10/03/2021

escuchar las voces silenciadas


Tras la reciente derrota electoral del oficialismo, el autor de esta nota propone relativizar el peso de la “variable económica” en los intereses y motivaciones de los electores. Véliz entiende que para ensayar una lectura atenta de los resultados electorales, convendría no subestimar la configuración fantasmática de nuestra psiquis, además de detenernos a desentrañar “los silencios y las voces” de los más castigados por las recetas neoliberales.


Por Claudio Véliz*

(para La Tecl@ Eñe)


¿Es la economía, idiota?

Durante algún tiempo, muchos creímos, a pie juntillas, en la determinación “económica” de las preferencias subjetivas, en la persistencia de una variable que, “en última instancia”, orientaba las decisiones políticas de los actores sociales. Así, nos inclinábamos a pensar que en tiempos de “bolsillos flacos”, los electores tendían a castigar con su voto a los gobiernos o candidatos responsables de dicha situación, y que, a la inversa, premiaban a quienes les brindaron un mayor bienestar. Nuestras lecturas de Gramsci, Adorno, Althusser o Bajtín vinieron a relativizar y a problematizar dichas convicciones, al introducir categorías menos reduccionistas y más adecuadas al análisis de la complejidad social: hegemonía, constelación, sobredeterminación, heteroglosia. Pero quizá sea la teoría psicoanalítica la que venga a brindarnos las herramientas más punzantes para intentar comprender las motivaciones y aspiraciones de los sujetos y sus modos de intervención en el ámbito de lo público.

El primer gobierno de Menem estuvo signado por las políticas de austeridad, el achicamiento del Estado, la apertura comercial, la entrega del patrimonio y los recursos soberanos, el ajuste fiscal, el ascenso sostenido de los indicadores de pobreza, desempleo y desigualdad (muy especialmente, a partir de la crisis del Tequila), y la privatización de los fondos de jubilación. No obstante, el 14 de mayo de 1995, el entonces Presidente fue reelegido por casi el 50% de los votos. A la inversa, en las elecciones presidenciales del año 2015, tras doce años de crecimiento inclusivo, incremento del empleo registrado, políticas industrialistas, asignaciones sociales, desendeudamiento externo, disminución de la pobreza, la desocupación y la desigualdad, la mayor cobertura previsional de toda Nuestra América y los salarios más altos de la región, el candidato oficialista fue derrotado por una alianza que había sido crítica de todas estas políticas. Y como si aún no resultara evidente el eclipse de la “variable económica”, en las elecciones legislativas de 2017 volvió a imponerse un gobierno que ya había mostrado todas sus cartas: devaluación, tarifazo, inflación descontrolada, endeudamiento, fuga de capitales, pérdida del poder adquisitivo de los salarios y jubilaciones, destrucción de empleo, quiebra de miles de empresas y comercios, etc., etc. Por otra parte, cuando la catástrofe ya no podía ser minimizada/blindada, el oficialismo macrista conservó el 40% de las preferencias a pesar de perder las elecciones de 2019. En síntesis, podríamos afirmar que aquello que hemos dado en llamar una “elección racional” fundada en “intereses económicos” debía ser revisado. Por consiguiente –reiteramos–, los aportes del psicoanálisis (y muy especialmente, la freudiana psicología de las masas con su énfasis en la identificación, y la lacaniana teoría del sujeto) se tornan imprescindibles para nuestro análisis (siempre y cuando los ponderemos como una contribución productiva y no como la verdad última capaz de explicar la totalidad de lo social).


¿La realidad ha muerto?

Durante su primera conferencia de Roma (1953), Lacan introdujo la terna “simbólico-imaginario-real” como tres registros de lo psíquico. En virtud de dichas dimensiones, podríamos asociar a lo real (aunque su estructura enigmática e inasible nos impida representarlo) con lo insoportable, lo insoluble, lo que retorna siempre al mismo lugar, lo que asedia, lo que disloca, lo que provoca angustia, lo que carece de sentido, lo no simbolizable, lo que encuentra en el síntoma, su único modo de significar. Precisamente por ello, para sobrellevar lo que no podemos soportar, para conjurar el asedio espectral, para aliviar la angustia de lo indecible, erigimos la realidad, una instancia construida en el nivel simbólico y soportada por el fantasma. Y como esta realidad “social” no difiere demasiado de la realidad política (es decir, de eso que los politólogos suelen denominar la política para distinguirlo de lo político-real), nos convendría explorar el fantasma de la promesa, del compromiso político (“utópico”) con una sociedad armoniosa/reconciliada. Es aquí donde se pone en evidencia la organización y administración del goce, una satisfacción pulsional reticente a cualquier argumentación racional y/o crítica ilustrada. El fantasma –sostiene Lacan– es la respuesta de un sujeto dividido, incompleto, inconsistente (barrado) frente a la presión coercitiva e invasiva del deseo del otro; es el refugio construido por el sujeto para “soportar” el encuentro entre su existencia viviente-palpitante y el acceso al lenguaje. Y precisamente por ello, es el fantasma el que organiza el juego de las relaciones del sujeto con el goce, produciendo sentidos ajenos a la intencionalidad del sujeto hablante. En tanto no logremos atravesar dicho entramado (sin que ello signifique la posibilidad de una vida no-fantasmática) continuaremos reproduciendo determinadas querellas imaginarias, temiendo cierta hostilidad del otro, sufriendo el asedio de voces singulares. Y es de esta fantasmal materia prima –tal como suele argumentar Jorge Alemán– de la que se nutre la interpelación ideológica para asegurar dicha reproducción.

Estas complejidades nos invitan a reformular las concepciones economicistas relativas al “interés objetivo”, según las cuales, los sujetos deciden en virtud de sus respectivas determinaciones de clase o bien, de sus posiciones en el aparato productivo. Para decirlo brutalmente: en ningún caso –según dichas formulaciones–, un asalariado, un pequeño comerciante, un jubilado o un pobre podrían optar por alternativas “de derecha”: conservadoras o neoliberales (1). Sin embargo, tal como afirma Freud, los individuos se movilizan por cuestiones que se hallan “más allá del principio del placer”; de modo que es posible realizar el propio interés narcisista aun identificándose con una propuesta ajena y contradictoria con la posición social. Cuando decimos que algunos sujetos “votan en contra de sus intereses”, cometemos el error de asociar dicho interés, exclusivamente, con el interés económico y/o de clase. Son las operaciones del fantasma y la ideología las que pueden conectar el interés “objetivo” con alguna práctica no regulada por el principio del placer: satisfacción narcisista, goce sádico, masoquismo moral, etc. La condición de la constitución fantasmática es el rechazo de lo real, una reacción que se pone de manifiesto en fenómenos como el racismo, la violencia misógina o el odio a los pobres (2).

Pero estas circunstancias, que podríamos llamar transhistóricas u ontológicas, se han visto con-movidas por la producción histórica-contingente de la subjetividad por parte de las usinas neoliberales. Para imponer su impronta y aplicar sus recetas, el neoliberalismo no dudó en utilizar todas las herramientas de las que logró disponer: la violencia, las instituciones “democráticas”, el poder mediático concentrado, las redes sociales, las tecnologías digitales, la sistemática agitación de odios y temores, la construcción de un enemigo peligroso, etc. En virtud de su expansión arrolladora e ilimitada, procuró apropiarse hasta de nuestros atributos más íntimos: el lenguaje, la sexualidad, la experiencia de la finitud, la sensibilidad, el mundo perceptivo, la imaginación, el intelecto… La aparatología neoliberal no cesa de producir sujetos fragmentados, ensimismados, egoístas, emprendedores, meritócratas, abiertamente hostiles a los lenguajes de la crítica, de la política y de las solidaridades asociativas o gremiales. Paradójicamente, su promesa de felicidad (eternamente diferida) convive con una lógica sacrificial sustentada en las conductas sádicas y masoquistas. Precisamente por ello, la construcción de un chivo expiatorio responsable de todos los males (populista, planero, vago, negro, piquetero) se torna ineludible. En virtud de esta eficacia productiva, la realidad (tal como la entendía Lacan) se fue vaciando de su contenido simbólico (de sus anclajes, sus construcciones de sentido, sus cartografías, sus intuiciones racionales, sus tramas argumentativas, sus horizontes críticos) hasta quedar sostenida por su estructura fantasmática. Así, se (re)construyó como un orden puramente ficcional configurado por la reiteración ensordecedora de fórmulas, eslóganes, frases vacías, consignas sin sentido, falsas noticias. La “íntima convicción” de una buena parte de la ciudadanía (sumergida en dicha burbuja cognitiva) se erigió como el único régimen de veridicción, como el modo exclusivo de legitimación de los “saberes”. Esta indubitable ficción posverdadera acabó por imponerse en tanto novedosa modalidad del anudamiento entre fantasma e ideología.



Cuando lo real hace síntoma

Primero nos tocó (¿o elegimos?) sufrir cuatro años de destrucción sistemática del salario, del empleo, de la producción nativa, de las prácticas sindicales, de las solidaridades colectivas, de los abrazos reparadores, de los sueños compartidos. Y luego, como si esta monstruosidad no hubiese alcanzado para dinamitar nuestra resistencia, nos invadió una pandemia inédita para completar la demolición macrista. En este marco, el flamante gobierno de Alberto Fernández dispuso una expansión agresiva del gasto público destinada a auxiliar a los más vulnerables, equipar los hospitales, conseguir vacunas, sostener la producción y el empleo. Pero tanto por impericia propia como por la contundencia de la canallada ajena, no logró torcer el pulso de los formadores de precios quienes, en nombre de la “libertad”, no vacilaron en sacar provecho de las desdichas populares. Unos pocos “vivos” volvieron a quedarse con el esfuerzo de millones y millones de almas dolientes y desamparadas. De todos modos, la hostilidad de las inevitables reclusiones no solo logró resquebrajar las tripas ya desvalidas sino también las expectativas y las voluntades de los más castigados. Debimos convivir con una peste que arrasaba con nosotros y con nuestros seres queridos; toparnos con una muerte sin duelo, con un dolor imposible de asimilar. Tuvimos que renunciar a los encuentros callejeros, a las manifestaciones barriales, a las complicidades vecinales. Nos ganó la angustia, la impotencia, la desazón infinita. Fue en este contexto que el oficialismo perdió las elecciones primarias de medio término a manos de quienes agitan sistemáticamente el odio hacia los vulnerados por sus políticas. Por supuesto que los “bolsillos flacos” hicieron su parte (¿qué duda cabe?), pero deberíamos ponderar, en su justo término, los jirones de una humanidad dañada, de un tejido social desgarrado, de una comunidad privada de encuentros y de abrazos.

Ciertamente, ni las más agudas conceptualizaciones de la filosofía europea ni los más geniales hallazgos de la teoría psicoanalítica, logran dar cuenta, acabadamente, de las prácticas, los sentires y las experiencias populares de nuestras geografías. No obstante dicha limitación, venimos a proponer una apropiación que, lejos de trasladar mecánicamente categorías de un modo ortodoxo, nos permita su traducción (heterodoxa) a los lenguajes, los ritmos y los hedores de nuestra patria. Y precisamente por ello, es imprescindible auscultar (también) los latidos plebeyos, escuchar las voces silenciadas, renovar el pacto “secreto” entre generaciones (igualmente oprimidas). Solo así podremos recomponer un tejido dañado, reparar las violencias sufridas, suturar las heridas infligidas en los tiempos de desolación neoliberal (o quizá deberíamos decir neofascista) y en la actual encrucijada de brote pandémico.


Referencias:

(1) Aunque debemos reconocer que dicha intuición sí aplica taxativamente –por razones que no estamos capacitados para desarrollar aquí– para el caso de quienes se hallan en el otro extremo de la pirámide social: los terratenientes, patrones, banqueros o grandes empresarios jamás eligen alternativas socialistas o populistas.

(2) Ver Alemán, J. (2021): Ideología. Nosotras en la época. La época en nosotros, Edit. La Página S.A., Buenos aires.

* Sociólogo, investigador, docente / claudioveliz65@gmail.com

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