Escribe Felix Crous
Quieren instalar discusiones leguleyas y semánticas, pero lo cierto es que lo ocurrido en Bolivia se parece demasiado a aventuras de otros tiempos que se llamaban, con ilegítimo derecho, golpes de Estado.
Los golpistas del 55 y del 66 consumaron su asalto al poder legítimo de los presidentes Perón e Illia y lo denominaron “Revolución”. Libertadora, para no andar con chiquitas; Argentina, para exorcizar cualquier atisbo rojo del médico de Cruz del Eje, que apenas pensó en democratizar el acceso a los medicamentos sin siquiera rozar la imperdonable apatridia negra de legalizar el peronismo.
Era el tiempo del mundo bipolar, la revolución bolchevique se contaba con tinta todavía fresca y las emancipatorias de América apenas habían pasado el centenario.
Unas y otras gozaban de un prestigio que en este tiempo de sacralización del orden dado y pereza de smartphone es inimaginable, lo que las confinó a un mundo peor que el crimen: la melancolía o la quimera. Ay, que angustia habrán sentido, querido rey.
Aquellos golpes de estado, putsch —nombre que bien le cabe al golpe boliviano, dado el sesgo inocultablemente racista de los autores— pretendían vestir su faena con la épica fundante de las revoluciones. Un kilómetro cero de la historia, o al menos de una nueva temporada de la historia.
Pero lo que se cifra en el nombre no siempre es arquetipo de la cosa, si se me permite profanar a Borges.
Podríamos decir que un buen indicio de que estamos ante un golpe y no una revolución es ver hacia donde apuntan los fusiles de los uniformados, como tuiteó en estos días Leandro Santoro.
Pero no alcanza, porque la historia muestra que ha habido militares y policías al lado del pueblo, y civiles del lado de los golpistas. Y fusiles apuntando en todas las direcciones.
Creo que esa inteligente observación debe complementarse determinando el carácter legítimo o ilegítimo del gobierno golpeado y, muy especialmente, con la intención de la intervención de cambiar radicalmente el orden normativo que rige las relaciones sociales, incluyendo la constitución política del Estado, pero también el orden material que subyace y pretenden ser regulado por ese orden normativo.
Y conseguirlo. Porque ¿cuál es el nombre de las revoluciones que fracasan?
Y, su consecuente contracara ¿Cuál es el nombre de los golpes o putsch que triunfan?
Si los cruzados cruceños triunfan ¿se hablará de la revolución ciudadana; de la restauración o de la contrarrevolución boliviana?
La victoria, que todo lo embellece ¿también resemantiza?
En cualquier caso, nadie hablará de la revolución, apuesto, porque su nombre ha sido abolido de la faz de la tierra.
Su nominación equivaldría a elevarla a la categoría de posibilidad tanto como otorgarle ese estatuto a la larga gestión de Evo que, para mayor desgracia, fue exitosa para Bolivia y todos los bolivianos.
En 1930 nuestra Corte federal tendió una mano leguleya a los golpistas dictando una Acordada —poco más que un documento de orden doméstico de los tribunales— mediante el cual, acudiendo a doctrina menor, de orden administrativo, se le dio un baño de legitimidad al golpe contra Yrigoyen, en el que también la legiones cívicas vandalizaron la casa del presidente depuesto, al que acusaban de la corrupción y la barbarie que de inmediato ellos mismos practicaron y perpetuaron con el fraude electoral.
Años más tarde, como ya dijimos, se autoproclamaron revolucionarios y a las normas que emitieron las llamaron “decretos-leyes”, una figura jurídica mistonga que, crease o no, todavía rige con algunas normas como la dictada por los fusiladores Aramburu y Rojas, de organización de la justicia nacional, cuya aplicación no eriza la sensible piel de nuestras suseñorías contemporáneas.
Pero los dictadores, a poco andar, perdieron todo el pudor y a esas normas apócrifas las llamaron leyes, crearon una comisión que sustituyó al Congreso, y al nombre autoimpuesto del régimen le adosaron la finalidad de la reorganizacion nacional. Así nación el Proceso de Reorganización Nacional. ¿Restauracion del arduo proceso de organización nacional del siglo XIX o nuevo orden?
Sea como fuere, en intenciones no se andaban con chiquitas.
¿Y en el resultado?
A juzgar por las consecuencias, la dictadura 1976-1983 fue una revolución: instauró un orden jurídico cuya cúspide fue un Estatuto superior a la Constitución política de 1853, y pocos días después —eficacia y previsión que deberían aprender los gobiernos populares— dictó nuevas pseudo leyes con las que arrasó con todos los derechos sociales, sindicales, colectivos, asociativos e individuales.
A la vez, y contando con esas herramientas, a sangre y fuego, comenzó la conversión de la matriz de un modelo de país productivista con estado de bienestar, para instalar otro de desamparo y totalitarismo, las dos patas siempre presentes en el neoliberalismo, por entonces flamante.
¿No fue esto acaso revolucionario?
Tal como vemos, revolución, putsch y golpe de mano son sólo denominaciones de instrumentos para disputar y obtener el gobierno del Estado. Su legitimidad dependerá de la legalidad y legitimidad del orden depuesto. De sus objetivos, pero mucho más de sus realizaciones. Y de que logre perdurar.
Algo más inquietante es preguntarnos si estas formas de asalto del poder —las viejas y las nuevas— son anomalías, patologías de las democracias, o estamos ante los síntomas del fin de la democracia liberal tal como creíamos conocerla. La irrupción de un tiempo tan acunado en los sueños sin contemplar las pesadillas.
* Abogado. Ex titular de la Procuraduría contra la Violencia Institucional.Conduce “Lo Peor Ya Pasó” con Martín Granovsky por AM 530 Somos Radio. Lunes a viernes a las 16 hs.
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