Posverdad, fake news y extrema derecha contra la democracia
Steven Forti
Las noticias falsas no son un fenómeno nuevo, pero su articulación con la difusión de las redes sociales y plataformas de internet está transformando su amplitud y naturaleza. Al mismo tiempo, las extremas derechas han sabido adaptarse a esta nueva ecología comunicacional y han sacado provecho de ella. Hoy la denominada «posverdad» desborda los márgenes y atraviesa la prensa convencional e incluso los parlamentos.
Sobre la posverdad se ha escrito mucho en el último lustro. El Diccionario de Oxford, que la eligió como palabra del año en 2016, la definió como las «circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las referencias a emociones y a creencias personales». Según Lee McIntyre, «la posverdad no es tanto la afirmación de que la verdad no existe, sino la de que los hechos están subordinados a nuestro punto de vista político». El filósofo estadounidense considera que a diferencia de las mentiras y los bulos del pasado, «ahora el campo de batalla abarca toda la realidad factual»1. Se habría dado, pues, un salto de calidad respecto a las décadas anteriores por la hibridación de los viejos y los nuevos medios, que comportaría la «sofisticación de las viejas reglas de la propaganda, basadas en la exageración y la simplificación, la ridiculización del adversario, la mentira, la desinformación, la difusión de bulos y la propagación de teorías conspirativas»2. Efectivamente, para Maurizio Ferraris, la posverdad nace del encuentro entre una corriente filosófica (el posmodernismo), una época histórica (la documedialidad) y una innovación tecnológica (internet). Se trataría, en consecuencia, de «un fenómeno radicalmente nuevo respecto a las mentiras clásicas», ya que «la verdad alternativa se presenta como la crítica (en nombre de la libertad) hacia algún tipo de autoridad dotada de un valor veritativo y, en concreto, de la ciencia o de los expertos en general»3.
En realidad, el proceso empezó hace décadas con el cuestionamiento y la negación de la ciencia cuando, como en el caso de las compañías tabacaleras sobre los daños del tabaco o el de las industrias de los combustibles fósiles sobre el calentamiento global, se trabajó para sembrar la duda y aprovecharse de la confusión pública. El declive de los medios tradicionales –junto con el sesgo mediático, que creó equivalencias falsas y una cobertura distorsionada de la realidad–, el auge de las redes sociales y la creación de medios de comunicación «alternativos» se solaparon a fenómenos que la psicología social descubrió hace tiempo, como la disonancia cognitiva, la conformidad social y el sesgo de confirmación. Así, en la que Ferraris llama la «era de la documedialidad»4, que podríamos definir más sencillamente como «era de la posverdad» o de la «tecno-democracia», el «proceso de atomización» de la sociedad se ha «reforzado por la metamorfosis del pacto social»5. Los rasgos fundamentales que explicarían la relación causal entre documedialidad y posverdad serían, según el filósofo italiano, la viralidad, la persistencia, la mistificación, la fragmentación y la opacidad. Como apunta el periodista británico Matthew d’Ancona, la posverdad viene a ser entonces el software, mientras que la tecnología digital sería el hardware6.
Consecuentemente, la posverdad se puede concebir como una especie de marco de referencia para muchas más cosas. Se trata, en síntesis, de «una condición previa y elaborada» o «una idea, un imaginario, un conjunto de representaciones sociales o sentidos ya incorporados por las audiencias y desde donde son posibles fake news que refieren a esa idea afirmándola o ampliándola»7. Según la crítica literaria Michiko Kakutani, además, no se trata solo de noticias falsas: también hay «ciencias falsas (fabricadas por los negacionistas del cambio climático o los antivacunas), una historia falsa (promovida por los supremacistas blancos), perfiles de ‘estadounidenses falsos’ en Facebook (creados por troles rusos) y seguidores o me gusta falsos en las redes sociales (generados por unos servicios de automatización denominados bots)»8. Algunos especialistas consideran que antes que de fake news sería más apropiado hablar de desinformación, ya que esta «no comprende solo la información falsa, sino que también incluye la elaboración de información manipulada que se combina con hechos o prácticas que van mucho más allá de cualquier cosa que se parezca a noticias, como cuentas automáticas (bots), videos modificados o publicidad encubierta y dirigida»9.
La capacidad de penetración de las redes sociales es de hecho incomparable con la de los medios de comunicación tradicionales. Por un lado, por una cuestión de números: según el Informe digital 2021 publicado por Hootsuite y We Are Social, en enero de 2021, 55,1% de la población mundial, es decir 4.300 millones de personas, emplea de forma habitual una red social. Por el otro, porque internet y su evolución hacia la web 2.0 han permitido superar la comunicación unidireccional de los medios tradicionales –prensa, radio y televisión– y llegar a una interacción con el público, facilitando su activación y participación. De la audiencia, en síntesis, se ha pasado al concepto de usuario, es decir alguien que puede crear, editar y compartir contenido generado por él.
Sin embargo, el salto de calidad respecto al pasado del que habla Ferraris no se da solo por esas dos características. A ellas debemos añadir otros elementos absolutamente novedosos, como la perfilación de datos psicométricos extraídos de las redes sociales para anticipar con precisión las ideas y decisiones individuales, la personalización de la propaganda y la capacidad de los bots para imponer agendas y manipular el peso de las informaciones que se difunden. Un caso sintomático es el que reveló el escándalo de Cambridge Analytica, que influyó notablemente en el referéndum británico y las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016. Se trata de procesos que, además, han evolucionado –y siguen evolucionando– muy rápidamente gracias a la inteligencia artificial o el machine learning (aprendizaje automático) que permiten el uso de algoritmos cada vez más elaborados. En el caso de los bots, por ejemplo, de las cuentas automáticas fácilmente identificables se ha pasado a las cuentas sybils y cyborgs, es decir cuentas que fingen ser humanos o cuentas llevadas por humanos pero asistidos por bots. Como apunta Simona Levi, «la peculiaridad de la situación actual es que los sesgos [informativos] se pueden generar de forma predictiva y se pueden configurar automáticamente. Es lo que se conoce como ‘gobernanza algorítmica’»10. El cambio es realmente radical. Obviamente, también en este caso, como ya apuntaba McIntyre, ciertas actitudes cognitivas operan de por sí en el comportamiento humano, pero «los algoritmos de personalización tratan de explotarlas para maximizar el engagement, y de este modo las refuerzan»11.
Esto explicaría fenómenos como los filtros burbuja y las cámaras de eco –conectados directamente con el sesgo selectivo o el de confirmación– que producen el gregarismo online y un aumento de la polarización tanto ideológica –es decir, de las opiniones– como de red –es decir, de la estructura de las interacciones–. La era de la posverdad parece pues haber enterrado la visión tecnoutopista de la red que había prosperado en los años 90 y los primeros años 2000 para mostrar el lado oscuro de internet12.
La extrema derecha 2.0 en la era de la posverdad
La diferencia respecto de otras corrientes políticas e ideológicas es que la extrema derecha 2.0 ha sabido leer mejor que las demás los cambios de la sociedad antes mencionados, aprovecharse de las debilidades y las grietas de las democracias liberales y entender las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. Como apunta D’Ancona, el «desplome de la confianza es la base social de la era de la posverdad»: dado que las instituciones que tradicionalmente han actuado como árbitros sociales se han desacreditado, «los grupos de presión, generosamente financiados, han inducido al público a cuestionar la existencia de una verdad fiable de forma concluyente», lo que lleva a una «batalla interminable por definirla, la batalla de tus ‘hechos’ contra mis ‘hechos alternativos’»13. ¿Qué es, si no, el concepto de hechos alternativos acuñado por la consejera jefe de Donald Trump, Kellyanne Conway, para negar que a la toma de posesión del líder republicano de 2016 haya acudido menos gente que a la de Barack Obama? De fondo, hay una idea, con un cierto sabor nietzscheano y posmoderno, bien expresada por el ensayista ruso de ultraderecha Aleksandr Dugin: «la verdad es una cuestión de creencia (…) los hechos no existen».
La ultraderecha ha entendido, pues, que las fragilidades y las vulnerabilidades existentes pueden ser explotadas: deconstruyendo la realidad compartida y sembrando confusión se puede polarizar aún más a la sociedad y sacar provecho en el plano electoral. De ahí su interés y sus esfuerzos para generar y difundir noticias falsas: en la campaña electoral estadounidense de 2016, la gran mayoría de las fake news eran mensajes pro-Trump u hostiles a Hillary Clinton, mientras que en Polonia las páginas de fake news calificadas como conservadoras son el doble que las progresistas14.
Evidentemente, para que todo esto tenga un resultado, debe haber un terreno abonado. Por un lado, las redes sociales se han convertido en una de las principales vías para informarse, sustituyendo en buena medida a los medios tradicionales. Según un estudio del Pew Research Center de 2016, 62% de los adultos estadounidenses se informa a través de las redes sociales, cuando en 2012 el porcentaje era de 49%. Más concretamente, 44% de ellos se informa vía Facebook, que se ha convertido, al menos hasta ahora, en la principal red social para informarse y, consecuentemente, en el canal más útil para difundir bulos15. Por otro lado, las mentiras se propagan más rápido que la verdad: según un artículo publicado en la revista Science, «las noticias falsas llegan 20 veces más rápido [en las redes sociales] que en el contacto personal»16.
Hay dos elementos más. En primer lugar, una parte nada desdeñable de la población cree en teorías de la conspiración: según diferentes estudios, 60% de los británicos creen en, por lo menos, una teoría conspirativa, mientras que casi la mitad de los húngaros y un tercio de la población de Gran Bretaña, Alemania y Francia opinan que sus legisladores «ocultan la verdad» sobre la inmigración. Los más proclives serían los votantes de opciones conservadoras: 30% de los que votaron a favor del Brexit, de hecho, creían en la teoría del «gran reemplazo», contra solo 6% de quienes votaron por la permanencia17. En el caso de Estados Unidos, una encuesta de la empresa Ipsos de diciembre de 2016 reveló que 75% de quienes veían los titulares de fake news consideraban la información allí presente como exacta18.
En segundo lugar, la industria de la desinformación se basa en el éxito de los medios «alternativos» que difunden continuamente fake news. Se trata de medios, como Breitbart News, Infowars.com, El Toro tv, ImolaOggi y un sinfín de blogs, a menudo financiados, patrocinados o directamente creados por los líderes ultraderechistas, a los cuales se suman decenas y decenas de otros medios –desde páginas web a podcasts, pasando por canales de videos en YouTube u otras plataformas– de la galaxia de la derecha más o menos alternativa. En el caso de eeuu, una web como The Gateway Pundit recibió más de un millón de visitas diarias durante la campaña para las presidenciales de 2016, mientras que los podcasts de The Right Stuff, un blog antisemita y supremacista blanco fundado por Mike Peinovich, atraían cada semana a decenas de miles de oyentes. Según un estudio de Mediapart, las tres primeras páginas de contenido político más visitadas en Francia en 2016 eran de ideología ultra, como egaliteetreconciliation.fr o fdesouche.com, con contenido identitario y tradicionalista, fundadas por ex-dirigentes del Frente Nacional. Se trata de todo un entramado de webs que ha llevado a hablar en el país galo de la existencia de una verdadera fachòsphere. El partido liderado por la familia Le Pen, además, fue el primero en el Hexágono en inaugurar una página web en 1996, convencido de que para poder divulgar sus ideas era fundamental saltarse la intermediación de los medios tradicionales.
Si a esto le añadimos que los principales líderes del Partido Republicano, empezando por el entonces presidente Trump, relanzaban y alababan públicamente a estos medios, podemos entender la potencial viralización que las noticias falsas propagadas por los llamados «medios alternativos» puede tener en las redes sociales. Además, debe tenerse en cuenta que una minoría de usuarios ligados a partidos populistas puede dominar la discusión política en las redes sociales: en el caso de Francia, Alemania, Italia, España y Polonia, menos de 0,1% de los usuarios generan aproximadamente 10% de los contenidos con carácter populista y consiguen amplificar las posiciones antiinmigración y antiestablishment al introducirlas en los debates y foros convencionales19.
La extrema derecha 2.0, en suma, ha entendido que es provechoso ampliar aún más la desconfianza existente hacia todo lo que huele a establishment, empezando por los intelectuales, los científicos y los periodistas. No es casualidad que el líder de la Liga, Matteo Salvini, haya cargado más de una vez contra los que él define de forma despectiva como los «professoroni», o que, en uno de sus numerosos ataques a la prensa, Trump haya llegado a afirmar que «la cnn apesta». Otro ejemplo es el haber abrazado o, como mínimo, legitimado el negacionismo científico durante la crisis del covid-19, minimizando el impacto de la pandemia, criticando las restricciones aplicadas por razones sanitarias, cuestionando las decisiones de la Organización Mundial de la Salud (oms) y hasta poniendo en duda la existencia misma del virus. Esta postura encaja, además, con la interpretación ultraderechista de que existe una hegemonía cultural de izquierdas que impone una agenda progresista, lo que el equipo del presidente brasileño Jair Bolsonaro define como «marxismo cultural».
Estrategias y técnicas de la propaganda ultraderechista
La nueva ultraderecha ha demostrado saber aprovechar muy bien las nuevas tecnologías para difundir fake news y bulos. Las estrategias y las técnicas utilizadas han sido distintas. En primer lugar, los estrategas de los partidos ultraderechistas en las campañas electorales han construido un relato basado en las emociones y los sentimientos frente a los hechos y la evidencia: lo visceral ha prevalecido netamente frente a lo racional. La «necesidad de sencillez y de resonancia emocional» ha sido clave en la victoria del Brexit o de Trump en 2016, así como en el éxito de la Liga de Salvini en 201820. Sus eslóganes –«Take Back Control» (Recuperar el control), «Make America Great Again» (Hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande), «Prima gli Italiani» (Los italianos primero)– han conseguido conectar con los sentimientos de la ciudadanía y desplazado la reflexión racional sobre cuestiones técnicas.
Esto se conecta con los estudios de sentiment analysis en las redes sociales, que permiten analizar los sentimientos de las personas, sus opiniones, prejuicios y miedos, y de esta forma personalizar la propaganda e impulsar determinados mensajes frente a otros. Como apuntan Jonah Berger y Katherine L. Milkman, «el contenido que provoca emociones de alta estimulación tiene más probabilidades de ser compartido»: es decir, un post en Facebook o un tuit que provocan asombro, ansiedad o rabia están vinculados positivamente a la viralidad21. Christopher Wylie, quien trabajó en el equipo de Cambridge Analytica antes de convertirse en uno de los más famosos whistleblowers de la historia, confirma que en los estudios realizados por la empresa dirigida por Alexander Nix se llegó a la conclusión de que «provocar ira e indignación reducía la necesidad de obtener explicaciones racionales y predisponía a los votantes a un estado de ánimo más indiscriminadamente punitivo»22. De ahí el bulo de Bolsonaro sobre el supuesto «kit gay» que el candidato del Partido de los Trabajadores, Fernando Haddad, habría distribuido entre los niños de seis años en las escuelas cuando ocupó el cargo de ministro de Educación, o la mentira relanzada por Salvini sobre los 35 euros diarios que el Estado italiano habría dado a cada inmigrante. Como resume Andrew Marantz, «cuanto más incendiario era el mensaje y cuanto más alto y más enérgicamente se repetía, más atención obtenía»23.
En su estudio sobre la Alt-Right estadounidense, el periodista de The New Yorker ha mostrado también cómo los memes –es decir, una imagen, un video o un texto, por lo general distorsionado con fines caricaturescos– son claves en esta estrategia: los algoritmos utilizados por las principales plataformas sociales «no estaban diseñados para evaluar si una idea era verdadera o falsa, prosocial o antisocial, sino para medir si un meme provocaba un repunte de emociones activadoras en una gran cantidad de personas»24. Esto explicaría, por ejemplo, la viralización de las ideas supremacistas blancas del columnista ultraconservador Steve Sailer, pero también que el cómico sevillano Juan Joya Borja, mejor conocido como El Risitas, se haya convertido en un ícono de la sátira política internacional. Ha sido sobre todo en Francia donde el meme del Risitas ha tenido más éxito: difundida en un principio en el foro digital Jeuxvideo, una especie de 4chan o Foro Coches galo, su imagen quedó rápidamente asociada a la ultraderecha y ha sido utilizada en una campaña de acoso virtual contra feministas o para parodiar el movimiento antirracista Black Lives Matter. Incluso el entonces número dos del Frente Nacional, Florian Philippot, hizo un guiño a este meme en 2017 al beber de una taza con la pegatina de Joya Borja en la inauguración de su canal de YouTube. La Alt-Right estadounidense ha explotado antes y más que la ultraderecha de otros países esta herramienta desde el llamado Gamergate de 2014 –cuando se lanzó una campaña organizada de odio contra lo políticamente correcto– hasta la Great Meme War de la campaña de las presidenciales de 2016. Fue en aquel contexto que, por ejemplo, el exitoso meme de Pepe the Frog se convirtió en un símbolo para el suprematismo blanco: bajo el lema «You can’t stop the Trump» (no puedes parar el triunfo), el personaje con cara de rana y cuerpo humano creado en 2005 por Matt Furie asumió los rasgos del candidato republicano a la Presidencia de eeuu y se convirtió en mainstream25.
Los memes se asocian a la táctica del llamado shitposting, literalmente «publicar mierda», es decir trolear y atacar a los adversarios políticos o sencillamente a los normies26 y llenar de contenido de baja calidad las redes sociales para desviar las discusiones y conseguir que lo publicado en un sitio sea inútil o, como mínimo, pierda valor. El shitposting de hecho tiene también la función de «insensibilizar a los oyentes conforme pasa (…) el tiempo»27. En resumidas cuentas, por un lado, si cada vez que entramos en una conversación en las redes sociales encontramos un sinfín de comentarios en que los insultos se mezclan con las estupideces, es muy difícil que nos interesemos por el post, tuit o texto que ha desencadenado esa discusión. Por el otro, si cada día vemos comentarios despectivos y violentos en las redes, es muy probable que al cabo de unos cuantos meses o, como mucho, de un par de años nos acostumbremos a ello.
Es evidente pues que la publicación de fake news y teorías de la conspiración favorece tanto la viralización de las noticias como las reacciones emotivas y viscerales de un porcentaje notable de los usuarios. Es lo que explica la difusión de teorías del complot realmente increíbles como la del Pizzagate –según la cual los principales líderes del Partido Demócrata en eeuu, a partir de Hillary Clinton, habían creado una red de tráfico de personas y organizaban sesiones de abuso sexual infantil en restaurantes como la pizzería Comet Ping Pong en Washington–, la de qanon –una especie de Pizzagate 2.0 que interpreta el mundo como una lucha entre el Bien y el Mal, representados por Trump y un supuesto Sistema, respectivamente– o aquella según la cual Bill Gates es el creador del coronavirus. En una realidad desconcertante y ambigua, como aquella en la que nos encontramos, las teorías conspirativas ofrecen «un molde de orden, cuya atractiva sencillez eclipsa sus absurdos»28.
La viralización, además, no se queda solo en las redes sociales, sino que llega a los medios de comunicación tradicionales e inclusive a los parlamentos. Para poner un solo ejemplo, Sara Cunial, activista antivacunas y diputada italiana elegida por el Movimiento 5 Estrellas, responsabilizó al fundador de Microsoft de la creación del virus y de un supuesto plan de despoblación mediante las vacunas. El video de su intervención en la Cámara italiana en mayo de 2020 se viralizó en las redes sociales y fue traducido a diferentes idiomas, lo que le permitió conseguir una notable difusión sobre todo en América Latina, con centenas de millares de visitas. El fenómeno de la retroalimentación entre redes sociales, medios tradicionales y lugares de debate público como los parlamentos es especialmente interesante y demuestra, además, la existencia de redes globales para la difusión de los discursos ultraderechistas. Entre estas, cabe mencionar El Movimiento de Steve Bannon, pero también importantes lobbies –como los de armas o los vinculados al integrismo cristiano– que promueven una agenda común y financian a partidos de extrema derecha, como hemos apuntado en la primera parte del volumen.
Otro ejemplo es la publicación por parte del líder de la Liga, Matteo Salvini, a finales de marzo de 2020 y en medio del primer lockdown, de un extracto de un programa de la televisión pública italiana de 2015 en el que se hablaba de un experimento en un laboratorio chino para la realización de un virus a partir de los murciélagos. El video del tgr Leonardo era verdadero, pero estaba completamente descontextualizado, ya que el experimento del cual se hablaba no tenía ninguna relación con el covid-19. Sin embargo, el post en Facebook de Salvini fue visto por más de 1,5 millones de personas en menos de 24 horas y relanzado por otros políticos e influencers ultraderechistas en Italia, como la líder de Hermanos de Italia, Giorgia Meloni, o el periodista Mario Giordano, para luego convertirse en viral en gran parte del mundo, conectándose con los discursos de Trump sobre el «virus chino».
Si la narración emocional puede considerarse la estrategia de comunicación básica de la ultraderecha a escala global, las técnicas utilizadas son, como se ve, múltiples. Como explica la investigadora Julia Ebner, ejemplos de tácticas populares son la de «emparejar hashtags que son tendencia con otros de contenido extremista con el fin de vincular temas de debate populares con otros más extremos» y el denominado hashtag stuffing, que «consiste en apropiarse de los hashtags de los oponentes»29. Además, los activistas de extrema derecha suelen reclutar y movilizar a simpatizantes en foros de imágenes como 4chan, 8chan, Reddit o Foro Coches para luego llevar las conversaciones a chats encriptados como Whatsapp o Telegram: ahí se organizan y coordinan las campañas que lanzan en las redes sociales más comunes, como Facebook, Twitter o Instagram, para alcanzar a un público mayor.
La viralización de mensajes, videos o memes en las redes sociales es la táctica más utilizada a través de una compleja red donde los influencers de extrema derecha son coadyuvados por un sinfín de perfiles falsos o automatizados –bots y sockpuppets– y activistas que practican el troleo y el shitposting. Como apunta Angela Nagle, la Alt-Right utilizó ampliamente antes que los demás y de forma coordinada esta técnica: «shitposters adolescentes formaban la reserva de un ejército de creadores de memes consistentes en imágenes graciosas, a menudo oscuras, y de estilo chanero que eran fáciles de convocar en los momentos en que se los necesitaba (…) para acudir en manada a acosar a quien se les oponía»30. Cada vez son más frecuentes técnicas que rozan la ilegalidad o que son punibles como un delito, como el doxing –la revelación de datos personales de una persona con el fin de intimidar, silenciar y desacreditar públicamente a voces críticas y opositores políticos– o los ataques coordinados conocidos como shit storm, literalmente «tormenta de mierda». El caso de la política de izquierdas Laura Boldrini, defensora de la acogida de migrantes, es quizás uno de los más relevantes y preocupantes. Mientras Boldrini ocupaba el cargo de presidenta de la Cámara de Diputados italiana, lanzaron contra ella una campaña online el Movimiento 5 Estrellas y la Liga, ambos en la oposición por aquel entonces, que se convirtió rápidamente en un tormenta de insultos misóginos y amenazas de violación, tortura y muerte. No se trató de algo espontáneo, sino de una campaña de hate speech y acoso –dirigido, por más inri, contra el cuarto cargo de más importancia del Estado– coordinada principalmente por la galaxia ultraderechista del país transalpino en la cual jugó un papel crucial «la Bestia» de Matteo Salvini31.
A menudo estas prácticas se apoyan en lo que se ha denominado fábricas o granjas de trolls, es decir, empresas que se dedican a crear cuentas automatizadas, difundir noticias falsas y acosar a periodistas o usuarios en las redes sociales. Estas empresas pueden ser financiadas o creadas por gobiernos –mucho se ha hablado del caso de Rusia–, pero también montadas por individuos aparentemente no vinculados a formaciones políticas o gobiernos con el objetivo de lucrar a través de la publicidad generando tráfico en las redes –como en el caso de los jóvenes que en Macedonia crearon más de 100 páginas pro-Trump en la campaña electoral de 2016–.
A las redes sociales abiertas, como Facebook, Twitter, Instagram o TikTok, se ha sumado también la propaganda difundida en redes cerradas como WhatsApp o Telegram, posiblemente aún más eficaz. Los casos del Partido Popular Indio (bjp, por sus siglas en hindi) de Narendra Modi en la India o de Bolsonaro en Brasil son sintomáticos. Las modalidades pueden ser distintas, incluyendo también, cuando la ultraderecha se encuentra en el gobierno, la creación de medios progubernamentales de fake news o la adquisición de medios independientes que se convierten de un día para otro en megáfonos de la propaganda gubernamental, como en el caso de la web de noticias Origo en la Hungría de Viktor Orbán. O, como en el caso de Trump en eeuu, la sugerencia de seguir medios «alternativos» de la Alt-Right. Sin contar, ça va sans dire, que los mismos perfiles en las redes sociales del presidente norteamericano –así como los de otros líderes ultraderechistas, empezando por Salvini o Le Pen– permitían una visibilidad mucho mayor que la de cualquier medio tradicional, al menos hasta que Twitter y Facebook lo censuraron y cerraron sus cuentas. Para tener una idea, PolitiFact consideró que 70% de las afirmaciones que Trump hizo durante la campaña electoral de 2016 eran falsas32, mientras que The Washington Post calculó que durante su primer año en el cargo podría haber emitido 2.140 declaraciones que contenían falsedades o equívocos, es decir una media de 5,9 diarias33.
En este sentido, el caso del líder liguista Salvini es especialmente interesante. Salvini es el político italiano con más seguidores en las redes sociales: en junio de 2021 superó los 4,9 millones de seguidores en Facebook y los 1,4 millones en Twitter. Por un lado, su comunicación se basa en lo que su estratega, Luca Morisi, ha definido como la «fórmula trt», es decir, el «círculo virtuoso televisión-red-territorio físico», con una particular utilización de las retransmisiones en directo vía Facebook Live. Por otro lado, como explica Lorenzo Pregliasco, su framing se centra en cuatro pilares: el Zeitgeist, el llamamiento a su «comunidad» –con constantes call to action–, la polarización –con la búsqueda continua de enemigos con los cuales establecer una dinámica de oposición– y la retórica del sentido común. Esto se junta también a otras dos características: la que se ha definido como política pop –con repetidas fotografías de su día a día, desde el plato de pasta que se cocina hasta consideraciones sobre el tiempo– y la gamification, como en el caso del concurso Vinci-Salvini. Además de aparecer un político cercano a la gente, ya que quien participaba del concurso podía ganar, entre otros premios, una llamada telefónica del líder de la Liga, el objetivo del Vinci-Salvini era aumentar exponencialmente las interacciones de sus canales sociales y conseguir los datos de los usuarios34. Esto último le permitió disponer de una base de datos más amplia y profundizar con más precisión en el sentiment analysis para enviar una propaganda aún más personalizada gracias a un sistema que se ha llamado «la Bestia», una poderosa máquina social en la cual trabajaban en 2019 unos 35 expertos digitales que cubrían la vida de Salvini las 24 horas del día.
A fin de cuentas, esto es lo que a una escala mucho mayor hizo Cambridge Analytica influenciando de forma nada desdeñable el voto en el referéndum británico y las presidenciales estadounidenses de 2016. La empresa de Nix, dirigida también por Bannon y financiada por hombres de negocios ultraconservadores como Robert Mercer y Arron Banks, obtuvo de hecho de forma ilegal los registros completos en Facebook de casi 90 millones de ciudadanos en eeuu y Gran Bretaña. Como explica Wylie, «los modelos de me gusta en las redes sociales, las actualizaciones de estado, los grupos, los seguimientos y los clics servían como pistas discretas que podían revelar con mucha precisión el perfil de personalidad de alguien»35. Los sesgos cognitivos, en suma, se usaron para «cambiar las percepciones de la gente» a través de una propaganda personalizada elaborada gracias a los algoritmos. Por un lado, se quiso «incrementar el compromiso» de los usuarios que ya mostraban interés en determinadas temáticas e ideas; por el otro, se desarrollaron formas para «confundir, desmotivar y desempoderar» a ciertos sectores de votantes. El objetivo, en síntesis, era «propagar rumores y desinformación para cambiar el resultado de las elecciones»36.
Los objetivos de la ultraderecha
En la estrategia ultraderechista –en la cual, como hemos visto, las fake news resultan una pieza central– podemos diferenciar entre objetivos de corto y de mediano plazo. Entre los primeros, como muestra el caso de Cambridge Analytica, encontramos ganar elecciones o, más sencillamente, aumentar el consenso electoral. El Brexit, la victoria de Trump en 2016 y la de Jair Bolsonaro en 2018, pero también el éxito de la Liga en las legislativas italianas de 2018, el de Marine Le Pen en las presidenciales francesas del año anterior o el de Vox en los comicios de 2019 son ejemplos sintomáticos. Como subraya Simona Levi, «la capacidad [de las fake news] para modificar la intención de voto parece ser mucho más eficaz que los anuncios electorales tradicionales»37. The Washington Post, por ejemplo, valoró que el impacto de las fake news fue decisivo en tres estados en los que Trump ganó por muy pocos votos (y gracias al sistema de colegio electoral)38.
En cuanto a los objetivos de mediano plazo, la ultraderecha se propone socavar la calidad del debate público, promover percepciones erróneas, fomentar una mayor hostilidad y erosionar la confianza en la democracia, el periodismo y las instituciones, lo que permitiría tener el terreno mucho más abonado para la siguiente competencia electoral. De fondo, encontramos tres de las características que nos permiten definir a la extrema derecha 2.0. En primer lugar, la voluntad de sembrar confusión y polarizar a la sociedad. En un contexto de crispación y profunda división, se fomenta el pensamiento del nosotros versus ellos y se dificulta el consenso social y político, favoreciendo lo que Marlene Wind definió como la tribalización de la sociedad39.
En segundo lugar, cobra especial relevancia la centralidad otorgada a las guerras culturales. La nueva ultraderecha es deudora de las reflexiones que Alain de Benoist y la Nouvelle Droite hicieron ya en los años 70: Bannon, quizás influenciado por Andrew Breitbart, fundador de Breitbart News, estaba convencido de que la batalla, antes que política, tenía que ser cultural, y que esta tenía que llevarse a cabo gracias a las nuevas tecnologías, aprovechando las grietas existentes en nuestras sociedades, favorecidas posiblemente también por el protagonismo de las políticas de identidad. Como resumió la web ultraderechista The Right Stuff, «la guerra de la cultura se libra cada día en tu teléfono móvil inteligente». En la visión de Bannon, pues, «una guerra cultural se gana fragmentando primero la sociedad en guetos ideológicos y culturales incomunicados que tienen visiones distintas del mundo, para luego reconstruirla según la propia visión y lograr así la hegemonía cultural»40. Como explica D’Ancona, «el guerrero político moderno aspira a weaponise [utilizar como arma] las fake news para que se conviertan (…) en ‘una bomba suicida en el núcleo de nuestro sistema de información’»41.
Un ejemplo paradigmático es la llamada teoría del «gran reemplazo» –o del genocidio blanco– elaborada por Renaud Camus en una novela de 2012. El escritor francés sentó las bases de su teoría conspirativa en El campamento de los santos, una novela de principios de los años 70 de Jean Raspail, y en la idea de Eurabia, otra teoría del complot desarrollada por la escritora Bat Ye’or en 2005. Según Camus, en síntesis, una elite global y liberal está reemplazando a la población blanca cristiana europea con pueblos no europeos, esencialmente musulmanes, mediante las migraciones y el crecimiento demográfico. Esta teoría, que circulaba en ambientes neofascistas desde hace tiempo, se ha convertido en mainstream en los últimos años, sobre todo a partir de la crisis de los refugiados de 2015. Fue entonces, además, cuando se añadió la figura del financista judío de origen húngaro Georges Soros como el «gran titiritero» que estaría detrás de esta operación de sustitución étnica, juntando así islamofobia y antisemitismo. La teoría de Camus fue citada en múltiples ocasiones, por ejemplo, por Marine Le Pen, Matteo Salvini, Viktor Orbán, Éric Zemmour o los líderes de la Alt-Right estadounidense y, al mismo tiempo, relanzada y difundida en las redes sociales, gracias también a la labor de supuestos investigadores independientes –como el blogger italiano Luca Donadel, en realidad un activista de ultraderecha– que demostrarían su veracidad. El caso de la teoría del «gran reemplazo» nos muestra, consecuentemente, tanto la decisión de la extrema derecha de apostar por las guerras culturales como la capacidad de viralizar y convertir en mainstream mensajes e ideas a través de redes más o menos informales tejidas a escala internacional.
En tercer y último lugar, como ha mostrado el tópico de la inmigración, la voluntad de la extrema derecha es la de modificar las agendas políticas, marcar con sus propios temas el debate público y, consecuentemente, mover la ventana de Overton –es decir, el rango de ideas aceptables para que un político, recomendándolas o defendiéndolas, no sea considerado un extremista– introduciendo posiciones y argumentos que hace tan solo un par de décadas eran considerados inaceptables en democracias liberales. Como apunta Ebner, los activistas online de ultraderecha «utilizan teorías de la conspiración en combinación con el activismo de hashtag en medios sociales para llevar sus puntos de vista extremistas a la corriente de pensamiento mayoritaria»42. En gran medida, lo han logrado: como ha explicado Cas Mudde, «durante la última década hemos permitido que la extrema derecha establezca la agenda para determinar de qué hablamos y, lo que es más importante, cómo hablamos de ello, por lo que hemos hablado de la inmigración como una amenaza a la identidad y seguridad nacional»43.
Además, la extrema derecha 2.0 ha salido de los márgenes también políticamente hablando y se ha convertido en una opción aceptable, tanto para los ciudadanos como para las instituciones internacionales. Cuando a principios del año 2000 se creó el gobierno de coalición entre los populares austríacos y el Partido de la Libertad (fpö, por sus siglas en alemán) de Jörg Haider, la Unión Europea impuso sanciones a Austria que iban de la restricción de las reuniones con representantes institucionales a la suspensión de los contactos oficiales en el nivel político, pasando por el no apoyo a los candidatos austríacos que optasen a cargos en organismos internacionales. El Estado de Israel, incluso, retiró a su embajador en Viena. Asimismo, cuando Jean-Marie Le Pen pasó por primera vez a la segunda vuelta de las presidenciales de 2002, en Francia hubo una verdadera movilización popular para pararle los pies al Frente Nacional: Le Pen pasó de 16,8% en la primera vuelta a 17,8% en la segunda, sin casi conquistar nuevos votantes, mientras que Jacques Chirac obtuvo 82,2% cuando en la primera vuelta no había llegado a 20%.
En menos de dos décadas, el panorama es completamente distinto: cuando en 2017 se formó el gobierno de coalición entre el Partido Popular Austríaco (övp, por sus siglas en alemán) de Sebastian Kurz y el fpö liderado por Heinz-Christian Strache, nadie planteó en Bruselas imponer sanciones a Viena. Así, jamás Benjamin Netanyahu se ha planteado retirar al embajador en Budapest desde que gobierna Orbán: al contrario, el ex-presidente israelí defendió en más de una ocasión al premier húngaro de las acusaciones de antisemitismo, llegando a definirlo como un «verdadero amigo de Israel». Es cierto que la ue ha levantado la voz contra los gobiernos de Budapest y Varsovia, pero se han tenido que esperar muchos años y, aunque Fidesz y Ley y Justicia han aprobado leyes que socavan el Estado de derecho en sus países, los reclamos votados a gran mayoría por la Eurocámara se han convertido solo recientemente y a duras penas en medidas concretas o sanciones. Asimismo, cuando Marine Le Pen pasó a la segunda vuelta de las presidenciales en 2017, sumó unos tres millones de votos más respecto a la primera vuelta –pasando de 21,3% a 33,9%– y alrededor de 1,5 millones de franceses decidieron quedarse en casa en vez de votar a Emmanuel Macron. No hubo una verdadera movilización popular, más bien hubo apatía o resignación. La ultraderecha, en suma, ya no es percibida como una amenaza, sino como una opción aceptable, por más que despierte simpatía o antipatía. El objetivo número uno se ha conseguido: normalizarse. Ahora debe enfrentarse a sus dificultades en las segundas vueltas, aunque ha logrado llegar a gobiernos regionales y ha aumentado sus representantes en los parlamentos.
Nota: este artículo es una reelaboración del capítulo «Las nuevas tecnologías como arma: posverdad y fake news» del libro Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla.
1.
L. McIntyre: Posverdad, Cátedra, Madrid, 2018, pp. 41 y 43.
2.
David García-Marín y Roberto Aparici: «Estrategias de la posverdad y política-cyborg» en R. Aparici y D. García-Marín (coords.): La posverdad. Una cartografía de los medios, las redes y la política, Gedisa, Barcelona, 2019, p. 116.
3.
M. Ferraris: Posverdad y otros enigmas, Alianza, Madrid, 2019, pp. 49 y 53.
4.
Neologismo con el que el autor define el medio técnico que hizo posible la posverdad: la unión entre la fuerza normativa de los documentos y la penetración de los medios de comunicación de la era de internet.
5.
Ibíd., p. 69.
6.
M. d’Ancona: Posverdad. La nueva guerra en torno a la verdad y cómo combatirla, Alianza, Madrid, 2019, p. 77.
7.
Leonardo Murolo: «La posverdad es mentira. Un aporte conceptual sobre fake news y periodismo» en R. Aparici y D. García-Marín (coords.): La posverdad, cit., p. 68.
8.
M. Kakutani: «La muerte de la verdad» en Ethic, 12/4/2019.
9.
Simona Levi (dir.): #FakeYou. Fake news y desinformación, Rayo Verde, Barcelona, 2019, pp. 23-24.
10.
S. Levi: ob. cit., pp. 96-97.
11.
Emanuele Cozzo y Luce Prignano: «Fake news, polarización en línea y filtros burbuja» en S. Levi: ob. cit., p. 111.
12.
Al respecto, v. Evgeny Morozov: El desengaño de internet. Los mitos de la libertad en la red, Destino, Barcelona, 2012.
13.
M. D’Ancona: ob. cit., pp. 51, 63 y 25.
14.
Datos extraídos, respectivamente, de Richard Gunther, Paul A. Beck y Erick C. Nisbet: «Fake News May Have Contributed to Trump’s 2016 Victory», Ohio State University, 8/3/2018 y Robert Gorwa: «Computational Propaganda in Poland: False Amplifiers and the Digital Public Sphere», Working Paper No 2017.4, Computational Propaganda Research Project, Universidad de Oxford, 2017.
15.
Citado por L. McIntyre: ob. cit., p. 111.
16.
José Antonio Gabelas y Carmen Marta-Lazo: «Los influencers, oráculos del liderazgo, chamanes en las redes sociales» en R. Aparici y D. García-Marín (coords.): La posverdad, cit., p. 88.
17.
Julia Ebner: La vida secreta de los extremistas. Cómo me infiltré en los lugares más oscuros de internet, Planeta, Barcelona, 2020, pp. 162-163 y 175-176.
18.
M. d’Ancona: Posverdad, cit., p. 72.
19.
Alto Analytics: «Public Digital Debate Ahead of eu Parliamentary Elections», 1/4/2019, disponible en https://constellaintelligence.com/eu-elections-public-digital-debate/.
20.
M. d’Ancona: ob. cit., p. 29.
21.
J. Berger y K.L. Milkman: «What Makes Online Content Viral?» en Journal of Marketing Research vol. 49 No 2, 2012.
22.
C. Wylie: Mindf*ck. Cambridge Analytica. La trama para desestabilizar el mundo, Roca Editorial, Barcelona, 2020, p. 216.
23.
A. Marantz: Antisocial. La extrema derecha y la «libertad de expresión» en internet, Capitán Swing, Madrid, 2021, p. 271.
24.
Ibíd., p. 176.
25.
Gianpietro Mazzoleni y Roberta Bracciale: La politica pop online. I meme e le nuove sfide della comunicazione politica, Il Mulino, Bolonia, 2019.
26.
Con normies se hace referencia a alguien «normal» que sigue las modas. La Alt-Right ha difundido el término que cobra, en palabras de Angela Nagle, un significado especialmente despectivo: «son las personas que tienen un conocimiento muy mainstream de internet y no están al día de lo que se está haciendo en la red». Beatriz García: «Nazis ‘pop’ y ‘fascimodernos’. La joven derecha trol que ha convertido internet en El Club de la Lucha» en The Objective, 17/5/2018.
27.
A. Marantz: ob. cit., p. 395.
28.
M. d’Ancona: ob. cit., p. 109.
29.
J. Ebner: ob. cit., p. 141.
30.
A. Nagle: Muerte a los normies. Las guerras culturales en internet que han dado lugar al ascenso de Trump y la alt-right, Orciny Press, Tarragona, 2018, p. 64.
31.
Ver Flavio Alivernini: La grande nemica. Il caso Boldrini, People, Gallarate, 2019.
32.
Cit. por L. McIntyre: ob. cit., p. 162.
33.
Glenn Kessler y Meg Kelly: «President Trump Made 2,140 False or Misleading Claims in His First Year» en The Washington Post, 20/1/2018.
34.
V., respectivamente, L. Pregliasco: «Framing e strategia comunicativa di Matteo Salvini» en Giovanni Diamanti y L. Pregliasco (eds.): Fenomeno Salvini. Chi è, come comunica, perché lo votano, Castelvecchi, Roma, 2019 y Laura Cervi: «Veni, vidi, Facebooked-live: análisis del éxito de Matteo Salvini en Facebook» en Revista cidob d’Afers Internacionals No 124, 2020.
35.
C. Wylie: ob. cit., p. 126.
36.
Ibíd., pp. 183, 154, 180 y 172.
37.
S. Levi: ob. cit., p. 60.
38.
Aaron Blake: «A New Study Suggests Fake News Might Have Won Donald Trump the 2016 Election» en The Washington Post, 3/4/2018.
39.
M. Wind: La tribalización de Europa, Espasa, Madrid, 2019.
40.
E. Cozzo y L. Prignano: ob. cit., p. 118.
41.
M. D’Ancona: ob. cit., p. 146.
42.
J. Ebner: ob. cit., p. 176.
43.
María Ramírez: «Cas Mudde: ‘Hemos permitido que la extrema derecha determine de qué hablamos y cómo hablamos de ello’» en Eldiario.es, 27/2/2021.
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