Esto no se sostiene – Por E. Raúl Zaffaroni
Raúl Zaffaroni sostiene en esta nota, retomando las palabras pronunciadas por el Papa Francisco en 2015, que el estado de hiperfinanciarización de la economía mundial, con el salto descomunal de la deuda, no se sostiene más sin conducirnos a un colapso económico de características universales.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
La enorme dimensión de la administración fraudulenta con la que el macrismo endeudó e hizo desaparecer varias decenas de miles de millones de dólares nos hace perder de vista que el endeudamiento no es solo un problema nuestro, como tampoco exclusivo de nuestra América y ni siquiera del sur tardocolonizado del planeta, sino mundial.
Es bueno, pues, que cuando ahora tememos a la imposición de reducciones presupuestarias, no perdamos de vista el marco económico y social del mundo y especialmente del hemisferio norte. Es la primera vez en los más de quinientos años de historia del colonialismo en que el instrumento colonizador está llevando al desastre a las metrópolis desde donde se coloniza.
La prudencia indica que nadie debería gastar más de lo que gana, tanto los individuos como los estados. Pero a veces las cosas no funcionan conforme a esta lógica y, por ende, desde hace mucho los estados del norte comenzaron a gastar más de lo que producían.
Esto viene de larga data y se explica por la sucesión de crisis del capitalismo, cuya historia en realidad parece ser la de sus crisis y de la forma en que se las arregló para sobrevivir hasta el presente.
El capitalismo no tiene vocación democrática, es decir, igualitaria y, por ende, en el siglo XIX y hasta la primera guerra mundial, solía reprimir brutalmente a los trabajadores en el hemisferio norte, donde criminalizaba las huelgas, el sindicalismo, el socialismo y el anarquismo.
En la primera guerra hubo un grosero error de cálculo en Europa: se creyó que sería una guerra de ejércitos que terminaría en pocos meses, como había sido la franco-prusiana de 1870, pero de hecho fue la primera guerra total en que los estados tuvieron que comprometer toda su economía en el esfuerzo bélico, quedando arrasados tanto los ganadores como los perdedores, salvo Estados Unidos, que la decidió sin guerra en su territorio.
A partir de la posguerra se quiso restablecer una economía de mercado sin regulación, lo que dio lugar al festival de la especulación de los roaring twenties económicos, que acabaron en el desastre de la gran depresión de 1929, cuya solución la encaró el New Deal de Roosevelt por vía del de una política de intervención (keynesianismo), pero la crisis repercutió en Europa abriendo el espacio al fascismo y al nazismo.
En la segunda posguerra y con el mundo bipolar se extendió el keynesianismo por todo el mundo del norte llamado occidental que, en sustancia, consistió en establecer un difícil matrimonio entre el capitalismo y la democracia, o sea, entre la pulsión a mayores ganancias, más concentración de riqueza y consiguiente mayor desigualdad del capitalismo, y la de mayor bienestar, mayor distribución de la riqueza y menor desigualdad de las democracias.
Es innegable que esta combinación dio muy buenos resultados en el norte, con las grandes democracias capitalistas, los estados de bienestar y las sociedades de consumo, todo sin las brutales represiones de la preguerra. No cesaron las pulsiones contradictorias, pero se mantenía un difícil equilibrio porque, por un lado, las democracias ponían límites al afán de ganancias propio del capitalismo, en tanto que, por el otro, el capitalismo impedía la radicalización de las pulsiones igualitarias de las democracias. Esta combinación fue posible porque en la posguerra el capitalismo debió adaptarse, no sólo porque enfrentaba al estalinismo, sino también porque estaba bastante desprestigiado en ese tiempo.
Todo se mantuvo en estas condiciones hasta que el crecimiento (PBI) se desaceleró después de las tres décadas de oro posteriores a la guerra y por los setenta los estados comenzaron a gastar más de lo que sus economías producían: dejaron de lado el prudente y conservador equilibrio presupuestario, se liberaron del patrón oro y se lanzaron a fabricar dinero, es decir, a producir inflación.
Así siguieron las cosas en los setenta y ochenta, hasta que este remiendo nada saludable tocó sus propios límites y en los noventa los estados del norte optaron por desvirtuar al dinero convirtiéndolo en una mercancía y apelaron al endeudamiento, o sea al crédito; dejaron de fabricar dinero para fabricar promesas de futuro pago en dinero.
Esta historia parece la de alguien que tapa agujeros a medida que se producen y, en consecuencia, este parche del endeudamiento es lo que se conoce como la financiarización de la economía: el dinero futuro –de momento inexistente- se vende y compra al mejor postor y, como consecuencia, también convirtió en falsas mercancías al trabajo y a la naturaleza; con esta última, tampoco le conmueve poner en peligro la propia subsistencia de la especie.
Este nuevo parche dio prioridad a la emisión de deuda y a la hipertrofia del aparato financiero de los bancos por sobre el capitalismo productivo. Pero como China se volvió la principal tenedora de títulos de la deuda de Estados Unidos, este último bajó los intereses y sus títulos dejaron de atraer inversores.
En esa emergencia los norteamericanos inventaron el otorgamiento irresponsable de créditos hipotecarios, que ofrecían intereses mucho más altos, pero cuyos deudores eran personas que no garantizaban su pago. Se reunían en un mismo título numerosos créditos hipotecarios que se vendían en las bolsas de todo el mundo y los inversores acudían como moscas al dulce de esos intereses.
La insólita demanda de inmuebles hizo que sus precios subiesen como nunca y los intereses también, pero era obvio que se trataba de una macroestafa, porque nadie podía creer que siguiesen subiendo al infinito. Como era de esperar la burbuja estalló en 2008.
En esa emergencia, los bancos -autores de la estafa- extorsionaron a sus estados, porque eran los únicos que disponían del know how para salir del problema y, además, porque su quiebra hubiese arrastrado a sus gobiernos. En consecuencia, los Estados Unidos pagaron quinientos mil millones de dólares de sus contribuyentes y los de Europa cuatrocientos mil millones de euros para salvar a sus bancos estafadores.
Desde esta gran recesión de 2008-2009, en el norte se trató de controlar el endeudamiento mediante ajustes, pero el resultado no fue nada positivo, puesto que la deuda no bajó, el producto bruto mundial se estancó bastante y solo subieron los coeficientes de Gini, es decir, los indicadores de creciente desigualdad social y concentración de riqueza.
Estas eran las condiciones problemáticas en 2015 cuando el Papa Francisco en la encíclica Laudato si dijo esto no se sostiene. ¿Pero qué es el esto que según Francisco no se sostenía? No era otra cosa que el capitalismo financiero, y el Papa lo dijo hace siete años.
Pero en los dos últimos años esas circunstancias se agravaron dramáticamente por efecto de la pandemia. El producto bruto mundial no está estancado, sino que bajó en todos los países o tuvo excepcionales aumentos insignificantes. En 2020 descendió un 5% en Canadá, más de un 3% en Estados Unidos, más del 4% en Alemania y Japón y un 8% en Italia. Esto no se remonta fácilmente.
En cuanto a la deuda, no sólo no disminuyó, sino que aumentó notoriamente, alcanzando la cifra record de 281 billones (millones de millones) de dólares y superó en 2020 el 355% del PIB global. Este salto del 2020 supera en más del 25% el aumento registrado en toda la década anterior (que había sido de 88 billones).
Esto significa que el capitalismo se desbocó liberándose de las limitaciones con que le ponía freno la democracia. Su matrimonio con la democracia se divorció en malos términos en el norte y ahora su afán endógeno de mayor ganancia sin ningún obstáculo lo está llevando al abismo: semejantes cifras astronómicas de deuda no pueden reducirse por mucho que se recurra a los ajustes.
Esos ajustes –o reducciones presupuestarias de inversión social- no traerán otra consecuencia que destruir a las democracias del norte que se debilitan aceleradamente, porque las decisiones económicas no las toman sus políticos, sino organismos supranacionales como el FMI o la autoridad económica de la Unión Europea y otros, cada vez más copados por los tecnócratas formados en la insólita tesis de que el desbocamiento del capitalismo es la solución a todos los problemas, o sea, la ideología autodenominada neoliberalismo, que legitima el camino al suicidio del propio capitalismo.
La impotencia de la política la desprestigia en los estados del norte del planeta, puesto que se vote a quien se vote, poco o nada cambia. La política no llama la atención más que como un espectáculo deportivo y no siempre de buena calidad. Se desdibujan los partidos tradicionales del norte, socialdemócratas, laboristas, liberales y conservadores, todos se volvieron partidarios de TINA (there is not alternative) y eso permite que emerjan extraños cometas que atraviesen el firmamento electoral, populacheristas tragicómicos, libertarios que uruspan el nombre de los viejos anarquistas, cuando no también terraplanistas, antivacunas y neonazis.
Es difícil imaginar que algo pueda detener el camino al precipicio del capitalismo, pero no lo está derrotando nadie, nadie lo tumbará, sino que se suicida por su propia fuerza endógena. Su divorcio es como el de algún marido que se separa porque cree liberarse del control de la mujer y se lanza al alcohol, las drogas, las prostitutas, abandona sus negocios y acaba en el derrumbe. Si nada detiene el camino de su dogmatismo neoliberal va camino de la implosión.
Pero esa perspectiva no es para alegrarse gratuitamente, porque no hay ningún sistema disponible viable que se le oponga como reemplazo y su implosión significaría el caos, la incertidumbre total. Es verdad que –como enseña la teoría- el caos se organiza, pero en tanto esto suceda puede abrirse un espacio de gravísimas consecuencias inimaginables.
Sin duda que todo esto incide en nuestras protodemocracias regionales nunca muy seguras ni estables, por lo que debemos tomar consciencia de la situación del mundo y prepararnos institucionalmente. Sólo una sólida reafirmación comunitaria nos permitiría superar el trance que parece avecinarse. El norte puede observarnos como adelanto de lo que, si nada cambia, es lo que les depara el destino suicida que ahora legitima la ideología del neoliberalismo.
Quizá desde la propia debilidad y vulnerabilidad del sur, que anticipa la emergencia del norte, pueda germinar un nuevo pensamiento que bosqueje el nuevo proyecto mundial de reemplazo o al menos de superación del posible caos. Pero para eso debemos pensar y, por cierto, no tenemos menos neuronas que los del norte y que, a juzgar por los resultados, todo indicaría que no las están usando demasiado bien. Pero más allá de estas especulaciones, lo cierto es que esto no se sostiene.
*Profesor Emérito de la UBA.
1 comentario:
Muy lúcido, hace rato que se necesitaba un análisis así.
Oti.
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