El silencio y la vergüenza – Por Sebastián Plut
Sebastián Plut analiza en este artículo el sentido del silencio del votante que no solo confió en Macri en 2015 sino de quienes, frente a las elecciones de octubre próximo, y aun con sus existencias arrasadas, parecen optar por la continuidad de la actual depredación gubernamental.
Por Sebastián Plut*
(para La Tecl@ Eñe)
“Callan los que sufren más profundamente ese malestar
que, para simplificar, he llamado vergüenza”
Primo Levi, Los hundidos y los salvados
Una idea que hayamos expresado con convicción, tenga mayores o menores fundamentos, no tiene por qué ser conservada en nuestro repertorio de pensamientos. Y sin embargo, este potencial carácter efímero de nuestras conjeturas no nos exige silencio. Nada hay de disvalor en exhibir un cambio de enfoque, incluso un equívoco. Agreguemos que la realidad tampoco permanece invariable, lo que también opera como razón de una saludable medida de plasticidad del pensar.
Tampoco se da como posible el decir todo, ya sea por las insalvables limitaciones de nuestra expresividad, o ya sea por la complejidad inherente a todo fenómeno, nunca reductible a una sola causa y, por ende, a una solitaria hipótesis explicativa. De nuevo, esto tampoco es justificación para callar.
Este conjunto de caracteres que tienen toda conjetura y todo texto es el signo de nuestra insuficiencia, si se quiere, de un irremediable sentimiento de inferioridad que no debemos esquivar ni del que nos podemos deshacer. Sin embargo, bien vale aclarar, este sentimiento –que resulta de admitir que las realizaciones ideales siempre están en el horizonte- no constituye un menoscabo para nuestra autoestima. Algo de ello entendió Freud cuando en su libro sobre el chiste se refirió a la importancia de lograr “situarse por encima de un afecto doloroso representándose la grandeza de los intereses universales en oposición a la propia insignificancia”.
Pese a todo ello humanos somos, y hay quienes prefieren el silencio cuando descubren sus propios desaciertos o cuando los invade el dolor por su inexplicable ingenuidad, no exenta de impulsos destructivos. Hay, en quienes permanecen mudos, un palpable sufrimiento compuesto de autocríticas no desplegadas e inundadas por afectos vergonzantes y, así, quedan apresados en su aislada humillación. Pero volvamos a Freud, quien nos advierte, en Pegan a un niño, sobre aquellos en quienes el “delirio de insignificancia es solo parcial y por entero conciliable con la existencia de una sobrestimación de sí mismo”.
Los párrafos precedentes nos introducen en el asunto que deseo tratar aquí: el silencio de muchos de los que en 2015 votaron por Mauricio Macri, el silencio no solo de quienes confiaron en aquel momento sino de quienes, frente a las elecciones de octubre próximo, y aun con sus existencias arrasadas, parecen optar por la continuidad de la actual depredación gubernamental.
Ya lo dijimos antes, la realidad es compleja, no es unidimensional, y aquí solo podremos esbozar reflexiones parciales, aun cuando son innúmeros los interrogantes y las variables. ¿Por qué alguien cree lo no creíble? ¿Por qué la realidad evidente no parece conmover sus creencias? ¿De dónde resultan su fijeza y su silencio? Y sobre todo, ¿cómo se combinan las disposiciones singulares con las estrategias retóricas del Gobierno? Sobre esto último, pues, nos interesa no solo cómo es que el Gobierno logró que muchos confiaran en sus promesas y en sus explicaciones, sino sobre todo cómo es que el Gobierno convoca al silencio de los inocentes.
Es una obviedad que el autoritarismo no es patrimonio de los gobiernos de facto, sino que también se enseñorea en gobiernos elegidos por el voto. También es cierto que los modos del autoritarismo son heterogéneos y, quizá, un modo de analizar sus diversidades consista en identificar las vías a través de las cuales logra imponer silencio (1). Un breve inventario nos indica: a) represión de las manifestaciones y criminalización de la protesta social; b) cierre de medios periodísticos opositores; c) persecución judicial a políticos, jueces, etc.; d) estrategias de desinformación a través de los medios de comunicación hegemónicos; e) el terror; f) perturbación del pensamiento de los ciudadanos y explotación de sus sentimientos de impotencia. Es en este último punto que nos detendremos en lo que sigue (2).
Ya en 2016
Ya en los primeros meses de 2016 nos llamó la atención el silencio (3). Observamos que quienes se oponían al gobierno previo solían discutir con frecuencia sobre política, aunque luego optaron por no querer hablar (en ocasiones, cerrando la discusión con el consabido “hay que darle tiempo”). Nos sorprendía el rechazo al debate suponiendo –tal vez con ingenuidad- que sintiéndose “representados” por el nuevo gobierno estarían más entusiasmados para defender u opinar sobre la actualidad. Entendimos en aquel momento que el silencio era la única alternativa frente a la realidad que rápidamente se hizo evidente. El rechazo a debatir no se trataba solo de sofocar una crítica sino, y sobre todo, la autocrítica consecuente.
Al intentar conversar con algunos de tales votantes y exponerle críticas al gobierno, me han respondido varias veces con “Te pido que no me trates de boludo/a”. No creo que deba reducirse este pedido a las críticas formuladas, sean al gobierno o a los votantes. De hecho, tanto al gobierno anterior como a los votantes de éste, se les han dicho infinidad de injurias. Creo, pues, que “boludo/a” era el juicio resultante de la autocrítica pero que, por el momento, solo podían atribuir ese juicio al actual opositor, como si fuera este quien lo profiere y no el propio superyó.
Recordemos que lo que aquí nos ocupa no es la autocrítica per se, sino por qué ella es vivida como una injuria y, luego, se procura mantener persistentemente indecible. Sabemos a través de V. de Gaulejac (Las fuentes de la vergüenza) que muchas de estas cicatrices narcisistas corresponden a un sufrimiento social que al no poder ser tratado socialmente produce ingentes efectos psíquicos (4).
Al preguntarles, también en esos primeros meses, cómo andaba su vida comercial (a dueños de negocios, empresas e industrias) varios sujetos que votaron al macrismo coincidieron, cada uno por su parte, en responder “está todo muy tranquilo”. Si se les repreguntaba, tratando de comprender el sentido del término tranquilo, contestaban que las ventas habían descendido, algunos aclarando que “no demasiado”, otros especificando algún porcentaje (“y… bajaron un 40%”) y otros reconociendo que “la verdad es que no pasa nada”. Si se combinan estas respuestas particulares con los datos oficiales o privados sobre la caída de la actividad económica, no hallamos un panorama alentador, por lo cual surge el interrogante acerca del adjetivo tranquilo. En primer lugar, pareciera que el adjetivo utilizado que, curiosamente, fue repetido por diversas personas desconocidas entre sí, era cuanto menos una suerte de eufemismo, un vocablo al que se recurría como rodeo ante el diagnóstico firme de una realidad adversa. De este modo, describir una realidad económica indudablemente negativa como tranquila constituye el recurso a un amortiguador, un morigerador, que en tanto estrategia retórica tiene por finalidad apaciguar la propia angustia y, quizá, la propia hostilidad.
Dos anécdotas personales
“El silencio es salud” decía el cartel de López Rega a mediados de los ’70, también replicado en infinidad de calcomanías. Para esa época yo cursaba mi escuela primaria a la que iba en colectivo. Recuerdo, en uno de esos viajes, mirar las pintadas en las paredes que decían “Prohibido fijar carteles”. En ese entonces, yo suponía que “fijar” era únicamente sinónimo de “mirar”, como cuando alguien dice “fijate qué hay en la mesa”. Pensaba, pues, que estaba prohibido mirar los carteles. Recuerdo, además, que con algo de culpa y vergüenza por ser descubierto, yo miraba de reojo los carteles desde la ventanilla del colectivo. Solo tiempo después consideré la contradicción: que hubiera un cartel para indicar que estaba prohibido mirarlos, y así descubrí la polisemia, la posibilidad de que un término contenga más de un significado. El pensamiento infantil tiene sus propios rasgos y límites que quizá justifiquen aquella ignorancia. No obstante, el pensar adulto conserva muchas particularidades de la mente del niño. Podemos advertir, entonces, los problemas que se crean ante el desconocimiento o bien cuando construimos un sentido fijo y único en el discurso. Tampoco se puede desconocer la influencia del contexto, del clima social. Sin embargo, también resulta notable el valor de la curiosidad, del mirar persistente y, sobre todo, de animarse a ingresar en las propias contradicciones.
Hace pocas semanas estuve unos diez días en Londres y, para esos mismos días, estaba releyendo Drácula, y me había impactado el saludo inicial con el que el Conde recibe a Jonathan Harker: “¡Entre con libertad y por su propia voluntad!”. Una noche mis hijos y yo, mientras regresábamos al hotel, fuimos abordados por cuatro sujetos que con el argumento de ser policías (allá los llaman “fake police”) me robaron una importante suma de dinero. No fue un asalto a mano armada, no me extrajeron nada a la fuerza, sino que en la confusa escena yo les entregué mi propio capital. Hay tres componentes evidentes que resultan de una vivencia así: el temor, la preocupación económica y el sentimiento de injusticia. Sin embargo, hubo algo más que me perturbó, el sentimiento de vergüenza por no haber advertido con total claridad de qué se trataba la situación, pues, en simultáneo, yo creía que nos estaban acusando (por drogas y armas), que nos estaban protegiendo de otro sujeto que andaba por ahí y que nos estaban asaltando. Advertí cuánto me estaba perturbando mi propia vergüenza cuando me dí cuenta de cómo relataba, a posteriori, la escena (por ejemplo, al enfatizar la maldad de los farsantes y omitir el hecho de que yo mismo les entregué el dinero).
Clínica del silencio
Hay silencios de reflexión, así como silencios para escuchar y también silencios estéticos como en la música. No son estos los modos del silencio que tratamos aquí. Más bien hablamos del sufrimiento tolerado en silencio para el cual Freud utilizó el elocuente término mortificación. También imaginó dos motivos para los silencios de su paciente Elisabeth: el horror de lo que tenía para comunicar o suponerse sin derecho a la crítica. Freud mismo, en ocasiones, refirió debatirse entre la conveniencia de no expresar determinadas ideas y su deseo de hacerlo. Habitualmente concluyó que callar sería comodidad o cobardía. Y por último, ya en un terreno más abstracto, Freud sostuvo que el alboroto de la vida corresponde a Eros, mientras que la pulsión de muerte es muda, excepto cuando deviene en hostilidad hacia el otro.
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