido con menos votos que desocupados), en el marco de una conflictividad social en ascenso, de una sociedad desconfiada, apática y anómica, con altísimos índices de indigencia, con escasos legisladores propios y asediado por los lobbies del poder político, las finanzas, y los oligopolios mediáticos, a Néstor Kirchner solo le quedaba hacer de la gestión su herramienta más valiosa. Resultaba imprescindible recuperar la política como instrumento de transformación social, cambiar la matriz productiva de la economía, recuperar un Estado desguazado, retomar la senda de la justicia y los derechos humanos, recrear la integración latinoamericana, convocar los espectros de un pasado pendiente e inacabado, reparar el daño inmenso infligido por la catástrofe neoliberal.
En los 90, ese fenómeno que había dado en llamarse peronismo y que suele resultar incomprensible para propios y extraños, acababa de mutar en una experiencia de sentido diametralmente opuesto al ensayado por su fundador a lo largo de sus tres gobiernos. Aunque Carlos Saúl Menem se había ocupado de vaciar de sentido peronista todo discurso, toda gestualidad política, toda simbología histórica, toda práctica social, en ningún momento había abandonado las riendas del aparato partidario en todo el territorio nacional. En las antípodas –decíamos– del histórico imaginario peronista, el menemismo había apostado por las relaciones carnales con EEUU, el envío de tropas a las zonas de conflicto elegidas por la OTAN, las políticas aperturistas y privatizadoras, el desmantelamiento del Estado, la destrucción y descentralización de la educación pública, la flexibilización y precarización laboral, el abrazo con el almirante Rojas y con la familia Alsogaray, la obscena farandulización de la política, el aniquilamiento del sistema previsional, el endeudamiento sistemático, etc., etc. Al cabo de una década de menemismo explícito que –en líneas generales y salvo algunas excepciones– había logrado encolumnar a legisladores, gobernadores, punteros y dirigentes gremiales, parecía muy difícil la emergencia de un liderazgo dispuesto a abjurar explícita y decididamente del sesgo neoliberal como condición para recuperar una tradición popular sepultada, pletórica de banderas, legados, herencias y movilizaciones que signaron un pasado pendiente e inacabado (muy a pesar de las celebraciones de un pretendido “fin de la historia”). Y si a esta situación le sumamos las vacilaciones y la desconfianza de Eduardo Duhalde a la hora de elegir a su sucesor, podríamos decir que Néstor Kirchner fue un presidente inesperado que decidió emprender una gestión anómala, a contrapelo, extraña a los sentidos comunes noventistas.
Para advertir la reaparición del peronismo, no es necesario someter a los gobernantes a una prueba de ortodoxia populista ni aplicarles un infalible “peronómetro”. Nos basta, en cambio –tal como suele afirmar irónicamente Norberto Galasso– con detectar el estado de crispación por parte de ciertos sectores medios y altos de la sociedad, en el momento preciso en que vuelven a ponerse sobre el tapete cuestiones tales como: la distribución de la riqueza, los sindicatos, los conflictos sociales, las movilizaciones populares y los rostros morenos. Si en tiempos de dictadura cívico-militar todas estas manifestaciones fueron acalladas mediante la imposición del terror, en los 90, dicho objetivo fue logrado por el disciplinamiento, la apatía, la traición de los dirigentes sindicales, la ruptura de los lazos sociales, el bombardeo mediático y el desmantelamiento de todas las instancias de mediación, control, protección, amparo.
Foto: Archivo
¿Qué hacer?
Desde los primeros meses de su gestión, Néstor Kirchner se propuso reestructurar la Corte Suprema de Justicia, negociar la deuda pública en default, sostener una orientación productivista, promover la integración regional y convertir a la Argentina en un faro mundial de los derechos humanos. A tal efecto, impulsó la anulación de las leyes del perdón, se disculpó por el genocidio en nombre del Estado, y se abrazó con Madres, Abuelas e Hijos. A partir del año 2003, nuestro país inició una decidida recuperación económica cuyo síntoma principal fue el elevado crecimiento del PBI. Si bien, desde 2011 se desaceleraron las tasas “chinas” de los primeros años, CFK culminó su gobierno con un crecimiento del 2,7 %, tal como reconoció el INDEC de su sucesor. El sector industrial constituyó el motor de este desarrollo beneficiado por el alza del consumo interno. Desde ya, el precio internacional de los commodities permitió el ingreso de divisas indispensables para financiar el desarrollo de la industria, pero a pesar del marcado perfil agroexportador de nuestra economía, crecieron, como nunca antes, las exportaciones de productos industriales (gracias las políticas proteccionistas y a la diversificación de los mercados). En este marco superavitario, fue posible iniciar una política de desendeudamiento tanto con financistas privados (la reestructuración de la deuda con el 93 % de los tenedores de bonos supuso una quita cercana al 70 % del valor nominal) como con los organismos de crédito internacionales (se pagó la deuda con el FMI evitando, así, sus intromisiones y monitoreos de nuestras políticas económicas).
En resumen: el porcentaje de la deuda pública en relación con el PBI se redujo de un 118,1 % en 2003 a un 52,6 % en 2015. La Argentina llegó a convertirse en uno de los países más desendeudados de todo el planeta. La tasa de desempleo se redujo a un dígito y el empleo informal pasó del 55 al 33 % de los trabajadores en actividad. Los índices de pobreza e indigencia se redujeron a la mitad al cabo de 12 años, y la desigualdad descendió a un ritmo notable. La clase media se duplicó, el poder adquisitivo del salario recuperó 56 puntos promedio. Tanto el salario mínimo como la cobertura previsional posicionaron a nuestro país en el primer lugar de toda la región. Se nacionalizó Aerolíneas Argentinas y la mayoría accionaria de YPF. La AUH no solo logró erradicar el hambre (o bien hacerla descender hasta su mínima expresión) sino que, además, permitió incrementar los niveles de escolarización y cumplimentar un ambicioso cronograma de vacunación. El gasto en educación se triplicó y la inversión en cultura alcanzó un nivel récord en la región. Se instituyó el Ministerio de Ciencia y Tecnología, se crearon 19 universidades públicas y se repatriaron cerca de tres mil científicos. Las escuelas públicas recibieron decenas de millones de libros y los/as estudiantes pudieron acceder a 5 millones de netbooks. Fueron entregadas casi un millón de soluciones habitacionales y se lanzaron dos satélites al espacio. Se sancionaron las leyes de medios, matrimonio igualitario, identidad de género, Procrear, Progresar, Régimen laboral para empleadas domésticas, Nuevo estatuto del peón rural, Qunita, Reestatización de los ferrocarriles…y así podríamos seguir listando miles de beneficios, derechos, reparaciones, conquistas y aciertos de gestión. Parafraseando al ex presidente del Banco Nación, Javier González Fraga, podríamos decir que Argentina era una fiesta del consumo, los derechos y los beneficios para los más humildes y los sectores medios quienes se atrevieron a creer, de un modo imprudente, que todo eso que les estaba ocurriendo (efectivamente) era real, es decir, que se trataba del tan mentado ascenso social auspiciado por el peronismo. A este funcionario que le entregó, en un pase mágico, más de 18 mil millones de pesos a la empresa Vicentin, todo esto le resultaba insoportable, inadmisible, e incluso, llegó a considerarlo como el principal obstáculo a vencer por su gobierno de CEOs y millonarios evasores.
*Claudio Véliz es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /claudioveliz65@gmail.com
Relacionado
Un balance de la gestión de Néstor Kirchner (2003-2007)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario