En tiempos de pandemia y cuarentena, de la vida virtual reemplazando a la empírica, Martín Kohan se pregunta en este artículo, ¿cómo seremos nosotros, los reales, de vuelta en el mundo real, después de haber atravesado esta experiencia de virtualidad radical?
Por Martín Kohan*
(para La Tecl@ Eñe)
Una de las escenas para mí más significativas, y acaso definitoria, de la experiencia de la cuarentena (no de la cuarentena en sí, como medida sanitaria y política, sino de la situación específica de tener que estar todos por tantos días aislados y encerrados) fue la del Kun Agüero perdiéndose un gol hecho en el partido de Play Station que estaba jugando en su casa (¿dónde, si no?). Porque el mundo existente lleva ya un largo tiempo escindido en al menos dos versiones: la empírica y la virtual. La empírica, vale decir, la de las calles y los cuerpos y los encuentros y los contactos, la de los espacios verdaderos con sus causas y sus consecuencias; y la virtual, esa que las nuevas tecnologías no han ni pretenden haber fundado, pero que han sin dudas expandido y acentuado en proporciones enteramente inéditas.
Cada cual sabrá cómo se las compone en cada caso con esas dos dimensiones del mundo. Cada cual sabrá, si es que maneja, qué es lo que mira cuando se desorienta: si la ciudad o el GPS; cada cual sabrá qué es lo que hace cuando siente que extraña a alguien, si lo llama para encontrarse o lo mensajea nomás desde el celu; cada cual sabrá qué sexo elige un día u otro, si el carnal o si el virtual; o qué clase de solitario practica, si el de los naipes o el de la pantalla; o las cuentas cómo las paga, si haciendo fila en alguna vereda o pulsando teclas sin salir de la cama.
Ahora bien, una cosa que la cuarentena alteró, entre las tantas que tanto ha alterado, es esa relación: la que entablamos, cada cual en su estilo, entre lo real y lo virtual. Porque son ni más ni menos que esos espacios asignados habitualmente al mundo real lo que ahora fue quedando atenuado, reducido o directamente abolido. Y la virtualidad la que fue ganando terreno en la misma proporción. Hay quienes se valen del espacio virtual para la vanidad del darse a ver, y de paso, también un poco mirarse; hay quienes lo usan para crear, mediante un alias, otro yo, y aprovechar la impunidad del anonimato para darse el gusto de ser miserables; hay quienes se consuelan de su nulidad personal usurpando la vida (el nombre) de otros, para cobrar la existencia que no tienen, aunque sea de manera parasitaria.
Pero están también los famosos, los famosos de verdad; cuya condición traspasa fluidamente de un plano al otro, esos que en el mundo real algo tienen de un carácter virtual (por eso cuando nos encontramos en persona con un famoso, podemos tener la sensación de que lo conocíamos desde antes, e incluso la sensación, más extraña aun, de que él podría, de alguna forma, ya conocernos, reconocernos), esos que en el mundo virtual ven duplicarse su carácter real (es la continuación de ellos mismos por otros medios: la red no está ahí para representar sus vidas, sino para extenderlas).
Así es que pasa lo que tantas veces pasa: que por ejemplo un jugador de fútbol puede jugar consigo mismo en un partido en la Play, que pueda elegirse e incluirse en el equipo, que pueda mover, botonera mediante, su figura virtual desde su existencia real. Y eso estaba haciendo el otro día el Kun Agüero en su casa. ¿Cómo lo sabemos? Porque a la vez lo transmitía en directo en Twitch. Lo real y lo virtual delineaban pues su cinta de Moebius: el Agüero real traspasado al juego virtual, el Agüero virtual maniobrado por el Agüero real, la escena entera traspasada a la comunicación virtual, y desde la comunicación virtual contemplada por varios miles en sus miles de casas. Y entonces sucedió: Agüero se perdió un gol hecho, y al perdérselo se agarró la cabeza. ¿Agüero o Agüero, cuál de los dos? Los dos. Y el gesto de llevar las manos a los lados de la cabeza fue idéntico y fue simultáneo.
Ya sabemos, puro Oscar Wilde: la realidad imita a la Play. El gesto en la Play, copiado del Agüero real, retornó al Agüero real desde la Play, convirtiéndolo en un imitador de sí mismo. Borges lo pensó recurriendo al ajedrez, pero en el ajedrez la representación es más simbólica que mimética. Aquí vemos a los dos Agüeros, igualitos el uno y el otro, volviendo por un instante indecidible cuál es el orden de precedencia de lo real y lo virtual. Lo que cobra una importancia singular para el después de la pandemia, tan incierto y tan difuso como es ese después. ¿Cómo seremos nosotros, los reales, de vuelta en el mundo real, después de haber atravesado esta experiencia de virtualidad radical? ¿Cómo serán las relaciones con los otros, en la realidad, después de haber trasplantado esas relaciones tan por entero a la esfera de la virtualidad? ¿Qué nos pasará con las aulas, con los pagos, con el sexo, con las reuniones, cuando reintegren a sus lugares previos a ese adjetivo, “virtual”, que hoy por hoy los ha cooptado de manera indefectible?
Agüero se embarulló en el armado de su equipo en la Play, se confundió con los mellizos Funes Mori; en su entrevero virtual de Ramiro y de Rogelio, eligió a uno pero puso al otro. Estaba protestando por eso, y justo entonces le entró un whatsapp. ¿Quién era? Era Funes Mori, que lo estaba viendo desde la casa. ¿Funes Mori? ¿Pero cuál de los dos Funes Mori? Ramiro. ¿Ramiro? Ramiro, sí, Ramiro. ¿Pero cuál de los dos Ramiros?
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*Escritor. Licenciado y doctor en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires
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