10/24/2020

un límite ético

¿La única política es la guerra? – Por E. Raúl Zaffaroni


Raúl Zaffaroni realiza en esta nota un análisis de la Teoría del Partisano de Carl Schmitt, quien a partir de la contradicción amigo/enemigo llega a la idea de que la guerra es la esencia misma de la política. Zaffaroni advierte sobre la tentación de rendirnos, en la época del lawfare, ante esta esencialización de la política y sostiene que ésta no puede tener por fin la disposición a la violencia total, no puede desconocer el derecho a la vida de nuestros semejantes y requiere siempre un límite ético.


Por E. Raúl Zaffaroni*

(para La Tecl@ Eñe)



El Tercer Reich tuvo juristas a su servicio. Entre los más peligrosos –por su habilidad- se encontraba Carl Schmitt (1888-1985), a quien se menciona hasta hoy, incluso –curiosamente- por parte de la izquierda.

Schmitt había asesorado al Gral. Kurt von Schleicher (1888-1934), último canciller anterior a Hitler. Cuando los nazis asesinaron a Schleicher y a su esposa en la noche de los cuchillos largos, Schmitt se apresuró a escribir un artículo en el diario oficial del partido, justificando los asesinatos, lo que le valió una meteórica carrera política, aunque no muy larga.

Uno de sus mayores exabruptos fue la organización de un congreso de juristas, que concluyó recomendando que, cada vez que se citase a un autor judío, debía advertirse que lo era, para depurar al derecho alemán de toda contaminación. Poco después de esta sobreactuación, las internas del partico nazi le cortaron su carrera en la que ascendía demasiado rápido, por lo que tuvo que refugiarse en la universidad, donde continuó escribiendo sus racionalizaciones.

Al terminar la guerra fue preso un tiempo; para defenderse dijo que todos los juristas alemanes no nazis –como el respetable Gustav Radbruch- eran políticos, en tanto que él era un científico puro.

Pero lo que nos interesa ahora es un trabajo publicado en 1932, titulado El concepto de lo político (Der Begriff des Politischen), cuya lectura es ahora recomendable para comprender hasta dónde puede llevar la legitimación de lo que sucede en nuestro mundo actual.

Ni todos los nazis en su tiempo, como tampoco todos los que tratan ahora de acabar con el estado de derecho en nuestra región, leyeron a Schmitt; algunos porque nunca leyeron nada. Pero es necesario leerlo un poco, porque es el único que sin el menor prurito lleva hasta sus últimas consecuencias esa demolición en la que muchos se hallan comprometidos sin percatarse del destino final del tren al que se han montado.

En este sentido -como en otros- Schmitt resulta esclarecedor, porque su inmoralismo romántico es tal que no hay muchos que se animen a llevar sus racionalizaciones hasta lo último sin inmutarse ni sonrojarse, como también lo siguió haciendo en la posguerra, con su conferencia Teoría del partisano, en defensa de Raoul Salam, que es la mejor síntesis legitimante de los genocidios de seguridad nacional.

Es verificable que la lucha política muchas veces se encarniza y el opositor pasa a ser enemigo y se busca aniquilarlo, lo que no parece ser nada bueno para cualquiera que trate de resolver los conflictos en forma racional y, en lo posible, no violenta. Pero Schmitt hace un malabar muy particular y arbitrario a partir de esta verificación: para él, la disposición a llevar las cosas hasta el extremo de la guerra es la esencia misma de la política, dejando fuera de su definición el resto.

Toda definición es una tautología, porque contiene lo definido y, si lo definido como política se limita arbitrariamente a identificar a un enemigo y, de llegar el caso, estar dispuesto a aniquilarlo en una guerra –y a eso llamamos política-, toda tentativa de paz y de solución racional de los conflictos no es política.

Es menester tener cuidado con esto, porque no se trata de un autor torpe ni mucho menos y, por ende, si se pasa por alto la arbitrariedad de la limitación de esta supuesta definición previa, todo lo que se deduce a partir de allí resulta por completo coherente. Tengamos en cuenta que una trampa común del irracionalismo es partir de una premisa antojadiza y luego deslumbrar con deducciones de alta coherencia, lo que le permite disfrazarse de racional.

Schmitt comienza por recordar que en Francia, al término de las sangrientas guerras de religión, se llamaron políticos a quienes, encabezados por Jean Bodin, pensaron en un estado neutral, en que cupiesen todos los grupos, para afirmar seguidamente que este estado fracasó, por lo que procede a declararlo muerto.

Esto lo afirmaba en 1932, justificándolo con la crisis de la república de Weimar, que no creemos que tuviese mucho que ver con el estado que pensaba Bodin (a nuestro juicio un claro antecedente del fascismo), pero lo reafirmó en el prólogo a la reedición de 1963, sólo advirtiendo que, en la guerra fría, con el resurgimiento del partisano, no se podía distinguir nítidamente entre el enemigo bélico y el delincuente. Como es obvio, de ese modo legitimaba la guerra sucia.

Para procurar la esencia de la política, Schmitt la separaba del estado, apelaba a una distinción de fondo y, sin mayores explicaciones –que no las hay- afirmaba que en la estética, la esencia consiste en distinguir entre lo bello y lo feo, en la moral entre lo bueno y lo malo, en la economía entre lo rentable y no rentable, y en la política decide encontrarla entre amigo (Freund) y enemigo (Feind).






De este modo, resulta que la esencia de la política sería el poder de definir al enemigo, pero no en el sentido del mero opositor, del inimicus romano, sino en el del hostis romano, al que se privaba de todo derecho.

No usa la palabra enemigo metafóricamente, sino en términos reales: el enemigo es el extraño (Fremde), contra quien se puede llegar a la guerra, civil o internacional, aunque no necesariamente se alcance siempre una situación bélica, pero contra el que se está siempre dispuesto a llegar.

A partir de esto Schmitt invita al lector a perderse en finos hilvanes porque, por cierto, no dejaba de ser un ilustrado capaz de pasearse por todas las teorías políticas con comodidad, lo que le permitía embrollar todo con singular habilidad. Esto puede verificarse sin esfuerzo en el texto que comentamos (y está al alcance de todos en castellano y en el espacio virtual).

Pasando por alto aquí esas extremas finezas para ir a las consecuencias del punto de partida -de la definición tan particular como arbitraria de la política-, hay al menos cuatro que extrae el propio autor en su texto.

1) Si bien el liberalismo burgués del siglo XVIII tuvo su cara oscura, lo salvable de él, es decir, la idea de un estado con límites a su poder y capaz de resolver conflictos de modo más o menos racional, para Schmitt acabó, está definitivamente muerta. Como explicita en otros trabajos, donde explica que ese estado funciona más o menos en situaciones normales, afirma que no es capaz de hacerlo en las excepcionales, en que el Führer debe salir a la cancha a proteger (schützen) al derecho frente al enemigo. Al estado se lo habría deglutido la política, capaz de individualizar a su enemigo.

2) Quien en ese estado se resistiese a la guerra al enemigo sería un extraño (Fremde) y pasaría a ser un enemigo a destruir.

3) Si un día el mundo llegase a la pacificación total, es decir, a la desaparición de todas las guerras, ya no habría política, ésta desaparecería.

4) Nadie puede hacer una guerra en nombre de la humanidad, porque esto sería siempre falso, dado que la humanidad no tiene enemigos en este planeta.

Si bien no faltan guerras humanitarias que son simples pretextos, la inversa no es verdad, pero la consecuencia de esta afirmación –dada su definición de política- es que no es legítima ninguna política que invoque la humanidad. En esto Schmitt no fue muy creativo, porque empalmaba con la reacción europea del siglo XVIII, especialmente con Joseph de Maistre: conozco a franceses, ingleses o alemanes, pero no conozco hombres.

El mundo actual no es el de 1932 y tampoco el de 1963, cuando Schmitt reafirmaba lo dicho tres décadas antes, pero a casi seis décadas de esta reafirmación y pasada la guerra fría y el consiguiente mundo bipolar, reafirmaría una vez más sus ideas, en vista a la realidad, al menos de nuestra región.

Hoy se habla de lawfare, el equivalente a warfare, lo que haría feliz a nuestro autor. Se regodearía al ver cómo queman barbijos en el obelisco, los opositores se niegan a asistir a las cámaras, a discutir los proyectos, obstaculizan cualquier acción de gobierno, manipulan jueces, siembran el odio al enemigo, demuestran estar dispuestos a aniquilarlo, aunque hoy no puedan bombardear como en 1955, fusilar como en 1956 o ni siquiera a dar un golpe tan descarado como el de Bolivia.

De todas formas, Schmitt satisfecho nos diría ¿No ven que esto es la esencia de la política? ¿De qué estado de derecho con limitaciones me hablan ustedes? ¡Tontos!

Sí, esto sería la política schmittiana: destrozar públicamente a los enemigos por los medios monopólicos, inventarles procesos y clonarlos, hacer renacer de las cenizas cuadernos de escribas memoriosos, cambiar jueces en un tablero de ajedrez judicial, proscribir candidatos, buscar los jueces que los representen, tratar de dejar sin quorum a las cámaras legislativas, inventar nuevas prisiones preventivas, firmar disparates jurídicos, oponerse a todo, deslegitimar cualquier medida molesta aunque sea para salvar vidas, mentir descaradamente con datos falsos, incitar a la violencia al menos verbal –pero nunca se sabe cuándo el verbo pasa a la realidad-, dar direcciones y teléfonos incitando a que insulten a los que piensan diferente en sus casas, impartir instrucciones a los niños para que agredan a los hijos de quienes no piensan como ellos en las escuelas, gritar que todo eso es libertad de expresión, mostrar a los opositores en ropa de dormir y esposados, encubrir los negociados fabulosos de sus familiares y amigos, eso, todo eso sería la esencia de la política.

¿El estado de derecho? ¿Discutir proyectos? ¿Dar argumentos en favor y en contra? ¿Hacer que las instituciones democráticas funcionen? ¿Sentarse a resolver pacíficamente los conflictos? No sean ingenuos, viejos nostálgicos burgueses, soñadores de utopías pasadas, nos diría Schmitt. ¿No se dan cuenta que ese estado de ustedes ha muerto? ¡Era el estado neutro de los del siglo XVIII! ¡Querían resolver todo discutiendo, argumentando! ¡Si serán mentecatos! Eso acabó con Weimar, con la seguridad nacional, con los empeachments de golpes blandos, con las traiciones, con el golpe duro boliviano de noviembre, con la represión policial de las protestas en toda la costa sudamericana del Pacífico, ese estado ya desapareció para siempre.






El viejo Schmitt se reía de Kelsen y su confianza en el control de constitucionalidad. Murió casi centenario, pero si hubiese sido un fenómeno biológico y tuviese hoy 132 años, se reiría con mayor fuerza del control de convencionalidad y de los derechos humanos ¿Qué humanidad? Al igual que de Maistre, no conozco ningún humano abstracto, diría. Agitaría feliz su trabajo de 1932 y exclamaría ¡Esto sí que es política!

De todas formas, en estos días una sombra de pesar opacaría su sonrisa, al igual que la de algunos deplorables funcionarios internacionales, ante el pacífico triunfo del Pueblo boliviano imponiéndose sin ninguna violencia a una minoría golpista, dictatorial, entreguista, colonialista y racista, que masacró, encarceló, torturó y no ahorró límite alguno en la violencia contra el enemigo. Seguramente, ante el gesto del Pueblo de Bolivia, paciente, silencioso pero eficaz, Schmitt no tendría mucho empacho en afirmar, siempre imperturbable: ¡Esto no es política!

Schmitt puede permanecer imperturbable, porque advierte que al esencializar la política en la contradicción amigo-enemigo, no abre juicio acerca de si eso es bueno o malo, porque ese juicio corresponde a la ética, que es otra cosa. De ese modo, deja a lo que entiende como política fuera e independiente de toda ética, afirma limitarse a verificar la realidad, aunque es obvio que la recorta como quiere, porque si bien es cierto que la violencia y la guerra existen en la realidad, nada obliga a considerar –como él lo hace- que únicamente eso sea la política, o sea, que la política se agote en sus manifestaciones más negativas.

¿Puede separarse del todo la política de la ética? La cuestión viene de lejos –sería largo historiarla- pero para quienes piensan como Schmitt no tienen nada que ver y el viejo jurista del Dritte Reich nos respondería: son dos cosas del todo indiferentes, en la ética se contrapone lo bueno y lo malo, en la política sólo el amigo y el enemigo. Con su acostumbrada suficiencia agregaría: El científico no formula juicios éticos.

La consecuencia de este romanticismo intuicionista es que todo vale y, por ende, la vocación a la guerra y al aniquilamiento del enemigo también. Sembrar el odio hasta límites letales en el seno de los pueblos y entre los pueblos, para este pensamiento, no sólo es válido, sino que es la esencia misma de lo político.

Frente a este trabajo, elaborado con lujo de citas y fuegos artificiales doctrinarios, pero en el fondo claramente necrófilo, cabría preguntarle a Schmitt adónde llevó a Alemania. Seguramente, como todo ideólogo embrollón (igual que los neoliberales de nuestros días), cuando se le muestran los resultados letales de sus teorías llevadas a la praxis, respondería que fue porque las aplicaron mal, se desviaron o no fueron lo suficientemente ortodoxos en su aplicación. En otras palabras, aunque quizá no se animase a ser tan sincero, su respuesta en el fondo sería: ¡Fue porque el Führer no fui yo!

Debemos cuidarnos de estos devaneos románticos glorificadores de la violencia: la política no puede tener por esencia la disposición a la violencia total, no puede desconocer el derecho a la vida de nuestros semejantes, requiere siempre un límite ético. Si la política se vuelve violenta, también será política el esfuerzo por contenerla; tratar de contener y evitar la violencia es política, pero impulsar la muerte es pura necrofilia, no es política.

Es una perversión del pensamiento confundir la política con sus extremos patológicos, algo así como pretender definir la esencia de lo humano a partir de la verificación de comportamientos psicóticos. Nada nos autoriza a aniquilar a nuestros semejantes, Herr Schmitt, por muchas citas con que usted adorne sus macabras reflexiones, y menos a definir eso como la esencia de la política.

Esto es bueno que lo mediten quienes nunca lo leyeron, pero se comportan como si lo hubiesen leído. Schmitt muestra como nadie hacia dónde conduce ese camino. Quienes lo leyeron y son conscientes de lo que hacen, son otra cosa. No usemos adjetivos para estos últimos, porque caeríamos en la trampa que nos tiende en propio Schmitt. 

*Profesor Emérito de la UBA

1 comentario:

Unknown dijo...

Sin duda que a las dos dimensiones de lo binario le falta la tercera dimensión del compromiso ético del humano.