4/09/2019

se trata de una expresión, verdaderamente lograda, que no es afirmativa ni negativa



Bartleby: Preferiría no



Bartleby, el escribiente, el relato de Herman Melville, ha sido objeto, a lo largo de este siglo, de numerosos estudios literarios, lingüísticos, filosóficos y psicoanalíticos. Como tantas veces, el poeta se anticipa a su época, en este caso, mostrando la relación del sujeto moderno con la ley, por medio de un personaje que sostiene hasta sus últimas consecuencias la escisión entre poder y querer. Quisiera señalar fundamentalmente tres aspectos del texto, que obviamente no agotan las lecturas posibles. 

Bartleby sostiene un enunciado muy particular que apunta más allá de cualquier objeto, y lo sitúa del lado de la potencia absoluta. 

Ilustra de forma paradigmática una posición subjetiva que llamaré “rechazo de la alienación”. 
Entre Bartleby y el abogado, dueño del bufete donde trabaja, se establece una relación muy especial: el abogado encarna la función paterna que es cuestionada, junto con todo el orden establecido, por el escribiente. 

Contaré brevemente el texto para los que no lo conozcan y para recordárselo a los que ya lo hayan leído.

Se trata de un cuento relativamente corto, que pertenece a un volumen titulado The Piazza Tales. Fue publicado en 1856, en la época de la “decadencia” de Melville en el sentido de su reconocimiento social y sus ingresos económicos. Este cuento es una burla cruel de cierta forma de entender el individualismo, la libertad y el triunfo sobre el mal, valores en alza en aquella época de optimismo trascendentalista.

El narrador, figura que Melville utiliza frecuentemente en su literatura, es también un protagonista. Se trata de un abogado de cierto prestigio, que se presenta a sí mismo como un hombre tranquilo que no quiere ser perturbado. Tiene un despacho en el que trabajan tres empleados que describe al comienzo del relato.

A raíz de un ascenso en su profesión, necesita un copista más y contrata a un joven muy pulcro y educado que cree que podría influir benéficamente en los otros empleados, algo turbulentos. “Para tener a mano a ese hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante”, coloca a Bartleby en una mesa cerca de la suya, junto a una ventana que da a un muro.

Al principio Bartleby escribía extraordinariamente. En un momento dado el abogado necesita cotejar un documento con los originales y pide a Bartleby y a otro de los empleados que lo ayuden en esa tarea. Bartleby dice entonces, por primera vez, su famosa frase: “I would prefer not to”, preferiría no. El abogado más que enfadarse parece sorprenderse y no termina de entender lo que pasa, pero desde luego no consigue que el nuevo copista colabore en la tarea de examinar los documentos. La serenidad de Bartebly lo desarma. La escena vuelve a repetirse. El abogado dice: “había algo en él que me conmovía y me desconcertaba”. La decisión irrevocable del amanuense divide al abogado y lo hace dudar: piensa que es un empleado muy eficiente, que llega el primero a la oficina y se va el último, que hace muy bien las copias e intenta comprenderlo. Finalmente Bartleby gana la batalla: sólo va a copiar, no va a hacer absolutamente nada más.

Un domingo por la mañana, antes de ir a misa, el abogado debe ir a su despacho a recoger unos papeles y descubre que Bartleby vive allí. Pasa por una serie de estados contradictorios, de la lástima al miedo y la repulsión: se da cuenta de que el amanuense es víctima de un mal incurable, que tiene el alma enferma. Quiere despedirlo, le ordena irse, le pregunta si tiene casa, le ofrece dinero, pero no consigue nada. Es más, Bartleby deja de escribir, prefiere no. Ya sólo mira por la ventana que da al muro.

En la oficina, sin darse cuenta, todos comienzan a decir “prefiero”, “no prefiero”; el abogado se preocupa pensando que la relación con el escribiente está afectando su estado mental, pero no se encuentra en condiciones de decir “una palabra dura contra el más triste de los hombres”.

No consigue echarlo y el extraño personaje que vive en su despacho está dando lugar a jocosos comentarios en su mundo profesional; finalmente, es el mismo abogado quien termina yéndose con el pretexto de cambiarse a un barrio de mayor categoría.

Un tiempo después el nuevo inquilino del despacho lo llama para que vaya a recoger un hombre que se ha dejado allí. Ante la negativa del abogado, llama a la policía que lleva a Bartleby a la cárcel por vagabundo.

El abogado averigua el paradero de su antiguo copista y va a visitarlo, pero Bartleby no quiere hablar con él. Le da dinero al jefe de la despensa de la cárcel para que lo cuide y le dé buena comida (el tiempo que Bartleby estuvo trabajando con el abogado prácticamente no comía, sólo unas galletas de genjibre).

En otra visita a la cárcel, el cuidador le dice que puede encontrarlo en el patio, que es donde pasa los días sentado mirando una pared. Allí va y lo encuentra sentado contra el muro, muerto.

Después de su muerte, consigue un único dato biográfico de Bartleby: había sido empleado de Correos y despedido por una reestructuración. Trabajaba en la oficina que se ocupaba de la correspondencia que era devuelta porque no se encontraba su destinatario. Tengamos en cuenta que el nombre de la oficina en inglés es “dead letters“, término que en castellano significa tanto “cartas muertas” como “letras muertas”.

El Enunciado

Bartleby, extraordinario copista, es alguien que vive de las palabras; y sin embargo, sólo pronuncia dos: preferiría no, mínima expresión del lenguaje que evoca el silencio de la pulsión de muerte.

Conviene hacer un análisis más detallado del enunciado: en su lengua original resulta una expresión poco corriente aunque correcta. Él dice I would prefer not to, cuando la usual sería I would rather not. Ambas tienen la misma traducción al castellano, si bien los traductores le agregan un verbo y un pronombre (hacerlo), que la completan para hacerla más literaria (preferiría no hacerlo). En inglés es usual decir “preferiría no“, sin un verbo al final.

G. Deleuze lo llama “la fórmula”. Una de las interpretaciones que hace de dicha fórmula es que se trata de un intento de Melville de excavar en la propia lengua una lengua extranjera, o de introducir la psicosis en la neurosis inglesa.

Se trata de una expresión, verdaderamente lograda, que no es afirmativa ni negativa; según G. Agamben, no hay en la cultura occidental otra fórmula que mantenga tal equilibrio entre afirmación y negación, entre aceptación y rechazo.

Tiene otra particularidad: deja indeterminado lo que rechaza, no se refiere a ninguna cosa en concreto, al contrario, apunta más allá de cualquier objeto. De ahí procede su irreductibilidad.

Según la doctrina que Aristóteles desarrolla en La Metafísica, la potencia es tanto potencia de ser o de hacer, como de no ser o no hacer. La potencia de ser o hacer se puede fundir con el acto en que se realiza; por lo tanto, la verdad de la potencia radica en la potencia del no. Bartleby, en tanto escriba que no escribe, constituye una figura extrema de la potencia en estado puro.

Para la escolástica existe la potencia absoluta, por ejemplo, la omipotencia divina, Dios podría hacer cualquier cosa; pero la voluntad es el principio que pone orden en el caos de la potencia absoluta y le permite pasar al acto. Una potencia sin voluntad no puede pasar al acto. Dios no puede hacer lo que no quiere, aunque tenga la posibilidad; sólo puede hacer lo que quiere. La voluntad regula la potencia.

La moral occidental está construida sobre la base de esta relación entre potencia y voluntad: hay una preeminencia de la voluntad sobre la potencia, que rige inclusive para Dios. Es la idea del hombre libre, dueño de sus actos, que se domina a sí mismo por medio de la voluntad. Esto es cuestionado por el psicoanálisis porque el síntoma muestra que el hombre muchas veces hace lo que no quiere y no puede hacer lo que quiere.

Bartleby puede sin querer, se salta el orden de la voluntad y se sitúa del lado de la potencia absoluta, que es una potencia muerta, sin vínculos. Porque no se trata de que él no quiera cotejar o no quiera copiar, él preferiría, su fórmula destruye la relación entre poder y querer, de ahí su carácter radical. Desde otra perspectiva, Bartleby es como un adelantado respecto de la moral de su época, en la medida en que puede sin querer, excediendo su voluntad y la de los otros; es el testimonio de un querer que no es consciente, que lo atrapa a él y, como veremos, atrapa al otro.

Rechazo de la alienación

Lacan explica la alienación, una de las dos operaciones que dan cuenta de la causación del sujeto, por medio de la unión de conjuntos: es un caso particular de reunión que llama elección forzada. Forzada porque no se puede no elegir, y porque se trata de una elección que incluye siempre una pérdida, de tal modo que si se elige uno de los términos se pierde todo, y si se elige el otro, también se pierde. El ejemplo clásico es “la bolsa o la vida”, si se elige la bolsa se pierde la vida (y también la bolsa) y si se elige la vida, se pierde la bolsa, es decir, se elige una vida sin bolsa. En el caso de la alienación se trata de la elección forzada entre el ser y el sentido.

Hay un caso particular, extremo, que muestra el factor letal inherente a esta operación, según comenta Lacan en Los Cuatro Conceptos. Es cuando el enunciado mismo hace intervenir la muerte como una opción, por ejemplo, “libertad o muerte”. Entonces se produce un efecto de estructura diferente: el “libertad o muerte” se transforma en libertad para morir, con cualquiera de las dos alternativas se elige la muerte. Bartleby ilustra este caso extremo. Se trata de un sujeto que rechaza entrar en el juego del Otro, que busca la libertad por fuera de la determinación que le impone el mundo en el que vive.

La constitución del sujeto supone la alienación al sentido y la separación de ese lugar, con la ganancia del poco de libertad que proporciona el deseo. Bartleby tal vez prefiriera no elegir, pero eso no es posible. Él prefiere nada antes que algo, hace del rechazo la forma de su deseo.

Desde la filosofía podemos decir “Bartleby no quiere”, pero en nuestros términos, su posición ilustra el rechazo del deseo en tanto es algo que le viene del Otro. Más que un sujeto articulado al deseo es un sujeto que padece el deseo como una imposición del Otro. Su rechazo del deseo como respuesta al Otro pone en juego un deseo de nada en su forma más radical. Encarna la resistencia pasiva.

Como construcción literaria, se trata de un personaje original, paradigmático, de esos que dejan una huella que llevará su nombre para siempre. En ese sentido, Bartleby, con su búsqueda radical de la libertad se pone del lado de la pulsión, que es, como sabemos, pulsión de muerte. Entre el deseo, vital, pero urticante y penoso, Bartleby escoge lo mortífero del goce. Y emprende un viaje sin retorno, porque una vez que ha pronunciado su frase, una vez que ha comenzado a transitar ese camino, la fuerza de la pulsión tiene una inercia que ya no le permitiría volver.

Bartleby se adelanta a su época y muestra, entre otras cosas, dos aspectos de una posición frente al deseo hoy en día muy frecuentes: el deseo como rechazo y la elección del goce en lugar del deseo. El sujeto que dice no a lo que le viene del Otro y, en la medida en que no puede hacer suyo el deseo, elige el goce.

Bartleby y el abogado

Al leer el cuento resulta sorprendente la relación que se establece entre ambos. El abogado cuenta la historia de Bartleby y sus propios pensamientos, sentimientos y vacilaciones a partir del encuentro con ese hombre tan singular. En cierto sentido, relata cómo se vio atrapado, dividido y cuestionado por el escribiente que él eligió y sentó al lado de su mesa.

El abogado no puede enfadarse con Bartleby, intenta comprenderlo, se siente comprometido en esa relación hasta el punto de que en lugar de echarlo, es él quien abandona el despacho.

Hay que tener en cuenta que el abogado elige a alguien que describe en estos términos: “Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby”, lo sienta a su lado y, además, espera que pueda tener sobre sus empleados la influencia que él no tiene. El abogado lo elige por unos rasgos que podríamos llamar de “moderación”, pero lo moderado se torna extremo y siniestro, y le produce pavor.

Al tercer día de estancia de Bartleby se desencadena el “preferiría no”, que tiene dos tiempos: primero hay una negativa en relación a cotejar las copias, es decir, a tener cualquier tipo de confrontación, que el abogado, en la medida en que acepta la imposición del copista, logra mantener en un cierto equilibrio.

Hay un segundo momento, que ya no encuentra equilibrio hasta el desenlace final, que comienza cuando descubre que Bartleby vive en su despacho. Esta vez el abogado se encuentra absolutamente dividido entre la piedad y el horror (horror por Bartleby y porque siente que, como esperaba en un primer momento, el escribiente está influyendo en los demás, pero no en el sentido benéfico que él deseaba). Dice “No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental”. En este segundo momento es cuando Bartleby deja de copiar y ya sólo mira por la ventana.

Hay seres de una naturaleza primera, ángeles o demonios, y personajes normales, que obedecen a las leyes generales, y se necesitan los unos a los otros. Bartleby, ángel de naturaleza primera, pone en marcha la obstinación que lo lleva a la muerte, para el abogado. ¿Podría haber sostenido su posición sin el lugar que le da el abogado? Ese “preferiría no” es una respuesta al Otro, pero ¿Es un S1 que se dirige a un S2? ¿o es un enunciado no dialectizable?

La relación entre ambos evoca relaciones como la del sujeto anoréxico y su madre. ¿En qué sentido? Tanto en Bartleby como en el sujeto anoréxico hay una lucha, en cuanto a lo que orienta su posición subjetiva, entre el deseo y la pulsión. En ambos casos se trata de la fuerza de la pulsión y un deseo de nada que se constituye en relación al Otro. En los dos podemos suponer que la pregunta “¿puedes perderme?” regula, de forma central, su relación con el Otro. En la medida en que está dispuesto a ponerlo todo en juego, el sujeto se hace fuerte, se hace omnipotente frente a un Otro que queda doblegado, en una posición de impotencia.

Traspasado un cierto límite, desencadenada la pulsión, Bartleby ya no puede parar (como ocurre algunas veces en la anorexia). Por su parte, el abogado que representa la ley, una ley pusilánime, queda desarmado y cuestionado.

El escribiente y su enunciado tienen una fuerza tal que no nos permiten permanecer indiferentes en la medida en que tocan tanto el lado Bartleby como el lado abogado que todos tenemos. Porque este pequeño texto nos muestra que el deseo inconsciente se impone al querer de la conciencia, que este deseo no es natural, que necesita del Otro para constituirse y por lo tanto es sintomático; y que la ley, el orden racional que organiza el mundo moderno, es impotente en relación al deseo.

¿Qué debo hacer? Preferiría no

Para concluir, tomaré una de las tres preguntas kantianas ¿Qué debo hacer? Esta pregunta nos introduce en el intento de fundar una moral en la razón, en el mandato del deber, rompiendo con toda inclinación particular, con cualquier obrar que se desprenda de una experiencia.

Ni Bartleby ni el abogado representan la moral kantiana. Ésta estaría, en todo caso, del lado del hombre que manda a Bartleby a la cárcel sin otro miramiento que el cumplimiento de la ley.

El abogado se rige por una moral de la simpatía, hecha de sentido común, razón, sentimientos y experiencia. Es la moral del hombre moderno.

En cuanto a Bartleby, él representa una lógica que no se puede reducir a la razón, una lógica que muestra la frágil línea que separa la vida de la muerte. Ilustra la posición contraria a Kant, no se rige por la ley social ni tampoco por la ley del corazón; se rige por su propia ley, sin tener nada más en cuenta. Como aquellas cartas que no encontraron destinatario, que perdieron su vínculo con el otro, Bartleby resuelve su relación con el mundo en su acto solitario y final, y termina realizándose en la muerte.

Graciela Sobral

1 comentario:

Anónimo dijo...

CANDIDATO DEL FMI.
NO QUIERE PASO (AUTORITARIO).
PROMUEVE LA FLEXIBILIZACIÓN LABORAL Y REFORMA PREVISIONAL.
NO SE SABE CUÁNTO MIDE. LAS ENCUESTADORAS LO APALANCAN Y MARQUETINEAN.
UNA ESPECIE DE DE LA RÚA EN PRETENDIDO ESTADO SOCIALDEMÓCRATA.
EN MI OPINION, SU EDAD AVANZADA NO LO FAVORECE PARA SOSTENER LA TAREA TITÁNICA QUE DEBERÁ ENFRENTAR EL PRÓXIMO PRESIDENTE.
SERÍA OTRO ESTRUENDOSO FRACASO DE NUESTRA "DEMOCRACIA".