7/05/2021

desensillar al amo

 

El vuelco colombiano y los estudiantes universitarios




En el campo del pensamiento radical ha sido común la consideración según la cual una crisis política profunda se configura cuando se dan cuatro circunstancias que combinan factores objetivos y subjetivos, a saber: un estado de cosas en el que no solo los de abajo ya no quieren, sino en el que los de arriba ya no pueden seguir viviendo como hasta ahora; una agravación del sufrimiento de las grandes mayorías; y, una intensificación de la movilización política de tales sectores sociales, incitados por la percepción de la injusticia de las circunstancias y de la forma en que son tratados por los dominantes. Tales serían los factores objetivos, que denotan un cambio y que, aunque son imprescindibles, no bastan por sí solos para configurar el panorama de crisis, requiriéndose un cuarto componente, este de índole subjetiva: la existencia de un agente político capaz de trasladar la inconformidad social al escenario de lo político-instituido, esto es, a los circuitos del poder políticoadministrativo en el que se toman decisiones en la forma de política pública.

A partir de la observación de los acontecimientos recientes ocurridos en las calles de diversas ciudades colombianas, no es difícil percibir la presencia de los tres primeros aspectos aludidos. Por contra, no aparece tan clara la actualidad del elemento subjetivo necesario para la resolución de la crisis por la vía de la transformación política. Y ahí es donde, en nuestra perspectiva, resulta clave el papel que puede jugar el estudiantado movilizado y, particularmente, las y los estudiantes universitarios.

De cara a justificar esta última idea, es ineludible aludir a las causas que han conducido a la presente situación, aun a riesgo de redundar en torno a lo que ya muchos analistas han destacado. En efecto, insistentemente se ha hecho mención al peso de treinta años de neoliberalismo en el marco de una sociedad ancestralmente desigual y al impacto de la pandemia, fenómenos que han llevado al paroxismo los padecimientos de amplias capas de la ciudadanía colombiana. Pero, más en concreto, debe señalarse también el papel protagónico que ha tenido el resquebrajamiento de los patrones de legitimación del proceso de reformas neoliberales en Colombia, proceso que desde el inicio del milenio pasó a ser liderado por los grandes propietarios de tierra rural en combinación con el capital financiero y que vino a traducirse políticamente en su conducción de las clases medias urbanas.

Ahora bien, semejante liderazgo logró articular un proyecto político que ha tenido su infraestructura en una red de política pública de seguridad consistente en la alianza criminal de los aparatos coercitivos del Estado y actores armados al margen de la ley. El efecto directo de tal política (traducida en masacres, asesinatos selectivos, bombardeos, falsos positivos y desapariciones forzadas, etc.) ha sido la desorganización de los sectores sociales más afectados por la globalización neoliberal: trabajadores
precarizados, campesinos despojados y desplazados, dirigentes comunitarios de toda índole asesinados, amén de estudiantes endeudados y orientados a ser, en el mejor de los casos, mano de obra de baja capacitación del aparato productivo, y de microempresarios pauperizados.

Por supuesto, un tal modelo de gobernanza apuntalado en la autonomía del mercado y en el uso fascista de la coerción, requería, en la mira de alcanzar la hegemonía, una superestructura comunicativa que combinara múltiples elementos culturales: prejuicios del sentido común tradicional colombiano, valores del mundo mafioso narcotraficante, credos religiosos de cuño cristiano-protestante, racionalidad técnica, entre otros. La piedra de toque que aseguró la unidad simbólica del conjunto se fraguó, por último, alrededor del repudio de un adversario construido discursivamente como maligno y míticamente poderoso, el cual solo podría ser contrarrestado mediante el uso irrestricto de todos los recursos represivos disponibles. Así, al terror propio de la violencia extrema, se sumó el terror psicológico ante la amenaza de un enemigo ontológica y difusamente peligroso: la guerrilla de las Farc y sus nexos venezolanos y cubanos. Ese clima tóxico de desconfianza, miedo y odio respecto del diferente, tan propio de la cultura del conservadurismo extremo, dividió a la sociedad, deslegitimó a las organizaciones populares y entró a reforzar con sufrimiento moral el sufrimiento material generado por los impactos de la globalización neoliberal.

Sin embargo, como consecuencia de los acuerdos de paz de la Habana, el constructo hegemónico aludido comenzó a perder arraigo en la imaginación colectiva, comoquiera que el resultado exitoso de la negociación no solo condujo a la desaparición del aparato armado de las Farc, sino que mostró la falsedad del discurso dominante que le atribuía a dicho actor poderes irresistibles. Así las cosas, la diferenciación nosotros-ellos exacerbada artificialmente en torno a las pasiones negativas descritas, que
se sobreponía y a la vez velaba las históricas e injustas fracturas sociales de la sociedad colombiana (desigualdad económica, generacional, racial, de género, de opción sexual y precarización generalizada), perdió fuelle, su capacidad de represión moral se desdibujó y la indignación reprimida comenzó a emerger ya para los años 2018 y 2019.

Dado este marco de descomposición hegemónica, se entiende hasta qué punto el sector político actualmente gobernante, que había tomado la iniciativa política y cultural tras la guerra contra el terrorismo global de George Bush, se halla totalmente desorientado al constatar cómo se diluye la mitología erigida en torno al espantajo de las Farc-EP, desorientación profundizada por los impactos económicos de la pandemia respecto de los cuales su respuesta no ha podido ir más allá del neoliberalismo de manual. En tales condiciones, la reacción del gobierno frente al estallido social del 28 de abril solo podía ser de tipo defensivo, al autorrepliegue, haciendo gala de un elitismo
descalificador y de un uso desbordado de la violencia. Es atributo de quien gobierna la construcción del adversario sociopolítico como enemigo y la búsqueda de su deslegitimación por vía discursiva (“comunistas”, “narcoterroristas”, “vándalos”). Pero una cosa es la disputa por el respaldo ciudadano y otra incurrir en errores de diagnóstico. El escoramiento a la derecha de la cúpula gobernante deriva en una comprensión del poder político instituido como aquella jerarquía unidireccional validada para hacer uso de todos los medios de fuerza disponibles. Su concepción de las luchas sociales es la de unas masas ignorantes e incautas manipuladas por líderes políticos radicalizados y financiados desde el extranjero. La coerción indiscriminada y la desacreditación de los ciudadanos como incapaces de actividad autónoma, se corresponden con una visión que menosprecia el diálogo y la búsqueda de acuerdos como herramientas de gobierno, actitud que por supuesto solo contribuye a reforzar la indignación de los segmentos movilizados.

Así pues, parecería que están presentes las condiciones objetivas para el cambio político. Mas ¿cúal es el panorama en lo concerniente a las condiciones subjetivas?

Al contrario de lo que creen quienes interpretan la dinámica social como el resultado del accionar de minorías dirigentes, estallidos sociopolíticos como el que vive Colombia emergen desde abajo y de manera descentralizada. Se trata de la ebullición de múltiples formas de organización microsocial que se ponen en movimiento a partir de acontecimientos detonantes relativamente contingentes (e. g. la reforma tributaria). Por supuesto, pluralidad, heterogeneidad y descentralización se vertebran en torno a unas circunstancias objetivas compartidas como las ya descritas, pero para consumar su unidad deben, primero, articularse en red y, segundo, diseñar mecanismos idóneos para intervenir con eficacia en los escenarios instituidos de toma de decisiones. Estos dos momentos se corresponden, evidentemente, con la construcción de la agencia a la que se aludía anteriormente a propósito del factor subjetivo de la crisis.

La articulación en red en buena medida se da en la lucha, subproducto de la cual es la constitución de lazos solidarios, de formas de comunidad informal y espasmódica, de apoyo mutuo en la confrontación con el adversario político y en la defensa de aspiraciones compartidas acerca del cambio social. Esa emergencia fugaz de la imaginación y los deseos colectivos para poder prolongarse en el tiempo requiere una traducción de lo específico a lo general, requiere una “catarsis” conceptual o, si se quiere, su conversión en programa. Y ahí es donde la juventud universitaria puede desempeñar un primer rol estratégico más allá de su simple presencia física en las calles.

La transformación de la infinidad de demandas al detal en un programa general, supone, paradójicamente, más y no menos concreción. Y lo concreto, en tanto “unidad de lo diverso”, exige ir más allá de la mirada comunitaria, barrial y local, y alcanzar una percepción de las determinaciones globales que pesan sobre el espacio de lo nacional. A este respecto, cabe señalar que uno de los subproductos de la pandemia es lo que cada vez parece perfilarse con más fuerza como el agotamiento del modelo de globalización establecido desde comienzos de los años setenta del siglo pasado. Tal modelo descansaba sobre lo que algunos han caracterizado como una separación de escalas de gestión: la económica ––desenvuelta globalmente y que se intentaba reducir a los mecanismos de mercado–– por una parte, y la de la gestión política y
social, que quedaba en manos de los Estados y sus instrumentos jerárquicos de gobierno, por el otro.

Aunque el agotamiento en mención respondía a una dinámica que venía ya en curso, jalonada, entre otras cosas, por las innovaciones tecnológicas que marcan una tendencia al abandono de la deslocalización de la producción (la industria 4.0, al extremar la automatización fabril, reduce los costos de producción y de transporte haciendo innecesaria la búsqueda de mercados de trabajo baratos en lugares lejanos) y por la competencia hegemónica entre China y Estados Unidos, la pandemia del covid-19 entró a acelerar la transición. El indicio más nítido de este proceso son las medidas que ha venido tomando la administración Biden en contravía de la dogmática neoliberal. Y aunque para muchos se trata solo de políticas de emergencia y puramente coyunturales para superar la crisis, de forma que resulta muy dudoso hablar de cambio de paradigma, sin embargo hay allí dos elementos que alientan la interpretación de un paso hacia un ordenamiento posneoliberal de la globalización. El primero es la propuesta del presidente estadounidense ––que no es nueva, porque de tiempo atrás se venía discutiendo en el seno de la OCDE–– de un impuesto mínimo global del 15% para las grandes corporaciones, a la cual Janet Yellen, secretaria del Tesoro, caracteriza ni más ni menos que como “una nueva arquitectura impositiva internacional”. Estamos pues, aquí, ante un abandono de la autonomía regulatoria de los mecanismos de mercado en favor de un control estatal de los enclavamientos corporativos. Y el segundo elemento, igualmente favorable al control dirigido del proceso económico, es la intención de Biden, aguijoneado por la competencia china, de otorgarle al Estado el diseño y
dirección de la política industrial en áreas punteras como tecnologías y energías sostenibles y sector farmaceútico. Así las cosas, asistimos al parecer a una intencionalidad del poder norteamericano de trascender el automatismo sistémico del mercado tanto en el escenario planetario como en el nacional.

Si esta línea de interpretación es acertada, entonces el primer desafío que se le presenta al estudiantado universitario es contribuir a lograr una estructuración programática capaz de combinar las demandas más fragmentarias y pequeñas que ven la luz alrededor de necedades sentidas a nivel barrial y municipal y estos grandes lineamientos de transición paradigmática a los que estamos haciendo alusión. Bajo esa luz, el marco de principios que debe orientar tal labor tendría estos tres criterios-guía: acotar el
peso gubernativo de los mecanismos del mercado (desmercantilizar temas como educación, salud, medio ambiente, consumo colectivo, saberes ancestrales, etc.), recuperar la función redistributivoeconómica del Estado y ampliar los espacios de decisión deliberativa de los ciudadanos del común, tanto individualmente considerados como en lo que tiene que ver con sus formas de organización colectiva.

Adicionalmente, en clave de esa composición programática el estudiantado universitario bien podría erigirse en canal de comunicación entre las expresiones micro de la protesta, sobre todo juveniles, y el llamado “comité del paro”, lastrado por una visión gremialista de la lucha, por la distancia generacional de buena parte de sus miembros y por un déficit de representatividad. Pero, más aún, si bien el “comité del paro” cumple una función coyuntural de portavocía relativa y de citación simbólica, en ningún caso
es el instrumento necesario para lograr el salto de la calle a las instancias legales de toma de decisiones o, en otros términos, saltar de las demandas crudas a las políticas públicas. Quiérase que no, esto último solo puede ser alcanzado a través de la herramienta vetusta del partido político, aunque por supuesto hay partidos de partidos.

Tras mayo del 68, comenzó a ser evidente en el campo de la izquierda que los viejos armazones partidistas, controlados a capricho por políticos profesionales conservadurizados no eran ya el instrumento idóneo para encarnar las aspiraciones de transformación social y política. Se abrió paso entonces una actitud reactiva, que se volcó en exclusiva hacia la acción directa, rehuyendo la burocratización y los liderazgos cristalizados, y teniendo como subproducto una política particularista, de mensaje más centrado en el rechazo que en la propuesta y un reduccionismo identitario, esto es, un menosprecio de la preocupación socioeconómica que tanto había monopolizado la mirada de la vieja izquierda partidista, tanto socialdemócrata como comunista. A la larga, sin embargo, la imaginación creadora propia de la lucha fue poniendo las cosas en su lugar, derivando hacia posturas más equilibradas en lo referente a la relación entre lo económico y lo cultural, de un lado; y, del otro, dando frutos organizativos de forma tal que, tanto en Europa como en América Latina, se comenzó a asistir al nacimiento de esa forma híbrida entre el partido político y el movimiento social que algunos han llamado “partido-movimiento” o “partido de nuevo tipo” o incluso “partido de nueva política”. Más allá de su nombre, dicha forma tiene la virtud de servir de correa de transmisión entre la frescura y la espontaneidad de las experiencias autogubernativas emergidas desde abajo y reticularmente articuladas, y el aparato partidista, burocrático y jerárquico, pero idóneo para desenvolverse en los laberintos institucionales donde las aspiraciones ciudadanas se metamorfosean en políticas públicas.

Las experiencias de construcción de partidos-movimiento han variado de lugar en lugar, desde la toma de partidos ya existentes por colectivos de base organizados (el caso del MAS en Bolivia, “colonizado” por el movimiento cocalero o, más recientemente, del Partido Laborista inglés asaltado por la afiliación masiva de jóvenes radicalizados y nucleados alrededor de “Momentum”), hasta la construcción de un nuevo armazón desde cero, cuyo ejemplo más icónico sería el de Podemos, en España. En Colombia no es claro cómo podría configurarse una posible combinación entre el movimiento masivo, difuso y de fuerte composición juvenil que se ha tomado las calles en la coyuntura del 28-A y la forma de un partido abierto, asambleario y descentralizado capaz tanto de interpretar como de expresar el malestar social y la indignación profundos a los que asistimos, no simplemente en lo inmediato sino sobre todo de cara al mediano y largo plazo. En nuestra hipótesis, la juventud universitaria y los profesionales jóvenes precarizados o desempleados, podrían ser una de las fuerzas llamadas a pensar y a fraguar en la acción esa herramienta. No parece haber en Colombia una organización partidista que pueda ser tomada y moldeada para actuar con éxito en el nuevo escenario que se abre tras el acontecimiento cismático de las últimas semanas. Los partidos colombianos son más etiquetas y andamiajes ligeros y ad-hoc al servicio o bien de líderes carismáticos o bien de caciques políticos coludidos para reproducirse electoralmente y beneficiarse del presupuesto público, que partidos estables propiamente dichos. Será en la práctica donde deberán aclararse el camino y la forma; pero, sea cual sea el resultado, este debería guiarse por una visión cogubernativa traducible en lineamientos de articulación entre movimientos y partido y en principios de organización partidista.

Respecto de lo primero, es fundamental que cada uno de los extremos que confluyen –movimientos y partido– , conserve su independencia a la luz de la idea republicana de jerarquía controlada desde abajo. Así, el partido apunta a gobernar y al hacerlo contribuye a darle forma general a los temas particulares agitados por los movimientos sociales. Por su parte, los movimientos se reservan la facultad de esgrimir contra el partido la resistencia civil en demanda del cumplimiento del programa conjunto, cosa que se complementa con la pertenencia simultánea de individuos y organizaciones de base a una y otra esfera de la acción política. Se trata, pues, de un modelo relacional de separación con cogobierno.

En cuanto a los principios regulativos del desenvolvimiento partidista, pueden señalarse, entre otros, estos: 1) procesos asamblearios internos para la selección de cuadros directivos y candidatos; 2) representación de las diferentes tendencias y/o fracciones internas en las instancias de dirección einclusión de sus posturas a nivel programático; y, 3) diseño de mecanismos para asegurar el control de la militancia sobre dirigentes y candidatos: federalismo y descentralización organizativa, procesos deliberativos (el principio de “libertad de discusión y unidad de acción” del viejo centralismo democrático conserva validez siempre y cuando la decisión final no se deposite en la cúpula), instancias de control (dotadas de mecanismos como por ejemplo la renuncia en blanco), y búsqueda de fuentes de financiación independientes tanto de la esfera corporativo-empresarial como de la estatal.

Según el RAE, un vuelco es la acción de volcar, es decir, un movimiento que vuelve o trastorna enteramente algo. Sus connotaciones son tanto mecánicas y físicas como políticas. José Martí tuvo la lucidez de captar la mediación existente entre una dimensión y otra cuando dijo: “Los pueblos, como las bestias, no son bellos cuando bien trajeados y rollizos sirven de cabalgadura al amo burlón, sino cuando de un vuelco altivo desensillan al amo”.

En la política contemporánea los amos ya no son individuos de carne y hueso a los que hay que volcar, pues el poder es cada vez más “un lugar vacío” que reposa nebulosamente en dispositivos sistémicos tanto de mercado como burocrático-administrativos. Así las cosas, desensillar al amo hoy significa recuperar para las personas comunes y corrientes el control de bienes colectivos y públicos que fueron mercantilizados y sometidos a la fría calculabilidad del egoísmo competitivo. Pero, paralelamente,
desensillar al amo es también someter a control la esfera jerárquica de unas elites de políticos profesionales autopostulados y crecientemente autonomizados respecto de los ciudadanos. La acción creadora de los individuos y sus formas microsociales de organización, acota el poder de la riqueza y el poder de la jerarquía al transformar la escala de valores en torno a la cual se construyen los proyectos políticos. Por su parte, la escala de valores se transforma cuando se legitiman demandas nuevas entre las grandes mayorías. Pero, como bien lo sabía Rosa Luxemburg, no es la mayoría la que construye el movimiento; es el movimiento el que construye una nueva mayoría.
 
Profesor asociado en la Universidad Nacional de Colombia.

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